Hannah creyó ciertos sus temores de que Constantine se quedara en Ainsley Park para evitar enfrentarse al estado de su relación y a las palabras que tan incautamente ella había pronunciado en Copeland Manor. No regresó a Londres el día posterior al regreso del conde de Merton, ni al siguiente.
Sin embargo, según descubrió tres días después, tampoco lo hizo el duque de Moreland. Ambos seguían fuera de la ciudad. Hannah lo supo una tarde durante una visita a Katherine en la que coincidió con la duquesa de Moreland, ya que ambas estaban preocupadas por la posibilidad de que siguiera padeciendo náuseas matutinas.
De modo que cabía la posibilidad de que regresara. El duque desde luego que lo haría.
Mientras tanto, Hannah se enteró casi de inmediato de que se había cansado de su último favorito casi tan rápido como todo el mundo había pronosticado. Según se aseguraba, lo había despachado sin piedad. Tanto era así que él se había marchado al campo para lamerse las heridas. En esos instantes buscaba un nuevo amante, que disfrutaría de su momento de gloria antes de que se deshiciera de él. Todos se preguntaban quién sería. No faltaban los aspirantes ansiosos.
Ese era el rumor que circulaba por los clubes y los salones londinenses. Le habría hecho gracia de no ser por la ansiedad que le provocaba la posibilidad de ser ella la abandonada.
Sin embargo, no podía hacer nada salvo interpretar el papel que se esperaba de ella mientras aguardaba. Porque no pensaba quedarse en casa como una reclusa más tiempo. Una soleada tarde se puso su vestido de muselina blanca más deslumbrante y un bonete a juego, añadió unos enormes diamantes muy ostentosos a sus orejas, a sus dedos enguantados y a una de sus muñecas, se cubrió con la sombrilla de encaje y salió a dar un paseo por Hyde Park a la hora marcada por la alta sociedad.
Barbara y el reverendo Newcombe la acompañaron. Iba a ser su último día en Londres. Al día siguiente regresarían a Markle. Barbara lo haría en carruaje con su doncella, y el reverendo cabalgaría a su lado para guardar las apariencias. Hannah había sugerido que salieran a algún lugar para pasar su última tarde a solas (de hecho, había sugerido Richmond Park), pero habían insistido en acompañarla.
Pronto se vieron rodeados de personas, la mayoría caballeros. Margaret y Katherine paseaban juntas en un cabriolé y se detuvieron para charlar un momento. Katherine, al enterarse de que Barbara se marcharía al día siguiente, insistió en que Hannah fuera a cenar a su casa. Y Margaret la invitó a asistir a la ópera con ellos a la noche siguiente.
– Casi hemos convencido al abuelo de Duncan para que nos acompañe, pero todavía se resiste -dijo-. Hannah, si sabe que formarás parte del grupo, seguro que vendrá.
– Entonces tendrás que decirle que acepto con la condición de que él también vaya -replicó ella-. Dile que si no va, me presentaré en Claverbrook House a la mañana siguiente para exigirle una explicación.
Barbara y el reverendo Newcombe estaban hablando con los Park y con otra pareja.
El cabriolé prosiguió camino y Hannah se vio rodeada por el círculo de sus antiguas amistades, algunas de las cuales también eran posibles pretendientes, y por algún que otro nuevo admirador. Era muy agradable, pensó al cabo de unos minutos, retomar su antigua armadura, interpretar el papel de la duquesa de Dunbarton al tiempo que protegía la frágil persona de Hannah Reid en su capullo como si de una crisálida se tratara.
Y, sin embargo, era un papel que no podía interpretar indefinidamente. No se había dado cuenta de ese hecho hasta ese instante. Era un hecho que ignoraba al comienzo de la temporada social. Interpretar ese papel había sido fácil e incluso entretenido mientras el duque estaba vivo. Había tenido su compañía, su compañerismo y, sí, su amor para regodearse cuando no estaban en público. Pero ¿en ese momento? Lo único que encontraba al llegar a casa era la soledad. Y Babs se marcharía al día siguiente.
¿Tendría suficiente con sus amistades, nuevas y antiguas, en los días y en los meses venideros… en los años venideros?
«¡Ay, Constantine! ¿Dónde estás? ¿Me evitarás cuando vuelvas, si acaso lo haces?»
Se estaba riendo por algo que había dicho lord Moodie y dándole unos golpecitos en el brazo cuando su séquito se abrió para dejar paso a un caballo. De repente, se hizo un extraño silencio.
Era un caballo negro.
El caballo de Constantine.
Hannah alzó la vista y giró la sombrilla con tanta fuerza que provocó una corriente de aire alrededor de su cabeza.
Constantine. Vestido todo de negro salvo por la camisa. Esa cara alargada. Esos ojos oscuros. Sin sonreír. Con aspecto casi siniestro. Casi demoníaco.
Su amado.
¡Por Dios! ¿De dónde habían salido esas palabras tan románticas? ¿De una boda?
– ¿Señor Huxtable? -Enarcó las cejas.
– Duquesa.
Su séquito estaba pendiente de sus palabras como si estuvieran recitando un largo monólogo.
– Veo que por fin se ha dignado a aparecer de nuevo por Londres -repuso ella.
Su séquito soltó un suspiro satisfecho casi palpable por el desdén que acababa de demostrarle al hombre que había regresado después de que ella lo rechazara. Se le había acabado el tiempo, quería decirle ese suspiro casi silencioso. Cuanto antes se alejara, llevándose consigo su corazón roto y cierta dignidad, mejor para todos los involucrados.
Constantine se limitó a extender una mano como respuesta, enfundada en un guante de piel negro. Esos ojos oscuros se clavaron en los suyos con tal intensidad que le fue imposible apartar la mirada.
– Coloca tu pie en mi bota -le dijo.
«¿Cómo?», pensó Hannah.
– ¡Caray! -protestó un caballero sin identificar-. Huxtable, ¿no te das cuenta de que Su Excelencia…?
Hannah no le estaba prestando atención. Se encontraba librando una batalla de voluntades con Constantine. Llevaba un atuendo de lo más incómodo para montar a caballo. Si quería hablar con ella, sería más sencillo e infinitamente más galante por su parte desmontar. Pero Constantine quería ver (y quería que la alta sociedad viera) cómo se ponía en ridículo. Quería darle a la alta sociedad un escándalo del que hablar durante un mes. Quería demostrarle al mundo entero que él era el amo y señor, que solo tenía que chasquear los dedos para que ella se acercara a la carrera.
Volvió a girar la sombrilla y lo miró con sorna.
Se produjo otro suspiro apenas audible en señal de aprobación. Si hubiera mirado a su alrededor, se habría dado cuenta de que su séquito había aumentado en número y de que no solo se componía de caballeros. Ya habían suscitado bastante carnaza como para que la conversación en los salones no decayera durante dos semanas.
Muy despacio y con movimientos sumamente precisos cerró la sombrilla antes de dársela sin mediar palabra a lord Hardingraye, que se encontraba a su lado. Dio dos pasos hacia delante, se recogió el bajo del vestido con una mano, colocó su delicado escarpín blanco en la reluciente bota de montar negra de Constantine y extendió el brazo libre para aferrarse a su mano. Seda blanca contra cuero negro.
En un abrir y cerrar de ojos, sin que tuviera que hacer nada más, se vio sentada de lado delante de Constantine, rodeada por sus fuertes brazos y bien sujeta por delante y por detrás, de modo que aunque fuera de natural temeroso, se habría sentido protegida.
Y ella no era de natural temeroso.
Volvió la cabeza y miró esos ojos tan oscuros, que casi quedaban a la misma altura que los suyos.
Constantine estaba indicando al caballo que se volviera y la multitud se apartó para dejarlo pasar. La multitud también tenía mucho que decir y lo estaba haciendo. Se lo decía a ella o a él, o lo hablaba entre sí. Hannah ni siquiera intentó prestar atención a lo que se decía. No le importaba en absoluto.
Constantine estaba en Londres.
Y había ido para reclamarla. ¿O no?
– Ha sido muy melodramático -dijo.
– Sí, ¿verdad? -replicó él-. Al regresar a la ciudad, cosa que sucedió hace un par de horas, por cierto, me enteré de que era tu pretendiente rechazado y despreciado. Para salvaguardar mi orgullo, tenía que hacer un gesto extravagante.
– Desde luego que ha sido extravagante -convino mientras él dejaba atrás caballos y carruajes en un camino medio atascado.
– ¿Es cierto? -preguntó.
– ¿Que has sido despreciado? -preguntó Hannah a su vez.
– Rechazado.
– Y mi pretendiente -puntualizó-. Me gusta considerarte como mi pretendiente. Acabaré con el vestido destrozado, Constantine. Olerá a caballo lo que le quede de existencia.
Aún no habían dejado atrás la multitud. Seguían estando muy a la vista. Y seguramente serían muy pocos los que estaban pasando por alto la oportunidad de observarlos a placer.
De todas maneras, la besó… en los labios y con la boca abierta. Y no fue un beso breve, casi simbólico. Duró un buen rato, y en las circunstancias en las que se encontraban fue casi una eternidad.
Y dado que de todas formas debía soportarlo, ya que no se encontraba en condiciones físicas de rechazarlo, le devolvió el beso, prolongando el momento un poco más.
– Ya está -dijo él cuando alzó la cabeza, mirándola fijamente a los ojos.
Le fue imposible escapar de esa mirada, que le llegó al alma y la conquistó. Ella lo miró a su vez con la misma expresión.
– Ahora estás totalmente comprometida, duquesa.
– Cierto -admitió con un suspiro-. ¿Y qué piensas hacer al respecto? -Se arrepintió de haberlo preguntado en cuanto las palabras salieron de su boca. Se parecían demasiado a un ultimátum.
– Soy un caballero, duquesa -respondió Constantine-. Voy a casarme contigo.
Su respuesta fue tragar saliva con enorme dificultad, tanto que casi se atragantó. Apartó la mirada y se percató de que habían dejado atrás la multitud y de que en ese momento estaban prácticamente solos en el camino, rodeados de árboles. Intentó colocarse de nuevo la armadura que le había resultado tan cómoda hacía apenas unos minutos.
– ¿En serio? -Preguntó con frialdad-. ¿Y vas a preguntarme mi opinión al respecto o, dado que se puede decir que me has llevado en volandas durante el proceso, has pensado que no hace falta consultármelo?
– Eso esperaba -contestó él-. Supongo que todos los hombres temen el momento de hacer la pregunta en cuestión cuando están inmersos en su propia historia de amor. Pero ya veo que no vas a ponerme las cosas fáciles ni quieres que prescindamos del momento, duquesa. Supongo que tendré que hincar una rodilla en el suelo, cosa que no puedo hacer en este preciso instante. Aunque hemos dejado la multitud atrás, no me cabe la menor duda de que acudirían corriendo desde todos los rincones del parque si desmonto, te ayudo a bajar y luego procedo a hincarme de rodillas aquí mismo. Así que vamos a tener que dejarlo para otra ocasión.
Muy a su pesar, Hannah se echó a reír.
– Pareces muy seguro de tu éxito -replicó.
– No me conoces muy bien -comentó Constantine-. Duquesa, si me conocieras mejor, te darías cuenta de que estoy parloteando sin ton ni son y de que el corazón me late a un ritmo errático. Vamos a cambiar de tema. Jess está libre y se encuentra muy feliz y muy orgulloso, y todo gracias a ti, creo. En circunstancias normales el rey no se habría enterado del apuro en el que estaba.
¿Estaba cambiando de tema? Después de decirle que iba a casarse con ella, ¿se ponía a hablar de Jess Barnes y del rey? En fin…
Echó un vistazo a su alrededor con expresión distante.
– Lo vi por casualidad -aseguró-, y surgió la posibilidad de hablarle del tema. Se echó a llorar. Claro que se habría echado a llorar si le hubiera dicho que se me había roto mi pañuelo de encaje preferido.
Constantine soltó una carcajada.
– Lo viste por casualidad -repitió-. Supongo que mientras paseabas por Bond Street.
– Constantine -dijo al tiempo que cerraba un instante los ojos-, ¿de verdad está a salvo Jess Barnes? ¿Tus vecinos no querrán tomarse la justicia por su mano?
– Va de camino a Rigby Abbey -respondió-. La casa solariega de Elliott. Ha sido ascendido de jornalero a mozo de cuadra. Y es el hombre más feliz y más orgulloso de toda Inglaterra.
– Elliott -susurró-. El duque. ¿Eso quiere decir que te has reconciliado con él?
– Creo que hemos llegado a la mutua conclusión de que los dos nos comportamos como un par de imbéciles de tomo y lomo -contestó-. Y los dos hemos admitido que tal vez debiera suceder así para que el sueño de Jon se cumpliera. Tuvimos que sacrificar nuestra amistad para conseguir tal fin… y volvería a hacerlo de nuevo si fuera necesario. Al igual que Elliott, que intentaría proteger a Jon de sí mismo, y también intentaría proteger la herencia de Stephen de su impulsividad. Pero volvemos a ser amigos. Volvemos a ser primos.
– ¿Y casi hermanos? -quiso saber Hannah.
– Y casi hermanos -respondió-. Sí. Eso también.
Le sonrió y él le devolvió la sonrisa.
Se le derritió el corazón. Constantine abrió la boca para hablar.
Y un trío de jóvenes jinetes que se acercaba a ellos silbó al pasar a su lado y les lanzó comentarios jocosos. Hannah levantó la barbilla y deseó tener su sombrilla con ella para hacerla girar.
Constantine miró con una sonrisa a los caballeros, todos conocidos.
– Será mejor que te lleve a casa, duquesa -dijo-. Tengo que ir a ver a Vanessa y averiguar si está dispuesta a hacer las paces. Elliott quería que me pasara primero por allí, pero dio la casualidad de que escuché los rumores que estaban corriendo y que explicaban mi repentina marcha de Londres en mitad de la temporada social, y me sentí obligado a corregir esa mala impresión, sobre todo después de que tu mayordomo me informara de que estabas dando un paseo por el parque.
– No la hagas esperar más tiempo -dijo Hannah-. En estas dos semanas nos hemos hecho amigas.
Y regresaron a Dunbarton House para el asombro y la delicia de todas las personas con quienes se cruzaron por la calle, de las que recibieron algún que otro comentario. Constantine la dejó delante de la puerta, esperó a que subiera los escalones de entrada, la vio entrar en la casa y se marchó.
¡Sin mediar palabra!
Si hubiera tenido consigo su sombrilla, pensó Hannah mientras subía las escaleras en dirección a su dormitorio, se la habría estampado en la cabeza antes de alejarse de él.
Un hombre no le decía a una mujer que se iba a casar con ella y después no se lo proponía.
No a menos que dicho hombre fuera Constantine Huxtable.
«Supongo que todos los hombres temen el momento de hacer la pregunta en cuestión cuando están inmersos en su propia historia de amor.»
Rememoró las palabras de Constantine y subió corriendo los últimos escalones.
«Su propia historia de amor.»
Y se detuvo de repente. La escena que Constantine había interpretado en el parque debía de ser lo más extravagante y romántico que le había sucedido en la vida. Era imposible que lo hubiera hecho solo para demostrar que la tenía dominada.
La amaba.
Se echó a reír.
Los gestos románticos no habían terminado. A la mañana siguiente, alrededor de una hora después de que Barbara se marchara y cuando Hannah se sentía un poco alicaída, entregaron una solitaria rosa blanca en Dunbarton House. Iba sin tarjeta. Al mismo tiempo llegó un enorme ramo de flores de diversos colores, adornado con lazos amarillos y acompañado por su sombrilla y una florida nota de lord Hardingraye, que podía flirtear desvergonzadamente y sin temor a que lo tomasen en serio, ya que Hannah sabía (detalle del que el caballero estaba al tanto) que en un aspecto esencial compartía los mismos gustos que su duque.
El ramo lo dejó en un florero situado en el centro del salón, para que todas las visitas que recibiera en los días venideros pudieran disfrutarlo. La rosa acabó en su dormitorio, donde solo ella podría disfrutarla.
Una hora más tarde el mayordomo le entregó una nota en su bandeja de plata. Tenía un mensaje muy breve y no iba firmada.
«Te deseo», rezaba.
Tal vez no fuera muy romántica, pero Hannah sonrió cuando la releyó por enésima vez… después de asegurarse de que su autor no la había entregado en persona y estaba esperándola en el vestíbulo.
Reconoció lo que era el comienzo de un juego.
Esa noche cenó con los Montford y disfrutó de su compañía y de su conversación, así como de la del señor y la señora Gooding y la de los condes de Lanting, ya que las damas eran las hermanas de lord Montford.
A la mañana siguiente llegó una docena de rosas blancas a Dunbarton House, una vez más sin tarjeta. Acabaron en su gabinete privado.
Una hora más tarde el mayordomo le llevó una nota en su bandeja.
De nuevo iba sin firmar.
«Estoy enamorado de ti», rezaba en esa ocasión.
Hannah se la llevó a los labios, cerró los ojos y sonrió.
Granuja… menudo granuja estaba hecho. ¿Acaso no pensaba en sus nervios? ¿Por qué no aparecía sin más?
Aunque ya conocía la respuesta. Constantine le había dicho la verdad en Hyde Park: «Duquesa, si me conocieras mejor, te darías cuenta de que estoy parloteando sin ton ni son y de que el corazón me late a un ritmo errático».
El muy tonto estaba nervioso.
Que lo prolongara lo que quisiera, aunque la espera se le estaba haciendo eterna. El nerviosismo le daba un toque muy romántico.
Esa noche asistió a la ópera con los Sheringford y con el marqués de Claverbrook, y se pasó gran parte de la noche con la mano apoyada en el brazo del marqués mientras charlaban. La belleza de la voz de la soprano hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Al marqués, en cambio, se le llenaron los ojos de lágrimas por su belleza, a secas. Su Señoría rió por lo bajo cuando ella soltó una carcajada.
– Pero ¿no por su voz? -preguntó.
– Su voz solo me da dolor de cabeza, Hannah.
Gran parte de los espectadores estaba pendiente de su palco, y Hannah se preguntó de pasada si al día siguiente circularían rumores de que ya le había echado el ojo a otro aristócrata rico y viejo. La idea le hizo gracia.
A la mañana siguiente recibió dos docenas de rosas… rojas. Por supuesto, no había nota. Llegó una hora después.
«TE QUIERO, mi rosa de múltiples pétalos», rezaba.
Sin firma.
Hannah lloró y disfrutó de cada lágrima.
Ese mediodía supuestamente debía asistir al desayuno veneciano que celebraban los Carpenter. En contra de lo que sugería su nombre, ese tipo de acontecimientos no se celebraba por las mañanas. Aunque daba igual. No asistió.
Se puso un vestido que solo había usado en una ocasión hacía tres años. No se lo había vuelto a poner porque hacía que se sintiera como una mujer tan escandalosa como el rojo de la tela con la que estaba confeccionado, y porque era un disfraz demasiado evidente incluso para ella. De todas maneras, le encantaba. Y en esa ocasión el tono iba de perlas con el ramo de rosas. Solo se colocó un diamante que llevaba colgado al cuello, una lágrima que ni se secaría ni perdería su lustre. No llevaba más joyas.
Esperó.
Era imposible mejorar dos docenas de rosas rojas.
No podía decirse nada más en papel. Incluso había escrito las dos primeras palabras de su última nota en mayúsculas. El resto debía decirlo en voz alta, cara a cara.
Si conseguía reunir el valor necesario.
¡Ay, su pobre y amado demonio! Domesticado por el amor. Por supuesto que reuniría el valor. Y sería espléndido… cuando fuera a verla.
De modo que esperó.