Capítulo 5

Por algún motivo, la casa de Mike Fallon parecía más desolada a la grisácea luz del día. La noche poseía la virtud de extender un manto aterciopelado sobre los barrios, de forma que las casas parecían arracimarse como rebaños, separadas tan solo por gajos de suave oscuridad. De día, se las veía separadas y aisladas por la luz, los senderos de coches, las vallas y la nieve.

Kovac alzó la mirada hacia la casa y se preguntó si Mike ya lo sabría. A veces la gente se enteraba de esas cosas, como si del escenario de la muerte hubiera partido una onda expansiva para alcanzarlos a más velocidad que el sonido o que el mensajero.

Para mí está muerto.

Dudaba de que Mike Fallon recordara haber pronunciado aquellas palabras, pero resonaban en los oídos de Kovac mientras conducía a casa del ex policía. Había dejado a Liska en comisaría para que pusiera en marcha la investigación. Se pondría en contacto con la supervisora de Andy Fallon en Asuntos Internos para averiguar en qué caso había estado trabajando y qué actitud había mostrado en los últimos tiempos. Se haría traer el expediente de Personal de Andy y averiguaría si había acudido al psicólogo del departamento.

Kovac se habría cambiado con ella sin pensárselo dos veces, pero su sentido de la obligación era demasiado intenso. Se maldijo por ello y salió del coche. Algunos días, la vida solo era una mierda cuando te comportabas como un tipo decente.

Escudriñó el interior de la casa a través de una estrecha ventana rectangular de la puerta principal. El salón parecía aún más destartalado que la noche anterior. Las paredes necesitaban una mano de pintura, el sofá debería haber aterrizado en alguna tienda de segunda mano años atrás… El sillón de masaje y el televisor de pantalla grande ofrecían un peculiar contraste.

Llamó al timbre y también con los nudillos por si acaso. Luego esperó impaciente, intentando no preguntarse qué pensaría un desconocido al ver su propio salón con el acuario vacío. Algún día tendría que procurar montarse una vida privada al margen del trabajo.

Rebuscó en los bolsillos de su abrigo y sacó un chicle con sabor a frutas mientras el nerviosismo le erizaba los pelillos de la nuca. Llamó de nuevo. Imágenes de la noche anterior le surcaron la mente. Mike Fallon, el antiguo policía, quebrado, olvidado, deprimido, borracho…

Se hundió en la nieve hasta las pantorrillas y rodeó la casa en busca de la ventana del dormitorio. Menudo bombazo para las noticias de las seis si resultaba que dos policías, padre e hijo, se habían suicidado el mismo día.

Con toda probabilidad, Paul Harvey se haría con la historia para deprimir a toda América durante el almuerzo del día siguiente. Muertes sin sentido aderezadas con ensalada de pollo y Big Macs.

Encontró una escalera de mano en el garaje diminuto y atestado de los típicos trastos apenas estrenados que uno acumulaba a lo largo de la vida. Un Subaru Outback casi nuevo y adaptado para discapacitados ocupaba casi todo el espacio. Algún policía debía de haberlo llevado a la casa desde el estacionamiento de Patrick's después de la fiesta, o bien otra persona había llevado a Mike al bar y escurrido el bulto en cuanto empezaron los problemas. Alguien que no quería que un borracho vomitara en el asiento trasero de su coche.

La persiana estaba subida en el dormitorio de Mike Fallon. Mike yacía de espaldas sobre la cama, con los brazos extendidos, la cabeza echada a un lado y la boca abierta. Kovac contuvo el aliento y buscó con la mirada algún indicio de que el corazón del anciano latía bajo la camiseta.

– ¡Eh, Mikey! -gritó, golpeando la ventana.

Fallon permaneció inmóvil.

– ¡Mike Fallon!

El viejo despertó sobresaltado con la segunda tanda de golpes y abrió apenas los ojos, molesto por la luz. Al ver el rostro pegado a la ventana, profirió un inarticulado grito de terror.

– ¡Mike, soy Sam Kovac!

Fallon se incorporó con dificultad mientras tosía toda la flema acumulada la noche anterior.

– ¿Qué coño haces? -gritó-. ¿Te has vuelto loco o qué?

Kovac se rodeó el rostro con las manos para ver mejor.

– Tienes que dejarme entrar, Mike. Tenemos que hablar.

Su aliento empañó el vidrio, de modo que enjugó la humedad con la manga del abrigo.

Fallon frunció el ceño y agitó una mano.

– Déjame en paz. No necesito que me lo cuentes tú.

– ¿Que te cuente qué?

– Lo de anoche. Bastante espantoso es lo que hice como para que encima vengas a restregármelo en las narices.

Mike ofrecía un aspecto patético ahí sentado en la cama en ropa interior, como una especie de enorme huevo indigente con aquel torso poderoso y las piernas escuálidas, la barba incipiente y los ojos inyectados en sangre. Se pasó la mano por el cabello ralo y cortado al cepillo y se tocó las magulladuras con una mueca de dolor.

– Déjame entrar, ¿quieres? -insistió Kovac-. Es importante.

Fallon lo miró con ojos entornados. Nadie detestaba las sorpresas tanto como los policías. Por fin levantó una mano con ademán de derrota.

– Hay una llave debajo del felpudo en la puerta trasera.


– Una llave debajo del felpudo -refunfuñó Kovac mientras la dejaba sobre el mostrador de la cocina y lanzaba a Mike una mirada significativa-. Joder, Mike, antes eras policía. Deberías saber que eso no se hace.

Fallon hizo caso omiso de él. La cocina olía a grasa de beicon y cebolla frita. Las cortinas estaban tiesas por la suciedad y el tiempo, los mostradores repletos de tazas, vasos, platos y paquetes de cereales, así como un frasco gigante de antiácido rodeado de frasquitos de medicamentos como renacuajos alrededor de la rana. En todas las alacenas bajas faltaban las puertas, dejando al descubierto cajas de puré de patatas instantáneo, latas de verduras y una caja entera de sopas Campbell's.

Fallon no se había molestado en ponerse pantalones. Se paseaba por la pequeña cocina en su silla, las velludas piernas atrofiadas echadas a un lado para que no estorbaran. Pescó un frasco de analgésicos de la farmacia instalada sobre el mostrador y se sirvió un vaso de agua de la puerta del frigorífico.

– ¿Qué es tan importante? -gruñó, si bien Kovac advirtió que tenía los hombros tensos, como si se hubiera preparado para algún golpe-. Tengo una resaca de mil pares de cojones.

– Mike -empezó Kovac tras esperar a que Fallon se volviera hacia él-. Andy ha muerto -soltó después de respirar hondo-. Lo siento.

A lo bruto. La gente siempre creía que era necesario dar las malas noticias con mucho preámbulo, pero no era cierto, ya que eso solo conseguía que el destinatario tuviera ocasión de dejarse vencer por el pánico mientras exploraba las numerosas posibilidades de tragedia existentes. Kovac había aprendido largo tiempo atrás que lo mejor era decirlo sin más y acabar de una vez.

Fallon desvió la mirada, moviendo la mandíbula, pero sin articular sonido alguno.

– Todavía no sabemos qué ha sucedido.

– ¿Cómo que no sabéis qué ha sucedido? -espetó de repente el anciano-. ¿Le han disparado? ¿Apuñalado? ¿Ha sufrido un accidente de coche?

Hablaba enfurecido, pues la furia le resultaba más cómoda que el pesar. Tenía el rostro y el cuello enrojecidos.

– Eres detective, ¿no? ¿Alguien ha muerto y tú no sabes cómo? Joder.

Kovac no se inmutó.

– Puede que fuera un accidente o que se suicidara, Mike. Lo encontramos ahorcado. Preferiría no haber tenido que contártelo, pero en fin… Lo siento mucho.

Lo siento. Como Andy. Aún veía las palabras escritas sobre el reflejo de Andy Fallon. Desnudo. Hinchado. Descompuesto. Lo siento no significaba gran cosa en tales circunstancias.

Mike pareció desinflarse. Las lágrimas inundaron sus pequeños ojos enrojecidos y rodaron por sus mejillas como cuentas de vidrio.

– Dios mío. -Era una súplica, no un juramento-. Dios mío.

Se llevó una mano temblorosa a la boca. Era del tamaño aproximado de un jamón, pero ofrecía un aspecto frágil, de piel quebradiza y moteada. Un gemido de dolor insondable brotó de su alma.

Kovac apartó la mirada, deseoso de proporcionar al anciano al menos esa pizca de intimidad. Era lo peor de ser el mensajero, que uno se convertía en un intruso en aquellos primeros instantes de pesar agudo, momentos que nadie debería presenciar.

Eso y el hecho de saber que también se convertiría en un intruso con sus preguntas.

De pronto, Fallon dio la vuelta a la silla y salió de la cocina. Kovac lo dejó marchar; las preguntas podían esperar. Andy ya había muerto, probablemente por su propia mano, ya hubiera sido adrede o no. ¿Qué importaban diez minutos más?

Se apoyó contra el mostrador y contó los frascos de pastillas. Siente frascos de vidrio marrón para el tratamiento de toda clase de dolencias, desde indigestión y arritmia hasta insomnio y dolor. Prisolec, Darvocet, Ambien… Al menos contaba con medicamentos para ayudarle a pasar el mal trago.

– ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!

Los gritos fueron seguidos de un gran estruendo de vidrios rotos. Kovac salió corriendo de la cocina y cruzó a grandes zancadas el breve pasillo.

– ¡Maldito seas! -repitió el anciano, agitando los brazos y el marco destrozado de forma que los añicos volaron por toda la habitación-. ¡Maldito seas!

Kovac pensó que tal vez el insulto iba dirigido a él cuando asió la muñeca de Mike Fallon. El marco de fotos salió despedido como un frisbee, chocó contra la pared y se estrelló contra el suelo de parqué. Fallon siguió forcejeando con una fuerza impresionante para un hombre de su edad. Con el brazo libre barrió más fotos del tocador, que también cayeron al suelo Kovac se situó detrás de la silla, inclinado en un ángulo incómodo para intentar inmovilizar al hombre. Con una suerte de aullido, Fallon echó la cabeza hacia atrás y lo golpeó con gran fuerza en el puente de la nariz. Al instante, la sangre empezó a manar a borbotones.

– ¡Maldita sea, Mike, para ya!

La sangre le resbalaba por el mentón sobre el hombro, la oreja y el cabello de Fallon.

Sollozante, el anciano se arrojó sobre el tocador y de nuevo hacia atrás, repitiendo el movimiento varias veces. Las fuerzas lo fueron abandonando, hasta que por fin apoyó el rostro entre fragmentos de vidrio y se limitó a mover las manos en ademanes espasmódicos.

Kovac retrocedió un paso y se enjugó la nariz sangrante con la manga del abrigo mientras buscaba un pañuelo. Se dirigió al lugar donde había aterrizado la primera de las fotografías e intentó darle la vuelta con el pie. Tenía los zapatos y el dobladillo del pantalón empapados de caminar por la nieve, pero hasta ese momento no había percibido el frío Apenas si sentía los dedos de los pies.

Con el pañuelo oprimido contra las fosas nasales para contener la hemorragia, se puso en cuclillas y cogió la fotografía con la mano libre. Era la de la graduación de Andy Fallon. Andy sonreía radiante con Mike sentado junto a él en la silla de ruedas. Entre ambos se abría ahora una grieta en el vidrio, como si un rayo hubiera caído entre ellos.

Sacudió los últimos añicos e intentó enderezar el marco.

– Mike -musitó-. Anoche dijiste que Andy había muerto para ti. ¿A qué te referías?

Fallon mantuvo la cabeza apoyada sobre el tocador con la mirada vacua. No contestó, y Kovac tuvo que observarlo con fijeza unos instantes para convencerse de que el anciano no había muerto. Eso habría sido la culminación de un día maravilloso… y eso que todavía no eran ni las dos.

– ¿Teníais problemas? -insistió.

– Adoraba a ese chico -farfulló Fallon con voz débil y aún inmóvil-. Lo adoraba. Él era mis piernas, mi corazón. Era todo lo que yo no podía ser. Pero…

La palabra pendía entre ellos, y Kovac tenía la impresión de saber a qué conduciría. Echó un vistazo a las fotografías de Andy Fallon desparramadas por el suelo. Apuesto y deportista. Y homosexual.

Un tipo duro de la vieja escuela como Mike sin duda no se lo habría tomado bien. Kovac ni siquiera sabía si él mismo se lo habría tomado bien de hallarse en la misma situación.

– Lo quería -murmuró Mike-, pero él lo estropeó todo. Lo ha estropeado todo.

Su rostro se contrajo mientras examinaba lo más hondo de su ser y veía el dolor a la más cruel de las luces. Se ruborizó intensamente en un intento de contener las lágrimas… o tal vez de derramarlas. Costaba determinar qué habría resultado más difícil a un hombre como Iron Mike

Kovac se limpió una vez más la nariz con gesto ausente y guardó el pañuelo. En silencio, recogió todas las fotografías y las amontonó sobre el tocador para que Mike las tuviera a mano cuando la rabia remitiera y surgiera la necesidad de atesorar recuerdos.

Las preguntas seguían flotando en el aire, alineadas en primera fila de su cerebro de forma automática, ordenada, rutinaria. «¿Cuándo hablaste con Andy por última vez? ¿Te habló del caso en el que estaba trabajando? ¿Cuál era su estado de ánimo la última vez que lo viste? ¿Te habló alguna vez de suicidio? ¿Estaba deprimido? ¿Conocías a sus amigos, a sus amantes?»

Pero ninguna de esas preguntas logró abrirse camino hasta sus labios. Más tarde.

– ¿Quieres que llame a alguien, Mike?

Fallon no respondió. El dolor lo envolvía como un campo magnético, y no oía nada aparte de la voz del remordimiento que retumbaba en su cabeza. No sentía dolor alguno, aparte del que le atenazaba el confín más recóndito del alma. Era ajeno a todo lo externo, incluyendo los fragmentos de vidrio que tenía clavados en la mejilla.

Kovac lanzó un largo suspiro y en aquel instante se fijó en una fotografía que aún yacía en el suelo, casi oculta bajo el tocador. La recogió y contempló un pasado que parecía tan lejano como Marte. Todos los Fallon juntos antes de que la cadena de tragedias los separara. Mike, su esposa y sus dos hijos.

– Si quieres puedo llamar a tu otro hijo -se ofreció.

– No tengo otro hijo -replicó Mike Fallon-. Uno me repudió hace años, y al otro lo repudié yo. Genial, ¿eh, Kojak?

Kovac miró la foto unos instantes más antes de dejarla sobre las demás. La confesión de Fallon lo había dejado vacío por dentro, como si fuera un eco de las emociones del anciano. O tal vez las emociones eran suyas. A fin de cuentas, no estaba menos solo que Mike Fallon.

– Sí, Mike, genial.


Liska estaba de pie en el pasillo, delante de la puerta de la sala 126, Asuntos Internos. Aquel nombre conjuraba imágenes de salas de interrogatorios con bombillas desnudas y oficiales de las SS con ojos entornados y porras de goma.

El Escuadrón de las Ratas. Liska no tenía razón para asociarlo con su propia carrera, pues nunca la habían investigado. Sabía que la misión de Asuntos Internos consistía en apartar del cuerpo a los policías malos, no en perseguir a los buenos, pero el miedo y la hostilidad eran instintos propios de casi todos los policías. Los polis se apoyaban unos a otros, se protegían, mientras que los agentes de Asuntos Internos se volvían contra los suyos, como caníbales.

En el caso de Liska, la aversión era más profunda.

En el departamento de policía de Minneapolis, la sección de Asuntos Internos era para trepas lameculos que querían ascender con rapidez, personas destinadas a lo más alto, nacidas para ser blanco del odio de sus compañeros. Era la clase de personas a las que de pequeños siempre empujaban en el patio y que cada vez se chivaban al profesor, el tipo de personas que no despertaban ni admiración ni lealtad.

Liska pensó en Andy Fallon ahorcado en su dormitorio y se preguntó quién se habría vuelto contra él.

Entró en la oficina de Asuntos Internos antes de perder el valor. No vio por ninguna parte cabezas ensartadas en postes ni esposas fijas a la pared, al menos en la recepción.

– Liska, Homicidios -anunció, mostrando la placa a la recepcionista-. Vengo a ver a la teniente Savard.

La recepcionista aparentaba unos cincuenta y pocos años, era rolliza, no sonreía y no le formuló pregunta alguna, lo que probablemente era requisito imprescindible para ocupar aquel puesto. De inmediato llamó a la teniente.

Había tres despachos más allá de la recepción. Uno de ellos aparecía cerrado y a oscuras, otro cerrado e iluminado, y el tercero abierto e iluminado. En este último vio a un hombre delgado y trajeado de pie ante la mesa, con el ceño fruncido mientras conversaba muy concentrado con un tipo bajo de cabello corto y teñido de platino que llevaba una parka verde fosforescente.

– … no me hace ninguna gracia que me toreen -se quejaba Fosforito con voz tan estridente que resultaba molesta-. Esto ha sido una pesadilla desde el principio, y ahora me dice que ha asignado el caso a otro.

– De hecho, el caso está cerrado. Yo seré su contacto si necesita uno, por cortesía del departamento. Me temo que no puedo hacer nada respecto a la reubicación de personal -explicó el hombre trajeado-. Las circunstancias escapan a nuestro control; el sargento Fallon ya no está entre nosotros.

En aquel momento, el hombre del traje vio a Liska, frunció el ceño un poco más, rodeó la mesa y cerró la puerta.

– La teniente Savard la espera -dijo la recepcionista en el tono apagado de un director de funeraria.

El despacho de Savard ofrecía un aspecto inmaculado, sin ningún indicio del desorden típico de los policías. Todo en su lugar y un lugar para cada cosa. Otro tanto podía decirse de la teniente, de pie tras su impoluto escritorio en su perfecto traje chaqueta negro. Tenía unos cuarenta años, facciones absolutamente simétricas y tez de porcelana. Llevaba el cabello rubio ceniza peinado en ondas que le llegaban a la barbilla en un estilo que pretendía ser descuidado, pero que sin duda requería el título de estilista para prepararse cada mañana.

Liska resistió el impulso de deslizarse la mano por su propio cabello corto.

– Liska, Homicidios -dijo a modo de presentación sin alargar la mano-. Vengo por el asunto de Andy Fallon.

– Claro -murmuró Savard, casi como si hablara sola-. Por supuesto.

Parecía demasiado femenina para la reputación que la precedía, se dijo Liska. Amanda Savard tenía fama de ser una mujer dura e impasible, astuta y gélida como una hoja de tungsteno.

Liska tomó asiento con actitud tranquila y confiada, al menos en apariencia, y sacó cuaderno y bolígrafo.

– Es una tragedia -prosiguió Savard mientras se sentaba con cuidado, como si tuviera problemas de espalda pero no quisiera mostrarlo; la mano le temblaba ligeramente cuando cogió la taza de café-. Andy me caía bien. Era un buen chico.

– ¿Qué clase de policía era?

– Muy consagrado a su trabajo y concienzudo.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– El domingo por la noche. Quedamos para hablar de algunos detalles relativos al caso en el que estaba trabajando. No estaba satisfecho con el resultado.

– ¿Y dónde se vieron?

– En su casa.

– ¿No le parece un entorno demasiado… íntimo?

– Andy era homosexual -replicó Savard sin inmutarse-, y yo estaba en la zona haciendo compras navideñas, de modo que lo llamé y le pregunté si podía pasar por su casa.

– ¿Qué hora era?

– Hacia las ocho. Me marché de su casa a las nueve y media.

– ¿Comentó si esperaba a alguien más?

– No.

– ¿Y cuál era su estado de ánimo cuando usted se marchó?

– Parecía estar bien. Habíamos hablado de todo lo que le preocupaba acerca del caso.

– Pero ayer no vino a trabajar.

– No. Había solicitado tomarse el lunes libre para hacer compras de Navidad, según dijo. Si hubiera sabido…

Desvió la mirada y se tomó unos segundos para recobrar la compostura.

– ¿Había dado señales últimamente de tener algún problema emocional?

Savard lanzó un suspiro, en apariencia absorta en la impresionante belleza de una fotografía en blanco y negro colgada de la pared, en la que se veía un hermoso paisaje invernal.

– A decir verdad, estaba muy callado, como bajo de moral, y había adelgazado un tanto. Sabía que tenía problemas con uno de sus casos y que tampoco le iba demasiado bien en su vida personal, pero no me parecía que pudiera resultar un peligro para sí mismo. A Andy se le daba bien interiorizar los problemas.

– ¿Iba al psicólogo?

– Que yo sepa no. Ojalá hubiera insistido más para que fuera.

– Entonces, ¿se lo sugirió en algún momento?

– Siempre dejo claro a mi gente que el psicólogo del departamento está ahí por algo. Asuntos Internos puede ser un hueso duro de roer; es un trabajo que implica bastante tensión.

– Claro, imagino que destruir a otros policías puede tener sus inconvenientes -masculló Liska mientras tomaba notas.

– Los policías se destruyen a sí mismos, sargento -puntualizó Savard en tono gélido-. Nosotros nos limitamos a impedir que destruyan a otras personas. El servicio que prestamos es muy necesario.

– No pretendía insinuar lo contrario.

– Por supuesta que lo pretendía.

Liska se removió en la silla sin lograr sostener la penetrante mirada de los ojos verdes de Savard.

– He perdido a un buen investigador y a un joven al que apreciaba mucho -prosiguió Savard-. ¿Cree usted que no me afecta? ¿Acaso cree que por las venas de las ratas de Asuntos Internos corre agua helada?

Liska clavó la mirada en su regazo.

– No, señora. Lo siento.

– Ya. Está ahí sentada preguntándose si me quejaré a su teniente.

Liska guardó silencio porque Savard tenía toda la razón. Le preocupaba más cómo aquella cagada podía afectar a su carrera que si sus palabras habían ofendido a Savard a nivel personal. Triste pero cierto. Anteponía su carrera a todo cuando no estaba demasiado ocupada metiendo la pata. La fuerza de la costumbre, en ambos casos. La ambición profesional era una parte de la mentalidad de superviviente que la había mantenido a flote durante toda su vida. La otra era una tendencia desafortunada que había frenado su ascenso en más de una ocasión.

– No se preocupe, sargento -la tranquilizó Savard en tono cansino-. Estoy demasiado curtida.

– ¿Cree que Andy Fallon se suicidó? -preguntó Liska tras un silencio incómodo.

La frente de Savard se arrugó delicadamente.

– ¿Acaso cree usted algo distinto? Tengo entendido que Andy se ahorcó.

– Lo encontramos ahorcado, sí.

– Dios mío, no creerá que fue…

La teniente se interrumpió antes de pronunciar la palabra «asesinado», consciente de que ante ella se sentaba una detective de Homicidios.

– Puede que fuera un accidente -explicó Liska-. No podemos descartar la asfixia autoerótica… A decir verdad, en estos momentos no sabemos qué ocurrió.

– Un accidente -repitió Savard, bajando la mirada-. Eso también sería terrible, pero sin duda menos que cualquiera de las alternativas. Sea como fuere, el ahorcamiento no es un modo fácil de morir.

Se llevó la mano al cuello un instante, pero la apartó enseguida.

– No creo que exista un modo fácil de morir -opinó Liska-. Al menos, el ahorcamiento es rápido; no se tarda mucho en perder el conocimiento, un par de minutos a lo sumo.

Pero de repente se les ocurrió a ambas cómo podía llegar a ser ese par de minutos. Liska tragó saliva.

– ¿En qué estaba trabajando? ¿En ese caso sobre el que hablaron el domingo por la noche? ¿De qué se trataba?

– No puedo decírselo.

– Estoy investigando una muerte, teniente. ¿Y si Andy Fallon no se suicidó? ¿Y si ha muerto a causa de uno de sus casos?

Esperó unos instantes a ver si Savard se desmoronaba, pero comprendió que eso no sucedería en los próximos diez años.

– Sargento Liska, Andy estaba deprimido -señaló Savard con calma-. Lo encontraron ahorcado. Imagino que en la casa no faltaba nada, ¿verdad? Nadie habla de «presunto suicidio» cuando la puerta está forzada y el equipo de música ha desaparecido. No veo el crimen por ninguna parte, sargento -prosiguió-. Tan solo veo una tragedia.

– Es una tragedia en cualquier caso -puntualizó Liska-, pero a mí me corresponde dilucidar los detalles. Solo intento hacer mi trabajo, teniente. Querría ver los expedientes y las notas de los casos de Andy.

– Imposible. Esperaremos los resultados de la autopsia

– Es Navidad -le recordó Liska-, y los suicidios se amontonan. Podrían pasar varios días antes de que le tocara el turno a Fallon.

Savard no pestañeó siquiera.

– Una investigación de Asuntos Internos es un asunto muy serio, sargento. No quiero que los detalles salgan a la luz a menos que sea absolutamente necesario. Podría resultar perjudicada la carrera de algún policía.

– Creía que ese era su objetivo -espetó Liska al tiempo que se levantaba.

Cerró el cuaderno, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta e hizo una mueca.

– Vaya, otra vez ese tono. Lo siento mucho -se disculpó sin remordimiento alguno-. En fin, cuando le cuente a mi teniente lo impertinente que soy, no olvide mencionar que se niega a cooperar en la investigación de una muerte, teniente Savard. Puede que él tenga más suerte y logre convencerla.

Le dedicó un saludo burlón y salió del despacho.

La recepcionista ni siquiera levantó la mirada. La puerta del tipo trajeado seguía cerrada. Liska oyó dos voces que discutían, pero no alcanzó a discernir el contenido de la conversación. En cualquier caso, Fosforito había acudido por algo relacionado con Andy Fallon, y el caso había sido asignado a otro.

Salió al pasillo y miró a su alrededor. Estaba desierto, al menos de momento. Con frecuencia, el edificio producía esa impresión pese a que estaba abarrotado de policías, delincuentes, funcionarios y ciudadanos. Liska se dirigió a la fuente situada frente a la sala 126 y esperó.

Al cabo de unos tres minutos, la puerta se abrió y por ella salió Fosforito con el rostro de un matiz colorado que no casaba en absoluto con el tono de su parka. Se acercó a la fuente, se mojó las manos y se las pasó delicadamente por las mejillas. Respiraba hondo por entre los labios fruncidos en un esfuerzo visible por recobrar la calma.

– Un lugar exasperante, ¿eh? -comentó Liska.

Fosforito giró sobre sus talones. Tenía los ojos de color verde muy claro, casi traslúcido, y en ellos se pintaba una expresión suspicaz.

– Yo tampoco he conseguido lo que quería -confió Liska mientras se acercaba a él-. No tenga reparo en odiarlos. Todo el mundo odia a Asuntos Internos. Yo los odio, y eso que trabajo aquí.

– Razón de más, ¿no? -repuso Fosforito-. Desde luego, a juzgar por lo que he visto, parece un lugar odioso.

– ¿Es usted policía? -preguntó Liska con los ojos entornados-. ¿De Narcóticos? Porque si fuera de otro departamento lo conocería.

Si ese tipo era policía ella era Beethoven, pero la pregunta le hizo ganar varios puntos. Al verlo de cerca le sorprendió comprobar que apenas era tan alto como ella, y varios centímetros de su estatura se debían a las suelas de los estrafalarios zapatos que llevaba. Era menudo, sin lugar a dudas. Llevaba rímel y brillo de labios, así como cinco pendientes en una oreja.

– Solo un ciudadano preocupado -repuso por fin, mirando a ambos lados del pasillo.

– ¿Y qué es lo que le preocupa?

– La injusticia.

– Pues en teoría, ha venido al lugar adecuado.

Liska sacó una tarjeta del bolsillo y se la alargó.

– Pero tal vez haya hablado con las personas equivocadas.

– Tal vez.

Dicho aquello, Fosforito se guardó la tarjeta en el bolsillo de la parka y se alejó.

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