Capítulo 7

La casa de Liska, pequeña y anodina, se encontraba junto a media docena de casas iguales en una calle de un barrio de St. Paul que carecía de nombre. La gente de la zona decía que vivía «cerca de Grand Avenue», porque Grand Avenue era, tal como indicaba su nombre, grandiosa, una avenida flanqueada de hermosas mansiones restauradas propiedad de antiguos magnates de la madera. La mansión del gobernador también se hallaba en Grand Avenue, y ni siquiera el hecho de que el gobernador fuera un antiguo luchador profesional desmerecía la calidad del barrio. El corazón de la zona de Grand Avenue, el equivalente de St. Paul de la «zona alta» de Minneapolis, era una secuencia de tiendas y restaurantes de moda.

El barrio de Liska se parecía mucho al de Andy Fallon, pues estaba lo bastante lejos del radio elegante para que una divorciada pudiera permitirse tener una vivienda en él. En teoría, el ex de Liska pagaba la manutención de los niños para así aligerar la carga económica que significaba ser una madre sola. Pero cualquier parecido entre la suma que el tribunal había impuesto a Speed Hatcher y la realidad era pura coincidencia.

Le estaba bien empleado por casarse con un poli de Narcóticos. Los polis de Narcóticos vivían casi siempre al filo del abismo. La línea de lo que eran en el trabajo y lo que eran en su vida privada se difuminaba con demasiada frecuencia. En el caso de Speed, esa frontera ya no existía, pues el filo le gustaba en exceso.

En retrospectiva, Liska sabía que había vislumbrado atisbos de su personalidad salvaje desde el principio, cuando ambos eran aún agentes uniformados, y reconocía que ello formaba parte de la atracción que la había acercado a él. Eso, la sonrisa deslumbrante y un culo de primera. Pero si bien el salvajismo podía ser una cualidad deseable en un amante, no lo era en un padre. La sonrisa le había valido un número limitado de reconciliaciones, y el culo resultó ser un problema grave, porque demasiadas mujeres lo querían para sí.

Echó un vistazo a las instantáneas de Andy Fallon y se preguntó si sus amantes habrían sentido lo mismo. Fallon había estado buenísimo antes de que el rigor mortis hiciera sus estragos. Tenía la clase de aspecto que impulsaba a las mujeres a detestar la homosexualidad.

Desparramó las fotos sobre la mesilla baja, junto con un ejemplar del St. Paul Pioneer Press para cubrirlas por si uno de los chicos entraba de improviso en el salón, si bien era tarde y tanto Kyle como R. J. llevaban ya una hora acostados. No obstante, no sería la primera vez que uno de ellos aparecía en pijama y con ojos soñolientos para acurrucarse junto a ella en el sofá mientras Liska intentaba desconectar con David Letterman o con un libro.

Una parte de ella deseaba que aquello ocurriera para así poder desterrar las fotografías de su mente y convertirse durante un rato en un ser humano normal. Para culminar un día maravilloso, el teniente Leonard la había acorralado mientras esperaba que volviera Kovac, que por cierto no volvió. Por lo visto, Jamal Jackson amenazaba con demandarla por brutalidad policial. El caso carecía de fuerza, pero eso no le impediría contratar a algún abogado cabroncete de la Asociación Americana de Libertades Civiles para hacerle la vida imposible hasta que el tribunal desestimara el caso. El informe acabaría en su expediente se retiraran o no los cargos contra ella, y a continuación tendría a los de Asuntos Internos pisándole los talones mientras ella les pisaba los suyos.

Genial. Si el incidente hubiera ocurrido una semana antes, tal vez habría conocido a Andy Fallon antes de que se convirtiera en un fiambre.

Examinó las fotografías sin la repugnancia de un civil; llevaba mucho tiempo curtida para evitar esa reacción inicial. Las estudió con ojos de policía, en busca de algún indicio útil. De pronto se le ocurrió que, muchos años antes, Andy Fallon había tenido doce, igual que Kyle, su hijo mayor.

Una oleada de temor la sacudió por entero, pillándola con la guardia baja porque estaba agotada. Siempre la preocupaba el hecho de no pasar tiempo suficiente con los chicos. Era una sensación que le roía los flecos de la conciencia. Las vidas de todos ellos parecían avanzar a cámara rápida. Los chicos iban a toda velocidad con la escuela, los boy scouts y el hockey. Ella apenas daba abasto con el trabajo, el intento de llevar la casa, poner comida sobre la mesa, firmar autorizaciones para el colegio, asistir a las reuniones de padres y controlar los centenares de detalles que traía consigo la maternidad. Los tres acababan tan exhaustos que no les quedaba energía para prestarse demasiada atención al final del día. ¿Cómo iba a darse cuenta si uno de ellos se metía en problemas?

Había leído que las tentativas de asfixia autoerótica no eran infrecuentes entre los varones adolescentes. Cada año se producía un número nada desdeñable de muertes accidentales que se tildaban de suicidios pero en realidad eran accidentes autoeróticos. A sus doce años, Kyle seguía mucho más interesado en la Nintendo que en las chicas, pero la pubertad acechaba a la vuelta de la esquina. Liska tenía ganas de asomarse a esa esquina y darle a la puñetera pubertad una paliza de mil pares de narices.

Intentó no pensar en el tema y concentrarse en Andy Fallon. Si su muerte había sido un accidente, ¿por qué entonces la nota del espejo? Si esa clase de práctica sexual era habitual en él, ¿habría estado al corriente Steve Pierce? Probablemente no, si tan solo eran amigos. Pero si Pierce era más que un amigo… Si Pierce mentía, ¿mentía para proteger la memoria de Fallon o para protegerse a sí mismo?

Sobre la mesa tenía el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, cuarta edición, abierto por la página 529, «Masoquismo sexual». Era increíble las cosas que la gente aprendía a hacer para excitarse. Las fantasías iban de la violación al sadomasoquismo, pasando por los azotes, las lluvias doradas y los pañales. A media página encontró lo que buscaba:

Una forma particularmente peligrosa del masoquismo sexual, llamada «hipoxifilia», consiste en la excitación sexual mediante la privación de oxígeno… Las actividades de privación de oxígeno pueden realizarse a solas o con un compañero. A causa del mal funcionamiento del equipo, errores de colocación del nudo o de las ataduras, o bien otras equivocaciones, en ocasiones se producen muertes accidentales… El masoquismo sexual suele ser crónico, y la persona tiende a repetir el mismo acto masoquista.

A solas o con un compañero. La reacción inicial de Pierce a la pregunta sobre los hábitos sexuales de Fallon había sido de indignación, pero la indignación podía encubrir toda una serie de emociones, tales como la vergüenza, el temor o la culpa. Steve Pierce aseguraba ser heterosexual. Tal vez intentaba ocultar el hecho de que en realidad no lo era o bien había probado un poco de lo otro. O quizá decía la verdad y Andy Fallon había tenido otros amantes. Pero ¿quiénes?

Tenían que averiguar más cosas acerca de la vida privada de Andy Fallon. Si había sido afortunado, habría bastante que descubrir. En el caso de Liska, cualquiera que indagara en su vida privada echaría un brevísimo vistazo a nada. No recordaba la última vez que había tenido una cita decente.

Nunca se había relacionado con nadie aparte de policías, y los policías solían ser novios espantosos. Por otro lado, los hombres de profesiones normales se sentían intimidados por ella. La idea de tener una novia capaz de manejar una porra y una pistola de nueve milímetros era un poco demasiado para el hombre medio. Así pues, ¿qué alternativas tenía? Y más aún siendo madre de dos criaturas.

Percibió la presencia junto a la puerta principal una fracción de segundo antes de oír el leve chasquido de la cerradura. La acometió una oleada de adrenalina. Se levantó del sofá de un salto sin apartar la vista de la puerta y alargando la mano hacia el teléfono inalámbrico. Habría preferido que fuera su arma, pero siempre la guardaba bajo llave cuando estaba en casa, una precaución necesaria para la seguridad de los chicos y sus amigos. En cambio, la porra nunca estaba fuera de su alcance. Asió la empuñadura acolchada con la mano derecha y con un diestro golpe de muñeca extendió la vara de acero.

Se situó en el lado de las bisagras de la puerta cuando esta empezó a abrirse y se dispuso a utilizar la porra.

De repente apareció ante ella un títere de mano; era Cartman, el personaje de South Park, que torcía la voluminosa cabeza para mirarla.

– Vaya, señora, ¿va a dispararme?

El alivio y la furia embargaron a Liska en una explosiva mezcla que le quemó la piel.

– ¡Joder, Speed, la verdad es que debería dispararte! Un día de estos te pegaré un tiro y dejaré que te desangres ahí mismo. Te estaría bien empleado.

– Esas no son maneras de hablar con el padre de tus hijos -se quejó Speed al tiempo que entraba y cerraba la puerta.

No era la primera vez que Liska deseaba no haberle proporcionado una llave de su casa. No le gustaba que campara a sus anchas por su vida y la de los chicos, pero tampoco quería entablar una relación hostil con él; por el bien de Kyle y R. J. Speed era un capullo, pero también era el padre de ambos, y lo necesitaban.

– ¿Están levantados los chicos?

– Son las once y media, Speed; nadie debería estar despierto. Kyle, R. J. y yo vivimos en el mundo real, donde la gente se levanta temprano.

Speed se encogió de hombros e intentó adoptar una actitud inocente que otras mujeres se habrían tragado. Sin embargo, Liska conocía demasiado bien tanto la actitud como la falta de sinceridad que se ocultaba tras ella.

– ¿Qué quieres?

Speed esbozó la sonrisa maliciosa de un pirata de novela rosa. Sin duda estaba trabajando en algún caso, pues pese a que llevaba el cabello rubio muy corto, no se afeitaba desde hacía algunos días, y vestía un abrigo militar viejo y mugriento que le pendía sobre unos vaqueros manchados de pintura y un gastado suéter negro. Pese a todo, estaba de lo más sexy, aunque Liska era inmune a sus encantos desde hacía mucho tiempo.

– Podría decir que te quiero a ti -musitó, acercándose a ella.

– Ya -espetó Liska sin inmutarse-. Y yo podría derribarte de una llave de judo. No tienes más que darme un motivo.

La sonrisa desapareció como por arte de magia.

– ¿No puedo ni siquiera pasar por aquí a dejar un regalo para los chicos? -protestó mientras se quitaba el títere de la mano-. ¿Qué coño te pasa, Nikki? ¿Por qué tienes que ser siempre tan desagradable?

– Te cuelas en mi casa a las once y media de la noche, dándome un susto de muerte, ¿y encima esperas que me alegre de verte? Aquí hay algo que falla.

– No me he colado. Tengo llave.

– Cierto, tienes llave… ¿Tienes también teléfono? Podrías usarlo de vez en cuando en vez de irrumpir aquí como un tornado.

Speed no se molestó en responder, porque nunca contestaba a preguntas que no le gustaban. Dejó el títere sobre la mesita de café y cogió una de las fotografías de Andy Fallon.

– ¿Es esta la clase de fotos que enseñas a mis hijos?

– Tus hijos -masculló Liska al tiempo que le arrebataba la foto-. Como si hubieras hecho algo aparte de suministrar la materia prima… mejor dicho, la mitad de la materia prima. ¿Cómo es que nunca son tus hijos cuando están enfermos, cuando necesitan ropa nueva o cuando tienen problemas?

– ¿Es necesario que me montes una escena? -suspiró Speed con una mueca.

– Eres tú el que ha venido a mi casa, de modo que diré lo que me salga de las narices.

– ¡Papá!

R. J. cruzó el salón como una exhalación. Se abalanzó sobre su padre y le rodeó las piernas con los brazos. Liska se apresuró a dejar la porra y cubrir las fotografías con el periódico, si bien nadie le prestaba la menor atención.

– ¡Hola, R.J.!

Speed sonrió y entrechocó la mano con la de su hijo menor antes de soltarse de su abrazo y ponerse en cuclillas ante él,

– Quiero que me llamen Rocket-puntualizó R. J., restregándose los ojos soñolientos.

El pelo rubio le sobresalía en pequeños mechones sobre la coronilla, y el pijama de los Vikings de Minnesota, heredado de Kyle, le venía grande.

– Quiero tener un mote como tú, papá.

– Rocket… Me gusta-declaró Speed-. Tope guay, colega.

En aquel instante, R. J. descubrió el títere, y ambos se enzarzaron durante cinco minutos en una recreación de South Park. Liska iba perdiendo la paciencia por momentos.

– Es muy tarde, R. J. -advirtió por fin, detestando tener que decirlo y detestando a Speed por convertirla en la mala de la película con su mera presencia.

Entraba y salía de la vida de los chicos como le daba la gana, todo emoción, diversión y aventura. Como madre en posesión de la custodia, Liska tenía la sensación de que ella aportaba demasiado poco de eso y demasiada disciplina y rutina.

– Mañana tienes que ir al cole.

Su hijo la miró con esos ojos azules que eran una réplica exacta de los suyos y en los que en aquel momento se pintaba una expresión de enfado y decepción.

– ¡Pero si papá acaba de llegar!

– Pues enfádate con papá. Es él quien ha decidido que sería una idea genial aparecer en plena noche, cuando la gente normal duerme.

– Tú no estás durmiendo -señaló R. J.

– Tampoco tengo diez años. Cuando tengas treinta y dos podrás quedarte levantado toda la noche y atiborrarte de medicamentos contra la úlcera si quieres. Te espera un futuro maravilloso.

– Trabajaré de incógnito en Narcóticos, como papá.

– Como no te vayas de incógnito a la cama ahora mismo, verás -advirtió su madre.

R. J. y Speed cambiaron una mirada que excluía por completo a Liska. Por fin, Speed se encogió de hombros.

– No puedo hacer nada, Rocket. Será mejor que lo dejemos por hoy.

– ¿Puedo llevarme a Cartman?

– Claro.

Speed alborotó el pelo del pequeño, con la atención ya vuelta hacia su ex.

Liska se inclinó para besar a R. J., pero este se escabulló y desapareció pasillo abajo, hablando con el títere con voz de cómic y emitiendo sonidos de pedo. Liska se volvió hacia Speed y lo fulminó con la mirada.

– Mira que llegas a ser cabrón -espetó, procurando no levantar la voz-. No has venido a ver a R. J…

– Rocket.

– … ni a Kyle, y ahora has puesto a R. J. como una moto. No pegará ojo en toda la noche.

– Lo siento.

– Y una mierda, nunca lo sientes -se quejó ella amargamente-. ¿Qué quieres, Speed? Seguro que no has venido a pagarme el dinero que me debes.

Speed lanzó un profundo suspiro.

– La semana que viene, te lo prometo -dijo con contrición bien ensayada-. Ahora mismo estoy metido en algo gordo, pero la semana que viene…

– Corta el rollo. Más vale que te largues -lo interrumpió Liska mientras apartaba el periódico de las Polaroid y las apilaba-. He tenido un día muy duro y ahora me gustaría acostarme, si no te importa.

Speed guardó silencio unos instantes y por fin golpeteó la fotografía superior con un dedo.

– ¿Lo conozco? -preguntó en voz baja-. He oído que uno de los vuestros se ha suicidado. ¿Es él?

– Eso parece. Es un tipo de Asuntos Internos; seguro que no lo conocías.

Ambos habían empezado patrullando en St. Paul. Speed se había quedado, pero Liska había cruzado el río a Minneapolis. Su ex conocía a muchos policías de Minneapolis, sobre todo a los de Narcóticos y algunos detectives de Homicidios, pero no tenía motivos para conocer a Andy Fallon. Nadie hacía esfuerzo alguno por conocer a los de Asuntos Internos.

Speed le quitó la fotografía y la examinó con detenimiento.

– Menuda forma de acabar con todo. Supongo que los de Asuntos Internos no saben disparar…

– Quién sabe lo que le pasa a la gente por la cabeza.

Hubo un tiempo en su matrimonio en que habían compartido los detalles de sus casos y se ayudaban a resolver los problemas. Pensó en aquella Época Dorada, ese breve período antes de que la infidelidad y la rivalidad profesional empezaran a desgarrar el tejido de su relación.

– Tal vez no lo decidiera él -prosiguió.

– Cómo sois los detectives de Homicidios -criticó Speed mientras dejaba la foto de nuevo sobre la mesa-. No tiene sentido, Nikki. ¿Por qué atormentarte mirando estas fotos? Ese tipo se suicidó. El ahorcamiento siempre es suicidio o accidente, nunca asesinato. Déjalo correr y sigue adelante con tu vida.

– Cuando el forense lo diga, no antes -insistió Nikki, tanto porque lo creía como para mostrarse obstinada-. Es mi trabajo. Soy así.

– Ya, pero no hace falta que te lleves el trabajo a casa.

– No me acuses de corromper a tus hijos -le advirtió Liska-. Ya has oído a R. J. Quiere trabajar en Narcóticos. No hay demasiadas cosas peores que eso.

– Desde luego que sí; podría hacerse de Asuntos Internos. Mira cómo acaban.

Liska no miró la fotografía que su ex sostenía en alto, pues se la sabía de memoria.

– Vale, ya he tenido suficiente charla agradable por una noche. Ha sido lo de siempre. Ya sabes dónde está la puerta.

Speed permaneció inmóvil y adoptó su expresión de «sí, también puedo comportarme como un adulto». Liska suspiró.

– Mira, he venido a ver cómo estabas -confesó Speed-. Me enteré de que llevabas este caso y pensé que podría ser duro… porque era poli, porque era de Asuntos Internos, por lo de tu viejo y todo eso…

– Mi padre no se suicidó -replicó Liska demasiado deprisa, demasiado a la defensiva, un error que la hizo sentirse muy vulnerable.

– Lo sé, pero todo el tema de Asuntos Internos…

– No tiene nada que ver -lo atajó.

Speed consideró sus opciones. Liska sabía que estaba pensando en el mejor modo de jugar sus cartas, jugar con ella. Por fin extendió las manos como un amigo que se limita a ofrecer una sugerencia.

– En fin, pues déjalo en cuanto el forense dictamine que fue un suicidio, o bien podrías dejarlo ahora mismo. Un caso así no requiere dos detectives. Que se ocupe Kojak.

Craso error Liska se mosqueó ante la insinuación de que no era lo bastante dura para manejar el caso.

– ¿Y a ti qué te importa? Llevo el caso y lo llevaré hasta que se resuelva.

– Vale, pero es que…

Exhaló un largo suspiro doliente y se mesó el cabello.

– Es que todavía me importas. Nikki. Tenemos un pasado en común, y eso significa algo, incluso para un cabrón como yo.

Liska guardó silencio, pues no confiaba en su voz ni en el amasijo de emociones que se acumulaban en su interior. El interés de Speed era inesperado, y Liska no estaba preparada para el modo en que la hizo sentir, tan vulnerable y necesitada. No eran términos que le gustara asociar a sí misma.

Speed metió la mano en el bolsillo del abrigo, sacó un cigarrillo y se lo colocó entre los labios.

– Bueno -murmuró, rozándole la mejilla-. No digas que nunca he intentado hacer nada por ti.

Liska se apartó y desvió la mirada.

– Ya -dijo Speed, dejando caer la mano-. Sé dónde está la puerta. Nos vemos, Nikki.

Ya estaba a punto de salir cuando Nikki reunió valor suficiente para hablar.

– Esto… Speed… Gracias por tu interés, pero estoy bien. Me las arreglaré. Es un caso como cualquier otro.

– Ya, lo que tú digas. Lo habrás dejado en menos que canta un gallo.

Le dirigió una última mirada, y Liska tuvo la sensación de que quería añadir algo más, pero por fin se fue.

Corrió el cerrojo de la puerta y apagó las luces. Recogió las fotografías de Andy Fallon y fue a su dormitorio para guardarlas en el maletín. Luego entró un momento en la habitación de los chicos, que fingían dormir, se cepilló los dientes, se puso una enorme camiseta de la academia del FBI y se acostó para así poder contemplar el techo y ver el pasado girar como un remolino en su memoria.

El baile de padres e hijas en el instituto. Liska tenía trece años y estaba humillada, mortificada. El sentimiento de culpabilidad se apelotonaba en su vientre como una inmensa roca a causa de las demás emociones. Su padre rígido junto a ella, los ojos bajos, tan avergonzado como ella por las miradas de la gente. Era un hombre robusto de penetrantes ojos azules, el lado izquierdo del rostro inerte, como si alguien le hubiera seccionado todos los nervios. La gente los miraba con fijeza, no solo por el rostro de su padre, sino también por los rumores que habían oído. Corrupción en el departamento de policía, policías que robaban dinero procedente de las drogas, una investigación de Asuntos Internos…Todo era mentira, y Nikki lo sabía. Por lo visto, lo creía con más firmeza que él, lo cual la enfurecía. Era inocente, así que, ¿por qué no luchaba con más ahínco para demostrarlo? ¿Por qué no les escupía en la cara? ¿Por qué no negaba, desafiaba, emprendía alguna acción? No, se limitaba a presentarse en público con la cabeza gacha a fin de proteger su vergüenza y la parálisis de Bell inducida por el estrés. Las palabras «débil» y «doblegado» surcaban la mente de su hija como una brisa mugrienta, alimentando su sentimiento de culpabilidad y el resentimiento.

La investigación se había prolongado casi año y medio para al fin quedar en nada. No se habían presentado cargos, y todo el mundo debía olvidar y perdonar. Por entonces, la salud de Thomas Liska ya estaba gravemente deteriorada. Dos años más tarde murió de cáncer de páncreas.

Fue una noche muy larga.

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