Capítulo 35

– Me encanta este programa -aseguró Liska tras colgar el teléfono.

Desde el otro lado del cubículo, Kovac la miró con expresión ceñuda. Tenía el ordenador encendido y el auricular del teléfono encajado entre hombro y oído.

– El teléfono de emergencia no dejó de sonar cuando terminó el programa.

– ¿Y cuántas pistas legítimas se obtuvieron? -preguntó Kovac.

– Solo hace falta una. ¿Qué problema tienes? -quiso saber Liska.

– Detesto…

– Aparte de detestar a Ace Wyatt.

– Se trata sobre todo de eso -reconoció Kovac con un mohín.

– Mira lo que consigue. Enseña a las personas que se consideran impotentes a dar la cara y actuar. Si Cal Springer hubiera prestado atención a ese mensaje, Derek Rubel no andaría suelto ahora mismo.

– Me molesta todo ese rollo de los reality-shows.

– Te encanta Los más buscados de América.

– Es diferente. Lo de Wyatt es un concurso. ¿Qué nos venderán a continuación? ¿Juicios interactivos donde la gente pueda conectarse a la red y votar culpable o inocente?

– Eso ya lo hacen en Dateline.

– Genial, y seguro que la temporada que viene televisarán las ejecuciones desde Texas, presentadas por el guaperas de turno -masculló Kovac.

– ¿A quién llamas? -inquirió Liska al darse cuenta por fin de que Kovac no había hablado aún por teléfono.

– A Frank Sinatra.

– Frank Sinatra ha muerto, Kojak.

– Estoy en espera. Llamo a Donna, de la compañía telefónica. Bueno, a lo que íbamos. ¿Y si el programa confiere a alguien una falsa sensación de poder, ese alguien comete una estupidez y acaba muerto por culpa de eso?

– ¿Y si acaba muerto porque resulta que le faltan agallas y no mira el programa?

– Odio a Ace Wyatt.

– La Warner Brothers lo ha bautizado como capitán América.

Kovac lanzó una exclamación asqueada.

– Joder, me han robado la idea.

– Pues llama a tu agente en Hollywood.

– Eres tú la que quiere ir a Hollywood, Tinks, no yo.

– Para hacerme famosa por pillar a Rubel, no por convertirme en otra víctima suya.

Kovac respiró hondo para preguntarle cómo estaba, cómo estaba en realidad, pero en aquel momento, un ser humano se puso al teléfono.

– Siento haberte hecho esperar, Sam. ¿En qué puedo ayudarte?

– Hola, Donna. Necesito el registro de llamadas de un número de Minneapolis.

– ¿Tienes el papeleo preparado?

– No del todo.

– O sea, no.

– Bueno… sí, pero el tipo está muerto, así que le da igual.

– ¿Qué me dices de su familia?

– Todos muertos o en la cárcel.

– ¿Y el fiscal del distrito?

– Necesito una ayudita, Donna. No hace falta que se sostenga ante un tribunal.

– Hum… vale, pero que nadie se entere de que te lo he dado yo.

– Nadie se ha enterado nunca, pero sigo albergando esperanzas.

Donna se echó a reír. Era una tía con clase. Kovac le dio el número de Andy Fallon y colgó.

– ¿Qué buscas? -preguntó Liska.

– No estoy seguro -reconoció Kovac-. Quiero revisar el registro telefónico de Andy para ver si surge algo. Andy estaba investigando el asesinato de Thorne e intentando acercarse a Mike a través de sus experiencias. Cuando yo empecé a indagar en el mismo asunto, Wyatt se puso de los nervios, así que quiero saber…

– Estás obsesionado, Sam -lo atajó Liska-. ¿No crees que Rubel matara a Andy? Si es que lo mató alguien…

– No, no encaja. El escenario de la muerte de Andy estaba demasiado pulcro. Fíjate en lo que hizo Rubel. Mató a un tipo de una paliza con un bate de béisbol, apaleó a otro con una barra de hierro y disparó a un tercero en el pecho a quemarropa. ¿Dónde está la sutileza?

– Pero dijiste que Pierce te dijo que había visto a Andy con otro tipo. ¿Y si era Rubel? Podría encajar. Andy estaba investigando a Ogden. Nadie sabía que Ogden y Rubel estaban liados. A través de su conexión con Curtis, pues había sido compañero suyo, Rubel accede a Andy para no perder de vista la investigación. Andy se acerca demasiado a la verdad y… ¿Lo ves?

– Ni hablar. Rubel era compañero de Ogden…

– Al principio de la investigación no. Por aquel entonces, no existía conexión conocida entre ambos. Rubel había sido compañero de Curtis, pero Curtis juró que ninguno de sus compañeros lo había acosado.

– Hasta que contagió el sida a uno.

– Y si Andy descubrió de algún modo que Rubel era seropositivo… -Dejó la frase sin terminar antes de añadir-: Voy a incluir a Rubel en una rueda de fotos para mostrársela a Pierce.

– Vale -accedió Kovac-. Entretanto me gustaría saber quién entró en mi casa. ¿Por qué entraría Rubel? No tengo ninguna prueba que lo incrimine.

– Podría haber sido cualquiera y por cualquier motivo. Probablemente fue algún yonqui en busca de tu fortuna escondida. O quizá fuera otro desgraciado al que investigas por otra cosa. No tiene necesariamente que ver con Fallon.

Esa misma posibilidad se le había ocurrido a Kovac. Tenía otros casos en marcha y… Cogió el teléfono al tercer timbrazo.

– Homicidios, Kovac.

– Kovac, soy Maggie Stone. He repasado aquel caso… el de Andy Fallon.

– ¿Y?

– ¿Ya lo han enterrado?

– No creo. ¿Por qué?

– Me gustaría volverlo a examinar. Cabe la posibilidad de que lo asesinaran.


El despacho que Maggie Stone ocupaba en el depósito de cadáveres del condado de Hennepin siempre recordaba a Kovac esas noticias sobre viejos chalados cuyos cadáveres se encontraban momificados entre pilas de periódicos, revistas y basura que llevaban nueve años sin tirar. La estancia era un laberinto de papeles, publicaciones profesionales, libros sobre medicina forense y revistas de motos. Stone conducía una Harley cuando hacía buen tiempo.

Al ver a Kovac le indicó con una mano que entrara mientras con la otra sostenía un bollo de mermelada azucarado. El centro del bollo rezumaba una sustancia roja que se parecía un poco demasiado a algunas de las fotografías desparramadas sobre la mesa.

– ¿Alguna vez lees algo de lo que tienes aquí? -se interesó Kovac.

Stone examinó una foto a través de sus estrafalarias gafas de lectura y una lupa iluminada.

– ¿A qué te refieres?

Ese mes llevaba el cabello teñido de un peculiar matiz café con leche, cortado al estilo duende y pegado al cráneo con gomina. Por lo general producía la sensación de que no se peinaba desde los ochenta.

– ¿Qué has averiguado?

– Vamos a ver.

Stone hizo girar el brazo soporte de la lupa para que Kovac pudiera echar un vistazo desde el otro lado de la mesa.

– Lo que busco en el cuello de un ahorcado son cardenales o abrasiones en forma de V que sigan de forma evidente los ángulos de la soga. Aquí se ven con claridad -señaló-. Y tú lo encontraste colgado, de modo que sabemos que se colgó o lo colgaron. Sin embargo, también he encontrado lo que parecen ser sombras de un cardenal en línea recta alrededor del cuello.

– ¿Crees que lo estrangularon y después lo colgaron?

– Las marcas no son demasiado claras. Cualquier persona que examinara el cadáver con la idea preconcebida de que se trataba de un suicidio no repararía en ellas, pero tengo la sensación de que están ahí. Y si estoy en lo cierto, sospecho que el asesino colocó alguna protección entre la soga y el cuello de la víctima. Si tenemos suerte y la funeraria preparó el cadáver de forma chapucera, puede que aún encuentre alguna fibra en el cuello. Y si las marcas existen, apuesto lo que sea a que hay más en la nuca.

Dicho aquello se reclinó en su silla, cerró los puños y los alzó para hacer una demostración.

– Si el asesino aprieta el nudo con las manos, los nudillos oprimen la nuca y dejan cardenales. Si se trata de un garrote, entonces la presión en el punto donde la atadura se cruza y se aprieta ocasiona un solo cardenal muy visible.

– ¿No hay ninguna fotografía de la nuca?

– No. Reconozco que no fue la más concienzuda de las autopsias, pero es que parecía un suicidio clarísimo, y por lo visto llamaron de tu departamento para acelerar el proceso por el bien de la familia.

– Yo no fui -aseguró Kovac mientras estudiaba las fotografías con el ceño fruncido.

Observó los cardenales apenas visibles en el cuello de Andy Fallon, justo debajo de las vividas marcas dejadas por la soga, y experimentó un hormigueo en el estómago.

– Soy el último mono en el departamento; la llamada la hizo alguien mucho más poderoso.

Ace Wyatt.


Kovac se inclinó sobre el mostrador y sorprendió a Russell Turvey hojeando la revista Hustler en un rincón.

– Joder, Russell, ni se te ocurra estrecharme la mano -dijo a modo de saludo.

Turvey dio un respingo y emitió varios gruñidos flemáticos que recordaban un trueno lejano.

– ¡Por el amor de Dios, Kojak! Tú también lo harías si tuvieras ocasión.

– Pero no contigo.

Turvey volvió a reír y arrojó la revista bajo la silla. Luego se aferró con ambas manos al mostrador para darse impulso y acercarse sin necesidad de levantarse.

– He oído que Springer la ha palmado -comentó, observando a Kovac con un ojo entornado mientras el otro se desviaba hacia la izquierda-. Nunca me cayó bien.

Como si eso hubiera convertido el fallecimiento de Cal Springer en un hecho inevitable.

– Estabas allí -constató Turvey.

– Te juro que no apreté el gatillo; Liska es testigo.

– ¡Ahhh! Argh… Liska -ronroneó con expresión lasciva de cómic-. ¿Es bollera?

– ¡No!

– Ni siquiera… -insinuó Turvey, agitando la mano.

– No -repitió Kovac con vehemencia-. ¿Podemos ir al grano, por favor? He venido por una razón concreta.

– ¿De qué se trata?

– Necesito echar un vistazo a un caso antiguo, el asesinato de Thorne. No tengo el número de expediente, pero sí las fechas…

– No importa -lo atajó Turvey-. No está aquí.

– ¿Estás seguro?

– Me paso aquí todo el puto día. ¿Acaso crees que no me conozco este sitio al dedillo?

– Ya, pero…

– Sé que no está porque alguien de Asuntos Internos bajó a pedirlo hace un par de meses. Era el chico de Mike Fallon. No estaba aquí entonces ni tampoco está aquí ahora.

– ¿Y no sabes adónde ha ido a parar?

– No.

Kovac lanzó un suspiro y se dispuso a marcharse, preguntándose quién podía tener el expediente o una copia.

– Es curioso que hayas preguntado precisamente por ese caso -observó Turvey.

– ¿Por qué?

– Porque he descubierto que el número de placa por el que preguntaste el otro día perteneció a Bill Thorne.


Amanda Savard tenía la placa de Bill Thorne sobre la mesa del despacho de su casa.

Kovac permaneció inmóvil mientras intentaba asimilar la idea.

– Recuerdo a Bill Thorne -dijo Turvey, restregándose el voluminoso mentón-. Por aquel entonces patrullaba en la Tercera. Era un cabronazo de mucho cuidado.

– ¿Estás seguro? -preguntó Kovac.

Turvey enarcó las cejas.

– ¿Que si estoy seguro? Una vez lo vi romperle los dientes a una prostituta por mentirle.

– Quiero decir que si estás seguro de que es la placa de Thorne.

– Sí.

Kovac se alejó con las palabras de Russell Turvey resonándole en los oídos. Amanda Savard tenía la placa de Bill Thorne sobre la mesa del despacho de su casa.

Entró en el servicio de caballeros, se refrescó el rostro con agua fría y se miró al espejo con las manos apoyadas en los bordes de la pica.

Rememoró los días pasados, imágenes de ella, de ambos. Recordó el sábado por la noche. Habían hecho el amor en el sofá, y cuando estaba a punto de marcharse, Amanda vio sobre la mesita de café los artículos que Kovac había encontrado en la biblioteca.

¿Qué es esto?

Artículos sobre el asesinato de Thorne y el tiroteo. Andy lo estaba investigando. Estoy indagando un poco, a ver si encuentro algo.

La vida cambia cuando menos te lo esperas, había dicho.

Y siempre para mal.

Fue a la planta baja, más concurrida que de costumbre, pues numerosos policías y periodistas buscaban cualquier migaja sobre la cacería de Rubel. Nadie le prestó atención. Kovac se mantuvo al margen del bullicio, con la mirada clavada en la sala 126.

Con toda probabilidad, Amanda estaba en su despacho. Asuntos Internos se afanaría en desenterrar cualquier trapo sucio contra Rubel y Ogden, en revisar todos los informes sobre problemas pasados con cualquiera de ellos. A buen seguro, algún capitán exigiría a Savard explicaciones sobre la razón por la que la investigación sobre Ogden y el asesinato de Curtis había quedado relegada al olvido. ¿Y por qué nadie había hecho mención de Rubel en su momento?

Si iba a su despacho, quizá consiguiera hablar con ella entre llamada y llamada. Y entonces… ¿qué? ¿Se enfrentaría a ella como un marido engañado? Ya imaginaba la escena, ya percibía la humillación. Ni hablar.

Uno de los periodistas lo vio, y la vida volvió a transcurrir a cámara rápida.

– Eh, Kovac -lo llamó el hombre mientras se acercaba, procurando hablar en voz baja para no alertar a sus competidores-. Tengo entendido que estuvo en el escenario del asesinato del sábado. ¿Qué pasó?

Kovac alzó una mano y giró sobre sus talones para marcharse.

– Sin comentarios.

Entró en la antesala, se abrió paso entre la muchedumbre que intentaba burlar a la recepcionista y se dirigió hacia su cubículo. Liska no estaba. Donna, de la compañía telefónica, había localizado el registro telefónico de Andy Fallon correspondiente a los últimos tres meses. Distraer la mente. Podía hacerlo mientras tropezaba una y otra vez con el tema de Amanda. Encendió su ordenador y se conectó a una guía telefónica.

Demasiados de los números de la lista no figuraban en la guía. Todo el mundo quería vivir en el anonimato y eludir a las empresas de telemárketing. No obstante, los números que no figuraban carecían de interés. Mike, Neil, varios restaurantes de comida para llevar. Había algunas llamadas a algo llamado el Hazelwood Home. Kovac consultó las páginas amarillas en línea y descubrió que recibía el discreto apelativo de «institución de reposo». ¿Qué clase de reposo? ¿Una casa de reposo para Mike, tal vez? Aunque Mike Fallon no parecía necesitar nada parecido. Una asistenta, sí, pero una casa de reposo, no.

Una vez cotejada toda la lista, Kovac se concentró en los números cuyos titulares no figuraban, pero en casi todos los casos le saltó un contestador automático.

Uno de los contestadores era el de Amanda Savard. Fallon la había llamado a su casa varias veces durante los últimos días de su vida.

Andy Fallon investigaba el asesinato de Thorne. Amanda Savard tenía la placa de Bill Thorne sobre la mesa del despacho de su casa.

Con gran seguridad había negado que Andy mencionara su implicación en el caso Thorne.

¡Maldita sea! Si tuviera las notas de Fallon. Los expedientes debían de estar en alguna parte… al igual que el ordenador portátil…

También podía recorrer el pasillo y preguntar a Amanda a boca-jarro por qué tenía la placa de Thorne.

El instinto le dictaba que no debía preguntárselo.

O quizá no era su instinto. Tenía la placa de Bill Thorne. Había visto a Andy Fallon la noche de su muerte. Había estado en su casa. Andy la había llamado con frecuencia poco antes de morir.

Me encantan los rompecabezas, pensó Kovac con el corazón encogido.

Amanda Savard se había acostado con él dos veces. Kovac investigaba la muerte de Andy Fallon. Andy Fallon había investigado la muerte de Bill Thorne. Amanda tenía la placa de Bill Thorne.

Descolgó el teléfono y marcó el número de Hazelwood Home.

Era un psiquiátrico.

Kovac cogió el abrigo y salió corriendo del despacho.


El viento barría la nieve, levantando un polvo fino, por lo que Hazelwood Home parecía envuelto en una bruma densa. La institución, antaño una residencia particular, era un inmenso y exagerado tributo a Frank Lloyd Wright. Las líneas horizontales alargadas y bajas producían la impresión de que el edificio estaba agazapado. Enormes árboles viejos salpicaban el jardín cubierto de nieve. Más allá del recinto, el paisaje aparecía despejado y pantanoso, como buena parte del paisaje al oeste de Minneapolis.

Kovac aparcó junto a la entrada y pasó junto a un duelo de decoraciones festivas. A un lado Navidad, al otro Hannukkah. La primera sensación que provocaba el vestíbulo era de oscuridad abrumadora. El techo surcado de vigas parecía cernirse sobre uno.

Buscó con la mirada a la empleada más joven y de aspecto más competente de las dos que trabajaban en la recepción y se dirigió hacia ella. Era una joven con aire de querubín y rizos rubios cortados al estilo caniche. En su placa de identificación se leía el nombre «Amber». Amber abrió los ojos de par en par cuando Kovac le mostró la placa para apartarla de la mujer de más edad, que hablaba por teléfono.

– ¿Anda cerca de aquí? -preguntó, preocupada.

– ¿Cómo dice?

– Ese hombre -explicó ella en un susurro-. El asesino. ¿Lo está buscando a él?

Kovac se inclinó hacia ella.

– No estoy autorizado para hablar del asunto -repuso en otro susurro.

– Dios mío.

– Tengo que hacerle algunas preguntas, Amber -anunció Kovac mientras sacaba la fotografía de Andy Fallon que había cogido en casa de Mike-. ¿Ha visto alguna vez a este hombre por aquí?

Amber pareció decepcionada al comprobar que la fotografía no era de Derek Rubel, pero no tardó en recobrar la compostura.

– Sí, ha venido un par de veces.

– ¿En los últimos tiempos?

– En las últimas semanas. También es policía -observó con los ojos entornados-. Al menos eso afirmaba.

– ¿A qué venía? ¿Con quién hablaba?-preguntó Kovac.

No perdía de vista a la mujer sentada en el otro extremo del mostrador. En un lugar como Hazelwood, la discreción debía de ser una consigna importantísima, pero Amber parecía demasiado inocente para comprender el significado de esa palabra.

– Venía a visitar a la señora Thorne -repuso la joven, pestañeando.


– Debe comprender que Evelyn vive en su propio universo, sargento -explicó la psiquiatra mientras recorrían el pasillo en dirección a la habitación de Evelyn Thorne-. Reparará en su presencia y hablará con usted, pero la conversación será la que ella decida.

La psiquiatra era una mujer corpulenta, de formas suaves y una larga melena rubia.

– Solo quiero hacerle algunas preguntas sobre el policía que vino a verla un par de veces -aseguró Kovac-. Me refiero al sargento Fallon. ¿Habló con usted alguna vez?

– Conversé brevemente con el señor Fallon -asintió la doctora con aire preocupado-. No sabía que viniera por motivos policiales. Me dijo que era el sobrino de Evelyn y me preguntó si alguna vez habla del asesinato de su esposo.

– ¿Y es así?

– No, nunca habla de ello. Sufrió el colapso nervioso poco después de su muerte.

– ¿Y desde entonces está así?

– Sí. Pasa algunos días mejores que otros, pero suele permanecer oculta en su propia mente. Ahí se siente segura.

La psiquiatra echó un vistazo por el ventanuco instalado en la puerta de Evelyn Thorne y llamó dos veces antes de entrar.

– Evelyn, tiene visita. Este es el señor Kovac.

Kovac cruzó el umbral y de repente se sintió como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago. Evelyn Thorne estaba sentada en una butaca, ataviada con un chándal azul, mirando por la ventana. Poseía la clase de delgadez que provocan los nervios. Tenía el cabello gris apartado del rostro con una diadema de terciopelo. Al ver su fotografía en el periódico, Kovac había pensado que se parecía un poco a Grace Kelly, pero en persona se parecía demasiado a otra persona.

Evelyn se volvió hacia él con expresión vacua, pero los labios curvados en una agradable sonrisa.

– ¡A usted lo conozco! -exclamó.

– No, señora -repuso Kovac mientras caminaba hacia ella.

– El señor Kovac quiere hacerle unas preguntas sobre el joven que vino a verla, Evelyn -explicó la psiquiatra.

– Usted era amigo de mi esposo -prosiguió la mujer sin hacer caso de la doctora.

La psiquiatra dedicó a Kovac una mirada significativa y los dejó a solas.

Era una habitación espaciosa, amueblada de forma convencional salvo por la cama de hospital, que aparecía cubierta por una bonita colcha floreada. No es un mal lugar para pasarse los días en una realidad aparte, pensó Kovac. Sin duda costaba un ojo de la cara. Se preguntó si Wyatt también corría con los gastos de aquella habitación. No era de extrañar que necesitara ir a Hollywood.

– Ha sido muy amable al venir -agradeció Evelyn Thorne en tono formal-. Siéntese, por favor.

Kovac tomó asiento frente a ella y le alargó la fotografía que había mostrado a Amber.

– ¿Recuerda a Andy Fallon, señora Thorne? Vino a visitarla hace poco.

La mujer cogió la fotografía sin dejar de sonreír.

– ¡Qué apuesto! ¿Es su hijo?

– No, señora. Es el hijo de Mike Fallon. ¿Recuerda a Mike Fallon? Era policía y vino a su casa la noche en que murió su esposo.

No sabía si Evelyn había oído una sola palabra, aunque parecía que no.

– Crecen tan deprisa -suspiró la mujer antes de levantarse e ir a una pequeña librería que albergaba numerosas revistas y una Biblia-. Yo también tengo fotos -anunció mientras sacaba una revista del fondo del montón, Redbook-. Cree que se las llevó todas. No le gusta mostrar fotos de la familia, pero tenía que quedarme algunas.

Sacó un sobre de entre las páginas de la revista y de él extrajo un par de fotos.

– Mi hija -dijo con orgullo, alargándoselas a Kovac.

No quería tocarlas, como si evitando tocarlas, mirarlas siquiera, pudiera mantener a raya la verdad. Pero Evelyn Thorne se las puso en las manos.

En la fotografía se la veía más joven y un poco más delgada. Llevaba el cabello distinto… Pero resultaba imposible confundir a Evelyn con la hija de Bill Thorne: Amanda Savard.

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