– ¿Qué te ha pasado? -inquirió Liska con el ceño fruncido en cuanto Kovac bajó del coche.
– Una mujer enfadada.
– No tienes mujer que se enfade contigo.
– ¿Y por qué iba a limitar eso mis posibilidades de sufrimiento? -replicó Kovac mientras recorría el lugar con la mirada.
Chamiqua Jones vivía en un barrio degradado, de destartaladas, casas monstruosas construidas a principios de siglo y más tarde divididas en pisos. Sin embargo, no era un barrio marginal. Las familias que vivían allí eran pobres, pero en su mayoría hacían cuanto estaba, en su mano por ayudarse unas a otras. Sus peores enemigos no eran los suburbios blancos, sino las bandas y los traficantes de crack.
Precisamente por ese motivo, pensó Kovac cuando se dirigían, hacia el grupo de policías y técnicos forenses.
Junto a un montículo de nieve yacía un cuerpo pequeño y cubierto con una manta. El montículo de nieve sucia aparecía salpicado de sangre. Chamiqua Jones estaba algo apartada, gritando, gimiendo y meciéndose mientras amigos y vecinos intentaban consolarla.
– Los niños estaban jugando en la nieve -explicó Liska-. Según uno de ellos, un coche con tres o cuatro matones se paró junto a ellos, asomó la cabeza por la ventanilla y gritó el nombre de Jones. Cuando vio quién reaccionaba, disparó a la niña una vez en la cara y dos en el pecho.
– Joder.
– No es un mensaje demasiado sutil que digamos.
– ¿Quién lleva el caso?
– Tom Michaels.
Al oír su nombre, Michaels dejó la conversación que estaba sosteniendo con uno de los agentes y se acercó de inmediato a ellos. Era un tipo robusto y nervioso que llevaba el cabello fijado con kilos de gomina para contrarrestar el hecho de que aparentaba unos diecisiete años, aunque no lo conseguía. Era un buen policía.
– Sam, sabía que tú y Liska llevabais el caso Nixon -empezó-, así que imaginé que querríais estar al corriente de esto.
– Gracias… supongo -dijo Kovac-. ¿Han identificado al asesino?
Michaels hizo una mueca.
Respuesta: claro que no, ni tampoco lo identificarían. La hija de Jones había muerto porque a su madre le habían pedido que testificara contra uno de los sicarios de Deene Combs. Las cabezas visibles del barrio exigirían justicia con grandes aspavientos e instarían a los ciudadanos a alzarse y luchar, pero nadie haría nada. No después de aquello. ¿Y quién podía echárselo en cara?
– ¡Se lo dije!
El grito les hizo volver la cabeza. Chamiqua Jones corría hacia ellos, la mirada clavada en Kovac, los ojos llenos de lágrimas, dolor y furia. Lo señaló con un dedo enguantado.
– ¡Le dije que conseguiría que me mataran! ¡Mire lo que han hecho! ¡Mire lo que han hecho! ¡Han matado a mi niña! ¡Han matado a mi Chantal! ¿Cómo va a ayudarme ahora, Kovac?
– Lo siento, Chamiqua -murmuró Kovac, sabedor de lo absurda que sonaba aquella disculpa.
La mujer los fulminó a ambos con la mirada. -¿Que lo siente? ¡Mi niña está muerta! Le dije que me dejara en paz, pero no, insistió en seguir. Testifica, Chamiqua, me dijo. Cuenta lo que viste o meteremos tu culo negro entre rejas, me dijo. Le dije lo que pasaría. ¡Se lo dije!
Golpeó a Kovac en el pecho con ambos puños. Kovac se lo permitió. Al poco, Chamiqua se apartó, furiosa porque los golpes no le habían servido de nada.
– ¡Le odio! -chilló.
Kovac guardó silencio. A Chamiqua Jones no le interesaba escuchar que se sentía fatal y que deseaba que aquello no hubiera ocurrido. No le perdonaría ni lo absolvería por hacer su trabajo, por seguir órdenes. No la impresionaría que se hubiera hecho policía porque quería ayudar a la gente, aportar su granito de arena para convertir el mundo en un lugar más seguro y mejor. A Chamiqua Jones le importaba un comino Kovac en todos los sentidos salvo en el odio que sentía hacia él.
– Señora Jones, si podemos hacer algo por usted… -terció Liska.
– Ya han hecho bastante -espetó Jones con amargura-. ¿Tiene usted hijos, detective?
– Dos chicos.
– Entonces ruegue a Dios que nunca deba sentir lo que estoy sintiendo ahora mismo. Eso es lo que puede hacer.
Dicho aquello les dio la espalda y se acercó al cadáver de su hija. Nadie intentó impedírselo.
– Menuda putada -murmuró Michaels mientras Jones retiraba la mano y tocaba la cabeza ensangrentada de su pequeña-. Si la gente fuera capaz de entregarnos a criminales como Combs, estas cosas no pasarían. Pero precisamente porque pasan, nadie se atreve a hacerlo.
– Intentamos convencer a Leonard para que no la presionara -explicó Kovac-, para que buscara otro modo de echar el guante a Combs. Pero Sabin pensó que si pillábamos al tipo que atacó a Nixon, este podría darnos a Combs.
Michaels soltó un bufido.
– Chorradas. Ningún capullo da una paliza a un tío con una barra de hierro y luego delata a su jefe.
– Los dos lo sabemos.
– Y la que paga por ello es Chamiqua Jones -terció Liska, incapaz de apartar la mirada de la destrozada madre.
– Si necesitas cualquier cosa sobre el caso Nixon, no tienes más que pedírnoslo -ofreció Kovac a Michaels.
– Lo mismo digo -repuso el otro detective.
Kovac apoyó una mano sobre el hombro de Liska en cuanto Michaels volvió al trabajo.
– La vida es una mierda, y eso que la noche es joven -suspiró-. Vamos, Tinks, te invito a un café. Podemos llorar el uno en el hombro del otro.
– No, gracias -declinó ella sin dejar de mirar a Chamiqua Jones aun cuando se alejaban-. Tengo que ir a casa con los chicos.
Kovac la acompañó a su coche y la siguió con la mirada, deseando que alguien lo esperara en su casa.
Liska regresó a casa con una prisa terrible por llegar. La embargaba una sensación de temor, una suerte de presagio. No lograba desterrar de su mente la idea de que mientras presentaba sus respetos a la madre de una niña muerta, algo espantoso les había ocurrido a sus propios hijos. Condujo deprisa, haciendo caso omiso de las normas de tráfico y los límites de velocidad, sintiéndose como si las palabras de Chamiqua hubieran sido una maldición. Era una estupidez, lo sabía, pero no importaba.
Como detective de Homicidios, se había enfrentado a la muerte con regularidad. Como casi todos los policías, se había curtido tiempo atrás para soportarlo. Era imprescindible para conservar la cordura. Sin embargo, no existía inmunidad posible contra la visión de un niño muerto, no había modo de rehuir las emociones, la rabia, la tristeza por la brevedad de aquella vida, las cosas que aquel niño nunca llegaría a experimentar, el sentimiento de culpabilidad por creer que la muerte podría haberse evitado de alguna forma. Los adultos podían arreglárselas por sí mismos. Con frecuencia, las decisiones que un adulto tomaba en la vida colocaban a esa persona en la situación que le segaba la vida. Pero los niños nunca decidían ponerse en peligro. Los niños dependían de que los adultos que los rodeaban los mantuvieran a salvo.
Liska percibía todo el peso de esa carga mientras dejaba Grand Avenue y veía su casa. Seguía en pie; era un buen comienzo. No la habían incendiado en su ausencia. Experimentó un profundo alivio pese a que la canguro ya se lo había dicho diez minutos antes, cuando la llamó por el móvil.
Aparcó en el sendero, se apeó y corrió hacia la puerta mientras intentaba encontrar la llave.
Los chicos estaban en pijama, tendidos de bruces ante el televisor, absortos en un videojuego. Liska dejó caer el bolso, se quitó los zapatos y cruzó la habitación a toda prisa sin atender al saludo de la canguro. Cayó de rodillas entre ellos y les rodeó los hombros con los brazos, provocando gritos de protesta.
– ¡Eh!
– ¡Mira lo que has hecho!
– ¡Iba ganando!
– ¡No, señor!
– ¡Que sí!
Liska los atrajo hacia sí y aspiró el olor a pelo limpio y palomitas de microondas.
– Os quiero, chicos. Os quiero mucho.
– ¡Estás helada! -exclamó R. J.
Kyle le lanzó una mirada penetrante.
– ¿Me quieres lo bastante para dejarme pasar la noche en casa de Jason? Ha llamado para invitarme.
– ¿Esta noche? -preguntó Liska, abrazándolo con más fuerza y cerrando los ojos para contener las repentinas lágrimas de alivio y felicidad que amenazaban con escapársele-. Ni hablar, amigo. Puede que mañana, pero esta noche no. Esta noche no.
La canguro volvió a su casa sola. Liska jugó con los chicos hasta que ya no pudieron mantener los ojos abiertos, los acostó y se quedó en el umbral de su puerta, viéndolos dormir.
Más tranquila al ver que estaban sanos y salvos, comprobó todos los cerrojos y cerraduras y se preparó un baño de espuma, un placer femenino que raras veces se permitía. El calor penetró en sus músculos, aliviando la tensión, la angustia, la sensación tóxica que siempre quedaba tras acudir al escenario de un asesinato, como si el mal impregnara el aire. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre una toalla enrollada. En el borde de la bañera había dejado una taza de té humeante. Intentó despejar la mente y dejarse llevar por unos minutos. Qué lujo.
En cuanto se relajó por completo, abrió los ojos, se secó las manos y cogió la correspondencia que había dejado sobre el mueble. No había facturas ni correo comercial, tan solo una pila de lo que parecían ser felicitaciones navideñas. Una vez más no conseguiría enviar sus postales hasta Dios sabía cuándo.
Había una felicitación de tía Cici, de Milwaukee. Una postal fotográfica del primo Phil, el granjero, con su familia, todos ellos ataviados con camisetas idénticas que decían «¿Tienes leche?». Una elegante felicitación de Hallmark de una amiga de la universidad que se enteraba tan poco de nada que aún enviaba el sobre dirigido al señor y la señora… ¿Por qué se molestaban las personas así? ¿Realmente daba tanto trabajo limpiar la base de datos?
El último sobre iba dirigido solo a ella. Otra etiqueta escupida por ordenador y sin remitente. Qué raro. A todas luces, el sobre rojo contenía una tarjeta. Rasgó el papel con el abrecartas y vio una sencilla felicitación navideña de tipo comercial que deseaba «Felices Pascuas». Al abrirla cayó algo. Mascullando un juramento, Liska agarró el rectángulo oscuro justo cuando aterrizó en la superficie del agua.
Una fotografía Polaroid. No. Tres fotografías juntas.
Fotografías de sus hijos.
Se le heló la sangre en las venas, y se le puso la piel de gallina en todo el cuerpo. Las manos le temblaban. En una de los fotos se veía a sus hijos haciendo cola para coger el autobús delante de la escuela. En la segunda jugaban con un amigo mientras el autobús se alejaba de la parada, situada a una manzana de su casa. En la tercera caminaban por la acera hacia la casa. En cada una de ellas, alguien había trazado un círculo negro en torno a las cabezas de ambos muchachos.
La tarjeta solo contenía un mensaje en forma de número de teléfono.
Liska dejó las fotos y la tarjeta en el suelo, salió de la bañera, se envolvió en una tolla y cogió el teléfono inalámbrico. Temblaba con tal violencia que se equivocó dos veces al marcar. Al tercer intento lo consiguió. Al cuarto timbrazo saltó el contestador, y la voz grabada la llenó de temor.
– Hola, soy Ken. Estoy haciendo algo tan apasionante que no puedo ponerme…
Sí, estaba tendido en una cama de la unidad de cuidados intensivos. Ken Ibsen.