Capítulo 38

– Y tú que creías que yo era ambiciosa -se maravilló Liska- Nunca he asesinado a nadie para progresar en mi carrera.

Estaban sentados en el coche de Kovac. Los técnicos forenses habían llegado, y Tippen los acompañaba en su ronda. Uno de los ayudantes del sheriff le había prestado a Kovac un jersey seco, y sobre él llevaba una cazadora mugrienta que había encontrado en el taller de Neil Fallon. Las mangas le llegaban a medio antebrazo, y la prenda olía a perro mojado.

– Pero has mencionado la posibilidad -le recordó Kovac.

Alguien le había llevado café. Tomó un sorbo sin percibir el sabor del café ni del whisky que Tippen había sacado de no se sabía dónde-

– Eso no cuenta.

Guardaron silencio durante unos instantes.

– ¿Cuánto crees que sabe Wyatt? -inquirió Liska.

Kovac meneó la cabeza.

– No lo sé. A estas alturas, debe de sospechar. Todo se remonta a Thorne. Lo que está clarísimo es que sabe todo lo que sucedió aquella noche.

– Y ha sido un secreto durante todos estos años.

– Hasta que Andy Fallon empezó a indagar. A eso debía de referirse Mike al decir que no podía perdonar a Andy por lo que había hecho, que Andy lo había estropeado todo, que le había ordenado que lo dejara correr. Creí que se refería al hecho de que Andy hubiera salido del armario… Madre mía, tantos años…

– ¿Crees que Wyatt mató a Thorne? -preguntó Liska.

– Es la conclusión a la que llego. Evelyn Thorne estaba enamorada de él.

– Pero ¿cómo lo descubriría Gaines?

– No lo sé. Puede que Andy llegara a la misma conclusión y hablara de ello con Gaines. Puede que viera las notas de Andy… No lo sé.

– ¿Y dónde encaja el tipo al que cargaron el muerto?

– No lo sé.

Lo que había ocurrido aquella noche tan lejana era un bombazo, se dijo Kovac, y aparte de Ace Wyatt, había otra persona viva que tal vez estuviera al corriente de todo: Amanda.

– ¿Quieres hablar con Wyatt a solas? -inquirió Liska-. Si me necesitas te acompaño…

– No -declinó Kovac en un murmullo-. Necesito hacerlo solo. Por Mike. Fuera lo que fuese, en tiempos significó algo muy positivo para mí.

Liska asintió.

– Volveré al despacho y me pondré con el papeleo.

– ¿Por qué no te vas a casa, Tinks? Es muy tarde.

– Los chicos están en casa de mi madre por lo de Rubel, así que en casa solo me espera un coche patrulla con un par de cabrones para cuidar de mí.

– ¿No hay noticias de Rubel?

– Solo un montón de falsas alarmas. Espero que algo lo haga salir de su escondrijo si es que a estas alturas no está ya en Florida.

– ¿Estás asustada? -le preguntó Kovac, mirándola a los ojos.

– Sí -reconoció Liska, devolviéndole la mirada-. Por mí, por los chicos… No me queda más remedio que convencerme de que lo encontraremos antes de que él llegue a nosotros.

Se hizo de nuevo el silencio entre ellos.

– Me siento viejo, Tinks -suspiró por fin Kovac-. Viejo y cansado.

– No pienses en eso, Sam -aconsejó Liska-. Si te detienes el tiempo suficiente para pensar en ello, no volverás a ponerte en marcha.

– Qué optimista.

– Oye, que he perdido la oportunidad de hacer carrera en Hollywood -replicó ella con fingido enojo-. ¿Qué quieres de mí? ¿Una sonrisa de anuncio las veinticuatro horas del día?

Kovac halló fuerzas suficientes para soltar una risita, a la que siguió otro acceso de tos. Aún le dolían los pulmones por culpa del agua helada.

– Eh -siguió Liska, dándole una palmadita en la mejilla-. Me alegro mucho de que Gaines no te matara, compañero.

– Gracias, y gracias por salvarme la vida, compañera. Podría haber acabado bajo el hielo como él.

– Para eso están los amigos -se limitó a responder Liska antes de apearse del coche.


Por alguna extraña razón, pese a que era de noche, todas las plazas de aparcamiento que rodeaban el ayuntamiento estaban ocupadas. Liska estacionó en la zona reservada para emergencias, pues se negaba a ir al parking subterráneo.

Se alegraba secretamente de tener motivo para volver a la oficina. Siempre le había gustado ir allí de noche, cuando casi toda la ciudad dormía, y esa noche, desde luego, era una opción mucho mejor que volver a casa. Si volvía a casa, tendría demasiado tiempo y tranquilidad para pensar en el lamentable estado de su vida personal y en la ausencia de los chicos.

Los pasillos estaban sumidos en un silencio absoluto. Los federales habían instalado el equipo encargado de la búsqueda de Rubel en su edificio de Washington Avenue, donde se concentraría toda la acción.

Se detuvo ante la puerta de las oficinas de Asuntos Internos, pensando en las vueltas que daba la vida. Una semana antes, habría escupido en el suelo ante la sola mención de Asuntos Internos, pero en los últimos días había visto suficientes polis malos para toda la vida.

Nadie reparó en su presencia cuando entró en las oficinas del departamento. Tal vez se quedara a pasar la noche, pensó mientras guardaba el bolso en el cajón. Tal vez durmiera bajo la mesa, como los indigentes que buscaban cobijo en portales y pasadizos cuando todo cerraba.

Encendió el ordenador, se volvió para quitarse el abrigo… y vio a Derek Rubel en el extremo más alejado del cubículo, empuñando un arma.


– Cuéntame la historia. Desde el principio.

En la estancia reinaba un silencio tal que Savard lo percibía como una presión contra los tímpanos.

Wyatt estaba sentado a su mesa, con la mirada clavada en ella y en el arma. Savard había colocado una grabadora sobre la mesa. Estaban en casa de él, a solas. Wyatt se había casado una vez en los años transcurridos desde el asesinato de Bill Thorne, pero el matrimonio no había durado.

– Cuéntame la historia -insistió-. No malgastes la cinta.

– Amanda… ¿por qué haces esto? -preguntó Wyatt con expresión dolida.

– Andy Fallon ha muerto. Mike Fallon ha muerto.

– No los maté yo -aseguró Wyatt.

– Todos estos años -susurró ella-. Todos estos años no he podido hablar… por madre, por lo que hizo aquella noche. Ese hombre ya estaba muerto, no pude salvarlo. Creí que podría compensar el mal de algún modo…

Durante largo tiempo se había permitido creer que esa era penitencia suficiente, impedir a otros policías malos que hicieran daño a la gente, al tiempo que guardaba el secreto sucio de su familia, de la familia de policías a la que su padre había pertenecido. Había dedicado su vida a desentrañar los secretos de los policías de Minneapolis, a impedir que se salieran con la suya como Bill Thorne en su momento, como Ace Wyatt.

Wyatt había hecho su propia penitencia, pero daba igual. Su padre seguía muerto… salvo en sus pesadillas. Weagle seguía muerto… salvo en sus pesadillas. Ahora Andy… y Mike Fallon…

– No puedo seguir viviendo con todos esos cadáveres sobre mi conciencia -musitó con voz temblorosa mientras agitaba el arma ante él-. Cuéntame la historia ahora.

– Amanda…

Su voz le crispaba los nervios; aquel tono condescendiente, paternalista. Desvió el arma cinco centímetros hacia la derecha y disparó a la pared tras la cabeza de Wyatt.

– ¡He dicho que me cuentes la historia! -gritó.

Wyatt palideció y acto seguido se puso lívido. Tenía el rostro empapado en sudor, y el hedor amoriscado de la orina impregnaba el aire.

– No… puedo… soportarlo… más -masculló Amanda entre dientes.

Una parte de su cerebro reconocía que su comportamiento era irracional. Pero eso formaba parte del problema, ¿no? Llevaba demasiado tiempo siendo demasiado racional, demasiado práctica, procurando reprimir el horror, el miedo, el conocimiento de que lo que había ocurrido estaba mal y de que ella podría haberle puesto fin.

– Empezaré por ti -propuso.

Pronunció su nombre, la fecha y el lugar para que constaran en la grabación, como si se tratara de un interrogatorio. A continuación citó el asunto de que se trataba y la fecha del incidente. Wyatt se limitó a seguir mirándola.

– Amaba a tu madre -dijo por fin-. Lo que hice lo hice por ella, para protegerla. Lo sabes muy bien, Amanda.

– Ahora se protege a sí misma -murmuró Amanda con los ojos inundados de lágrimas-. Nadie puede hacerle daño. No puedo permitir que muera más gente sin hacer nada al respecto. Me hice policía para impedir esa clase de cosas, ¿lo entiendes? Soy lo que soy por causa de aquella noche. Me hice policía para hacer de policía a otros policías, para que lo que pasó aquella noche no se repitiera… pero se repitió.

– Yo no los maté, Amanda. No maté a Andy ni a Mike…

– Sí los mataste, ¿es que no lo entiendes? Cuenta la historia.

– Se suicidaron -insistió Wyatt, aunque sin convicción, pues no podía ni mentirse a sí mismo.

Las lágrimas le rodaban por las mejillas, y estaba temblando. Miró la grabadora, a buen seguro preguntándose si Amanda querría grabar la conversación porque tenía intención de matarlo en cuanto terminara.

– Bill Thorne era el hombre más cruel que había conocido en mi vida -empezó con voz temblorosa-. Atormentaba a tu madre, Amanda, lo sabes muy bien. Lo que ella hacía nunca era lo bastante bueno para él. Siempre desahogaba su furia en ella, la pegaba… Pero nunca te pegó a ti, ¿verdad, Amanda?

– No -musitó ella, también temblando-. Nunca me pegó. Pero lo sabía. Veía lo que le hacía y lo odiaba por ello. Quería que alguien lo detuviera, pero nadie lo hacía… porque mi padre era policía. Tú viste lo que le hacía, los ojos morados, los cardenales… Lo viste, como los demás policías. Pero todo el mundo hacía la vista gorda, y eso nunca lo entendí. En el caso de los demás… pero tú… Ella te quería. ¿Cómo pudiste permitir que aquello siguiera?

– Tu madre no quería…

– Ni se te ocurra darme esa excusa, la excusa de que ella no quería pasar por semejante humillación ni causar problemas. Era una mujer maltratada.

Wyatt desvió la vista, avergonzado.

– Porque era policía -prosiguió Amanda-. Dejaste que las cosas llegaran al extremo que llegaron aquella noche porque no eras capaz de denunciar a un cabrón hijo de puta como Bill Thorne.

Wyatt no respondió, porque no existía respuesta posible.

– Y aquella noche…

– Tu madre me llamó para decirme que algo andaba mal. Estaba histérica. Bill Thorne había vuelto a casa de forma inesperada, borracho. Bill bebía a menudo estando de servicio; no le importaban más reglas que las suyas… -Se interrumpió un instante, procurando dominar las emociones que el incidente evocaba-. La violó y le dio una paliza. Evelyn no podía soportarlo más -prosiguió mientras las lágrimas le caían por las mejillas con más rapidez-. Encontró un arma y disparó a Bill dos veces en el pecho. Luego me llamó. No podía permitir que la castigaran por lo que Bill le había hecho ni confiar en que los tribunales se pusieran de su parte. ¿Y si se descubría que teníamos una aventura? El fiscal podría haberlo alegado como móvil, y tu madre podría haber acabado en la cárcel.

– Así que encontraste a Weagle…

– Estaba en el barrio, en la calle delante de tu casa cuando llegué. No sabía qué había visto u oído.

Wyatt sepultó el rostro entre las manos y empezó a sollozar.

– Conseguí que entrara en la casa y… le disparé… con el treinta y ocho de Bill. Dios mío… Entonces llegó Mike… y ahí estaba yo, con el cadáver. Me entró el pánico y…

– Dios mío -dijo Kovac al tiempo que abría la puerta del despacho y miraba horrorizado a Wyatt, que siguió llorando sin levantar la cabeza-. Tú disparaste a Mike.


Liska estaba paralizada. Mil posibilidades le surcaron la mente en un santiamén. Abalanzarse sobre él, gritar, arrojarle algo, intentar ponerse a cubierto. Gracias a Dios que había llamado a los chicos para decirles que los quería.

– Suelte el arma, Rubel -dijo en un tono notable y absurdamente sereno.

– Zorra.

Llevaba las gafas de espejo, de modo que no le veía los ojos. Mal asunto.

– Más le vale rendirse ahora -siguió Liska-. Nadie le hará daño. Somos su familia.

– No era asunto suyo, joder.

– Mató a un hombre -le recordó Liska-. Eso siempre es asunto mío.

A espaldas de Rubel, Liska vio a Barry Castleton acercarse muy despacio, empuñando un arma, los ojos abiertos como platos.

– Suelte el arma -repitió-. No saldrá de este edificio, Derek.

– ¿Y a mí qué? -replicó él-. Eso ya lo sabía al entrar. Soy hombre muerto, no tengo nada que perder. Mejor morir ahora, y además, de regalo, me la llevo a usted por delante, puta.


– Tú dejaste inválido a Mike -constató Kovac, entrando en la habitación-. Todos estos años has dejado que todo el mundo te considerara un héroe, pero fuiste tú quien lo dejó confinado en esa puta silla.

Wyatt sollozó con más fuerza.

– Yo no quería -gimoteó-. Me entró el pánico. Cuando me di cuenta de que… Hice lo que pude para salvarle la vida, sin dejar de pensar un momento que mi carrera se había acabado, que Mike se lo contaría a todo el mundo, pero aun así le salvé la vida.

– Y te convertiste en un héroe gracias a eso.

– ¿Qué podía hacer? Intenté compensarle.

– Ya, claro, seguro que una tele de pantalla grande lo compensa todo -espetó Kovac-. ¿Sabía Mike que le disparaste tú?

– Siempre aseguró que no lo recordaba todo, pero algunas veces hacía comentarios… que me hacían pensar que…

– Y nadie se molestó en hacer un análisis balístico porque había casquillos del treinta y ocho por todas partes -atajó Kovac-. Porque todos erais policías a excepción del muerto, un desgraciado con antecedentes. Y además tenías una testigo, Evelyn. ¿O quizá dos? -preguntó, volviéndose hacia Savard.

– Me ordenaron que me quedara en mi habitación y dijera que no había visto nada -explicó Savard sin apartar la vista de Wyatt-. Lo hice por madre, porque sabía que de lo contrario la habrían culpado a ella.

– Joder -masculló Kovac, asqueado.

– Mike era el héroe -gimió Wyatt-. Mike era el héroe.

– Mike está muerto; lo mató Gaines por tu culpa, y también mató a Andy -escupió Kovac-. Sabías que Andy estaba haciendo preguntas sobre esa noche; acudió a ti y al poco estaba muerto. Sin duda sabías que…

– ¡No! Creía que se había suicidado -insistió Wyatt-. De verdad…

– Podrías haberlo impedido -dijo Savard con las mejillas arrasadas de lágrimas-. Yo podría haberlo impedido. Andy también acudió a mí después de localizar a madre. Podría haberlo impedido. Soy policía… Podría haberlo impedido -repitió una vez más con aire ausente mientras el arma temblaba en su mano-. Lo siento. Lo siento tanto, Andy…

– Tú no lo mataste, Amanda -murmuró Kovac mientras su furia se trocaba en temor al ver que Savard se quedaba mirando el arma-. Dame la pistola. Acabaremos con esto ahora mismo. Yo te ayudaré.

– Es demasiado tarde -murmuró ella-. Lo siento. Lo siento tanto.

– Dame el arma, Amanda.

Savard miró el arma, la levantó y se apuntó a la cabeza.


– ¡Suelte el arma, Rubel! -ordenó Castleton-. ¡Está rodeado!

Rubel apuntó a Liska al pecho y profirió un rugido animal con el rostro cada vez más rojo y los tendones del cuello tensos bajo la piel.


– Dame el arma, Amanda -repitió Kovac, acercándose a ella aterrado-. Todo ha terminado, cariño.

– Podría haberlo impedido -musitó ella una vez más.

Avanzó otro paso hacia ella.

– Amanda, por favor…

– Tú no lo entiendes -aseguró ella, mirándolo a los ojos.

– Amanda.

– Todo es culpa mía.

– No -murmuró Kovac mientras alargaba la mano, que le temblaba como la de un borracho.

– Sí -contradijo ella, acariciando el gatillo con el dedo-. Todos están muertos por culpa mía.


Castleton lanzó un grito a su vez y se acercó a Rubel.

Liska metió la mano en el bolsillo del abrigo.

Rubel volvió la cabeza un instante, el instante que Liska necesitaba.

Con la porra desplegada hasta su máxima extensión, Liska avanzó hacia Rubel, blandió la porra sobre la cabeza y descargó el golpe. Los huesos del antebrazo de Rubel se quebraron al tiempo que el arma se disparaba y la bala se incrustaba en una pared. Acto seguido, Rubel se desplomó entre gritos de dolor.

Liska dejó caer la porra y salió del cubículo.


– Amanda… -susurró Kovac.

Más tarde rememoraría aquel instante y sabría que lo que veía en los ojos de ella era un reflejo de su propia esperanza agonizante.

– Amanda… dame el arma.

– No -musitó ella-. No, Sam. ¿Es que no lo entiendes? Podría haber acabado con esto hace veinte años. Mi madre no disparó a Bill Thorne. Fui yo.

Kovac nunca recordaría el estallido del disparo. Nunca recordaría los gritos, ni el de Ace Wyatt, ni el suyo. Tan solo guardaría un recuerdo visual.

Una lluvia de sangre, fragmentos de hueso y tejido encefálico.

La brevísima mirada de sorpresa en los ojos de Amanda antes de que perdieran toda expresión.

Él mismo, sentado en el suelo, abrazando su cadáver, como si su conciencia se hubiera apartado de su cuerpo en un intento de huir del horror.

Pero no había huida posible. Nunca la habría.

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