CAPÍTULO 17

A la mañana siguiente todos los invitados parecían muy emocionados por la fiesta infantil que se celebraría por la tarde, incluso los que no tenían hijos. Después del desayuno unos cuantos caballeros, liderados por el señor Park, salieron para señalizar un campo de criquet no muy lejos del lago. Julianna Bentley y Marianne Astley se marcharon con Katherine, que no estaba demasiado pálida, para reclamar un lugar en una cuestecilla situada justo al lado del prado donde se celebrarían las carreras. Barbara Leavensworth encabezó un comité creado por ella misma con el fin de planear una caza del tesoro. Lawrence Astley y sir Bradley Bentley se ofrecieron a probar la barca, que fue pintada y reparada el año anterior, pero que en realidad nunca se había usado. Jasper, lord Montford, se llevó a los niños mayores a montar a caballo con la intención de quitarlos un poco de en medio. Unas cuantas madres, acompañadas por Stephen y por el señor Finch, se quedaron en la habitación infantil para entretener a los más pequeños.

Un total de veintidós niños de varias edades procedentes de los alrededores llegarían poco después del almuerzo. Sus padres también estaban invitados a tomar el té al aire libre, junto al lago.

Hannah estaba en la cocina consultando con la cocinera, algo innecesario en opinión de Con. Ella era la más emocionada de todos. Durante el desayuno estaba resplandeciente. Tenía las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes.

Iba de camino a comprobar la barca con Bentley y Astley, pero tuvo que demorarse por la llegada de una carta remitida por Harvey Wexford. El matasellos era de Londres. Podría haber pospuesto la lectura, pero dado que acababa de recibir un informe de Ainsley Park unos días antes, no esperaba recibir otra tan pronto. La curiosidad ganó la partida, así que se detuvo en la terraza para leerla.

Hannah lo encontró allí mismo cuando salió del salón por las puertas francesas. Su intención era ir al lago para ver cómo iban los preparativos.

Con la miró con una sonrisa y dobló la carta.

– ¿Tu cocinera lo tiene todo bajo control? -preguntó.

– Por supuesto. Me ha ofrecido un cálido recibimiento y me ha invitado a quedarme siempre y cuando no me internara demasiado en sus dominios ni estorbara. -Soltó una carcajada y lo miró. Después miró al ajetreado grupo que se encontraba un poco alejado de la casa. Y luego clavó la vista en la carta-. ¿Ha pasado algo?

– No, nada. -Volvió a sonreír. Hannah se sentó en el banco, a su lado.

– Constantine -dijo-, ¿qué ha pasado? Insisto en que me lo cuentes.

– ¿Ah, sí, duquesa? -replicó, mirándola con los ojos entrecerrados.

Ella se limitó a mirarlo en silencio.

– Así es imposible mantener una relación -dijo a la postre.

– ¿Lo nuestro es una relación? -respondió él-. Nos acostamos y nos satisfacemos el uno al otro. No creo que eso pueda catalogarse como una «relación».

Hannah lo miró con expresión inescrutable durante un buen rato.

– Nos acostábamos -puntualizó ella-. Nos satisfacíamos el uno al otro. En pasado. -Se puso en pie y echó a andar en dirección al lago sin pronunciar otra palabra más y sin mirar atrás.

Lo llevaba grabado en la médula de los huesos, ¿verdad?, se preguntó. Llevaba grabada la profunda necesidad de protegerse de cualquier daño recurriendo a la introversión. Desde su más tierna infancia, según recordaba, había sido consciente de que no cumplía las expectativas, de que no era adecuado. Había abandonado el vientre de su madre demasiado pronto, dos semanas antes de lo esperado, dos días antes de que su padre pudiera comprar una licencia especial y se casara con su madre. Su madre le había reprochado, tal vez con el convencimiento de que era demasiado pequeño como para entenderla, que si hubiera esperado un poco para nacer cuando debía, sus embarazos anuales, sus abortos y sus partos prematuros no habrían sido necesarios. Su padre le había reprochado, cuando era más que evidente que era lo bastante mayor como para entenderlo, que los fracasos de su esposa no serían tan fastidiosos si hubiera esperado unos días más para nacer como hijo legítimo. Hasta su buena salud había resultado un defecto. Porque responsabilizaba a sus padres de sus continuos fracasos para engendrar un heredero sano y legítimo.

Y luego estaba Jon, a quien había odiado porque él habría hecho mejor papel como conde de Merton a la muerte de su padre.

Y el inconmensurable amor que sentía por él. Y la culpa de sentir odio cuando Jon solo quería amor. Cuando él solo daba amor.

Y luego llegó la necesidad de proteger el ambicioso plan de Jon para Ainsley Park, de asegurarse que nada ni nadie lo detenía por el simple motivo de que a los ojos del mundo era un imbécil.

Y la negativa de incluir a Elliott en el secreto porque su primo, sorprendido por la precipitación con la que había heredado el título de su padre y sus responsabilidades, seguramente habría elegido proteger a Jon de él.

Y luego se produjo la terrible traición de Elliott, sus acusaciones en vez de sus preguntas.

Claro que, ¿habría respondido dichas preguntas con sinceridad si se las hubiera formulado? Tal vez no. Probablemente no. De todas formas, Elliott habría sentido la necesidad de ponerle fin al plan de Jon. Habría considerado oportuno proteger la propiedad, mantenerla intacta. En eso consistía la labor de los tutores legales. El problema no era que Elliott careciera de corazón, sino que después de la repentina muerte de su padre, había sometido dicho corazón al deber. Al menos en aquella época. Porque desde que se casó con Vanessa parecía haberlo redescubierto. Claro que el daño ya estaba hecho. Jon estaba muerto, y una amistad de toda la vida había acabado destrozada.

De modo que el secretismo y la introversión se convirtieron en parte de su naturaleza. Y en ese momento acababa de ser cruel con alguien que no se merecía su crueldad.

¡Dios santo, la amaba!

Menuda forma de demostrárselo. ¿Formarían también parte de su naturaleza la crueldad y el desapego? ¿Tanto se parecía a su padre?

Se puso en pie para seguirla. Sin embargo, no se había percatado de que Hannah había dado media vuelta y estaba casi delante de él.

– Lo siento -se disculpó.

– No solo nos acostamos, Constantine -lo corrigió ella-. No solo nos satisfacemos el uno al otro. Hay mucho más, lo quieras admitir o no. No voy a ponerle un nombre. No estoy segura de poder hacerlo. Pero hay más, y no soporto que me mantengas a ciegas cuando se trata del dolor más arraigado en tu corazón. Tú conoces el mío. Pero en caso de que no haya sido demasiado explícita al respecto, te lo aclaro ahora. Crecí odiando mi belleza porque me distanciaba de la gente a la que solo quería amar. Mi hermana me envidiaba, aunque me pasé la vida intentando no darle motivos y al final me hizo un daño terrible, tal vez porque yo se lo había hecho antes a ella. Tal vez siempre quiso a Colin. O tal vez le quería solo porque yo lo amaba y lo conseguí. Mi padre se encontraba entre las dos y no supo qué hacer después de que mi madre muriera, así que acabó defraudándome de una forma espantosa al ponerse de parte de Dawn cuando debería haberle resultado obvio que era ella la que se había comportado mal, que acababa de destrozarme el corazón. ¡Sí, lo reconozco, a lo mejor no son villanos de libro, ni siquiera Colin! A lo mejor todos creían estar haciendo y diciendo lo correcto. ¿Quién sabe? Pero deberían haber tenido en cuenta mis sentimientos, deberían haber considerado que yo era tan frágil como la muchacha más fea del mundo, porque la belleza no es un repelente contra el dolor y el sufrimiento. Le estoy agradecida a Dios, y no pronuncio su nombre en vano, por haberme dado a Barbara, que me ha apoyado y querido durante toda mi vida; y por haberme dado al duque, que fue capaz de ver más allá de mi físico y de reconocer a la niña asustada y destrozada que perturbaba la paz que había buscado en aquella biblioteca con sus indignos y escandalosos sollozos.

– Duquesa… -dijo.

– Me enseñó a rescatar, a cuidar y a fortalecer a la persona destrozada que vivía en mi interior para que volviera a ser fuerte -siguió ella-. Me ayudó a volver a valorarme y quererme, sin vanidad, sino aceptando a la persona que existía en realidad detrás de ese físico que siempre había atraído a los demás de una forma tan superficial. Me aseguró que podía volver a amar, y de hecho lo amé, y que podía confiar en el amor, como acabé confiando en el suyo. Aún soy un poco frágil, pero estoy lista para extender otra vez las alas. Ese era mi dolor, Constantine. Sigue siendo mi dolor. Detrás de la invulnerable armadura de la duquesa de Dunbarton, hay una persona que aletea con inseguridad.

Con tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

– El sueño de Jon está a punto de convertirse en una pesadilla -dijo al tiempo que sostenía en alto la carta, que aún tenía en la mano-. Jess Barnes, uno de los trabajadores de Ainsley Park que sufre un retraso mental, dejó abierta una noche la puerta del gallinero con la mala suerte de que entró un zorro y mató diez o doce gallinas. Mi administrador asegura que la reprimenda no fue demasiado dura; Jess se esfuerza todo lo que puede para hacer las cosas bien y es uno de los trabajadores más diligentes de la granja. Pero Wexford le dijo que me llevaría una decepción al enterarme de su descuido. De modo que a la noche siguiente Jess entró en el gallinero de mi vecino más cercano y robó catorce gallinas. Y ahora está consumiéndose en la cárcel, a pesar de que las gallinas se han devuelto sanas y salvas, junto con su valor monetario a modo de compensación, y a pesar de que Jess se ha disculpado entre lágrimas. Ese vecino en particular no nos ha visto nunca con buenos ojos ni a mi proyecto ni a mí. Jamás pierde la oportunidad de quejarse por algo. Y ahora tiene las pruebas que necesita para demostrar que el proyecto supone un gran riesgo y que está condenado al fracaso.

Hannah le quitó la carta y la dejó en la mesa, tras lo cual le cogió las manos. No se había dado cuenta de lo frías que las tenía hasta que notó el calor de las suyas.

– ¿Qué le pasará al pobre muchacho? -preguntó.

– El pobre muchacho tiene cuarenta años más o menos -señaló él-. Wexford lo arreglará. Está claro que Jess no quiso robar, sino que su intención era la de complacerme enmendando el error que había cometido. Además, Kincaid ha sido generosamente recompensado, aunque no lo culpo por enfadarse. El mayor temor de mis vecinos siempre ha sido la inseguridad de tener tan cerca a gente de mala reputación. De todas formas, no soporto pensar que el pobre Jess está en la cárcel, sin saber siquiera muy bien por qué está allí. Será mejor que me vaya a Ainsley Park cuando volvamos a Londres la semana que viene.

– ¿Quieres irte hoy? -sugirió ella.

– Eso suscitaría muchas preguntas -respondió mirándola a los ojos-. Y quiero pasar el resto del día contigo aunque insistas en que nos abstengamos de… satisfacernos el uno al otro.

Le sonrió.

Pero Hannah no le devolvió la sonrisa.

– Gracias, Constantine -dijo en cambio-. Gracias por contármelo.

¡Maldita fuera su estampa! ¡Acababan de llenársele los ojos de lágrimas, por Dios! Alejó las manos de las de Hannah con brusquedad y se volvió para coger la carta de Wexford. Esperaba que ella no se hubiera dado cuenta. Eso era lo que pasaba cuando uno se abría un poco y se desahogaba con alguien.

No debería haberla agobiado con sus problemas. Mucho menos cuando estaba preparando una fiesta.

– Te quiero -la oyó decir.

Con volvió la cabeza con rapidez, olvidadas repentinamente las lágrimas, y la miró, perplejo.

– Es cierto -susurró Hannah-. No te lo tomes como algo amenazador. El amor no impone cadenas al ser amado. Está ahí sin más. -Y con esas palabras se dio media vuelta y atravesó el prado de nuevo. En esa ocasión no volvió. ¡Maldita fuera su estampa!

Hasta qué punto no sería idiota que estaba asustado y todo. ¿No sería fascinante para la alta sociedad la noticia de que al mismísimo demonio le daba miedo el amor? Aunque tal vez tuviera cierto sentido, desde el punto de vista teológico, reflexionó con sarcasmo.

«Te quiero, Con. Te quiero más que a nadie en el mundo. Te quiero mucho, mucho, muchísimo. Amén.»

Esas habían sido las palabras de Jon la noche de su decimosexto cumpleaños.

A la mañana siguiente lo encontró muerto.

«Te quiero», acababa de decirle Hannah.

Cerró los ojos. Y le suplicó a Dios que Wexford hubiera logrado sacar a Jess de la cárcel a esas alturas. Y fue una oración de verdad. La primera que rezaba en mucho, muchísimo tiempo.


La fiesta infantil fue larga, caótica y espantosamente ruidosa. Los niños se divirtieron de lo lindo, salvo quizá el bebé de Cassandra y otro más que aún no sabía andar. Ambos se pasaron la mayor parte del tiempo durmiendo como si lo que estaba sucediendo no tuviera nada de especial.

Los adultos parecían un poquitín cansados cuando los vecinos por fin se llevaron a sus hijos a casa, y después de recoger todos los juguetes y los trastos para volver a la casa con sus propios hijos.

– Si después de una fiesta infantil -dijo la señora Finch- se acaba tan cansado que es imposible poner un pie delante de otro sin hacer un gran esfuerzo, es que la fiesta ha sido un gran éxito. Su fiesta ha sido magnífica, excelencia.

Todos rieron, exhaustos, para darle la razón.

Hannah estaba feliz y orgullosa de sí misma mientras se arreglaba para la cena alrededor de una hora más tarde. Se había involucrado en los juegos con los niños durante toda la tarde en vez de mantenerse en un segundo plano, como podría haber hecho si hubiera ejercido el papel de anfitriona elegante. Incluso había participado en una carrera de tres piernas acompañando a una niña de diez años que no había parado de chillar en ningún momento, dejándola un pelín sorda del oído más cercano a ella y un tanto dolorida en más de un sitio por las numerosas caídas que habían sufrido. Estaba feliz.

Le había confesado a Constantine que le quería y no se arrepentía. Le quería y era algo que tenía que decirle. No esperaba nada a cambio, o al menos intentaba convencerse de ello. Porque a lo largo de la vida se dejaban muchas cosas en el tintero que, si se dijeran, podrían suponer un antes y un después.

Le había dicho que le quería.

Apenas se habían hablado durante la tarde. Y no porque quisieran evitarse. Más bien porque habían pasado todo el rato jugando con los niños y hablando con los vecinos, de modo que apenas se habían cruzado.

Claro que Hannah tampoco se había esforzado por cruzarse con él. Se sentía un poco avergonzada, la verdad. Sabía que Constantine no se burlaría de ella por confesar algo así, pero…

¿Y si se reía?, se preguntó.

No pensaba darle más vueltas al asunto. Era la última noche de su fiesta campestre, y aunque seguro que todos estaban cansados, tenía la impresión de que les encantaría pasar una relajante velada en el salón. Estaba deseando relajarse con todos ellos.

Además, tenía la impresión de que contaba con unas amigas que seguirían siéndolo una vez que todos volvieran a Londres. Amigas además de Barbara, claro. Había percibido dicha amistad esa tarde. Con Cassandra y sus dos cuñadas, e incluso con la señora Park y la señora Finch. Tanto lady Montford como la condesa de Sheringford habían encontrado un momento para invitarla a que las tuteara. A partir de entonces serían Katherine y Margaret.

Ojalá en Londres pudiera encontrar el valor para ser quien realmente era, además de mostrarse como la duquesa de Dunbarton.

La vida era complicada. Y emocionante. E incierta. Y… En fin, que merecía la pena vivirla.

– Adele, así está perfecto -dijo al tiempo que volvía la cabeza a un lado y al otro para verse en el espejo. Llevaba el pelo rizado y recogido de forma muy sencilla. Había elegido un vestido de color rosa oscuro. En un principio pensó en descartar las joyas, pero el pronunciado escote del corpiño necesitaba algo para no parecer demasiado desnuda. Se decidió por un sencillo diamante, auténtico en ese caso, que colgaba de una cadena de plata. En la mano izquierda se puso su anillo más preciado, su regalo de boda, junto con su alianza-. Eso es todo, gracias -añadió y siguió mirándose en el espejo después de que su doncella se marchara.

Tal como acostumbraba a hacer de vez en cuando, intentó verse como la veían otros. En Londres, por supuesto, se aseguraba de que los demás la vieran de cierto modo. Pero ¿en Copeland Manor? Había percibido amistad durante los últimos días. Aparte del hecho de ser la anfitriona, se había sentido como si nadie la viera como alguien más especial que el resto de las damas.

¿Sería por la ropa? No se había vestido de blanco ni una sola vez. ¿O tal vez era el pelo? Esa noche llevaba un peinado más sofisticado que en las anteriores veladas, pero no era tan elegante como los que solía llevar en Londres. ¿O se debía más bien a la relativa escasez de joyas? ¿Sería otra cosa? ¿Habrían visto sus invitados a lo largo de esos días lo mismo que ella veía en ese instante? ¿A ella misma?

¿Sería capaz de inspirar amor, o al menos simpatía y respeto, como ella misma?

Al fin y al cabo, no era la única mujer guapa del mundo. Ni siquiera en esos momentos. Cassandra y sus cuñadas eran despampanantes. La señora Finch era bonita. Al igual que Marianne Astley y Julianna Bentley. Barbara era preciosa.

Suspiró y se puso en pie. Se alegraba muchísimo de haber organizado la fiesta campestre. Había disfrutado como no recordaba haber disfrutado con nada en mucho tiempo. Además, todavía quedaba una noche. Al día siguiente volvería a Londres. Constantine y ella podrían pasar la noche juntos. A menos, claro estaba, que él sintiera la necesidad de trasladarse de inmediato a Ainsley Park para comprobar que el asunto de su trabajador se había arreglado.

Esperaba por el bien de ambos, del hombre y de Constantine, que la situación se resolviera pronto.


– Mañana por la noche -dijo Con mientras contemplaba las estrellas, tan numerosas que sería imposible contarlas-. Mi carruaje te esperará a las once en punto. Te espero en mi casa a las once y cuarto. Ni un minuto después. Y te quiero en mi cama a las once y veinte. No precisamente para dormir. Prepárate para una orgía como ninguna otra.

Hannah rió por lo bajo, con la cabeza apoyada en su brazo.

Estaban tendidos a la orilla del lago. Todos estaban agradablemente cansados después de la fiesta infantil y de la merienda al aire libre, así que recibieron con agrado la idea de pasar la velada sentados en el salón, conversando o escuchando a cualquiera que tuviera la pretensión de tocar el piano o de cantar. La duquesa por su parte no había tenido el menor reparo en dejar a sus invitados a su aire cuando Constantine la invitó a dar un paseo. De hecho, sus primos habían intercambiado unas cuantas sonrisillas indulgentes.

Sus primas, para más señas, la llamaban «Hannah» y además la tuteaban, según se había percatado a lo largo del día.

– No pienso protestar en absoluto -replicó ella-. Pero te advierto que después de semejante bravuconada, tendrás que estar a la altura. Exijo que lo estés.

– Me iré a Ainsley Park a la mañana siguiente -le informó-. Debo ir. Posiblemente todo esté solucionado a estas alturas, pero debo ir en persona para calmar los ánimos de Kincaid y de los demás vecinos. Y para agradecerle a Wexford que se haya hecho cargo del asunto en mí nombre. Y para asegurarle a Jess que no me ha decepcionado en absoluto. Tal vez no nos veamos en una semana.

– Será muy aburrido -repuso Hannah-. Pero supongo que sobreviviré. Y supongo que tú también lo harás. Debes ir.

De repente, el final de la temporada social parecía muy próximo. De hecho, si no hubiera sido por su aventura con la duquesa, posiblemente hubiera decidido que no merecía la pena volver a Londres. Sin embargo, de momento era incapaz de plantearse la posibilidad de acabar con la aventura. Porque a lo mejor…

En fin, ya concluiría el pensamiento en otra ocasión, decidió.

Esa mañana le había confesado que le quería. ¿Qué había querido decir exactamente? No era una pregunta que pudiera formular en voz alta, aunque le encantaría conocer la respuesta.

– Entretanto… -dijo mientras apartaba el brazo sobre el que descansaba la cabeza de Hannah. Se incorporó apoyándose en el codo y la miró a los ojos-. No sé, pero creo que falta mucho para que llegue mañana. -Inclinó la cabeza y la besó.

Fue una exploración lánguida, primero con los labios y luego con la lengua, que introdujo en su boca.

– Pues sí -convino ella con un suspiro cuando se apartó de sus labios.

Con le frotó la nariz con la suya.

– Respetaré tus deseos, duquesa -aseguró-, aunque es posible que tus invitados tengan ciertas ideas con respecto a lo que estamos haciendo aquí fuera. Permíteme amarte sin deshonrar tus deseos.

– ¿Cómo? -Hannah levantó una mano y le colocó el índice en el punto donde su nariz se torcía.

– No habrá penetración -contestó-. Te lo prometo.

– Y de esa forma preservaremos la respetabilidad -replicó ella-. Cualquier cosa menos la penetración, y nuestros invitados pensando lo peor. Es la historia de mi vida…

Con se puso de rodillas y se colocó a horcajadas sobre ella. Le bajó el vestido por los hombros, dejando al descubierto sus pechos que procedió a acariciar con delicadeza antes de capturar sus pezones con el índice y el pulgar. Al cabo de un momento se inclinó para llevárselos a la boca, primero uno y luego otro. Volvió a besarla en la boca mientras le hundía las manos en el pelo, le introdujo la lengua para que se la succionara y la incitó a hacer lo mismo.

Hannah le metió las manos bajo la camisa, y las fue bajando hasta dejarlas por debajo de los calzones.

Ella ardía de pasión.

Y él palpitaba de deseo.

Descubrió que no había sido una buena idea después de todo. Además, ¿qué diferencia habría si la penetraba y ambos alcanzaban el clímax? Era lo que ambos deseaban. Llevaban añorándolo demasiados días con sus correspondientes noches.

Se movió para tumbarse a su lado sin apartarse de sus labios, e introdujo una mano por debajo de su falda. Dejó atrás la suavidad de la media de seda, la ardiente piel de la cara interna de sus muslos y llegó…

– No.

Por sorprendente que fuera, esa voz era la suya.

Retiró la mano, le bajó la falda y levantó la cabeza.

– ¡Maldito seas, Constantine! -la escuchó exclamar con gran sorpresa. Y luego añadió-: Pero gracias. -Acto seguido, le echó los brazos al cuello y tiró de él para besarle.

Fue un beso delicado y tierno. Con sentía cómo le latía el corazón en el pecho, percibía el ardor de su pasión, el gran esfuerzo que estaba realizando para mantener el beso dentro de los límites del decoro.

– Gracias -repitió ella al cabo de unos minutos, estrechándolo con fuerza-. Gracias, Constantine. No sé si habría sido capaz de contenerme. Eres tan irresistible… Acerté contigo desde el principio.

¿Quería decir eso que de haber insistido habrían acabado…? Le alegraba no haberlo hecho.

Pero ¡maldita fuera su estampa! Se merecía una medalla de honor o algo parecido.

Seguro que no había ni una sola persona en el salón que no lo imaginara disfrutando de todo lo que había que disfrutar con Hannah.

La duquesa poseía un extraño, aunque entrañablemente maravilloso, sentido del honor.

Regresaron a la casa cogidos del brazo, mientras rememoraba las palabras que ella le había dicho esa mañana. Y que no le había repetido desde entonces. ¿Quizá porque no las había correspondido? ¿Podría corresponderías? ¿Lo haría?

Eran las dos palabras más peligrosas que existían si se unían en la misma frase. Porque eran irrevocables.

Tendría que reflexionar sobre la posibilidad de decírselas.

Tal vez durante la noche siguiente.

O cuando volviera de Ainsley Park.

O nunca.

Una cobardía.

Una muestra de inteligencia.

– Tendré que subir a mi dormitorio antes de regresar al salón, así ordenaré que lleven la bandeja del té -dijo-. Seguro que tengo briznas de hierba desde la cabeza a los pies. Y mi pelo debe de parecerse a un nido. Como si me hubiera dado un buen revolcón.

– Ojalá -replicó él con un sentido suspiro.

Hannah soltó una carcajada.

– Mañana por la noche -dijo-. No olvidaré la orgía prometida.

La acompañó hasta su dormitorio y siguió hasta el suyo a fin de peinarse y de asegurarse que él tampoco parecía recién salido de un pajar.


Hannah se sacudió el vestido, se colocó bien el corpiño, se lavó las manos y se arregló el pelo lo mejor que pudo sin deshacerse antes el recogido. Una vez lista, se miró con ciertas dudas en el espejo de su tocador. ¿Tendría las mejillas tan coloradas como le parecía? ¿Le brillaban demasiado los ojos?

Era horrible, pero desearía que Constantine no se hubiera mantenido fiel a su promesa. De esa forma habría disfrutado del placer sin tener que aceptar su parte de culpa. Incluso podría haberlo regañado después.

Un pensamiento horrible, la verdad. Se alegraba mucho, muchísimo, de que Constantine hubiera mantenido su promesa. ¡Cómo lo amaba!

Cruzó a la carrera el vestidor y estaba a punto de aferrar el picaporte cuando alguien llamó a la puerta y la abrió antes de que ella pudiera hacerlo.

¡Qué hombre más impaciente!

Sonrió antes de reparar en dos detalles. Constantine estaba blanco como la leche. Y desde que la dejó en la puerta de su dormitorio se había cambiado de ropa. Llevaba un gabán largo y botas de montar. En su mano vio un sombrero de copa.

– Duquesa, debo pedirte un favor -dijo al tiempo que entraba en el vestidor y cerraba la puerta tras él-. No he venido en mi carruaje. Vine con Stephen y Cassandra. Debo pedirte prestado un caballo. Jet, si no te importa, para volver a Londres. Desde allí seguiré en mi carruaje.

– ¿A Gloucestershire? -preguntó-. ¿Ya? ¿Ahora?

Por absurdo que pareciera, solo podía pensar en la posibilidad de que Constantine no deseara después de todo la orgía que le había prometido.

– Tenía una carta esperándome en el dormitorio -contestó él-. Van a ahorcarlo.

– ¿Cómo? -replicó, boquiabierta.

– Por robo. Para dar ejemplo a otros posibles ladrones -siguió Constantine-. Tengo que irme.

– ¿Qué vas a hacer?

– Salvarlo. Hacer que cualquiera de los responsables entre en razón. ¡Por el amor de Dios, Hannah! No sé lo que voy a hacer. Tengo que irme. ¿Puedo llevarme a Jet? -Sus ojos parecían muy negros mientras la miraba con desesperación y se pasaba una mano por el pelo.

– Iré contigo -se ofreció ella.

– Ni hablar -rehusó-. ¿Me prestas el caballo?

– El carruaje -lo contradijo antes de abrir la puerta y salir al pasillo, dejándolo atrás-. Voy a dar las órdenes precisas. Vete en mi carruaje directamente a Ainsley Park. Eso te ahorrará al menos medio día de viaje. -Ella misma fue hasta el establo y la cochera, como si su presencia pudiera contribuir a acelerar todo el proceso.

Tanto los caballos como el carruaje tardaron muy poco en estar listos, aunque para ella fue un proceso agónicamente lento, al igual que para Constantine, que no cesaba de pasearse de un lado para otro como un animal enjaulado.

Volvió a cogerlo de las manos cuando vio que el carruaje casi estaba listo, y que el cochero ya se acercaba, ataviado con su librea.

Sin embargo, no se le ocurrió nada que decirle. ¿Qué se decía en esas circunstancias?

¿«Que tengas un buen viaje» o «Espero que llegues a tiempo»? A tiempo ¿de qué?

«Ojalá los convenzas de que no ahorquen a Jess.» «Es improbable que lo consigas.»

Se llevó sus manos a la cara y las dejó sobre sus mejillas. Volvió la cabeza y le besó las palmas, primero una y luego la otra. Sentía un doloroso nudo en la garganta, pero no pensaba llorar.

Lo miró a los ojos. Él la miró con expresión inescrutable. Ni siquiera estaba segura de que la estuviera viendo.

– Te quiero -susurró Hannah.

Eso hizo que Constantine le prestara atención.

– Hannah… -dijo.

Otra vez su nombre. Era casi una declaración de amor, aunque no estuviera pensando en semejantes trivialidades de forma consciente, por supuesto.

Constantine se volvió, subió al carruaje y en cuanto cerró la portezuela el vehículo se puso en marcha y se alejó.

Hannah levantó una mano, pero él no se asomó.


La presencia de Constantine en Ainsley Park no supondría ningún cambio, reflexionaba Hannah con el alma en los pies mientras el carruaje desaparecía a gran velocidad por la recta avenida. Ese pobre hombre moriría ahorcado por haber robado. Y

Constantine jamás se perdonaría por haberlo llevado a vivir a Ainsley Park y después fallar de algún modo a la hora de evitarle cualquier mal. Probablemente jamás se recuperaría de ello aunque, por supuesto, no fuera el responsable.

Tenía que haber un modo de salvar a Jess Barnes. Se había llevado catorce gallinas del gallinero de un vecino, pero las había devuelto y se había disculpado. El administrador de Constantine había pagado el valor de dichas gallinas aun cuando habían sido devueltas. Y por eso un hombre estaba a punto de perder la vida… para dar ejemplo a los demás.

En ocasiones el sistema judicial parecía capaz de las decisiones más disparatadas y aterradoras.

De repente, recordó un antiguo refrán: «Si te van a colgar por robar un cordero, mejor roba una oveja». Al final también ahorcaban a las personas por robar gallinas.

Seguro que había alguien que pudiera ser de ayuda. Alguien con influencia. A pesar de su linaje, Constantine era un plebeyo. Pero seguro que había alguien…

Miró hacia la casa y echó a andar casi a la carrera, alzándose las faldas. Habría llegado antes si la hubiera rodeado y hubiera entrado en el salón por las puertas francesas, pensó mientras subía a toda prisa los escalones del pórtico y atravesaba la puerta principal.

¡Dios santo, debía de ser tardísimo! Todos estarían preguntándose por ella y por la bandeja del té. Todos estaban cansados.

Todos seguían en el salón, comprobó nada más entrar, en cuanto un criado que se había apresurado a cumplir su cometido al verla le abrió la puerta. Todos se volvieron a mirarla con curiosidad. Comprendió demasiado tarde que debía de presentar un aspecto desaliñado y que estaría sonrojada… otra vez. Algunos de los presentes se pusieron en pie. Barbara se acercó corriendo a ella.

– ¿Hannah? -dijo-. ¿Qué ha pasado? Hemos oído un carruaje. -La cogió de las manos.

Hannah le dio un fuerte apretón mientras buscaba al conde de Merton con la mirada.

– Lord Merton -dijo-, me gustaría hablar en privado con usted, si no le importa. Por favor. ¡Por favor, dese prisa!

Por suerte había una silla tras ella, porque se desplomó de repente soltando las manos de Barbara. La asaltó un temblor incontrolable. Le castañeteaban los dientes. Su cabeza era un hervidero de pensamientos. Comprendió, con cierta mortificación, que había perdido la compostura.

En ese momento se percató de que el conde de Merton estaba frente a ella, con una rodilla hincada en el suelo y tomándola de las manos con firmeza.

– Excelencia -lo oyó decir-, dígame qué ha pasado. ¿Se trata de Con? ¿Ha tenido algún accidente?

– Se ha… se-se ha ido -respondió. Cerró los ojos un instante a fin de recuperar un poco de autocontrol-. Siento mucho que no hayan podido tomar el té todavía. Babs, por favor, ¿te importa ordenar que lo traigan? Lord Merton, ¿podemos hablar fuera? -preguntó al tiempo que le daba un apretón en las manos.

Nadie se movió.

– Hannah -dijo Barbara-, dinos qué ha pasado. Todos estamos preocupados. ¿Has discutido con el señor Huxtable? No, debe de ser algo mucho peor.

Las manos del conde seguían siendo cálidas y firmes. Hannah miró esos ojos azules.

– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó él.

El conde no sabía nada. Ninguno de ellos sabía nada. ¡Ay, qué error más tonto el de Constantine por haberlo mantenido todo en secreto durante tantos años!

No le correspondía a ella divulgarlo.

Pero ya no era momento para guardar secretos.

– Se ha ido a Ainsley Park -dijo-, su residencia en Gloucestershire. Y la residencia de un buen número de madres solteras, de personas impedidas, de criminales reformados y de otros muchos rechazados por la sociedad. Uno de los impedidos, creo que debe de sufrir un retraso mental similar al del hermano de Constantine, dejó abierta la puerta del gallinero y cuando descubrió que el zorro había matado a unas cuantas gallinas, intentó remediar la pérdida robando las de un vecino para reemplazarlas y así evitar que Constantine se sintiera decepcionado con él. Después las devolvió con una disculpa, y además el administrador de Ainsley Park indemnizó al dueño con el valor de las mismas, pero de todas formas han sentenciado al pobre Jess a la horca. -Jadeó en busca de aire. No estaba segura de haber respirado en absoluto durante su explicación.

Algunos de los presentes imitaron su gesto. Unas cuantas damas se llevaron las manos a la boca y cerraron los ojos. Hannah no fue consciente de mucho más, sin embargo, porque estaba concentrada en los penetrantes ojos del conde de Merton.

– Así que eso es lo que Constantine ha estado haciendo en Gloucestershire -susurró lady Sheringford.

Hannah se inclinó un poco hacia el conde.

– Se ha llevado mi carruaje -dijo-. Cree que puede salvar al pobre hombre, pero es muy probable que no sea capaz de hacerlo. ¿Me permite usar su carruaje? ¿Me acompañará a Londres?

– Yo mismo iré a Ainsley Park siempre y cuando alguien me diga en qué parte de Gloucestershire se encuentra -contestó el conde-. Haré todo lo que esté en mi mano…

– Había pensado en el duque de Moreland… -lo interrumpió Hannah.

– ¿En Elliott? -La expresión del conde se tornó más intensa.

– ¡Por Dios! -Exclamó ella, aunque más bien pareció un lamento-. Ojalá mi duque siguiera vivo. Salvaría a Jess con una simple mirada en la dirección correcta. Pero está muerto. La palabra del duque de Moreland tendrá mucho peso.

– Elliott y Con han sido enemigos acérrimos desde antes de que los conociera -señaló el conde.

– Porque Constantine vendió las joyas de Merton para financiar el proyecto por orden de su hermano -reveló Hannah-. Todo fue idea de su hermano, aunque él lo apoyaba por completo. Sin embargo, el duque de Moreland lo acusó de robarle a su propio hermano y de ser un depravado que se había aprovechado de muchas mujeres, que en esos momentos eran madres solteras. Constantine no lo contradijo, en parte porque temía que el duque acabara con el sueño de su hermano, pero principalmente por orgullo. El duque lo acusó en vez de preguntarle.

El conde de Merton respiró hondo, retuvo el aire unos instantes y lo soltó lentamente.

– Excelencia, no estoy seguro de que Elliott se muestre dispuesto a ayudar -replicó-. Permítame…

Sin embargo, lady Sheringford se puso en pie y atravesó el salón mientras lo interrumpía.

– Por supuesto que ayudará, Stephen -aseguró con brusquedad-. ¡Por supuesto que lo hará! No se habría pasado tantos años enfadado con él si no le quisiera. Y en caso de que titubee, Nessie lo convencerá de que ayude. A ella será más fácil convencerla. Siempre está dispuesta a creer lo mejor de los demás. Llevo años sospechando que sería capaz de perdonar a Con en un abrir y cerrar de ojos si él le pidiera perdón por lo que sea que le haya hecho.

– Debo irme -dijo Hannah, que se puso en pie y apartó las manos de las del conde-. Tal vez ya sea demasiado tarde. -Se llevó las manos a las mejillas-. ¡Pero tengo invitados en casa!

De repente, el problema se disolvió como por arte de magia. Los invitados se marcharían todos juntos, unos a Londres y otros a Ainsley Park, si seguían el impulso inicial, declaró alguien. Tal vez fuera lord Montford. Sin embargo, supondrían un estorbo. De modo que se quedarían en Copeland Manor y Stephen se marcharía con la duquesa. La condesa de Sheringford afirmó que gracias a su cuidadosa planificación todo iría muy bien en Copeland Manor y que su presencia no sería necesaria hasta que se marcharan, cosa que planeaban hacer al día siguiente por la mañana. Además, añadió que la señorita Leavensworth la había sustituido perfectamente como anfitriona durante el té del día anterior y que volvería a hacerlo durante el desayuno a la mañana siguiente. Según aseguró lady Montford, sería maravilloso que la señorita Leavensworth volviera con ellos a Londres al día siguiente. Una invitación que la señora Newcombe tildó de generosa, aunque ellos mismos habrían estado encantados de llevarse a Barbara, si bien la pobre hubiera viajado la mar de apretujada entre ellos y los gemelos. Barbara añadió que podía marcharse muy tranquila. Y la instó a hacerlo sin pérdida de tiempo.

A la postre resultó que el señor Newcombe conocía el emplazamiento de Ainsley Park. Aunque nunca había estado en la propiedad, apenas distaba treinta kilómetros de su hogar. Incluso había oído hablar muy bien de los aprendices que salían de sus talleres. Lo que ignoraba era que el dueño y el señor Huxtable, con el que había coincidido en la fiesta campestre, fueran la misma persona. De lo contrario, le habría encantado hablar con él largo y tendido sobre el tema.

Cassandra se había marchado del salón a toda prisa. Ella iba a acompañarlos y debía subir para avisar a la niñera de que preparara al bebé para la inminente partida.

– Vamos, Hannah -dijo Barbara, tan serena y eficiente como de costumbre-. Debes cambiarte de ropa y ordenar que te preparen una bolsa de viaje. Yo me encargaré de todo lo demás.

Lord Sheringford había salido para ordenar que prepararan el carruaje de lord Merton.

Una hora más tarde Hannah iba de camino a Londres, sentada enfrente del conde de Merton y de Cassandra. Su Señoría llevaba en brazos al bebé, que estaba dormido. Al parecer, Cassandra lo había amamantado antes de partir.

¿Dónde estaría Constantine en esos momentos? ¿Cuánto camino habría recorrido?

¿Llegaría a tiempo?

¿Influiría en algo que lo hiciera?

¿Iría el duque de Moreland?

¿Llegaría a tiempo?

¿Sería su influencia tan poderosa como para ponerle fin a la locura de ahorcar a un retrasado mental cuyo único delito había sido intentar reparar un error producido por un descuido?

Ojalá su duque estuviera vivo. Porque nadie habría osado llevarle la contraria. Hannah no conocía a nadie que ostentara tanto poder como había ostentado el anciano duque de Dunbarton. Salvo el rey, quizá.

El rey. ¡El rey!

Se dejó caer en el rincón del asiento y cerró los ojos con fuerza. ¿Se atrevería a hacerlo?

¿Se atrevería a hacerlo? Era la duquesa de Dunbarton, ¿no?

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