Capítulo 30

Liska aparcó en el sendero de entrada sin apenas fijarse en el reloj del salpicadero. En su casa, los sábados por la mañana se dedicaban al hockey infantil. Kyle y R. J. empezaban en la pista de hielo a las seis de la mañana. Liska los había dejado al experto cuidado de un amigo suyo que trabajaba en la brigada de delitos sexuales de la policía de St. Paul y tenía dos hijos en la misma liga que los suyos. Ningún adulto se acercaría a tres metros de ellos con Milo encargado de su vigilancia.

Eran apenas las siete y media, y el sol acababa de salir. Con toda probabilidad, casi todos los moradores de Eden Prairie aún estarían durmiendo la mona después de haberse tomado sus buenas raciones de licor de huevo en las fiestas navideñas de la noche anterior. A Liska le daba igual. No le importaba tener que derribar la puerta y sacar a ese cabrón de la cama a rastras si hacía falta. Iba a hablar con Cal Springer, y Cal Springer iba a escucharla.

Corrió a la puerta principal de la casa demasiado cara y llamó al timbre con insistencia. Lo oía sonar en el interior, donde por lo demás reinaba el silencio. En la calle sin salida no se apreciaba movimiento alguno. Los coches aparcados en los senderos de entrada tenían las ventanillas cubiertas de escarcha. Los jóvenes y escuálidos árboles de los jardines aparecían salpicados de blanco. El aliento de Liska se esparcía en nubéculas por el aire; hacía tanto frío que costaba respirar.

Por fin se abrió la puerta, y en el umbral apareció la señora Springer, ataviada con un camisón de franela y con la boca abierta por el asombro.

– ¿Dónde está? -espetó Liska mientras entraba sin esperar a que la invitaran.

Patsy Springer retrocedió un paso.

– ¿Calvin? ¿Qué…? ¿Qué hace aquí a estas horas? No sé…

Liska le lanzó una mirada que había incitado a más de un criminal curtido a confesar.

– ¿Dónde está?

En aquel momento oyó la voz de Cal procedente de la cocina.

– ¿Quién es, Patsy?

Liska pasó junto a la mujer y hundió una mano en el bolso mientras avanzaba resuelta hacia su objetivo. Cal estaba sentado a una mesa de roble, vestido con la misma ropa que el día anterior y con un desayuno compuesto de huevo pasado por agua y cereales ante él. Al verla abrió los ojos desmesuradamente como un pez fuera del agua.

– ¿Qué haces aquí? -exclamó-. Esta es mi casa, Liska…

Liska sacó las fotografías del bolso y las arrojó sobre la mesa, junto al plato de Springer. El hombre intentó retirar la silla y levantarse, pero Liska lo agarró por el cabello para inmovilizarlo, haciendo caso omiso de su aullido de dolor.

– Estos son mis hijos, Cal -masculló, intentando con todas sus fuerzas no gritar-. ¿Los ves? ¿Ves estas fotos?

– Pero ¿qué te pasa?

– Estoy cabreada. Estos son mis hijos. ¿Sabes quién me ha enviado estas fotografías, Cal? Adivina adivinanza.

– ¡No sé a qué has venido! -gritó Springer mientras trataba de levantarse.

Liska le tiró del cabello con más fuerza. La mujer de Cal estaba bajo la arcada que daba al vestíbulo, retorciéndose las manos con nerviosismo.

– ¡Está loca, Calvin! ¡Está loca!

– Me las han enviado Rubel y Ogden -dijo Liska al tiempo que cogía una de las fotos con la mano libre y se la ponía delante de las narices a Cal-. No puedo demostrarlo, pero lo sé. Y tú te juntas con esa gentuza, Cal. Son la peor escoria, pura mierda que amenaza a niños pequeños. Y tú los proteges. Por lo que a mí respecta, eso te convierte en uno de ellos.

– ¡Calvin! -chilló la mujer-. ¿Quieres que llame a la policía?

– ¡Cállate, Patsy! -ordenó Cal.

– Si alguien le toca siquiera un pelo a uno de estos chicos -siseó Liska-, lo mataré. Lo digo en serio, Cal. Lo destrozaré de tal modo que nadie conseguirá reunir todos los fragmentos. ¿Me has entendido?

Cal intentó zafarse de ella, pero Liska tiró con más fuerza y le golpeó en la frente con los nudillos.

– ¡Ayyy!

– ¡Imbécil hijo de puta! -chilló Liska antes de asestarle otro golpe-. Pero ¿qué coño te pasa? ¿Cómo eres capaz de juntarte con ellos?

Dicho aquello lo soltó de una forma tan repentina que Cal cayó hacia atrás y se arrastró por el suelo como un cangrejo.

– ¡Eres despreciable! -escupió Liska.

Cogió la huevera que contenía el huevo pasado por agua y se la arrojó. Cal alzó los brazos para protegerse, pero cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra uno de los armarios. El impacto sonó como un disparo. La señora Springer profirió un grito.

– Ve a ver a Castleton, pusilánime de mierda -ordenó Liska-. Dile dónde no estabas el jueves por la noche. Ve a Asuntos Internos. Les encantan los mierdas llorones como tú. Entrega a esos animales o convertiré el resto de tu carrera en el peor de los calvarios. Nadie, ¡nadie amenaza a mis hijos impunemente!

Para subrayar sus últimas palabras, le arrojó el cuenco de cereales. Luego recogió las instantáneas y se las guardó de nuevo en el bolso. Springer no se movió mientras los cereales le resbalaban por la mejilla.

Liska respiró hondo para recobrar la compostura y se volvió hacia Patsy Springer.

– Siento haber interrumpido su desayuno -Se disculpó con la voz aún temblorosa por la furia.

La señora Springer emitió una suerte de gritito ahogado y corrió a refugiarse en un rincón.

– No hace falta que me acompañen a la puerta -prosiguió Liska antes de salir de la casa, temblando con tal violencia que le dio la sensación de estar sufriendo un ataque.

Una vez al volante del Saturn, lanzó un profundo suspiro.

– Uf-exclamó en voz alta al arrancar-. Me siento mucho mejor.


¿Porqué se lo has contado? Yo podría haberlo arreglado todo…

¿A qué narices se refería Jocelyn Daring?

Kovac estaba sentado en una pequeña silla en un rincón del dormitorio de Andy Fallon, mirando las musarañas. Rememoró el momento en que Jocelyn Daring entró en el estudio de Pierce, la expresión que se pintaba en sus ojos, la furia. Si él no se lo hubiera impedido, ¿qué le habría hecho a Pierce?

Probablemente debería haberla detenido por lo que había hecho. Las leyes de Minnesota no toleraban ni la más mínima muestra de violencia doméstica. Aun cuando la víctima no quisiera presentar cargos, el estado sí los presentaba. Pero no la había detenido. Un buen abogado podría haber alegado circunstancias atenuantes. Pobre Jocelyn. Tras enterarse de que su prometido había mantenido una relación homosexual, perdió el juicio de forma transitoria y lo atacó. ¿Por qué agravar su situación presentando cargos contra ella?

Pues porque tal vez decidiera acabar la faena empezada.

Se había marchado de la casa por voluntad propia y en silencio, arrastrando una maleta repleta hasta el coche de su madrina de boda, que la esperaba. Steve Pierce había ido en taxi al hospital más próximo para contarles que había resbalado en el hielo y se había abierto la cabeza.

Uno no podía por menos que amar el estilo americano.

Amor…

Kovac intentó desterrar de su mente aquel pensamiento y concentrarse en el escenario de la muerte de Andy Fallon. Esa era una de las razones por las que había ido a su casa, para distraer su mente del golpazo que acababa de liarse con una mujer que lucía galones de teniente y escondía un secreto doloroso. Intentaba no preguntarse cuál sería el origen de su pesadilla, no pensar que lo que había sucedido no era un incidente aislado y que ese era el motivo por el que le había pedido que se marchara, por temor a que volviera a suceder y él insistiera en conocer la causa. Tales eran los pensamientos que pretendía evitar, pensamientos que lo asaltaban una y otra vez pese a que no cesaba de recordarse que debía alejarlos de sí.

Tampoco quería pensar en las sensaciones que había experimentado al hacer el amor con ella, en el increíble sentido protector que lo había embargado mientras la abrazaba tras la pesadilla. Debía concentrarse en el trabajo, lo único que se le daba bien al fin y al cabo. El trabajo nunca lo mandaba a paseo.

El aire seguía impregnado de un vago olor a cadáver. Kovac lo rehuyó metiendo la nariz en la taza de café humeante que llevaba en la mano.

«Supongo que si lo invito a tomar un café prestaré un servicio a la comunidad…»

Por enésima vez apartó de su mente la imagen de Amanda de pie, en el umbral, mirándolo. Tendría que buscarse otra rubia.

Pregunta: ¿Podía Jocelyn Daring haber asesinado al amante de su prometido? Sí. ¿Había tenido ocasión de hacerlo? No lo sabía y no podía preguntárselo. El caso estaba oficialmente cerrado, de modo que no tenía derecho a interrogar a nadie. ¿Había mencionado Pierce si estaba con ella la noche de la muerte de Andy Fallon? Si a Jocelyn se le había presentado la oportunidad y la había aprovechado, ¿cómo lo había hecho? ¿Cómo se las había arreglado para llevar a Fallon a la cama? Nadie había indicado que a Andy le fuera tanto la carne como el pescado. Todo el mundo lo tenía en un concepto demasiado alto para imaginárselo en la cama con la novia de su amante. Ahí residía el problema.

Pensó en los somníferos, las copas de vino en el lavavajillas. Tal vez…

Siguiente pregunta: Si lo había drogado para dejarlo inconsciente, ¿podría haberlo ahorcado? ¿Podría haber levantado el peso muerto de un hombre?

Miró la cama, luego la viga de la que había pendido la soga. Se levantó y fue a sentarse en el borde de la cama antes de levantarse de nuevo y situarse más o menos en el lugar del que había colgado el cadáver. El espejo de cuerpo entero seguía en la misma posición, de forma que las palabras Lo siento aparecían garabateadas a la altura de su vientre. Habían buscado huellas en el espejo, pero no lo habían confiscado como prueba porque no se había cometido delito alguno. Kovac se miró en él e intentó imaginarse a Jocelyn Daring en la cama a su espalda.

Habría sido posible sentar a la víctima en el borde de la cama, colocarle la soga al cuello, izarla con la cuerda y atar el extremo de esta al poste del lecho. Tal vez. ¿Qué pesaba Andy? ¿Entre setenta y siete y ochenta kilos? Ochenta kilos de peso muerto. Jocelyn era fuerte, pero…

Mientras que para una mujer habría representado un esfuerzo ímprobo, para un hombre habría resultado mucho más fácil.

¿Podía Neil haber seguido el mismo procedimiento para matar a su hermano a sangre fría por no prestarle el dinero o por no ser un desgraciado como él o por celos o porque quería castigar a su padre antes de cargárselo también a él?

Kovac se sentó de nuevo en la silla. Paseó la mirada por la habitación pulcra, recordando la cama perfectamente hecha la noche de la muerte de Andy. Le había sorprendido que Andy no se sentara en el borde de la cama antes de colgarse y que hubiera sábanas en la lavadora.

¿Quién se dedicaba a hacer la colada antes de suicidarse? Pensó en la casa de Neil Fallon el día del registro. Era la clase de tugurio repugnante que daba mala fama a los hombres solteros. Pierce lo había dicho: «Neil no es un tipo pulcro, ¿no le parece? Destrucción y huellas dactilares por todas partes…».

Neil Fallon no había cambiado una sábana en su vida, y en su casa no se advertían indicios de que supiera poner en marcha un lavavajillas.

Entonces, ¿quién? ¿Quién tenía un móvil? El encontronazo de Ogden con Asuntos Internos había pasado a la historia. A menos que Fallon hubiera descubierto algo nuevo, cosa que podían no averiguar jamás si no localizaban las notas personales de Andy sobre el caso. ¿Y cómo se las habría arreglado esa bestia de Ogden para montar un asesinato con tanta sutileza? La sutileza no formaba parte de su naturaleza, al contrario que dar una paliza a alguien con una barra de hierro. ¿Cómo habría pasado Ogden de la puerta principal siquiera? Fallon no lo habría dejado entrar. Aunque quizá a punta de pistola…

No podía negarse que Liska había removido el tema al indagar en el asunto Curtis-Ogden.

En cuanto a Steve Pierce, Kovac intuía que ya había confesado todo lo que tenía que confesar. No se lo imaginaba matando a su amante a sangre fría, tal como había muerto Fallon. Si amaba a Andy como parecía ser el caso, no podía haberlo humillado de aquel modo. Y la teoría del juego sexual no se sostenía, según Kate Conlan.

Kovac suspiró.

– Háblame, Andy.

No hacía falta un Sherlock Holmes para desentrañar la mayoría de los asesinatos. Los misterios eran más la excepción que la regla. Casi todas las víctimas morían a manos de personas a las que conocían y por razones muy simples.

Las llamadas a los amigos que figuraban en la agenda de Andy no habían dado fruto alguno. No tenía demasiados amigos íntimos; por lo visto, llevaba demasiados años llevando una vida secreta. Solo Pierce había mencionado haberlo visto con otro hombre. ¿Otro amante?

Casi todas las víctimas morían a manos de personas a las que conocían y por razones muy simples.

Vida privada: familiares, amigos, amantes, ex amantes.

Vida profesional: compañeros de trabajo, enemigos en el trabajo o causados por el trabajo.

No sabía en qué otros casos había estado trabajando Andy. Savard no estaba dispuesta a revelarlo, sobre todo desde que su muerte había sido tildada de suicidio. No parecía creer que ninguno de sus casos albergara a un asesino. Por ello, Kovac volvió a concentrarse en el único caso del que estaba al corriente, el Curtis-Ogden.

Aunque eso no era del todo cierto. Según Pierce, cabía la posibilidad de que Andy hubiera estado indagando en el asesinato de Thorne. Pero ¿qué podría haber surgido de un caso cerrado veinte años antes, aparte del resentimiento de su padre?

Eso lo devolvía al tema del suicidio. Tal vez un tipo como Andy, una persona concienzuda hasta la médula, necesitada de aprobación y control… Tal vez un tipo como él cambiaría las sábanas antes de suicidarse.

Casi todas las víctimas morían a manos de personas a las que conocían y por razones muy simples. Ellos mismos. Suicidio. Depresión.

La muerte era lo más sencillo del mundo.

Lástima que no pudiera convencerse de ello.


Homicidios era un lugar muy tranquilo los sábados. Leonard nunca aparecía los fines de semana, y los detectives de turno se limitaban a estar localizables por teléfono. Algunos policías acudían para poner al día su papeleo. Kovac pasaba allí casi todos los sábados porque carecía de vida personal.

Colgó el abrigo y se preguntó en qué emplearía Amanda ese día. ¿Estaría pensando en él, en lo que había sucedido? ¿Rememoraría el instante en que él salió de su casa, reescribiendo el guión para poder pedirle que se quedara?

Se dejó caer en su silla y miró el teléfono.

No, no llamaría. Sin embargo, descolgó para escuchar sus mensajes, por si las moscas… Nada. Suspiró, hojeó la agenda y marcó un número.

– Archivo, Turvey al habla -jadeó en el otro extremo de la línea una voz cargada de flema.

– Eh, Russell, viejo topo. ¿Por qué no haces algo con tu puta vida?

– ¡Ja! ¿Y qué coño quieres que haga? Joder, si tuviera que relacionarme con gente normal… -Emitió una especie de gorgoteo-: Arghh, antes me tiraría a un mono.

– Um, qué visión tan agradable -exclamó Kovac.

Imaginaba a Russell Turvey, con sus sesenta y tantos años, su cara de Popeye, un cigarrillo colgando del labio y la enorme barriga tirándose a un mono.

Turvey lanzó una carcajada seguida de un acceso de tos. Sus pulmones sonaban a bolsas llenas de gelatina.

Kovac cogió el paquete de Salem que había comprado por el camino y lo tiró a la papelera.

– ¿Qué necesitas, Sam? ¿Se trata de algo legal?

– Por supuesto.

– Ay, qué rollo. Te estás convirtiendo en un tipo aburrido. Oye, qué pena lo de Iron Mike, ¿no? Me han dicho que tú lo encontraste. Siempre son los tipos duros los que acaban metiéndose un tiro en la boca.

– Bueno, puede que no se suicidara. Lo estoy investigando.

– ¡No me jodas! Pero ¿quién desperdiciaría una bala con un vejestorio como él?

– Te mantendré informado -prometió Kovac-. Oye, Russ, el otro día vi una placa antigua en una tienda de segunda mano, y me gustaría saber a quién perteneció. ¿Puedes averiguarlo?

– Claro. Si yo no tengo la información, sé quién puede tenerla. De todas maneras, aquí me paso el día tocándome los cojones, así que…

– El grafismo de tu vocabulario me abruma, Russell.

– Ven cuando quieras a sacar una foto para tu álbum de recortes. Dame el número de placa.

– Catorce veintiocho. Parece de los setenta. Es simple curiosidad, ¿sabes?

– Ya te diré algo.

– Gracias, te debo una.

– Échale el guante al que se cargó a Mike y ya no me deberás nada.

– Haré lo que pueda.

– Te conozco, Sam, y sé que harás mucho más que eso, y todo para que algún pez gordo cabrón se lleve todo el mérito.

– Así es la vida, Russ.

– Que les den a todos -espetó Russell antes de colgar.

Kovac rescató el paquete de cigarrillos de la papelera, lo dobló por la mitad y volvió a tirarlo. Luego encendió el ordenador y pasó la siguiente hora intentando averiguar cosas sobre Jocelyn Daring. Gracias a una fuente descubrió que se había licenciado cum laude por la Universidad Northwestern, donde también había destacado como jugadora de hockey sobre hierba. Era atlética y fuerte… eso ya lo sabía. También agresiva… como había tenido ocasión de comprobar. Fue cuarta de su promoción en la Facultad de Derecho de la Universidad de Minnesota. Ambiciosa. Trabajadora. En los archivos de Tráfico se enteró de que le gustaba conducir a toda pastilla y que no se le daba nada bien el manejo de los parquímetros. Eso podría indicar cierto desprecio por las normas… o al menos eso dirían John Quinn y sus demás colegas expertos en perfiles psicológicos.

No obstante, no encontró antecedentes ni artículos sobre escenas violentas en restaurantes ni nada parecido, aunque tampoco lo había esperado. Aun cuando Jocelyn tuviera un historial de comportamiento irracional, su familia tenía dinero suficiente para ocultarlo.

No era el caso del clan Fallon, constató Kovac al revisar el expediente que Elwood había compilado sobre Neil. Sus debilidades eran del dominio público. La condena por asalto, un par de detenciones por conducir ebrio, problemas fiscales, delitos contra la salud pública, altercados con agentes del Departamento de Recursos Naturales por pescar más de la cantidad permitida de casi todas las especies que habitaban en su zona…

Sus antecedentes señalaban que era un hombre ansioso por conseguir más de lo que le correspondía por derecho, un hombre resentido con la autoridad. Todo lo contrario de su hermano, algo de lo que, sin lugar a dudas, Neil culpaba a su hermano, si bien lo más probable es que fuera a la inversa. Tras ver a Neil fastidiarla y causar problemas, Andy había tomado la dirección opuesta para complacer a su padre. Y así había sido casi hasta el final, con la excepción imperdonable de haberle contado al viejo la verdad sobre su orientación sexual.

Pobre chico. Había llegado incluso al extremo de intentar comprender a Mike a través de sus experiencias pasadas. Pero ¿qué había que comprender? Los tipos como Mike no tenían muchas capas; en eso, Neil aventajaba a Andy, porque comprendía a su padre a la perfección.


– No tengo nada que decirle, Kovac, al menos hasta que llegue mi abogado.

Neil Fallon lo fulminó con la mirada y empezó a pasearse ante la puerta que daba a la sala de interrogatorios. Le sentaba a las mil maravillas el mono naranja de la cárcel, salvo por la ausencia de grasa y suciedad en la tela. Se había tenido que enrollar el dobladillo de los pantalones para no pisarse las perneras.

– No se trata de usted, Neil -aseguró Kovac, la personificación de la serenidad mientras se sentaba en la silla de plástico con el tobillo apoyado sobre la rodilla opuesta.

– Entonces, ¿a qué ha venido? No tengo nada que decirle.

– Eso ya me lo ha dicho. En fin, parece que no le interesa una oportunidad para salir de aquí.

– ¿Cómo puedo tener oportunidad para salir de aquí si no se trata de mí?

– Pues mostrando un poco de buena fe.

Fallon enarcó las cejas.

– ¿Buena fe? Que le den por el culo.

– Para ser un tipo que se pasa media vida reivindicando su heterosexualidad, se muere usted de ganas de que me metan algo por el culo -observó Kovac.

– ¡Que le den! -barbotó Fallon sin poder contenerse-. Voy a demandarlo, Kovac -aseguró tras lanzar un gruñido exasperado-. Voy a demandar al puto departamento de policía.

Kovac lanzó un suspiro de aburrimiento.

– Mire, Neil, dice usted que es inocente, que no mató a su padre.

– Es que no le maté.

– Pues ayúdeme a entender un par de cosas, es lo único que le pido. La comprensión es la clave de la sabiduría. Ya sabe, todo el rollo de que el policía es su amigo y tal -recitó como si se dirigiera a un niño de cuatro años-. Y si no lo es, pues está jodido. Venga, Neil, gánese mi amistad.

Fallon se apoyó contra la pared junto a la puerta y cruzó los brazos con aire pensativo.

– Mi abogado dice que no debo hablar con usted si él no está presente.

– Una vez haya contratado a un abogado, nada de lo que diga en su ausencia puede utilizarse en su contra. Esto no puede perjudicarlo, tan solo ayudarlo. En ningún momento he querido que fuéramos enemigos, Neil. Pero si hasta llegamos a compartir una botella, por el amor de Dios. Es usted un hombre decente y trabajador, como yo.

Fallon esperó con el labio inferior salido.

– Le he traído tabaco -prosiguió Kovac, alargándole el paquete.

Fallon se acercó a él, lo cogió e hizo una mueca.

– Están todos doblados.

– Bueno, pero todavía chutan.

– Joder -masculló Fallon, pero pese a todo cogió un cigarrillo e intentó enderezarlo.

Kovac le dio el encendedor.

– Me tienen intrigado algunos detalles sobre Andy… y no, no creo que usted lo matara. A decir verdad, no sé si lo mató alguien. Todo el mundo dice que estaba deprimido; solo pretendo formarme una idea más clara, nada más.

Tras la bruma de humo, Fallon entornó los ojos, pensando a todas luces que se trataba de una pregunta trampa.

– Mire, soy detective de Homicidios -explicó Kovac-. Siempre miro con suspicacia a todo el mundo cuando me topo con un cadáver. No es nada personal. Si mi padre apareciera muerto, miraría igual a mi madre. Pero aquí debemos tener en cuenta varios factores. ¿Y si Andy quería reconciliarse con su padre? A lo mejor buscaba una oportunidad para granjearse de nuevo su cariño, por así decirlo, así que empieza a hacer cosas por él, habla con él, pasa tiempo con él… Quizá incluso le compra ese pedazo de televisor que Mike tenía en el salón…

– Se lo compró Wyatt -atajó Fallon sin inmutarse mientras se sentaba y contemplaba el cigarrillo torcido.

– ¿Qué?

– Ace Wyatt, el ángel de la guardia del viejo -dijo Fallon con infinito sarcasmo-. Todo empezó con el tiroteo. Wyatt contribuyó al pago de las facturas del hospital, compraba cosas para la casa, para Andy y para mí… Mike siempre decía que así debía ser, que los policías se ayudaban unos a otros. De eso se trataba, repetía una y otra vez, del sentido del deber. Y así era, porque Wyatt nunca quería pasar tiempo con el viejo ni con nosotros. Cuando venía a casa parecía que le daba miedo que le picaran las pulgas o algo así. Qué cabrón.

– Sí, hay que ser un cabrón para comprar cosas a unos chicos.

– Siempre pensé que se sentía culpable porque Mike recibió aquel disparo. Al fin y al cabo, Wyatt vivía enfrente de la casa de Thorne, y fue a él a quien Thorne llamó para pedir ayuda. Él debería haber recibido el balazo, pero Mike llegó primero.

Kovac asimiló la teoría y llegó a la conclusión de que no era nada descabellada. Mike había recibido aquel balazo en lugar de Ace Wyatt y nunca había permitido que Wyatt lo olvidara. La imagen desvaída de la noble leyenda desaparecía a causa de la lluvia acida de la realidad.

– Cada vez que necesitaba algo, Mike llamaba a Wyatt -continuó Neil sin dejar de dar chupadas al cigarrillo en forma de L-. Y por supuesto, no dejaba de echármelo en cara cada vez que tenía ocasión. Que si tendría que cuidar de él porque era el hijo mayor, que si esto, que si lo otro. Bah, como si él hubiera hecho algo por mí alguna vez.

– ¿Cuántos años tenía Andy cuando dispararon a su padre?

– Siete u ocho, creo. ¿Por qué?

– Alguien me dijo que quería hablar con Mike de lo ocurrido, para intentar comprenderlo mejor.

Fallon lanzó una carcajada seguida de un ataque de tos y fumó otra calada.

– Típico de Andy, el rey de la sensibilidad. ¿Qué hay que entender? Mike no era más que un capullo amargado.

– Por lo visto, Mike no quería hablar del tema. ¿Le comentó Andy algo sobre el asunto?

Fallon meditó unos instantes como si intentara recordar.

– Me parece que me dijo algo una de las últimas veces que nos vimos. Mencionó que Mike no quería que abriera viejas heridas. La verdad es que no le presté demasiada atención. ¿Qué sentido tenía desenterrar aquel asunto? -Observó a Kovac con detenimiento-. ¿Y a usted qué le importa todo esto?

Kovac procesó la información que acababa de escuchar y la mezcló con lo que ya sabía, intentando recordar algo que le parecía haber oído decir a Mike poco antes de morir.

– Estoy pensando -dijo para eludir la respuesta-. Andy estaba deprimido. Si significaba mucho para él reconciliarse con el viejo, y Mike se negó a cooperar, puede que de verdad tocara fondo y se matara. Y puede que Mike se sintiera culpable…

– Eso sí que sería una novedad -exclamó Fallon antes de fumar la última calada y aplastar la colilla con la suela de su zapato-. Nunca te culpes a ti mismo cuando puedes culpar a otro. Ese era el lema de Mike.

Kovac miró el reloj.

– Bueno, ahora que vuelve a concentrarse en la teoría del suicidio, ¿cuánto tardaré en salir de aquí?

– No depende de mí -replicó Kovac al tiempo que se levantaba, iba a la puerta y llamaba al timbre para avisar al guardia-. No es culpa mía, sino de esos putos abogados. Le ayudaría si pudiera. En fin, quédese los cigarrillos; es lo menos que puedo hacer.

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