Cuando Con llegó a Dunbarton House, descubrió que ya había varios invitados en el salón, a quienes conocía en mayor o menor profundidad. Sin embargo, solo vio realmente a dos, a Elliott y a Vanessa, los duques de Moreland.
Hannah se acercó a él con la mano derecha extendida. Esbozaba su característica sonrisa arrogante y tenía los párpados entornados.
– Señor Huxtable -lo saludó-, es un detalle que haya venido.
– Duquesa. -Le hizo una reverencia mientras aceptaba su mano, aunque ella se soltó antes de que pudiera llevársela a los labios.
– Supongo que ya conoce a todo el mundo -comentó-. Por favor, sírvase un poco de té y pastas y únase a los demás. -Señaló con gesto vago la mesa, donde una criada estaba sirviendo el té.
Y se alejó para reunirse con Elliott y Vanessa, con quienes se sentó y charló, desentendiéndose del resto de los invitados.
¿Era una actitud deliberada?, se preguntó Constantine.
Por supuesto que lo era.
Elliott, que se había tensado considerablemente al verlo entrar, se sumó con presteza a la conversación. Parecía relajado, interesado y feliz. Desde luego sonreía mucho más de lo acostumbrado. Aunque era inevitable que se encontraran con relativa frecuencia en la misma estancia durante la temporada social y que incluso se vieran obligados de vez en cuando a mantener una charla cordial, Con rara vez miraba a su primo, su antiguo amigo, de un tiempo a esa parte. Pero su impresión era cierta, ya que se había percatado mucho antes, si bien no lo había analizado. Elliott era feliz. Llevaba nueve años casado, tenía tres hijos que iban desde los ocho años hasta unos pocos meses de vida, y estaba contento.
Recordaba una época en la que Elliott consideraba el matrimonio como una tortura a evitar en la medida de lo posible. Hasta que llegara el momento se limitaba a disfrutar de la vida al máximo. Los dos lo habían hecho. Cuanto más peligrosa era una aventura, más les gustaba. La muerte del padre de Elliott lo cambió todo… y también cambió a su primo. Porque de repente se convirtió en vizconde, en el heredero a un ducado… y en el tutor legal de Jonathan, el conde de Merton. Y de un día para otro se transformó en un hombre serio y sin sentido del humor, en un hombre consumido por una devoción absoluta hacia el deber.
Con cogió un plato y una taza de té y se unió al resto de los invitados, como le habían dicho que hiciera. Se le daba bien relacionarse con los demás. Claro que ¿a qué dama o caballero bien educado no se le daba bien? La habilidad para entablar conversaciones banales era un atributo indispensable entre las clases altas.
El problema de las conversaciones banales, sin embargo, era que permitían que la mente divagara y se pusiera a pensar en cualquier cosa que le apeteciera.
Vanessa estaba envejeciendo bien. Ya habría pasado de los treinta. No era tan guapa como sus hermanas, pero siempre había sido cariñosa, vivaracha y simpática, y todas esas cualidades trascendían la belleza física. Le cayó bien desde el principio. Cuando llegó a Warren Hall con Stephen y sus hermanas poco después de la muerte de Jon, él se encontraba consumido por el odio y el resentimiento. Se quedó para recibirlos solo porque Elliott le había ordenado que se fuera. Sin embargo, sentía algo extraño con respecto a la muerte de Jon, y era que su hermano no desapareció cuando enterraron su cuerpo en el cementerio. Se trasladó a una parte de sí mismo que mucho se temía que era su corazón, de modo que le resultaba imposible mirar ciertas cosas o a ciertas personas sin verlas tal como Jon las habría visto.
A Jon le habría encantado descubrir que tenía nuevos primos. Nuevas personas a las que amar. Y a él le resultó muy fácil encariñarse de Vanessa porque era imposible odiarla.
Llevaba años intentando no pensar en ella. Le había hecho daño. Él le presentó con toda deliberación a la antigua amante de Elliott en el teatro poco después de casarse, y luego había acompañado a esa mujer a un baile en casa de Elliott y Vanessa. La alta sociedad en pleno fue testigo del momento. Lo había hecho para avergonzar a su primo, por supuesto. Pero a la postre había humillado a Vanessa y le había provocado un sufrimiento indecible. Después, Elliott le contó barbaridades sobre él, y con la misma resolución y franqueza con la que parecía abordar todos los problemas de la vida, Vanessa lo llevó a un aparte en los jardines de Vauxhall una noche y le soltó sin pelos en la lengua lo que pensaba de él, añadiendo que esperaba no volver a verlo nunca y que no volvería a dirigirle la palabra por voluntad propia en lo que le quedaba de vida. Una promesa que había mantenido.
El recuerdo de aquella conversación seguía remordiéndole la conciencia. Y no podía hacer nada en absoluto para cambiarlo. En su momento se disculpó por haberla expuesto deliberadamente a semejante humillación. Vanessa se negó a perdonarlo. No había nada más que decir al respecto.
¿Por qué había invitado la duquesa a los duques esa tarde si sabía que no se hablaban? ¿A qué estaba jugando? ¿Y durante cuánto tiempo iba a permitir él que siguiera el juego?
No mucho, decidió. Se lo dejaría bien claro más tarde, cuando la acompañara al parque. Aunque allí no podrían mantener una conversación en privado. Así que tendría que buscar la oportunidad de hacerlo.
La duquesa no pasó todo el tiempo con Elliott y Vanessa. Circuló entre el resto de sus invitados y demostró ser una anfitriona amable y acogedora. Con había asistido a algún que otro baile organizado por ella en el pasado, pero nunca había estado en una de sus reuniones más íntimas.
Lord Enderby la invitó con gran deferencia a llevarla a dar un paseo por el parque más tarde.
– Siento muchísimo rechazar su invitación, lord Enderby -rehusó ella-. Ya he aceptado la invitación del señor Huxtable.
Con se percató de que todas las miradas se clavaban en él. En el caso de que alguien hubiera descartado por imposible el rumor que debía de llevar circulando desde hacía una semana, seguramente ya no tendría dudas al respecto. Porque no la había invitado durante ese té, y todos se habían dado cuenta. De modo que quedó claro que lo habían acordado de antemano.
– Tal vez en otra ocasión -le dijo ella a Enderby.
Sus palabras actuaron a modo de señal para que los invitados se marcharan. Con se quedó junto a una de las ventanas, con la vista clavada en el exterior y las manos entrelazadas a la espalda mientras la duquesa despedía a sus invitados.
– Voy a por mí bonete y nos vemos en la acera -le dijo ella cuando se quedaron a solas.
Y se marchó antes de que él pudiera darse media vuelta.
¿Eran imaginaciones suyas o había un deje gélido en su voz?
¿Qué sentido tenía semejante actitud?
Sin embargo, lo supo de repente. O estuvo casi seguro de saberlo. Qué tonto había sido al no darse cuenta antes, de hecho… Esa misma mañana, en cuanto recibió su parca nota. O la noche anterior, en cuanto desapareció sin dirigirle la palabra.
Le había hecho unas preguntas indiscretas a su amiga durante el baile y ella lo había descubierto de alguna manera.
Además, ¿dónde estaba la señorita Leavensworth esa tarde?
Bajó las escaleras. Se percató de que su tílburi ya estaba delante de la puerta.
– ¿Dónde está la señorita Leavensworth esta tarde? -preguntó Constantine mientras la ayudaba a subir al alto asiento de su tílburi, tras lo cual rodeó el carruaje para sentarse junto a ella y hacerse cargo de las riendas.
A Hannah le encantaba pasear en tílburi. Pero el paseo de esa tarde no era por diversión. Estaba de mal humor. Abrió la sombrilla y se cubrió con ella.
– Esta mañana recibió una carta de unos parientes del reverendo Newcombe, su prometido -contestó-. Van a pasar unos días en la ciudad y la han invitado a visitar los jardines de Kew con ellos y con sus hijos.
– Será una excursión agradable -replicó él-. Y el tiempo no podía ser más propicio. No hace mucho calor ni mucho viento.
– Supongo que podríamos hablar del tiempo hasta que lleguemos al parque, señor Huxtable -dijo Hannah en cuanto Constantine salió de la plaza-. Yo, en cambio, prefiero dejar constancia de lo molesta que me siento con usted.
– Sí -replicó él, que volvió la cabeza para mirarla-. Ya me había dado cuenta.
– Anoche, en mitad de la fiesta, encontré a Barbara al borde del llanto en el tocador de señoras.
– Vaya -dijo él antes de clavar la vista al frente.
– Creía haber traicionado mi confianza -explicó-. Temía que diera por terminada nuestra amistad. Pero, como es una dama de moral inquebrantable y rígida, se sentía en la obligación de confesarme lo que había hecho en vez de ocultármelo.
Constantine no le preguntó a qué se refería. Se limitó a guiar con habilidad los caballos para adelantar a una carreta que circulaba más despacio que ellos.
– Crecí en el pueblo de Markle, en Lincolnshire -siguió-. Era la hija del señor Joseph Delmont, un caballero de escasa importancia social o fortuna. Tenía una hermana, Dawn. Ahora es lady Young, la esposa de sir Colin Young, un baronet. Fue en la boda de un primo suyo, ahora fallecido, donde conocí al duque de Dunbarton, con quien me casé cinco días después. No he vuelto a Markle ni he mantenido contacto alguno con ningún miembro de mi familia desde entonces. ¿Quiere saber algo más, señor Huxtable?
Constantine seguía con la mirada fija al frente. Un enorme y antiguo carruaje avanzaba hacia ellos por el centro de la calzada pese a los improperios que le proferían los transeúntes al distraído cochero. De modo que se vio obligado a apartarse para evitar una colisión. Tenía los labios apretados.
– ¿Sobre el motivo por el que nunca he vuelto a casa, por ejemplo? -sugirió. Sentía los fuertes latidos del corazón en el pecho. Le estaban atronando los oídos.
En ese momento Hannah se percató de que el carruaje pertenecía a la condesa viuda de Blackwell y de que la dama en cuestión la saludaba con un regio gesto de la cabeza desde una de las ventanillas. Le devolvió el saludo con una sonrisa y un gesto de la mano.
– Pues te diré por qué -dijo, tuteándolo de nuevo y dispuesta a responder la pregunta aunque él no la hiciera-. Durante dicha boda, descubrí que Colin Young, mi prometido, se encontraba detrás del cenador con mi hermana, en una situación que solo podría calificarse de «comprometida» si no se quiere herir la sensibilidad del interlocutor con un lenguaje más descriptivo. Y después de que se… separasen y se arreglasen, ambos se mostraron desafiantes y a la defensiva en vez de avergonzados y contritos, u horrorizados, porque los hubiera descubierto. Dawn me dijo que se había cansado de estar siempre a mi sombra, de que nunca se fijaran en ella porque todo el mundo quería mirarme a mí. Que estaba harta de sentirse fea. Quería a Colin y Colin la quería a ella, y me aseguró que yo no podía hacer nada para cambiar ese hecho. Colin me dijo que mi hermana tenía razón. Había llegado hacía relativamente poco al vecindario y mi belleza lo cegó al principio, antes de conocer a Dawn y de darse cuenta de que la personalidad era muchísimo más importante que cualquier otra cosa. Y que el amor también lo era. Añadió que lo sentía muchísimo, pero que había decidido que quería a una mujer de verdad en vez de a una simple beldad. Su intención no era la de ofenderme, claro. Porque realmente yo era guapa. Colin esperaba que comprendiera su situación y que lo liberara de una obligación que se había convertido en una carga para él.
»Como si yo no fuera real. Como si yo fuera incapaz de sentir amor o compañerismo. Como si fuera incapaz de sentirme dolida porque era guapa.
»Y, después, cuando arrastré a mi padre a la biblioteca y me arrojé a sus abrazos en busca de consuelo y apoyo, me dijo con un suspiro que mi belleza llevaba toda la vida siendo una pesada carga para él… al menos desde que mi madre murió cuando yo tenía trece años. Me dijo que siempre fui la preferida de mi madre, pero que él era muy consciente de que tenía dos hijas. Que todas las muchachas me admiraban y querían ser mis amigas, de modo que prácticamente obviaban a Dawn; y que todos los jóvenes me rondaban y se peleaban para llamar mi atención, sin reparar siquiera en mi hermana. Me preguntó que por qué debía envidiar su felicidad cuando había acabado encontrando el amor después de todo. Me aseguró que si me preocupara mínimamente por mi hermana, me habría percatado de la situación semanas atrás. Me preguntó si iba a ser egoísta, como siempre, y me iba a negar a liberar a Colin Young de una promesa que había hecho sin pensar y de la que se había arrepentido casi de inmediato; si no era capaz de pensar en otra persona que no fuera yo misma al menos una vez en la vida. Porque según él, yo encontraría otro hombre cuando quisiera.
»Sin embargo, yo llevaba toda la vida intentando parecerme a las demás. Quería a mi hermana e intentaba que los demás la quisieran también. Nunca entendí por qué la gente no la apreciaba. Además, yo no la obligaba a estar a mi sombra. De verdad que no. De vez en cuando se las apañaba para quitarme amigos y admiradores, y se regodeaba después. No siempre nos llevábamos bien. Tuvimos unas cuantas peleas memorables, y estoy segura de que fui tan hiriente como ella. Pero era mi hermana. ¡La quería! Jamás pensé que pudiera arrebatarme a mi prometido. Existía un compromiso. Los juegos se habían acabado.
»Tal vez ellos tenían razón. Tal vez todo fuera culpa mía. Tal vez…
Hannah se detuvo para tomar aire. De hecho, estaba jadeando. La puerta de entrada al parque se encontraba muy cerca.
– Duquesa -dijo Constantine.
Sin embargo, alzó una mano para silenciarlo. Todavía no había terminado.
– Le quería -afirmó-. No pensé que tuviera que proteger mi corazón. Solo tenía ojos para él. Sabía que mi belleza podía ser una desventaja en ocasiones. Sabía que a veces las demás muchachas me envidiaban cuando había jóvenes cerca. Intenté no ser guapa. Lo intenté incluso de niña porque me avergonzaba que mi madre alabara mi belleza delante de Dawn y de otras niñas, que me mirase complacida y me atusara los tirabuzones para ponerme más guapa. Cuando fui lo bastante mayor para elegir mi propia ropa, intenté llevar vestidos discretos y peinarme con sencillez. Intenté agachar la cabeza y mantenerme callada cuando estaba con más personas. Intenté demostrar que no era vanidosa. Pero con Colin me creí libre para amar y para ser yo misma por fin.
No tengo palabras para describir cómo me sentí cuando mi padre me dejó sola y me dijo que debía poner buena cara y sonreír… El vacío, la soledad, el pánico… Y en ese momento descubrí que no estábamos solos en la biblioteca. El duque de Dunbarton estuvo presente todo el tiempo. Se había retirado a la biblioteca aburrido por la celebración y estaba sentado en un sillón orejero que había acercado a una ventana, colocándolo de espaldas a la estancia. No me percaté de su presencia hasta que estuve llorando con tanta fuerza que creí que iba a morirme. Pero a morirme de verdad.
Constantine hizo pasar el tílburi por la puerta del parque, pero había aminorado la marcha.
– Siempre recordaré las primeras palabras que me dirigió -continuó ella, cerrando los ojos-. «Mi querida señorita Delmont», me dijo con esa voz hastiada y algo ronca tan suya, «ninguna mujer puede ser demasiado guapa. Veo que voy a tener que casarme con usted y repetirle esa lección hasta que se la crea a pies juntillas. Será usted mi último proyecto en la vida». Y por extraño que parezca, por increíble que suene, me puse a reír y a llorar al mismo tiempo. La presencia del duque en la boda nos tenía a todos aterrados. Lo habíamos evitado en la medida de lo posible por miedo a que nos matara con una sola mirada si nos atrevíamos a cruzarnos en su camino o a posar los ojos en su ilustre persona. Sin embargo, allí estaba, diciéndome que iba a tener que casarse conmigo, que iba a encargarse de mi educación y que me iba a convertir en el último proyecto de su vida. Y dándome su delicado pañuelo de lino con una expresión bastante triste.
Constantine había aminorado tanto el paso que los caballos casi se habían detenido.
– ¿Ya estás satisfecho? -preguntó.
– Sí -contestó él con un suspiro-. Me has puesto en mi sitio, duquesa. De hecho, no podrías haber encontrado mejor manera de castigarme que responder todas las preguntas que el tacto y la delicadeza no me dejaron hacer anoche. Y has logrado que me pese mucho la impertinencia de las preguntas que sí hice. Te pido disculpas, aunque soy consciente de que las disculpas suelen ser inadecuadas. ¿Estaría pidiéndote perdón si no me hubieran descubierto? No lo sé, aunque ya me arrepentí en su momento, cuando me di cuenta de que la señorita Leavensworth se sentía incómoda con mis preguntas y de que yo no estaba siendo muy caballeroso al hacérselas a ella en vez de a ti.
Hannah supuso que eran unas disculpas bastante decentes.
– Si me lo permites, iré a ver a la señorita Leavensworth mañana y me disculparé con ella en persona -continuó Constantine.
Pese al paso de tortuga que llevaban, pronto se encontrarían inmersos en medio de la multitud que se congregaba por la tarde en el parque.
– ¿Y ahora qué? -Quiso saber Constantine-. ¿Quieres que te lleve de vuelta a casa? ¿Prefieres que no sigamos con nuestra relación?
Esa última pregunta la sobresaltó. ¿Lo prefería? La noche anterior o esa misma mañana habría contestado que sí. Incluso a primera hora de esa tarde. Pero a fin de cuentas, lo único que había hecho Constantine era formular unas cuantas preguntas sobre su vida. ¿Tan distintos eran? Ella también quería saber cosas sobre Constantine. Aunque siempre había pensado sonsacárselas en persona.
– ¡No! -Exclamó con un giro decidido de su sombrilla-. Necesito una aventura. No un matrimonio. Todavía no, al menos, y tal vez nunca lo necesite. No puedo librarme de la convicción de que sigo casada con el duque, aunque lleva muerto más de un año.
– Le querías -afirmó él.
Volvió la cabeza para mirarlo, en busca de un gesto irónico. Sin embargo, no encontró rastro de ironía en su expresión ni tampoco había escuchado un deje extraño en su voz.
– Le quería, sí -confesó-, con todo mi corazón. Fue mi ancla y mi seguridad durante diez años. Él me quería de forma incondicional, con toda el alma. Me adoraba, y yo lo adoraba a él. Nadie lo creerá, por supuesto, pero la verdad es que no me importa. -Se percató con horror de que le temblaba ligeramente la voz.
– Yo te creo -aseguró él en voz baja.
– Gracias -replicó-. Necesito un amante, Constantine. Es demasiado pronto para algo más… amor, matrimonio o lo que sea. Y en cierto sentido, en un sentido muy concreto, los años de mi matrimonio me han dejado famélica. Si te dejo ahora, tendré que empezar desde cero para encontrar otro amante, y eso sería muy tedioso.
– ¿Eso quiere decir que me has perdonado? -quiso saber él-. No volveré a hacer preguntas, duquesa. Puedes conservar los secretos que te queden, si acaso te queda alguno. No intentaré desentrañarlos.
– ¿No quieres conocerme? -Preguntó Hannah-. ¿No quieres averiguar todo lo que se puede saber sobre mí?
– Al igual que tú, duquesa -contestó él-, solo quiero una amante, no una esposa. No volveré a dejarme llevar por la curiosidad.
– Pues yo quiero averiguar todo lo que se puede saber sobre ti -aseguró-. Al fin y al cabo, un amante no es un objeto inanimado. Ni solo un cuerpo, aunque definitivamente sea un cuerpo espléndido y haga el amor de forma más que satisfactoria. -Cuando lo miró, se percató de que Constantine estaba sonriendo, algo que no hacía a menudo. Esa expresión le alteró de forma muy extraña la respiración-. El perdón tiene un precio, Constantine -continuó-. Estás en deuda conmigo. Vas a responder unas cuantas preguntas esta noche después de hacerme el amor.
– Acompáñame a casa ahora. -Volvió la cabeza para mirarla.
– Barbara estará de vuelta para la cena -adujo- y no he aceptado ninguna invitación para esta noche. Vamos a pasar una maravillosa noche en casa, charlando y disfrutando de nuestra mutua compañía. La quiero más que a nadie en el mundo ahora que el duque ha muerto, ¿sabes? Envíame tu carruaje a las once.
– ¿Te desobedece alguien alguna vez, duquesa?
Lo miró con una sonrisa arrogante.
– ¿No quieres verme esta noche? -Preguntó a su vez-. ¿Ni hacerme el amor?
Constantine sonrió de oreja a oreja.
– Enviaré mi carruaje a las once -contestó-. Estarás preparada a la hora en punto. Si no estás en mi casa a las once y cuarto, yo personalmente cerraré con llave.
Soltó una carcajada al escucharlo.
Y se vieron envueltos por la multitud.
De repente, Hannah se sintió increíblemente feliz.
Barbara estaba cansada después de su excursión a los jardines de Kew, aunque había disfrutado muchísimo y se lo describió a Hannah todo, en especial la pagoda, que era una de las estructuras más bonitas que había visto en la vida. Y también se lo había pasado de maravilla con los primos de Simón, a quienes no conocía. La habían tratado como si ya formara parte de la familia, y ella los había hecho reír buscando similitudes entre Simón y ellos. Había jugado al escondite con los niños, aunque ya tenían doce años. Eran gemelos, un niño y una niña.
Estaba ansiosa por escuchar los detalles del té que había celebrado Hannah, una idea organizada a toda prisa poco después del desayuno. Y escuchó con expresión desolada que Constantine se presentaría en casa a la mañana siguiente para disculparse por su comportamiento de la noche anterior.
– Tienes que decirle que está perdonado -dijo Barbara-, porque lo está. Estoy segura de que no tenía malas intenciones, Hannah. Solo quería saber más cosas sobre ti, y lo admiro por ello, ya que sugiere que te valora como persona. Tal vez esté enamorado de ti. Tal vez…
Sin embargo, Hannah se echó a reír.
– Aunque digas ser una solterona que se ha quedado a punto de vestir santos, a mí no me engañas. Sigues siendo la misma romántica empedernida de siempre. ¿Por qué ibas a esperar si no hasta rondar los treinta para escoger a tu compañero? Los sentimientos de Constantine Huxtable por mí no tienen nada que ver con el romanticismo, te lo aseguro. Y me parece perfecto, que lo sepas, porque los míos hacia él tampoco.
– No dejes que venga a hablar conmigo mañana -suplicó su amiga-. Me moriría de la vergüenza.
– Intentaré convencerlo de que no lo haga -prometió cariñosamente Hannah.
Barbara se acostó poco después de las diez.
El carruaje llegó a las once menos cinco. Hannah, que llevaba preparada desde las diez y media, esperó quince minutos antes de salir de la casa. Cuando el carruaje llegó a la casa de Constantine poco después de las once y cuarto, la puerta estaba cerrada con llave. Intentó abrirla ella misma al darse cuenta de que no se abría como siempre en cuanto llegaba y que la discreta llamada del cochero tampoco recibía respuesta.
– ¡Vaya! -exclamó, dividida entre la risa y la mortificación.
Y, como si acabara de pronunciar la palabra mágica, la puerta se abrió de par en par. Entró en la casa y Constantine cerró la puerta tras ella. Cuando se volvió para mirarlo, lo vio sosteniendo una enorme llave con la punta de un dedo.
– ¡Tirano! -le espetó.
– ¡Bruja!
Los dos se echaron a reír y Hannah se acercó para echarle los brazos al cuello y besarle con pasión. Constantine la abrazó por la cintura con fuerza y le devolvió el beso, con más pasión si cabía.
Sus pies apenas tocaban el suelo cuando terminaron. O cuando terminaron con los preliminares, para ser más exactos.
– Has cometido un error táctico -dijo Hannah-. Si querías dejar firme tu postura, no deberías haber abierto la puerta.
– Y si tú querías dejar firme la tuya -replicó Constantine-, no deberías haber bajado del carruaje ni subir de puntillas los escalones para intentar abrir la puerta.
– No he subido de puntillas -protestó-. Los he subido con elegancia.
– Sea como sea, has demostrado lo desesperada que estabas por llegar hasta mí -repuso él.
– ¿Y exactamente qué hacías detrás de la puerta con la llave en la mano? -preguntó-. ¿Porque no querías que llegara hasta ti? ¿Y por qué has abierto la puerta?
– Me he apiadado de ti -contestó.
– ¡Ja! -Y en ese momento sus pies abandonaron el suelo cuando se volvieron a besar-. Quiero hacerte unas cuantas preguntas -dijo en cuanto pudo-. Pensé en hacer una lista, pero no he encontrado una hoja lo suficientemente grande.
– Mmm -murmuró él mientras la dejaba en el suelo-. Pregunta lo que quieras, duquesa. -Sus ojos oscuros adoptaron una expresión ligeramente suspicaz.
– Todavía no -replicó-. Pueden esperar hasta después.
– ¿Después? -Enarcó las cejas.
– Después de que me hayas hecho el amor -respondió-. Después de que yo te haya hecho el amor. Después de que hayamos hecho el amor.
– ¿¡Tres veces!? ¿Qué aspecto tendré mañana, duquesa? Necesito descansar.
– Estarás mucho más atractivo y guapo sin hacerlo -aseguró Hannah.
Constantine dejó la llave en la consola del vestíbulo y le tendió la mano. Una vez que la aceptó, caminaron cogidos de la mano hacia la escalera.
«¡Por Dios!», exclamó Hannah para sus adentros, seguía sintiéndose feliz. Debería alegrarse por ello. Se había pasado todo el invierno deseando esa aventura primaveral con gran emoción. Y en el plano físico superaba todas sus expectativas con creces.
Entonces, ¿por qué no se alegraba? ¿Por las pullas, las bromas y las risas que compartían? ¿Porque tenía la extraña sensación de que ese día habían traspasado la barrera que separaba a los simples amantes de las personas inmersas en una especie de relación?
¿Porque se sentía feliz?
¿Acaso no podía ser feliz y alegrarse por ello a un tiempo? Ya lo pensaría después, decidió al entrar en el dormitorio en penumbra, mientras Constantine cerraba la puerta tras ellos. En ocasiones había cosas mejores que hacer que pensar.