No sería un funeral de policía como los que mostraban en las noticias de las seis. La iglesia no estaría abarrotada de agentes uniformados llegados de todo el estado, y ninguna caravana interminable de coches patrulla acompañaría el cadáver hasta el cementerio. Nadie tocaría Amazing Grace a la gaita. Andy Fallon no había caído en acto de servicio, no había muerto de forma heroica.
Aquel lugar ni siquiera tenía aspecto de iglesia, pensó Kovac tras dejar el coche en el aparcamiento y dirigirse hacia el achaparrado edificio de ladrillo.
Como casi todas las iglesias construidas en los años setenta, parecía más bien un edificio administrativo. Tan solo la estilizada cruz de hierro colgada sobre la entrada delataba su función, además del rótulo luminoso colocado junto a la calle.
Iglesia de St. Michael
Adviento: ¿A la espera de un milagro?
Servicio de misa:
Días laborables: 7 horas
Sábados: 17 horas
Domingos: 9 y 11 horas
Como si los milagros tuvieran lugar regularmente a las horas señaladas. El coche fúnebre estaba estacionado en el sendero circular junto a la entrada lateral. Ningún milagro para Andy Fallon. Tal vez si hubiera ido a la iglesia el sábado a las cinco…
El viento le azotaba el abrigo contra las piernas. Inclinó la cabeza para no perder el sombrero. La temperatura se situaba a varios grados bajo cero. Los deudos se acercaban a la iglesia desde todos los confines del aparcamiento. Policía. Policía. Tres civiles juntos, un hombre y dos mujeres de veintitantos años. Los policías iban de paisano, y Kovac no los conocía, pero reconocía a los suyos con la misma facilidad que Neil Fallon. Era por los andares, los gestos, los ojos, el bigote.
El órgano desgranaba las notas del típico canto fúnebre mientras los asistentes entraban en fila en la nave del templo. Kovac volvió a prometerse a sí mismo no permitir que se celebrara un funeral por él a su muerte. Que sus amigos se tomaran unas copas a su salud en Patrick's y que Liska hiciera algo con sus cenizas, como esparcirlas por la escalinata de la comisaría para que se mezclaran con la ceniza de miles de cigarrillos fumados allí por policías. Desde luego, no haría pasar a sus colegas por el trago de estar ahí de pie, mirándose unos a otros, escuchando la espantosa música de órgano y asfixiándose con el hedor de los gladiolos.
Colgó el sombrero del perchero, pero se dejó puesto el abrigo. Permaneció un poco apartado, siguiendo con la mirada a los tres civiles, que entraron en pelotón como un ente propio. Los abordaría más tarde. Después del funeral. Una vez hubieran compartido la experiencia de enterrar a su amigo. Se preguntaba si alguno de ellos habría mantenido con él una relación lo bastante estrecha para compartir una parafilia sexual.
Imposible de dilucidar. Sabía por experiencia que las personas de aspecto más normal podían realizar los actos más estrafalarios, y los amigos de Andy Fallon parecían la flor y nata de su generación. Bien vestidos, pulcros, con el rostro pálido por el dolor bajo el tinte rojizo del viento frío. Imposible determinar quién era homosexual, quién era heterosexual o a quién le iba el sadomasoquismo.
Las puertas volvieron a abrirse. Steve Pierce sostuvo una para que pasara Jocelyn Daring. Formaban una hermosa pareja con sus carísimos abrigos de cachemira negra. Jocelyn era una escultural muñeca de porcelana con todos los cabellos rubios en su sitio y sujetos con un lazo de terciopelo negro. Tal vez no había experimentado dolor alguno por la muerte del amigo de su prometido, pero desde luego, sabía vestirse para la ocasión. Parecía estar algo ceñuda. Por su parte, Steve Pierce permanecía junto a ella con la mirada perdida y no la ayudó a quitarse el abrigo. Joyce le dijo algo, y él le respondió con sequedad. Kovac no distinguió las palabras, pero su tono fue cortante y solo sirvió para intensificar el ceño de su prometida. No se tocaron al adentrarse en la iglesia.
No formaban una pareja feliz.
Kovac se acercó a las puertas cristaleras que separaban la entrada de la nave y paseó la mirada entre los asistentes. Los bancos se componían de sillas de cromo y plástico negro enganchadas unas a otras. No había reclinatorios ni sobrecogedoras estatuas de la Virgen o los santos adornadas con cabello de verdad. El lugar no tenía nada de amedrentador, no evocaba la presencia de un Dios terrible que fulminara con la mirada a un aterrado rebaño. No se parecía en nada a los templos de su niñez, cuando comerse una hamburguesa un viernes de Cuaresma era el pasaporte seguro al infierno. De joven respetaba y temía la iglesia, pero aquel lugar daba tanto miedo como ir a una conferencia en la biblioteca pública.
Pierce y Daring se sentaron en el pasillo central, a medio camino del altar. De repente, Pierce se levantó y salió del templo mientras su novia lo seguía con la mirada. Sin apartar la vista del suelo y sin detenerse, Pierce sacó un cigarrillo y el encendedor del bolsillo. Kovac se apartó de las puertas, de modo que Pierce no lo vio al salir. Kovac lo siguió y se situó a un metro a su derecha en la ancha escalinata de cemento. Pierce no lo miró.
– No paro de decir que voy a dejarlo -comentó Kovac, sacando un Salem del paquete.
Se lo colocó entre los labios y lo encendió con el Bic versión navideña. Nada como un buen cáncer de pulmón para celebrar la Navidad.
– Pero ¿sabe una cosa? No lo dejo porque me gusta demasiado. Todo el mundo intenta hacer que me sienta culpable y caigo en la trampa, como si creyera que me lo merezco o algo así. Entonces proclamo que voy a dejarlo, pero no acabo de decidirme.
Pierce lo miró de reojo y encendió su cigarrillo con un esbelto encendedor cromado que tenía aspecto de bala gigantesca. Le temblaban las manos. Miró fijamente la calle y exhaló muy despacio la primera bocanada de humo.
– Supongo que forma parte de la naturaleza humana -prosiguió Kovac, deseando haber cogido el sombrero antes de salir, pues sentía que todo el calor del cuerpo se le escapaba por la cabeza-. Todos cargamos con un montón de mierda por la que creemos tener que sentirnos culpables, como si eso nos convirtiera en mejores personas, como si existiera una ley contra el hecho de ser como uno es y punto.
– Existen muchas leyes contra eso -replicó Pierce sin desviar la vista de la calle-. Todo depende de cómo sea uno.
Kovac dejó aquellas palabras suspendidas en el aire unos momentos, esperando a que Pierce abriera de par en par la puerta que acababa de entreabrir.
– Claro, si uno es traficante de drogas o prostituta… ¿O se refería a algo menos evidente?
Pierce exhaló otra bocanada de humo.
– Como ser homosexual -sugirió Kovac.
Pierce movió los hombros y tragó saliva. Su nuez subió y bajó como una pelota.
– Depende de a quién se lo pregunte.
– A usted. ¿Cree que ser homosexual es para sentirse culpable? ¿Cree que es necesario ocultarlo?
– Depende de la persona y de sus circunstancias.
– Depende de si está prometido a la hija del jefe, por ejemplo -soltó Kovac. Siguió el misil hasta que se alojó en el pecho del objetivo. Pierce retrocedió un paso.
– Creo haberle dicho ya que no soy homosexual -masculló con voz tensa mientras miraba a su alrededor para comprobar si alguien los escuchaba.
– Me lo dijo.
– Pero es evidente que no me cree -constató Pierce, cada vez más furioso.
Kovac fumó con parsimonia. Tenía todo el tiempo del mundo.
– ¿Quiere preguntárselo a mi prometida? ¿Quiere que nos grabemos en vídeo mientras follamos? -Más furioso aún-. ¿Alguna postura en particular?
Kovac guardó silencio.
– ¿Quiere una lista de mis ex novias?
Kovac se limitó a mirarlo, haciendo caso omiso de su enfado, que se acumulaba visiblemente en el interior de Pierce con una suerte de frenesí que le costaba contener.
– He sido policía durante muchos años, Steve -dijo por fin-. Sé cuándo alguien me oculta algo, y usted oculta mucho.
Pierce parecía a punto de estallar.
– Acabo de perder al que era mi mejor amigo desde la universidad. Éramos como hermanos. ¿Cree que un hombre no puede llorar a un amigo sin ser homosexual? ¿Así es su vida, sargento? ¿Se pone una coraza por miedo a lo que los demás piensen de usted si llegan a descubrir la verdad?
– Me importa una mierda lo que los demás piensen de mí -replicó Kovac sin inmutarse-. No me juego nada, no intento impresionar a nadie. He visto a demasiada gente cargando secretos día tras día, hasta que la carga pesa demasiado y los mata de un modo u otro. Le estoy dando la oportunidad de liberarse de la suya.
– No me hace falta.
– Su amigo va a ser enterrado hoy. Si sabe usted algo, no quedará enterrado con él, Steve. Lo llevará colgado del cuello hasta que se lo quite.
– No sé nada -aseguró Pierce con una carcajada ronca que provocó una nube de humo y vapor-. No sé una mierda.
– Si estuvo allí aquella noche…
– No sé a quién se tiraba Andy, sargento -espetó Pierce con amargura, haciendo que varias personas que entraban en la iglesia se volvieran hacia él-. Pero no era a mí.
Le sobresalían los tendones del cuello, y tenía el rostro tan rojo como el cabello. Sus ojos se habían convertido en dos ranuras azules llenas de veneno y lágrimas. Arrojó el cigarrillo al suelo y aplastó la colilla con la puntera de su zapato caro.
– Y ahora, si me disculpa, soy portador del féretro y tengo que ayudar a transportar el cadáver de mi mejor amigo.
Kovac lo dejó marchar y apuró su cigarrillo, pensando que mucha gente lo habría tachado de cruel por lo que acababa de hacer, pero él no lo creía. Pensó en Andy Fallon ahorcado de la viga. Lo que hacía, lo hacía por la víctima. La víctima estaba muerta, y había pocas cosas más crueles que la muerte.
Aplastó el cigarrillo, recogió las dos colillas y las arrojó a una maceta situada cerca de la puerta. A través del vidrio vio que habían introducido el féretro en la nave desde un pasillo lateral, y un hombre corpulento de la funeraria daba instrucciones a los portadores del ataúd. Neil Fallon estaba algo apartado con el rostro impávido. Ace Wyatt apoyó una mano en el hombro del director de la funeraria y le susurró algo al oído. Gaines, el superasistente, permanecía en las inmediaciones, dispuesto a hacer cabriolas, dar la patita o lamer algún culo.
– ¿Va a entrar, sargento, o piensa presenciar el espectáculo desde el gallinero?
Kovac observó con ojos entornados el vago reflejo que había aparecido junto al suyo en el vidrio. Era Amanda Savard con su look de Veronica Lake. Gafas de sol sobredimensionadas y la cabeza envuelta en el chal. Pero no era un look, pensó Kovac, sino más bien un disfraz, lo cual era bien distinto.
– ¿Qué tal la cabeza? -se interesó.
– Lo único que me duele es el orgullo.
– Ya. Al fin y al cabo, ¿qué es una conmoción de nada para una mujer dura como usted?
– Una vergüenza -replicó ella-. Preferiría que dejáramos pasar el tema.
Kovac estuvo a punto de echarse a reír.
– No me conoce bien, teniente.
– No lo conozco en absoluto -puntualizó Savard mientras apoyaba una de sus pequeñas manos enguantadas en el picaporte-. Y quiero seguir así.
Era como si le estuviera agitando una bandera roja delante de las narices, pensó Kovac. Se preguntó si se daría cuenta, y en tal caso, a qué estaba jugando.
«Ya, tú y la teniente de Asuntos Internos. Y qué más, Kovac.»
– Nunca dejo pasar un tema -aseguró, obligándola a mirarlo por encima del hombro-. Creo que le conviene saberlo.
Inescrutable tras las gafas oscuras, Savard guardó silencio y entró en la iglesia. Kovac la siguió. Se la estaba ganando. La procesión formada por ataúd y deudos había recorrido el pasillo. El organista tocaba otra deprimente canción funeraria.
Savard escogió un asiento al fondo de la nave, en un banco vacío, e hizo caso omiso de Kovac cuando este se sentó junto a ella. Savard no cantó el himno, no se unió a las oraciones ni a los responsos. En ningún momento se quitó las gafas ni el chal; ni siquiera se desabrochó el abrigo. Como si de un capullo se tratara, la ropa la aislaba de los pensamientos del mundo exterior, permitiéndola concentrarse en el recuerdo de Andy Fallon.
Kovac la observaba por el rabillo del ojo, diciéndose que era un imbécil por tentar al diablo de ese modo. A una palabra de ella, quedaría suspendido. Por otro lado, no parecía mala idea dar la impresión, al menos de momento, de que se había aliado con Asuntos Internos, aunque a decir verdad, a ninguno de los presentes parecía importarles lo más mínimo.
Todos ellos, no solo Amanda Savard, parecían absortos en sus propios pensamientos. Nadie oía realmente las palabras del cura, que no conocía a Andy Fallon de nada y solo podía hablar de él porque alguien lo había puesto en antecedentes de los rasgos más importantes. Como sucedía en casi todos los funerales, no importaba qué dijera el clérigo, sino los recuerdos que acudían a la mente de cada persona, los álbumes mentales y emocionales de experiencias compartidas con el difunto.
Mientras estudiaba cada rostro, Kovac se preguntó si alguno de los deudos ocultaría recuerdos de momentos íntimos con Andy Fallon, recuerdos de pasiones compartidas, de perversiones compartidas. ¿Cuál de aquellas personas podía haber ayudado a Andy Fallon a colocarse la soga alrededor del cuello para luego dejarse vencer por el pánico al ver que las cosas salían mal? ¿Cuál de ellos conocía la pieza ausente del estado de ánimo de Andy Fallon, la razón por la que se habría suicidado?
¿Le importaría todo aquello a alguno de ellos? El caso estaba cerrado, a fin de cuentas. El sacerdote fingía que la palabra «suicidio» nunca se había mencionado en relación con el nombre de Andy Fallon. Una hora más tarde, Andy Fallon yacería bajo tierra y se convertiría en un recuerdo cada vez más vago.
Llegó el momento de las elegías. Neil Fallon se removió en su asiento, mirando furtivamente a su alrededor para comprobar si alguien se fijaba en que no se había levantado para hablar en el funeral de su único hermano. Steve Pierce se miró los zapatos con aspecto de que le costaba respirar. Kovac sentía una presión similar en el pecho. Los loqueros denominaban las situaciones de carga emocional extrema como aquella «precipitadores de estrés», desencadenantes de acciones, confesiones, testimonios. Pero aquello era Minnesota, un lugar donde la gente no era dada a hablar con franqueza de sus emociones, y el momento pasó sin llegar a mayores.
Savard se levantó, se quitó el abrigo y, sin despojarse de las gafas y la bufanda, caminó hacia el altar con el porte y la elegancia de una reina. El sacerdote se apartó para permitirle ocupar el pulpito.
– Soy la teniente Amanda Savard -se presentó en tono sereno y firme a un tiempo-. Andy trabajaba para mí. Era un buen policía, un investigador concienzudo y de talento, así como una persona maravillosa. Todos somos afortunados por haberlo conocido y desgraciados por haberlo perdido de forma tan precoz. Gracias.
Un discurso sencillo y elocuente. Savard regresó a su banco con la cabeza inclinada. Misteriosa. Kovac se levantó y salió al pasillo para dejarla pasar. La gente volvía la cabeza. Sin duda la miraban a ella y probablemente se preguntaban cómo un tipo como él había acabado sentado junto a una mujer como ella.
Kovac les devolvió una mirada desafiante. Sus ojos se encontraron con los de Steve Pierce por un instante, pero el hombre desvió la vista de inmediato. Ace Wyatt se levantó y se ajustó los gemelos antes de subir al pulpito.
– Dios mío -refunfuñó Kovac, y se santiguó a toda prisa al ver que una mujer le lanzaba una mirada escandalizada-. Ese tipo es increíble. Cualquier ocasión le parece buena para salir en la prensa.
Savard lo miró con una ceja enarcada.
– Sería capaz de sacar el culo por la ventana de un décimo piso y entonar el himno nacional a pedos si creyera que eso le proporcionaría publicidad.
Los labios de Savard se curvaron en una levísima sonrisa.
– Conozco al capitán Wyatt desde hace mucho tiempo.
– Vaya metedura de pata, ¿eh? -suspiró Kovac con una mueca de dolor.
– Hasta el fondo.
– Siempre lo hago. Así me va.
– Conocí a Andy Fallon cuando era un niño -empezó Wyatt con el talento dramático de un actor aficionado.
El hecho de que estuviera a punto de convertirse en una estrella de la televisión nacional daba fe de la degeneración del gusto americano.
– No lo conocía demasiado bien personalmente, pero sé de qué pasta estaba hecho. Estaba hecho de valor, integridad y determinación. Lo sé porque trabajé codo con codo con su padre, Iron Mike Fallon. Todos conocíamos a Iron Mike. Todos respetábamos al hombre y sus opiniones, y temíamos su mal genio si la fastidiábamos. No he conocido en toda mi vida a mejor policía que él… Por ello, es para mí motivo de profunda aflicción anunciarles que Mike Fallon falleció anoche.
Un murmullo de asombro recorrió la multitud. Savard dio un respingo como si le hubiera dado la corriente, su piel ya pálida palideció aún más, y su respiración se tornó superficial y entrecortada.
– Deprimido por la muerte de su hijo… -prosiguió Wyatt.
Kovac se inclinó hacia Savard.
– ¿Se encuentra bien, teniente?
– Disculpe -masculló Savard al tiempo que se levantaba.
Kovac se puso en pie para dejarla pasar. Savard pasó junto a él con tal brusquedad que estuvo a punto de derribarlo. Sentía deseos de echar a correr por el pasillo, salir de la iglesia y seguir corriendo, pero no lo hizo. Nadie le dedicó más que una mirada casual, todos prestaban atención a las palabras de Wyatt. Nadie pareció oír los latidos enfurecidos de su corazón ni el rugido de la sangre en sus venas.
Abrió las puertas de vidrio que daban al pasillo y buscó el servicio, donde la iluminación era mortecina y olía a ambientador. La voz de Ace Wyatt seguía resonando en su cabeza, sumiéndola en el pánico. De repente se dio cuenta de que salía de un altavoz colgado de la pared del lavabo.
Se quitó el chal y las gafas, casi gritando cuando la varilla le rozó la abrasión causada por la alfombra. Con los ojos cerrados para contener el torrente de lágrimas que amenazaba con afluir, buscó a tientas los grifos. El chorro de agua se estrelló contra el lavabo, salpicándola. No le importaba. Formó un cuenco con las manos y se lavó la cara.
El vértigo la acometió en oleadas sucesivas, y las piernas apenas la sostenían. Se inclinó sobre el lavabo, aferrándose con una mano al borde mientras apoyaba la otra en la pared. Intentó contener las náuseas a fuerza de voluntad y suplicó a Dios que le permitiera superarlas, haciendo caso omiso del hecho de que invocaba a un ser supremo en el que había dejado de creer largo tiempo atrás.
– Por favor, por favor, por favor -musitó, inclinada, con la cabeza casi metida en la pica.
De pronto la asaltó la imagen de Andy Fallon mirándola con expresión acusadora y furiosa. Ahora estaba muerto. Y también Mike Fallon.
Deprimido por la muerte de su hijo…
– ¿Teniente? -le llegó la voz de Kovac desde el otro lado de la puerta-. Amanda, ¿está usted ahí? ¿Se encuentra bien?
Savard intentó erguirse y respirar lo bastante hondo para responder con voz firme, pero no logró ninguna de las dos cosas.
– Sí -asintió por fin, furiosa por la debilidad que denotaba su voz-. Estoy bien, gracias.
De repente, la puerta se abrió, y Kovac entró sin vacilar ni tener en cuenta el pudor de cualquier mujer que pudiera estar en el lavabo. En su rostro se pintaba una expresión fiera.
– Estoy bien, sargento Kovac.
– Ya lo veo -replicó él con sequedad mientras se acercaba-. Mejor aún que esta mañana cuando me la encontré casi desplomada sobre la mesa. ¿Le da a menudo por ducharse vestida? -comentó, observando su cabello mojado y las salpicaduras de agua sobre el traje.
– Me he mareado un poco -explicó Savard al tiempo que se oprimía la frente con una mano, respiraba hondo y cerraba los ojos un instante.
Kovac le apoyó una mano en el hombro. Savard se puso rígida, diciéndose que debía salir huyendo, diciéndose que debía quedarse. Lo miró por el espejo y vio preocupación en sus ojos oscuros. También se vio a sí misma y quedó descorazonada al comprobar cuan vulnerable parecía en aquel momento, tan pálida y con medio rostro amoratado.
– Vamos, teniente -murmuró Kovac-. Deje que la lleve al médico.
– No.
Debería haberle ordenado que apartara la mano, pero su peso era sólido, fuerte y reconfortante pese a que no podía apoyarse en él tal como quería, como necesitaba. Sintió un escalofrío. No le convenía desear ni necesitar nada, y más de aquel hombre.
Contempló el reflejo de su mano. Era una mano grande, ancha, con dedos de punta roma. Manos de trabajador, pese a que Kovac desempeñaba su trabajo con la mente, no con las manos. La presión de sus dedos se incrementó un instante.
– Bueno, pues al menos salgamos de aquí -insistió Kovac-. Este maldito ambientador sofocaría a un elefante.
– Puedo arreglármelas sola, de verdad -aseguró Savard-. Gracias de todos modos.
– Vamos -intentó convencerla Kovac.
Se dirigió hacia la puerta, tirando sutilmente de ella, una tarea que largos años de conducir a borrachos y víctimas en distintos grados de shock habían perfeccionado.
– He sacado su abrigo al vestíbulo.
Savard se zafó de su mano, volvió al lavabo y se puso las gafas con mucho cuidado. El chal de terciopelo estaba bastante mojado, pero se lo puso de todos modos, disponiéndolo con mano experta. Kovac la observaba.
– Creía que solo conocía a Mike Fallon de oídas -comentó.
– Y así es. Había hablado con él de Andy, por supuesto.
– En tal caso, su reacción ante el anuncio de su muerte me parece un poco extrema.
– Ya le he dicho que me he mareado -espetó Savard-. El anuncio de la muerte de Mike Fallon no ha tenido mucho que ver, aunque por supuesto, es una tragedia…
– El mundo está lleno de tragedias, según dicen.
– Pues sí.
Una vez satisfecha con su aspecto, Savard pasó junto a Kovac con andar firme para no exteriorizar debilidad alguna, aunque ya era un poco tarde para eso.
Kovac había dejado su abrigo doblado sobre una mesa cubierta de boletines parroquiales. Savard lo cogió y empezó a ponérselo, pero el dolor que sentía en el cuello y la parte superior de la espalda se lo impidió. Kovac la ayudó, acercándose un poco demasiado a ella, acorralándola entre su cuerpo y la mesa.
– Ya lo sé -murmuró el sargento-. Ya sé que se encuentra perfectamente y podría haberlo hecho usted sólita.
Savard se hizo a un lado, pasó junto a él y se dirigió a la salida. El órgano volvía a tocar, y la fragancia entre dulzona y acre del incienso impregnaba el aire.
– No pienso dejarla conducir, teniente -anunció Kovac al alcanzarla-. Si está mareada, sería una locura.
– Estoy bien; ya se me ha pasado.
– La llevaré yo. De todos modos tengo que volver a comisaría.
– Me voy a casa.
– Pues la dejaré allí.
– No le viene de camino.
Kovac le sostuvo la puerta.
– No importa, así tendré ocasión de hacerle un par de preguntas.
– Por el amor de Dios, ¿nunca desiste? -masculló Savard entre dientes.
– Nunca, ya se lo advertí. No hasta que consigo lo que quiero.
Dicho aquello le asió la mano. Savard intentó apartarse con el corazón desbocado y los ojos abiertos de par en par.
– ¿Se puede saber qué hace?
Kovac la observó un instante, leyendo Dios sabía qué en su expresión. Pese a las gafas y el chal, se sentía desnuda ante él.
– Las llaves.
Al oír aquellas palabras, Savard aflojó un ápice la tensión de los dedos, y Kovac cogió el llavero que sujetaba entre ellos. Un error táctico garrafal. No quería que Kovac la llevara a casa. No quería que entrara en su casa. No quería su interés. Estaba acostumbrada a ocupar una posición de poder, pero si bien su rango era superior al del sargento, este la aventajaba en años y experiencia. Saber eso la hacía sentirse inferior, como una niña jugando a ser un personaje importante.
– Si tiene alguna pregunta, suéltela ya -espetó, cruzando los brazos.
Soplaba un viento fuerte y helado; la temperatura había descendido en la hora que habían pasado dentro de la iglesia, y el sol ya había iniciado su declive en el blanco cielo invernal.
– Y después me devolverá las llaves, sargento.
– ¿Le habló Andy Fallon alguna vez de su hermano?
– No.
– ¿Mencionó alguna vez si salía con alguien o si tenía problemas en su vida privada?
– Ya le dije que su vida personal no era asunto mío. ¿Por qué insiste, sargento?
Kovac intentó adoptar una expresión inocente, pero Savard dudaba de que jamás lo hubiera conseguido, ni siquiera de bebé. En su rostro se advertía una madurez y una experiencia que superaba con creces los años que contaba.
– Me pagan por investigar -repuso.
– Por investigar delitos, sargento, y que yo sepa, aquí no se ha producido ningún delito.
– A Mike Fallon le falta media cabeza -explicó Kovac-, y antes de zanjar el asunto quiero cerciorarme de que nadie se la quitó.
Savard se lo quedó mirando a través de las gafas oscuras.
– ¿Por qué cree que alguien mataría a Mike Fallon? El capitán Wyatt dice que se suicidó.
– El capitán Wyatt se ha precipitado, porque la investigación sigue abierta. El cadáver todavía estaba caliente cuando salí de su casa para venir aquí.
– No tiene sentido que alguien asesinara a Mike Fallon -arguyó Savard.
– ¿Y por qué tiene que tener sentido? -replicó Kovac-. Alguien se cabrea, pierde los estribos y ataca. Patapám, asesinato. Alguien guarda rencor a alguien durante mucho tiempo, un día se harta y algo hace saltar la chispa. Patapam, asesinato. Lo veo cada puto día de mi vida, teniente.
– La salud del señor Fallon era precaria, y además acababa de perder a su hijo. Imagino que los indicios que vio en el escenario de la muerte de Mike apuntaban al suicido. ¿No parece más lógico suponer que él mismo apretara el gatillo, en lugar de pensar que alguien lo mató?
– Claro, pero a esa misma conclusión puede llegar un asesino listo -observó Kovac.
– No deben de tener mucho trabajo en Homicidios últimamente -comentó Savard-, si uno de sus mejores detectives puede pasar todo el tiempo que quiera investigando casos inexistentes.
– Cuanto más tiempo paso con personas que conocían a Andy y Mike Fallon, menos convencido estoy de que se trate de casos inexistentes. Usted conocía a Andy y afirma que lo apreciaba. ¿Pretende que deje correr el asunto si considero que existe la posibilidad de que no se ahorcara él solo? ¿Pretende que haga la vista gorda si existe la posibilidad de que Mike no se metiera ese 38 en la boca sin ayuda? ¿Qué clase de policía sería si hiciera eso?
A su espalda, las puertas de la iglesia se abrieron, y por ellas empezaron a salir los deudos, encogidos por el frío y dirigiéndose a toda prisa al aparcamiento. Kovac vio a Steve Pierce con Jocelyn Daring, quien intentaba asir del brazo a su prometido, aunque este se zafaba de ella. A poca distancia los seguían Ace Wyatt y su secuaz. Wyatt parecía inmune al frío, pues caminaba con los hombros erguidos y la mandíbula alta. Al ver a Kovac se acercó a él como un misil láser.
– Sam -lo saludó con voz seria y televisiva-. Tengo entendido que tú encontraste a Mike. Qué tragedia, Dios mío.
– ¿Su muerte o el hecho de que lo encontrara yo?
– Las dos cosas, supongo. Pobre Mike; se vio incapaz de sobrellevar la carga. Creo que se sentía muy culpable por la muerte de Andy, por los problemas que habían quedado sin resolver entre ellos. Es una lástima…
Al ver a Savard la saludó con una inclinación de cabeza.
– Amanda, me alegro de verla a pesar de las circunstancias.
– Capitán.
Pese a las gafas, Kovac comprobó que Savard no miraba a Wyatt, sino más allá.
– Es terrible lo de Mike Fallon -prosiguió la teniente-. Sé que lo apreciaba usted mucho.
– Pobre Mike -suspiró Wyatt con voz ronca antes de hacer una pausa, como si quisiera mostrar su respeto por el difunto, y respirar hondo-. Veo que conoce a Sam.
– Mejor de lo que querría -replicó Savard al tiempo que alargaba la mano y recuperaba las llaves de su coche-. Y ahora, caballeros, si me disculpan…
– Le estaba diciendo a la teniente que me parece extraño que Mike se alterara tanto anoche por el suicidio de Andy, diciendo que era pecado mortal y demás, y que luego volviera a casa y se pegara un tiro en la boca -comentó Kovac, lo cual hizo detenerse a Savard-. No tiene sentido, ¿no te parece?
– ¿Y por qué tiene que tener sentido? -espetó Savard, sarcástica.
– Amanda tiene razón -convino Wyatt-. Mike no estaba en su sano juicio, ¿verdad?
– Apenas hablaba con coherencia cuando lo vi por última vez -asintió Kovac-. ¿Y tú qué dices, Ace? Lo llevaste a casa. ¿En qué estado se encontraba cuando lo dejaste allí?
Gaines miró ostensiblemente el reloj.
– Capitán…
– Lo sé, Gavin -dijo Wyatt con una mueca-. La reunión con los de Relaciones Públicas.
– ¿No vas al entierro? -exclamó Kovac.
Te vas a perder una buena ocasión de foto, pensó, aunque tuvo el suficiente sentido común para callarse la frase.
– Lo han aplazado -informó Gavin-. Algún problema con el equipo.
– Ah, el famoso problema técnico DFJ, o sea, «demasiado frío, joder». Perdone mi lenguaje, teniente -se disculpó con infinita dulzura.
– No creo que tenga usted perdón, sargento Kovac -espetó Savard con sequedad-. Y ahora sí me despido, caballeros.
Alzó la mano a modo de saludo y huyó por el aparcamiento nevado. Kovac la dejó marchar, percibiendo que si intentaba retenerla en presencia de testigos cruzaría una frontera a la que, de todos modos, ya se había acercado demasiado. Sin embargo, se permitió seguirla con la mirada un instante.
– No creerás en serio que Mike fue asesinado -dijo Wyatt.
– Trabajo en Homicidios -le recordó Kovac mientras se ponía el sombrero-, así que creo que todo el mundo es asesinado. Forma parte de mi mentalidad. ¿A qué hora dejaste a Mike en su casa?
– Capitán, si quiere ir a la reunión, yo puedo encargarme de este asunto -interrumpió Gavin.
– ¿También come su comida y le limpia el culo? -preguntó Kovac, granjeándose una mirada gélida del asistente.
– El capitán tiene una reunión muy importante, sargento Kovac -le recordó Gaines mientras se colocaba sutilmente entre él y Wyatt-. Yo acompañé al capitán a casa del señor Fallon, así que puedo responder a sus preguntas tan bien como él.
– No es necesario, Gavin -le aseguró Wyatt-. Sam y yo zanjaremos este asunto mientras vas a buscar el coche.
– Eso, guaperas, ve a poner en marcha el coche -añadió Sam con expresión satisfecha-. Tú y yo podemos quedar más tarde para tomar un café y así me puedes exponer todas las opiniones que quieras, ¿vale? Estarás contento…
A Gaines no le hacía gracia que lo despacharan de esa forma, como se advertía en la expresión gélida de sus ojos azules y en la posición de su mandíbula cuadrada. Sin embargo, acató la orden de Wyatt y se dirigió hacia un Lincoln Continental de color negro.
– Debo reconocer que te has agenciado un perro guardián muy elegante, Ace -comentó Kovac.
– Gavin es mi mano derecha. Es ambicioso, tenaz y extremadamente leal; no habría llegado hasta aquí sin él. Le espera un futuro brillante. A veces muestra un celo excesivo, pero lo mismo podría decirse de ti, Sam. A menos que me haya perdido algo, y no lo creo, no hay nada en la muerte de Mike que haga sospechar que se tratara de un asesinato.
Kovac embutió las manos en los bolsillos del abrigo y suspiró.
– Era uno de los nuestros, Ace. Mike era especial. Por supuesto, es posible que la leyenda fuera más especial que él, más importante, pero aun así… Le debo una investigación concienzuda, ¿me comprendes? Deberías comprenderlo, teniendo en cuenta lo que os une.
– Cuesta hacerse a la idea de que acabe de cerrarse la puerta de ese capítulo de nuestras vidas. Cuesta creer que Mike ya no está -murmuró Wyatt con la mirada fija en el humo que salía del tubo de escape del Lincoln.
Kovac estaba convencido de que, para Wyatt, aquel desenlace era en parte un alivio. La noche del asesinato de Thorne, hacía ya tantos años, había sido el momento más decisivo en la vida de Ace Wyatt y Mike Fallon. Aquella noche había marcado un punto de inflexión; sus vidas nunca volverían a ser las mismas y siempre quedarían vinculadas por el instante en que Mike había quedado inválido y Ace Wyatt se había convertido en un héroe. La desaparición de Mike sin duda quitaba a Wyatt un peso de encima, produciéndole una sensación a caballo entre el alivio y el desconcierto. ¿Cómo podía existir Ace Wyatt sin el contrapeso de Mike Fallon?
– Me fui de casa de Mike hacia las diez y media -repuso Wyatt por fin-. Estaba muy callado, absorto en el dolor. No tenía idea de lo que le rondaba por la cabeza, de lo contrario se lo habría impedido. -Sus labios se curvaron en una mueca irónica cuando el coche se detuvo ante ellos-. O tal vez eso habría sido una tragedia aún mayor. Sufrió durante muchos años, pero ahora todo ha terminado. Déjalo descansar en paz, Sam.
Gaines se apeó del coche y lo rodeó para abrir la portezuela derecha. Wyatt subió sin añadir palabra, y el Lincoln se alejó entre los vapores del tubo de escape. El llanero solitario y Tonto cabalgando hacia la puesta de sol.
Kovac permaneció inmóvil unos instantes, el único que quedaba de todas las personas que habían acudido a dar el último adiós a Andy Fallon. Incluso el sacerdote se había volatilizado.
– Llanero solitario -masculló mientras echaba a caminar por el aparcamiento helado, con las manos en los bolsillos y los hombros encogidos para protegerse del frío.