Capítulo 2

– Para eso he contratado a una canguro esta noche -suspiró Liska-, para poder llevar a un borracho a casa. Con la de veces que tuve que hacerlo cuando iba de uniforme.

– Deja de quejarte -replicó Kovac-. Podrías haber dicho que no, compañera.

– Ya, y quedar fatal delante del Señor Servicio a la Comunidad. En fin, espero que al menos se haya fijado en mi espíritu de sacrificio y recuerde que le pedí discretamente trabajo en su programa -dijo Liska en broma.

– Pues a mí me pareció que lo que hacías era pedirle otra cosa a su esclavo.

Liska le golpeó el brazo, intentando no echarse a reír.

– Pero ¿qué dices? ¿Por quién me has tomado?

– ¿Por quién iba a tomarte él? He ahí la cuestión.

– Tonterías.

– No te ha hecho ni caso.

Liska frunció los labios en un mohín.

– Es homosexual.

– Claro.

Permanecieron en silencio durante algunos minutos mientras los limpiaparabrisas barrían la nieve que caía. Mike Fallon estaba sentado en un rincón del asiento trasero, apestando a orina y roncando.

– Has trabajado con él, ¿eh? -constató Liska, refiriéndose a su pasajero.

– Todo el mundo trabajaba con Iron Mike cuando entré en el cuerpo. Era el veterano por excelencia, siempre más allá del cumplimiento del deber. Siempre decía que hacía las cosas porque lo correcto era hacerlas, que en eso consistía ser policía. Y un día van y le meten un balazo en la columna vertebral. Eso nunca le pasa a los putos pasotas que se limitan a hacer horas hasta que les llegue el momento de jubilarse.

– La justicia no existe.

– Menudo notición. Al menos pilló al que le disparó.

– El caso Thorne.

– ¿Lo recuerdas?

– Era una niña en esa época, Matusalén.

– ¿Hace veinte años? -se mofó Kovac-. Seguro que estabas muy ocupada montándotelo con el capitán del equipo de fútbol.

– Con el restador -lo corrigió Liska-. Y permíteme que te diga que no lo llamaban el Manos porque sí.

– Joder -masculló Kovac, conteniendo a duras penas la sonrisa-. Tinks, eres la hostia.

– Alguien tiene que alegrarte un poco la existencia. No puedes pasarte toda la vida de morros.

– Mira quién habla.

– Bueno, háblame del caso Thorne.

– Bill Thorne era policía; patrulló las calles durante años. Yo no lo conocía, porque acababa de llegar al cuerpo. Vivía en un barrio cerca del instituto West, donde en aquella época vivían muchos polis. Un día, mientras patrullaba por la zona, Mike vio algo raro en casa de Thorne, avisó por radio y se dirigió a la casa.

– Debería haber esperado los refuerzos.

– Sí, señora, cometió un error de los gordos. Pero el coche de Thorne estaba aparcado delante de la casa, y en el barrio vivían un montón de policías. En cualquier caso, había una especie de manitas que llevaba un tiempo trabajando en el barrio, un vagabundo. Thorne había intentado echarlo un par de veces, pero a su mujer le daba pena y le pagaba por limpiar los cristales. Resultó que Thorne tenía razón y que el tipo era una pieza. Un día entró en la casa y violó a su mujer. Aquella noche, Thorne trabajaba, pero volvió un momento a casa porque había olvidado algo. El violador había encontrado un arma y mató a Thorne. Entonces apareció Mike. El malo le disparó, y Mike disparó al malo. Se lo cargó, pero recibió un balazo en la columna. Por aquel entonces, Ace Wyatt vivía enfrente. En un momento dado, la mujer de Thorne lo llamó, histérica. Ace mantuvo a Mike con vida hasta que llegó la ambulancia.

– Eso explica la escenita de hoy.

– Sí -asintió Kovac, de nuevo pensativo-. Al menos en parte.

Mediaba una larga historia entre Iron Mike Fallon, héroe caído, y el viejo Mike Fallon, borracho patético. La profesión estaba demasiado llena de historias tristes y borrachos aún más tristes.

El Mike sentado en el asiento posterior del coche cayó hacia delante y vomitó sobre el suelo del coche cuando Kovac se detenía ante su casa.

Kovac gimió y apoyó la frente contra el volante.

Liska abrió la portezuela y lo miró.

– Toda buena obra tiene su castigo. No pienso limpiar eso, compañero.


Por fuera, la casa era pequeña y pulcra, una más en un barrio de casas pequeñas y pulcras. Sin embargo, el interior era harina de otro costal. La esposa de Fallon había muerto años antes víctima de un cáncer. El antiguo policía vivía solo, y el lugar apestaba a viejo y a cebolla frita.

Las habitaciones eran espartanas, con muebles escasos para facilitar el paso de la silla de ruedas. Una extraña mezcla de trastos viejos y tecnología punta. Un sillón de masaje de gama alta ocupaba el centro del salón, orientado hacia un televisor en color de treinta y una pulgadas, mientras que el sofá era una reliquia de los setenta. El comedor parecía haber permanecido en desuso durante un par de décadas y, con toda probabilidad, ofrecía el mismo aspecto que cuando la señora Fallon se ocupaba de la casa, a excepción de las botellas de licor que cubrían la mesa.

Las dos camas individuales ocupaban la práctica totalidad del pequeño dormitorio. Una de ellas estaba oculta bajo pilas de ropa y la otra era un amasijo de sábanas arrugadas. La ropa sucia se amontonaba en las inmediaciones de una cesta de la colada repleta. Sobre la mesilla de noche se veía una botella de bourbon barato junto a un vaso de plástico con un dibujo del dinosaurio Barney. En el otro extremo de la estancia, el tocador de la esposa muerta aparecía rodeado de fotografías de familia, media docena de ellas vueltas boca abajo.

– Lo siento, lo siento mucho -mascullaba Mike mientras Kovac intentaba acostarlo.

Liska encontró otra cesta de la colada y, con la nariz arrugada pero sin quejarse, se llevó la ropa que Kovac quitó a Mike.

– No te preocupes, Mike. Todos hemos pasado por esto de vez en cuando -lo tranquilizó Kovac.

– Me he meado encima.

– No te preocupes.

– Lo siento. ¿Dónde trabajas, Sam?

– En Homicidios.

Fallon lanzó una carcajada desdeñosa de borracho.

– Vaya, un tipo importante; demasiado bueno para llevar uniforme.

Kovac exhaló un suspiro y se incorporó. Echó un vistazo a las fotografías que había al otro lado de la habitación. Fallon tenía dos hijos. El menor, Andy, era policía y había trabajado en Atracos durante un tiempo. Las fotos vueltas del revés eran las suyas, según descubrió Kovac al levantarlas.

Era un chaval apuesto, de constitución atlética. En una de las fotos llevaba uniforme de béisbol. Tenía cuerpo de base de béisbol, compacto y felino. En otra foto lucía su uniforme de policía el día en que se había graduado en la academia. El orgullo de Mike Fallon, el hijo que continuaba la tradición familiar.

– ¿Cómo está Andy?

– Está muerto -replicó Fallon.

– ¿Qué? -exclamó Kovac, volviéndose hacia él con brusquedad.

Fallon apartó la mirada. A la luz de la lámpara ofrecía un aspecto frágil, de piel pálida y apergaminada.

– Para mí está muerto -musitó.

Acto seguido cerró los ojos y perdió el conocimiento.


La tristeza y fatalidad de las palabras de Mike Fallon atormentaron a Kovac durante todo el trayecto de vuelta a Patrick's, donde dejó a Liska para que disfrutara del final de la fiesta. La dejó delante del bar y condujo por calles laterales desiertas que empezaban a cubrirse de nieve, alejándose cada vez más del centro para acercarse a su barrio de tintes vagamente cutres.

El paseo estaba flanqueado por árboles viejos cuyas raíces abombaban las aceras como sucedía con las autopistas de Los Angeles después de un terremoto. Las casas estaban construidas muy juntas, algunas grandes y divididas en pisos, otras más pequeñas. Un lado de la calle aparecía lleno de una variopinta selección de coches, mientras el otro permanecía despejado para las máquinas quitanieves.

La casa contigua a la de Kovac estaba tan sobrecargada de ornamentos navideños que parecía a punto de ceder por el peso de las luces de colores. Sobre el tejado se posaban un Papá Noel y un reno de plástico. Otro Papá Noel bajaba por la chimenea, y un tercero estaba en el césped, contemplando a los otros, mientras a menos de un metro los Reyes Magos se acercaban al pesebre para ver al Niño Jesús. La potente luz de vanos focos iluminaba el jardín entero.

Kovac se dirigió hacia su casa arrastrando los pies y entró sin molestarse en encender las luces, pues le sobraba con la iluminación del vecino. Su casa no se diferenciaba mucho de la de Mike Fallon en el sentido de que contenía muy pocos muebles. Tras el último divorcio se había quedado tan solo con los muebles que su ex descartó, y nunca se había preocupado de comprar más o sustituirlos. También él era un mueble descartado, de modo que la situación se le antojaba muy apropiada. Su mayor derroche en los últimos cinco años había consistido en comprar el acuario, un patético intento de incorporar otros seres vivos a su hogar.

No había fotografías de hijos ni otros familiares. Dos matrimonios fracasados no eran precisamente motivo de vanagloria. Tenía un montón de malos recuerdos y una hija a la que no veía desde que era un bebé. Suponía que, en cierto modo, estaba muerta para él, pero más bien tenía la sensación de que nunca había existido. Tras el divorcio, la madre de su hija había vuelto a casarse con vergonzante precipitación, y la nueva familia se había trasladado a Seattle. Kovac no había visto crecer a su hija, no la había visto practicar deportes o ingresar en el cuerpo de policía siguiendo la tradición familiar. Con el tiempo había aprendido a no pensar en las oportunidades perdidas… casi nunca.

Subió a su dormitorio, pero no tenía interés alguno por acostarse. La cabeza le dolía horrores. Se sentó en el sillón situado junto a la ventana y contempló los llamativos adornos navideños del vecino.

«Para mí está muerto», había dicho Mike Fallon sobre su hijo.

¿Qué podía impulsar a un hombre a decir semejante cosa de un hijo que, a todas luces, había sido el mayor orgullo de su vida? ¿Por qué cortar ese vínculo cuando tenía tan poco a que aferrarse?

Kovac sacó los chicles de nicotina del bolsillo, arrojó el paquete a la papelera, abrió el cajón de la mesilla de noche, sacó un paquete medio vacío de Salem y encendió uno.

¿Quién se lo prohibía?

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