– Mike Fallon era zurdo -repitió Kovac-. Si se hubiera suicidado, habría sostenido el arma con la mano izquierda.
Reprodujo los gestos para las personas reunidas en el despacho de Leonard: el propio Leonard, Liska, Elwood y Chris Logan, de la oficina del fiscal del distrito.
– Se aguanta la mano izquierda con la derecha, se mete el cañón de la pistola en la boca y aprieta el gatillo. ¡Bang! Se acabó. Ha muerto. El retroceso aparta los brazos del cuerpo, de modo que el arma puede salir despedida o bien permanecer en la mano en que la sostenía… la izquierda. Pero es imposible que cayera a la derecha de la silla.
– ¿Estás seguro de que era zurdo? -preguntó Logan.
El fiscal parecía haber llegado en volandas del viento ártico, pues tenía el cabello alborotado y las mejillas enrojecidas. Su única ceja le formaba una V oscura sobre los ojos.
– Sí -asintió Kovac-. No sé por qué no me di cuenta al descubrir el cadáver; supongo que porque tenía mucho sentido que Mike se hubiera suicidado.
– Pero su hijo sabía que era zurdo.
– Neil también es zurdo -arguyó Kovac-, de modo que pudo enviar al viejo al otro barrio, apartarse del cuerpo y dejar el arma en el suelo con la mano izquierda, es decir, a la derecha de la silla.
El ceño de Logan se tornó aún más pronunciado.
– Todo es demasiado circunstancial. ¿Tienes alguna otra cosa, como huellas en la pistola, por ejemplo?
– No, en la pistola solo hay huellas de Mike, pero están borrosas, como si alguien hubiera puesto las manos sobre ellas.
– Puede que no se trate de eso. Puede que le sudaran las manos y tuviera que esforzarse por asir el arma con fuerza. Puede que las huellas se difuminaran cuando el arma le resbaló de las manos después de apretar el gatillo.
– Una testigo vio a Neil en el escenario aquella noche -señaló Elwood.
– Y Fallon mintió al respecto -añadió Kovac.
– Pero eso fue dos o tres horas antes de la hora estimada de la muerte, ¿no?
– No se llevaba bien con Mike -aportó su granito de arena Liska-. Albergaba mucho rencor y celos. Mike se negaba a prestarle el dinero que necesitaba, y Fallon reconoce haber discutido con su padre e incluso haberle pegado.
– Pero no haberlo matado.
Kovac masculló un juramento.
– ¿Es eso lo que tenemos que hacer ahora? ¿Servirles a todos los putos delincuentes en bandeja, adornados como pavos de Navidad y con una confesión firmada en el pico?
– Necesito algo más de lo que tiene, o de lo contrario su abogado lo sacará en cinco minutos. Lo único que tiene es el móvil y una oportunidad que no encaja con la opinión de la forense. No tiene pruebas físicas ni testigos. De acuerdo, el tipo le mintió, pero todo el mundo miente a la policía. No tiene suficiente para retenerlo, y yo no tengo suficiente para llevar el caso ante el gran jurado. Si consigue ubicarlo en el escenario de la muerte en el momento en que alguien oyó un disparo, perfecto; o encuentre sangre del viejo en sus zapatos. Algo… lo que sea.
– Si Neil puso las manos sobre las de Mike en el arma, dejaría sus huellas sobre la piel del viejo -señaló Liska.
– Costaría mucho identificarlas -protestó Kovac-. Stone y Lars le cortaron las uñas, examinaron las manos en busca de heridas de defensa…
– Aun así, merece la pena intentarlo -insistió Liska-. Despliega todos tus encantos con ella, Sam.
Kovac volvió los ojos al techo.
– ¿Y qué tal conseguir una orden de registro para su casa, a ver si encontramos los zapatos ensangrentados?
– Redacta la petición y ve a ver al juez Lundquist de mi parte -propuso Logan mientras miraba el reloj-. Yo también tengo ganas de echarle el guante si se cargó a su padre. -Se puso el abrigo-. Pero necesito un caso sólido, porque de lo contrario será otra cagada en la que la prensa podrá cebarse, y no pienso volver a ser el chivo expiatorio de la historia. En fin, tengo que irme. Me esperan en el despacho del juez.
Logan se marchó antes de que nadie pudiera interponer objeción alguna.
– Desventajas de acudir al fiscal con ambiciones políticas -comentó Elwood-. Solo correrá riesgos si sabe que puede ganar.
– Logan es inteligente -afirmó Leonard-. El departamento no puede permitirse otro fracaso.
Traducción: si la jodemos, los peces gordos se merendarán a Leonard, pensó Kovac. Y Ace Wyatt coordinaría el ágape entre bastidores. Y la mierda los salpicaría a él y a Liska. Tal vez Elwood escapara a la tormenta por hallarse un poco al margen del caso.
– Voy a redactar la petición -anunció.
En aquel instante sonó el busca de Liska. Lo cogió para leer el mensaje.
– ¿Enviamos una patrulla del sheriff a casa de Neil Fallon? -preguntó Elwood-. Querrán participar en el registro; es su jurisdicción.
Leonard quiso decir algo, pero Kovac se anticipó, haciendo caso omiso de la autoridad del teniente.
– Llama a Tippen, a ver si nos puede ayudar. Sí nos acompaña alguien de la oficina del sheriff, quiero que sea él.
– Tengo que irme, Sam -dijo Liska-. Ibsen ha vuelto en sí. ¿Me necesitas para el registro?
– No, tranquila.
– Me llamó el supervisor del turno de noche -dijo Leonard antes de que Liska saliera-. Estoy de acuerdo en que asista a Castleton en la investigación del asalto a Ibsen, por si le interesa.
– Gracias, teniente -musitó Liska, intentando sin éxito no mostrar su vergüenza-. Había olvidado decirle que Ibsen es mi informador.
– Si no le importa, cuando vuelva quiero que me ponga en antecedentes acerca de la información que le ha proporcionado.
– Por supuesto. Hasta luego.
Liska se volvió y consiguió lanzar una mirada de desesperación a Kovac.
– Buena suerte, Tinks -le deseó Kovac-. Espero que ese tipo tenga una memoria de elefante y una visión nocturna de la leche.
– Me conformo solo con que sea capaz de hacer algo más que babear.
La expresión «vuelto en sí» resultó ser un poco exagerada. Ibsen había entreabierto un ojo y emitido un gemido. El personal de la UCI del centro médico del condado de Hennepin había reaccionado atiborrándolo de morfina.
Ofrecía un aspecto menudo, frágil y patético ahí tumbado en la cama, envuelto en vendajes y conectado a toda una serie de máquinas. Nadie se sentaba al borde de su cama para rogar a Dios que le salvara la vida. Según el personal de la UCI, no había recibido ninguna visita, a pesar de que su jefe estaba al corriente y sin duda habría comunicado la noticia a sus compañeros del club. Quizá no tenía amigos. Aunque por otro lado, tal vez la idea de que lo hubieran hecho picadillo bastara para disuadir a cualquiera de permanecer en contacto con él.
– ¿Me oye, señor Ibsen? -preguntó por tercera vez.
Ibsen yacía con la cabeza vuelta hacia ella, los ojos abiertos pero desenfocados. Algunas personas afirmaban que las palabras penetraban en el cerebro de las personas más comatosas. ¿Quién era ella para dudarlo?
– Cogeremos a los que le hicieron esto -prometió.
Policías. Se le revolvía el estómago al pensar en ello. Los que habían causado semejantes estragos en aquel cuerpo eran policías. Eran policías quienes habían cometido ese crimen atroz, ese sacrilegio contra los uniformes que vestían. El daño no acababa con Ken Ibsen, sino que se propagaba a la imagen del departamento, a la confianza que la gente debía depositar en las personas a las que pagaban por protegerla. Odiaba a Ogden y Rubel por traicionar esa confianza y socavar su fe en la comunidad policial, que había sido su segundo hogar durante gran parte de su vida.
Liska no era ingenua. Sabía que no todos los polis eran buenos. Había un montón de cabrones paseándose por el mundo placa en ristre. Pero ¿asesinato e intento de asesinato? En lo más hondo de su ser, se resistía a creerlo. Ken Ibsen era la prueba de que no le quedaría más remedio que creerlo.
– Tienen mucho por lo que pagar -musitó antes de salir de la habitación.
Ante la puerta de Ibsen se sentaba un agente uniformado con una revista de pesca sobre el regazo. Era un tipo grueso a la espera de la jubilación o del infarto, dependiendo de lo que llegara antes. Al ver a Liska le dedicó una sonrisita desdeñosa por ser mujer. A Liska le entraron ganas de propinarle una patada, arrancarle la revista de las manos y darle con ella en la cabeza, pero no podía permitirse nada de eso.
– ¿A qué comisaría pertenece, Hess?
– A la tercera.
– ¿Sabe por qué lo han hecho venir al centro?
– Porque estaba disponible para vigilar a este tipo -repuso el agente con un encogimiento de hombros.
Por lo visto, no le interesaba saber por qué no habían asignado la tarea a algún agente del centro. Sencillamente, se alegraba de la oportunidad que se le brindaba de ponerse al día en cebos y anzuelos para peces de río. De hecho, Liska había insistido en traer a alguien de fuera por temor a que la camaradería entre los agentes de su comisaría pusiera en peligro a Ibsen, del mismo modo que el escenario de la muerte de Andy Fallon había quedado comprometido cuando el primer agente en llegar franqueó el paso a Ogden y Rubel. No obstante, no sabía si tener a una bola de sebo como Hess de guardia era mucho mejor.
– ¿Ha venido Castleton? -inquirió.
– No.
– ¿Alguna otra persona del departamento?
– No.
– Si alguien más aparte de médicos y enfermeras entran en esta habitación, quiero que lo notifique de inmediato.
– Vale.
– Si alguien entra en la habitación, me da igual quién sea, mueva el culo y vigile por la ventanilla. Podría haber matado al paciente cinco veces mientras usted leía acerca de las ventajas de la pesca marina sobre la fluvial.
Hess frunció los labios al oír aquello, disgustado por el hecho de que una mujer, sobre todo una mujer que podría ser su hija, le dijera cómo debía hacer su trabajo.
– Y ya que está aquí, ¿por qué no pide un trasplante de personalidad? -masculló Liska al alejarse.
Tomó el ascensor hasta la planta baja pensando en Ogden y Rubel, hasta dónde estarían dispuestos a llegar, si se atreverían a intentar algo en el hospital. Parecía un riesgo demasiado grande, pero si tenían algo que ver con el asesinato de Eric Curtis, si tenían algo que ver con la muerte de Andy Fallon, si estaban dispuestos a hacer a otro ser humano lo que le había sucedido a Ken Ibsen, entonces sus actos no conocerían límites.
Por otro lado, tal vez no quisieran verlo muerto. Ibsen constituía un símbolo más espeluznante vivo, si es que querían hacer entender a la gente que más valía no joderlos. Se preguntó por qué habrían esperado tanto. ¿Por qué no dar una paliza a Ibsen cuando la investigación estaba en marcha? Tal vez Ibsen no los preocupaba tanto como el interés de Liska por reabrir el caso. A fin de cuentas, nadie había apostado por Ken Ibsen hasta entonces.
Genial. Eso significaría que habían dejado a Ibsen hecho un cromo por su causa, de modo que era responsable de que estuviera en el hospital.
Tenían que estar vigilando a Ibsen para sorprenderlo en aquel callejón, pensó. Con toda probabilidad, también la vigilaban a ella. La omnisciencia parecía ocupar un lugar preponderante en la lista de prioridades de la pareja. Pero a renglón seguido recordó que no eran solo dos, sino que Springer había corroborado su coartada. Dungen, el enlace de la oficina de agentes homosexuales, le había comentado que en el departamento había muchas personas con actitudes homófobas. Pero ¿cuántos policías estarían dispuestos a llegar al asalto y el asesinato? ¿O cuántos estarían dispuestos a hacer la vista gorda? Esperaba no tener que averiguarlo.
Salió del ascensor con la cabeza baja, ensimismada, intentando establecer una lista de prioridades de lo que debía hacer.
Quería llamar al último compañero de patrulla de Eric Curtis. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Engle. Y además, Castleton le había ordenado que fuera a Asuntos Internos para intentar descubrir de qué había hablado Ibsen con ellos. Asimismo, quería llamar a Kovac para ponerle al corriente del estado de Ibsen y saber cómo había ido el registro del establecimiento de Neil Fallon. Con toda probabilidad, en aquellos momentos estaría en el despacho del juez Lundquist.
Sacó el teléfono móvil del bolsillo y alzó la vista en busca de un lugar donde pudiera detenerse a llamar sin molestar. Rubel estaba a tres metros de distancia, vestido de paisano y con la mirada impávida clavada en ella. El instante se prolongó como una imagen congelada mientras Liska reparaba en algo que Rubel llevaba en la mano. De pronto, alguien chocó con ella por detrás. Rubel avanzó hacia ella, se encajó las gafas de espejo con una mano y escondió la otra en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Qué narices hace usted aquí? -estalló Liska al tiempo que lo interceptaba.
– Ponerme la vacuna contra la gripe.
– Ibsen está bajo vigilancia.
– ¿Y a mí qué? No tiene nada que ver conmigo.
– Ya -bufó Liska-, aunque sí tenía mucho que decir sobre su compañero.
– Ogden ha quedado limpio -replicó Rubel con un encogimiento de hombros-. Supongo que Asuntos Internos decidió que ese tipo no tenía nada interesante que decir.
– Pues alguien decidió lo contrario. Ibsen se pasará un par de meses hablando con los dientes que le queden.
– Como ya le dije a Castleton -dijo Rubel-, no sé nada de nada. Ogden, Springer y yo estuvimos jugando al billar en el sótano de mi casa.
– Suena a excusa barata.
– Las personas inocentes no se pasan la vida pensando en coartadas -señaló Rubel por encima del hombro mientras se alejaba-. Y ahora, si me disculpa, sargento…
– Ya, claro, usted, Ogden y sus demás colegas homófobos son unos santos -espetó Liska, deseando ser lo bastante alta para encararse con él, porque la mirada de Rubel quedaba muy por encima de su cabeza-. ¿Sabe una cosa? No son los Eric Curtis ni los Andy Fallon de este mundo los que traen la vergüenza al departamento -observó-, sino los gárrulos como ustedes, convencidos de que tienen plena libertad para machacar a cualquiera que no encaje en su mezquino ideal de perfección humana. Son ustedes los que deberían desaparecer del departamento. Y si encuentro aunque sea la prueba más insignificante contra ustedes, me encargaré de que así sea.
– Eso suena a amenaza, sargento.
– ¿Ah, sí? Pues llame a Asuntos Internos -sugirió Liska antes de alejarse por donde había venido Rubel, sintiendo su mirada clavada en ella hasta doblar la esquina.
– ¿Puedo ayudarla en algo, señorita? -le preguntó una recepcionista.
Liska miró a su alrededor. Se encontraba en una pequeña zona de espera en la que vanas personas de aspecto desgraciado aguardaban su turno.
– ¿Es aquí donde ponen las vacunas contra la gripe?
– No, señora, aquí se hacen los análisis de sangre. Las vacunas contra la gripe las ponen en Urgencias. Vuelva por ese mismo pasillo y…
Liska le dio las gracias en un murmullo y se alejó.
– ¡Voy a demandar al departamento de policía! -chilló Neil Fallon.
Sus pesadas botas chirriaban sobre la nieve dura mientras se paseaba frenético a la izquierda de Kovac. Llevaba la cabeza descubierta, y el viento que barría el lago le había alborotado el cabello. Entre eso, la mirada enloquecida y las venas prominentes, tenía aspecto de demente.
Kovac encendió un cigarrillo, dio una larga chupada y exhaló una columna de humo que el viento disipó de inmediato. Debían de estar a veinte bajo cero por lo menos.
– Como quiera, Neil -dijo-. Es tirar un dinero que no tiene, pero a mí me da igual.
– Detención improcedente…
– No está detenido.
– Acoso…
– Tenemos una orden de registro. Lo tiene jodido, Neil -comentó Kovac sin inmutarse.
El sol despedía unos rayos amarillo pálido por entre la bruma de la nieve barrida por el viento. Las cabañas de pesca que salpicaban la orilla más cercana del lago parecían unirse para entrar en calor.
Fallon se detuvo jadeante y observó a través de la ancha puerta a los policías que revolvían los trastos amontonados en el taller. En la casa no habían encontrado nada aparte de pruebas de que en ella no vivía ninguna mujer.
– No he matado a nadie -repitió Fallon por enésima vez.
Kovac lo miró de soslayo.
– Entonces no se preocupe, amigo. Vaya a tomar una cerveza.
Tippen, de la unidad de detectives de la oficina del sheriff, estaba de pie a la derecha de Kovac, también fumando y escudriñando la boca cavernosa del cobertizo. Llevaba el cuello de la parka subido hasta las orejas y una gorra de lana a rayas rojas y blancas calada hasta los ojos.
– Creía que habías dejado de fumar -comentó a Kovac.
– Y lo he dejado.
– Veo que estás en fase de negación absoluta, Sam.
– Qué se le va a hacer… ¿Te ha dicho alguien que tienes una pinta ridícula con ese gorro?
– ¿Te ha dicho alguien que tú tienes una pinta ridícula sin necesidad de llevar gorro? -replicó Tippen sin inmutarse-. ¿Dónde está Liska?
– Te mola, ¿eh?
– Permíteme que te contradiga. Me he limitado a preguntar por una colega.
– «Permíteme que te contradiga.» A Liska le encantará la frasecita… Pues está en un lugar donde hace más calor que aquí, trabajando en otra cosa.
– Incluso en el norte de Alaska hace más calor que aquí.
– ¿En qué otra cosa? -terció Fallon.
– No es de su incumbencia, Neil. La sargento Liska lleva otros casos.
– No maté a mi padre.
– Ya lo ha dicho cien veces -comentó Kovac sin apartar la mirada del cobertizo.
En aquel momento salió Elwood, sujetando un mono marrón de tela cruzada por los hombros. Fallon dio un respingo como si acabara de recibir una descarga eléctrica.
– No es lo que piensa.
– ¿Y qué es lo que pienso, Neil?
– Puedo explicarlo.
– ¿Qué te parece, Sam? -preguntó Elwood-. Yo creo que es sangre.
El mono estaba repugnante, y sobre la suciedad se veían salpicaduras de lo que parecía ser sangre y tejido resecos.
Kovac se volvió hacia Fallon.
– Lo que pienso es lo siguiente, Neil: pienso que queda detenido. Tiene derecho a permanecer en silencio…
Cal Springer había llamado para avisar de que estaba enfermo y no acudiría a trabajar. Liska aparcó en el sendero de coches y se quedó mirando la casa del detective unos instantes antes de apagar el motor. Cal y la parienta vivían en una de las múltiples calles sin salida que había en el suburbio residencial de Eden Prairie. La edificación era lo que los agentes inmobiliarios denominaban «contemporánea discreta», lo que significaba que carecía de estilo. Cualquier persona que regresara al barrio tras una noche de bares correría el riesgo de acabar en casa de algún vecino y no reparar en la diferencia hasta que el despertador sonara a la mañana siguiente.
Aun así, era un lugar agradable, y a Liska le habría encantado poseer una vivienda comparable. Se preguntaba cómo podía permitirse Cal vivir en un sitio así. Sin duda cobraba un buen sueldo por puesto y veteranía, pero no tan bueno. Y además, Liska sabía de buena tinta que su hija estudiaba en una cara universidad privada que se encontraba en Northfield. Tal vez la señora Springer era la que llevaba el dinero a casa. Menudo concepto: Cal Springer, el mantenido.
Se dirigió a la puerta principal, tocó el timbre y cubrió la mirilla con el dedo.
– ¿Quién es? -preguntó Springer desde dentro como si el fisco esperara para llevárselo encadenado y a rastras por vivir por encima de sus posibilidades.
– Elana, del servicio de acompañantes Elite -replicó Liska en voz alta- ¡Vengo a darle la paliza de las cuatro, señor Springer!
– ¡Maldita sea, Liska! -masculló Springer al tiempo que abría la puerta con expresión enfurecida y miraba en derredor para comprobar si la había oído algún vecino-. ¿No podrías tener un poco de consideración? Vivo aquí, ¿sabes?
– ¿Y por qué voy a querer yo ponerte en evidencia delante de desconocidos?
Se agachó para pasar por debajo del brazo de Springer y entrar en el recibidor, un espacio de baldosas incoloras, pintura incolora y una barandilla de madera incolora que ascendía por la escalera hasta el piso superior.
– ¿Sabías que no es bueno que la escalera lleve directamente a la puerta? -preguntó-. Es fatal para el feng shui. Todo el chi bueno sale por la puerta para no volver.
– Estoy enfermo -declaró Springer.
– Podría ser por la falta de chi. Dicen que quizá fue eso lo que mató a Bruce Lee. Lo leí en la revista In Style.
Liska le lanzó una mirada de policía de arriba abajo, fijándose en el cabello despeinado, la tez grisácea y las ojeras bajo los ojos inyectados en sangre. Tenía un aspecto espantoso.
– O podría ser por pasarte la vida con tipos como Rubel y Ogden. Extrañas compañías para una persona como tú, ¿no te parece, Cal?
– Mis amistades no son de tu incumbencia.
– Lo son si estoy bastante convencida de que dejaron a un hombre en coma mientras tú supuestamente estabas jugando al billar con ellos.
– Es imposible que lo hicieran ellos -aseguró Cal sin mirarla a los ojos-. Estábamos los tres en casa de Rubel.
– ¿Es eso lo que me dirá tu mujer cuando se lo pregunte?
– No está en casa.
– Pero vendrá tarde o temprano.
Liska intentó pasar junto a él, pero Springer no paraba de bloquearle el paso. Llevaba unos pantalones marrones holgados que habían visto tiempos mejores, así como un suéter gris de St. Olaf arremangado que le quedaba fatal. Ni siquiera era capaz de vestirse como Dios manda.
– Además, ¿qué tiene que ver todo esto contigo? -preguntó con sequedad.
– Ayudo a Castleton en la investigación del asalto. La víctima había quedado conmigo para hablarme del asesinato de Curtis, y ahora que alguien se ha tomado la molestia de cerrarle la boca, aún siento más curiosidad por saber qué quería contarme. Ya sabes cómo soy cuando me pongo en serio, Cal, como un perro en pos de un gato. No me detengo hasta darle caza.
Springer emitió un sonido gutural y se llevó una mano al estómago mientras miraba de soslayo el aseo situado bajo la escalera.
– ¿Por qué te codeas con agentes, Cal? Eres detective, por el amor de Dios, y además, debes de llevarles unos quince años. No pretendo ofenderte, pero ¿por qué buscan tu compañía?
– Mira, Liska, ya te he dicho que no me encuentro bien -insistió Springer, mirando de nuevo hacia el aseo-. ¿No podemos continuar esta conversación en otro momento?
– ¿Después de tomarme la molestia de venir hasta aquí? -exclamó ella, ofendida-. Menudo anfitrión estás hecho. Aunque hay que reconocer que tienes una casa bonita
Avanzó hasta el final del recibidor para asomarse a un salón con chimenea de piedra y sofás sobrecargados de almohadones. El espigado árbol de Navidad estaba decorado con adornos artesanales y demasiada lama de plata.
– En este barrio te deben de pegar unos palos tremendos con los impuestos -comentó.
– ¿Y a ti qué te importa? -bufó Springer, exasperado.
– Nada, de todos modos, no podría permitirme vivir en un lugar como este. ¿Cómo te las arreglas tú?
Aquellas palabras lo cogieron desprevenido, y por un instante, Liska vio una expresión sombría en el rostro de Springer. Comprendió con claridad meridiana que Cal Springer debía de pasarse la vida intentando alcanzar unos objetivos que siempre quedaban fuera de su alcance.
En aquel instante se oyó el sonido de la puerta del garaje al abrirse, y Springer pareció arrugarse aún más ante sus ojos.
– Es mi mujer que vuelve del trabajo.
– ¿Ah, sí? ¿Y a qué se dedica, a la neurocirugía? Ay, no, qué tonta, si fuera neurocirujana ya habría hecho algo respecto a tu ausencia total de sentido común.
– Es maestra -explicó Springer mientras se masajeaba el estómago.
– Ah, bueno, eso explica vuestro extravagante tren de vida. Las maestras se forran, sin lugar a dudas.
– Entre los dos nos ganamos bien la vida -masculló Springer, a la defensiva.
Lo bastante bien para estar endeudado hasta las cejas, pensó Liska.
– Pero en cualquier caso, un ascenso no te vendría mal, ¿eh? Claro que después de la cagada con lo de Curtis, tienes pocas posibilidades. Por eso has decidido presentarte a delegado y demostrar a los peces gordos que eres un poli de altos vuelos, ¿verdad?
– Hola, Calvin, ya estoy en casa -llegó una voz suave y dulce desde la cocina-. Te he traído el antidiarreico.
– Estamos aquí, Patsy.
– ¿Estamos?
Se oyó el frufrú de varias bolsas de plástico, y al poco, la señora Springer apareció en el recibidor. Era el prototipo clásico de maestra de escuela de mediana edad, un poco rolliza, un poco desaliñada, con grandes gafas y cabello casi incoloro.
– Soy Nikki Liska, señora Springer -se presentó Liska con la mano extendida.
– Del trabajo -añadió Cal.
– Creo que nos conocimos en un acto del departamento -prosiguió Liska.
La señora Springer parecía desconcertada, o tal vez un poco aprensiva.
– ¿Ha venido para ver cómo está Calvin? El estómago lo ha estado matando.
– Bueno, sí, aunque más bien he venido a hacerle algunas preguntas.
Springer se había situado detrás de su mujer. Su rostro se había puesto blanco, y parecía concentrado en otra dimensión, una dimensión desde la que podía ver su vida desmoronarse como un castillo de naipes.
La señora Springer frunció el ceño.
– ¿Preguntas sobre qué?
– ¿Sabe usted dónde estuvo su marido anoche hacia las once, once y media?
Los ojos de la señora Springer se llenaron de lágrimas tras las descomunales gafas. Miró a su marido por encima del hombro.
– ¿De qué va esto?
– Responde, Patsy -la instó Springer con impaciencia-. No pasa nada.
Liska esperó con el corazón en un puño, recordando a su madre cuando Asuntos Internos fue a su casa a hacerle preguntas sobre ella. Conocía bien aquella sensación de vulnerabilidad, de traición, la sensación de que alguien de tu propia sangre te delate.
– Calvin salió anoche -repuso Patsy Springer por fin-. Con unos amigos.
A su espalda, Springer se pasó la mano por el rostro e intentó ahogar un suspiro.
– No -negó Liska con la mirada clavada en él-. Esos tipos con los que Cal asegura haber salido anoche no son sus amigos, señora Springer. Por su bien espero que lo que acaba de decirme sea mentira.
– Ya basta, Liska -terció Springer, interponiéndose entre ambas mujeres-. No puede venir a mi casa y tachar a mi esposa de mentirosa.
Sin arredrarse, Liska sacó los guantes del bolsillo del abrigo y se los puso con parsimonia.
– No me has escuchado, Cal -murmuró-. Aléjate de este asunto antes de que el asunto acabe contigo. Nada de lo que puedan tener contra ti es tan horrible como lo que han hecho.
– ¿A qué se refiere, Calvin? -gimió la señora Springer con voz temerosa.
Springer lanzó a Liska una mirada furiosa.
– Fuera de mi casa.
Liska asintió, dirigió una última mirada a la casa demasiado opulenta y a Cal Springer, un hombre carcomido.
– Piensa en ello, Calvin -insistió-. Sabes lo que le hicieron; probablemente, sabes más que eso. Llevan la misma placa que tú y yo, y eso es lo peor. Sé un hombre y detenlos de una vez.
Sin pronunciar palabra, Springer desvió la vista con la mano aún sobre el estómago y la piel cenicienta perlada de sudor.
Liska salió al frío del atardecer, subió al coche y se dirigió al este hacia Minneapolis, deseosa como nunca de estar en su modesta casa con sus hijos.