Los invitados de Hannah se quedarían durante tres días completos. Había decidido no sobrecargar dichos días de actividades. Al fin y al cabo, todos llegaban desde Londres, donde la temporada social estaba en pleno apogeo y abundaban los entretenimientos. Y tenía la impresión de que todos necesitaban relajarse sin más en el tranquilo entorno rural.
De todas formas, para el primer día había programado algunas actividades. Un paseo matutino hasta el pueblo para los que quisieran ver la iglesia y hacer un poco de ejercicio; una merienda campestre en el lago; y una partida de cartas por la noche para la que había invitado a varios vecinos. Algunos miembros del grupo los entretendrían con una interpretación musical. Tuvieron la suerte de disfrutar de un día cálido y soleado.
Cuando llegó a su fin y los últimos vecinos se marcharon, Hannah pensó que el día al completo había sido un éxito. Sir Bradley Bentley, su amigo y más frecuente acompañante durante su matrimonio (el duque había sido amigo del abuelo del susodicho) se había pasado el día entero coqueteando con Marianne Astley, y Julianna Bentley había pasado gran parte de su tiempo con Lawrence Astley. Tal como ella esperaba. Aunque su intención no era la de ejercer de casamentera, se le había ocurrido invitar a sir Bradley después de que Barbara y ella tomaran un té con el caballero una mañana en Bond Street y él les contara que su hermana había debutado en sociedad el año anterior pero que aún no había encontrado un pretendiente serio. La mejor amiga de la joven era Marianne Astley, cuyo hermano rondaba los veinticinco.
De modo que decidió que su fiesta campestre necesitaba gente joven. Adultos jóvenes, solteros y sin compromiso. E invitó a los cuatro.
El resto del grupo parecía encontrarse muy cómodo entre sí, aunque algunos de los invitados ni siquiera se conocían al llegar. Se trataba de los Park, los Newcombe, el matrimonio Finch, que habían sido vecinos del duque toda la vida al igual que sus respectivos padres antes que ellos, y los jóvenes ya mencionados. Además de Barbara, por supuesto. Y de Constantine, sus primos y sus cónyuges. Y de diez niños y algún que otro bebé.
La tarde del tercer día estaba dedicada a la fiesta infantil, de modo que sería una jornada muy ajetreada. Sin embargo, el segundo día no había nada planeado a fin de que los invitados se entretuvieran como les apeteciera. Durante la mañana Hannah paseó por el jardín, que se extendía por las fachadas oriental y septentrional de la casa, con la señora Finch, con la condesa de Merton y con lady Montford, que estaba blanca como la leche. Alarmada, Hannah le preguntó por su estado de salud, y la dama soltó una carcajada no muy alegre.
– No es para preocuparse, excelencia -contestó-. No es mi estado de salud lo que me hace tener náuseas. Es mi estado en general. Estoy esperando otro bebé.
– ¡Oh! -exclamó Hannah, que de repente sintió una dolorosa punzada de envidia.
– Teníamos la intención de tener otro hijo cuando Hal cumpliera los dos años -explicó lady Montford-. Pero el Señor dispuso otra cosa. Me alegro de que por fin haya cedido.
– Debe de ser de mi edad o más joven -comentó Hannah-. ¿Y se lamenta por haber tenido que esperar tanto para tener su segundo hijo? -De repente, comprendió con mortificación que había hecho la pregunta en voz alta.
La señora Finch estaba inclinada sobre una rosa, la cual sostenía con cuidado entre las manos. Lady Merton y lady Montford se volvieron para mirarla, ambas con idénticas expresiones… ¿compasivas?, se preguntó.
– Tengo treinta años -añadió, sintiéndose todavía más tonta.
– Yo tenía veintiocho cuando me casé con Stephen el año pasado -comentó lady Montford mientras tomaba a Hannah del brazo… un gesto que la sorprendió muchísimo-. También era viuda, excelencia. Y no tenía hijos, solo cuatro bebés muertos que seguía llorando. Siempre los lloraré, pero ahora tengo a Jonathan y esperamos llenar la habitación infantil de niños antes de que llegue a los cuarenta. La esperanza sobrevive incluso a los momentos de mayor desesperación, cuando parecemos estar al borde de perderla para siempre.
La señora Finch se enderezó.
– Yo tenía diecisiete cuando me casé -dijo- y dieciocho cuando tuve a Michael. Thomas llegó dos años después y Valerie dos años después del segundo. Ahora tengo veintisiete. Adoro a mis hijos, y a mi marido, pero a veces me asalta el horrible pensamiento de que perdí mi juventud demasiado pronto. Tal vez no exista un camino fácil para sortear la vida. Cada cual debe enfilar el suyo y sacarle el máximo provecho.
– Sabias palabras -dijo lady Montford al tiempo que le daba a Hannah unas palmaditas en el brazo.
Siguieron paseando, disfrutando de la vista y del olor de las flores, para lo cual emplearon toda una hora aunque el jardín no era demasiado extenso.
Hannah se sentía… ¿cómo se sentía? ¿Bendecida? Había acabado compartiendo su tiempo con un grupo de mujeres que hablaban sobre las alegrías y las penas del matrimonio, de la maternidad y del paso del tiempo. La conversación había sido breve, pero se había sentido incluida. Durante los años que duró su matrimonio había formado parte de la sociedad, siempre rodeada de admiradores, casi siempre del género masculino. Sin embargo, no recordaba ninguna otra ocasión en la que hubiera paseado por un jardín del brazo de otra mujer que no fuera Barbara.
Y dos de esas mujeres habían rechazado su invitación en un primer momento.
– Mmm -murmuró lady Merton después de respirar hondo, justo antes de regresar al interior de la casa-. Esto es perfecto. No me imagino mejor modo de pasar unos cuantos días entre baile y baile.
– ¿Se siente mejor? -preguntó Hannah a lady Montford.
– Sí -contestó la aludida-. Nada más salir pensé que había cometido un error al pasear entre las flores, por su olor. Pero el aire fresco me ha sentado bien. Estaré perfectamente durante el resto del día. Hasta mañana por la mañana. Aunque tantas molestias son por una buena causa. Las náuseas matinales remitirán en breve.
Lady Sheringford estaba bajando las escaleras cuando ellas entraban en el vestíbulo.
– Acabo de acostar a Alex para que duerma una siesta -dijo-. Se ha caído, se ha hecho un arañazo en la rodilla y se ha llevado un buen sofocón. Después de la sana, sana, culito de rana con el beso correspondiente y de secarle las lágrimas a besos se ha quedado frito. Kate, tienes mejor color de cara. ¿Te encuentras mejor?
– Sí -respondió lady Montford-. Su Excelencia nos ha estado enseñando el jardín y me ha sentado de maravilla.
Lady Sheringford miró a Hannah, que en ese momento estaba pensando en lo maravilloso que sería poder besar una rodilla arañada y unas mejillas húmedas por las lágrimas.
– Debería usar colores más a menudo -dijo la recién llegada, dirigiéndose a ella-. No me refiero a que el blanco le siente mal, pero así parece más… Mmm, ¿cómo lo diría?
– ¿Accesible? -Sugirió la señora Finch, tal vez no con mucho tacto-. Llevo pensando lo mismo desde que la vi ayer con ese precioso vestido amarillo, excelencia.
– En fin -terció lady Sheringford-, el caso es que parece algo más. Algo bueno, me refiero. Ese tono de verde en particular le sienta muy bien a su pelo rubio.
– Hemos entrado para tomar un café -comentó Hannah con una sonrisa-. ¿Le apetece unirse a nosotras?
Se percató de que era feliz. Nunca había tenido amigas, salvo Barbara, que siempre estaba lejos. Nunca había pensado que quizá las necesitara o que las deseara siquiera. Ese día podía vivir con la ilusión de que esas mujeres eran sus amigas.
Las nubes aparecieron a última hora de la mañana y el gélido viento que arreció de repente obligó a todo el mundo a entrar en la casa antes de lo esperado. Un prolongado chaparrón los mantuvo en el interior después del almuerzo, aunque nadie parecía especialmente molesto por el contratiempo. Los niños más pequeños acabaron en la habitación infantil para dormir la siesta, mientras que los demás fueron conducidos a la galería para que se entretuvieran con un juego ideado por el señor Newcombe y el conde de Sheringford.
Unos cuantos adultos permanecieron en el salón conversando y otros se trasladaron a la biblioteca para leer o escribir cartas. De algunos no había ni rastro, y Hannah supuso que habían subido a sus habitaciones para descansar. El grupo más numeroso se encontraba en la sala de billar. Allí se dirigió en busca de Constantine.
No estaba jugando. Lo encontró de pie justo al lado de la puerta, con los brazos cruzados por delante del pecho, observando a los demás.
– Es una lástima que solo tenga una mesa de billar -comentó ella.
– No se preocupe por eso, excelencia -la tranquilizó el señor Park-. Soy muchísimo mejor jugador cuando observo a los demás que cuando juego. De hecho, jamás yerro y acabo metiendo todas las bolas.
El comentario suscitó un coro de carcajadas.
– Yo he venido para comprobar con mis propios ojos que las bolas que Jasper me asegure haber metido son ciertas y no un producto de su imaginación -adujo lady Montford.
– ¡Amor mío! -Exclamó el aludido a modo de protesta desde cierta distancia, ya que su esposa no se había molestado en bajar la voz-. ¿Alguna vez exagero? ¿Alguna vez me vanaglorio de algo?
– Kate -terció en ese momento el conde de Merton mientras frotaba con la tiza el extremo de su taco, tras lo cual se inclinó sobre la mesa para concentrarse-, en este tipo de momentos es cuando se aplica el refrán de que en boca cerrada no entran moscas.
– En fin, Stephen, lo tuyo es para no vanagloriarse en la vida -dijo lord Montford un tiempo después cuando vio que el conde erraba el tiro-. Si no soy capaz de superar eso, me merezco cualquier insulto que Kate decida dedicarme.
Hannah rozó levemente el brazo de Constantine.
– ¿Te gustaría dar un paseo a caballo? -le preguntó en voz baja.
– ¿Ahora? ¿No está lloviendo? -Enarcó las cejas al tiempo que miraba hacia la ventana y comprobó que efectivamente no llovía antes de seguirla al pasillo.
– Siempre tengo caballos preparados para montar en el establo -dijo mientras Constantine cerraba la puerta de la sala de billar-. Supongo que debería haber preguntado si a alguien le apetecía acompañarnos, pero todos parecen contentos con lo que están haciendo y me gustaría enseñarte una cosa.
– ¿A mí solo? -preguntó Constantine con una mirada risueña.
– Le diré a Barbara que se encargue de servir el té más tarde -comentó Hannah sin responderle.
– Solo a mí -se respondió a sí mismo y añadió después de inclinar la cabeza hacia ella-: Qué suerte tengo.
– Subiré a cambiarme -dijo ella-. Nos vemos en el establo dentro de un cuarto de hora. -Y se volvió para subir a toda prisa.
Se puso uno de sus trajes de montar más viejos y sencillos; su preferido, de hecho. Su color original era celeste. En ese momento era un azul desvaído. Le dijo a Adele que le recogiera el pelo con un sencillo moño en la nuca de modo que pudiera colocarse bien el sombrero. Después de ponerse los guantes, se miró satisfecha en el espejo del vestidor. No llevaba ni una sola joya.
Esa tarde era importante parecer una persona sencilla, no la duquesa de Dunbarton, ante la cual todo el mundo debía inclinarse y hacer reverencias. Comenzaba a desear volver a ser una persona sencilla, pero con todas las ventajas que le otorgaban la confianza, la disciplina y la autoestima que había aprendido del duque. O, más concretamente, del amor del duque.
Esperaba que Constantine apreciara lo que iba a enseñarle, que no se aburriera ni se sintiera incómodo. Que no lo malinterpretara y la creyera una sentimental o, peor aún, una persona superficial que gustaba de hacer grandes gestos.
Sin embargo, no creía que eso sucediera. Sabía que si acaso alguien podía entenderla era él. Pero estaba terriblemente nerviosa. Un millar de mariposas revoloteaba en su estómago mientras atravesaba la terraza y enfilaba el camino de gravilla que conducía al establo. Deseó no haber comido tanto durante el almuerzo.
Ese era justo el motivo, pensó, por el que había querido que Constantine fuera a su hogar. Ese era el motivo por el que había ideado la fiesta campestre, de modo que el hecho de invitarlo no suscitara habladurías.
Eso era importante para ella. Su reacción era importante para ella.
Cuando llegó al establo, Constantine ya estaba allí, ensillando el caballo que ella solía montar mientras que un mozo de cuadra colocaba su montura de amazona en otro. No obstante, tuvo que admitir que Jet era el único caballo lo bastante grande como para que él lo montara. Constantine se había cambiado y llevaba un pantalón de montar de color beige, una chaqueta negra, unas botas de montar negras y un sombrero de copa.
Tenía el mismo aspecto que el día que lo vio en Hyde Park por primera vez esa primavera. Pero todo era distinto. En ese momento era Constantine. Su amante. Aunque llevaran una semana sin mantener relaciones íntimas. Y seguirían sin mantenerlas hasta regresar a Londres, porque sería una falta de respeto hacia sus invitados retomar su aventura bajo su propio techo. Le parecía una eternidad tener que esperar tanto. No obstante, su menstruación había tenido el detalle de aparecer justo el día que partió de Londres. Faltaba todo un mes para que volviera a repetirse.
– ¿Duquesa? -preguntó él mientras se volvía para observarla de la cabeza a los pies.
Supo que la admiración que leyó en sus ojos y en sus labios fruncidos era genuina. Le resultó raro, sobre todo porque iba muy desaliñada. Imitó su escrutinio, incluyendo el gesto de fruncir los labios, y vio como él sonreía.
– Bruja -dijo.
Al cabo de unos minutos abandonaron a caballo el patio del establo y rodearon la casa para continuar a través del prado en vez de tomar la avenida y el camino, tal como habrían hecho de haber viajado en carruaje. No parecía que fuera a llover… de momento. Las nubes se alejaban y el azul iba ganando terreno en el cielo.
– ¿Adónde vamos? -Preguntó Constantine-. ¿A algún sitio en concreto?
– A El Fin del Mundo -contestó-. Pero no pienses que vamos a cruzar Inglaterra al galope hasta llegar a Devon o a Cornualles, quédate tranquilo. El Fin del Mundo es el nombre que alguien sugirió para una casa en ruinas que compré hace unos años y que convertí en un lugar muy decente, con jardines tan elegantes como para satisfacer a aquellos que gustan de imponer el arte a la naturaleza. La primera sugerencia para el nombre fue El Fin de la Vida, pero nadie secundó la idea, de modo que insistí en que fuesen los primeros inquilinos de la casa los que decidieran su nombre por mayoría. Y cuando uno de ellos propuso El Fin del Mundo y explicó que más allá de la tierra firme se encontraba la paz eterna del fondo marino, todos aceptaron. Por mi parte, confieso que nunca he visto el mar de esa forma y que tampoco sé nadar. Sin embargo, como mi voto no contaba, la propiedad se quedó con el nombre de El Fin del Mundo.
– ¿Es un hogar para ancianos? -preguntó Constantine.
– Sí -respondió ella.
Cabalgaron en silencio durante unos minutos.
– ¿Este es el «proyecto» para el que vendiste los diamantes?
– Pues sí.
– ¿Te gustan los ancianos?
Hannah sonrió.
– Sí. Quise muchísimo a un anciano. Al final de su larga vida disfrutó de todas las comodidades posibles para sentirse bien. Hay miles que no están en el mismo caso.
– Duquesa, eres un fraude -replicó él.
– ¡Por supuesto que no! -exclamó, irritada-. ¿Qué eran esos diamantes para mí sino un recordatorio de lo mucho que me quisieron durante diez años? Conservo los suficientes como para que sigan recordándomelo. Aunque en el fondo no necesite de ningún recordatorio porque para eso están los recuerdos.
Habían llegado a un amplio claro, una extensa llanura a la que siempre ansiaba llegar cada vez que cabalgaba hasta El Fin del Mundo.
Se percató de que Constantine la estaba mirando. Sin embargo, no giró la cabeza para devolverle la mirada. No era una sentimental. Quería a esas personas. Durante el año anterior había ido a verlas cada pocos días, antes de marcharse a Londres una vez que pasó la Semana Santa, y dichas visitas habían aliviado su dolor. Ya había estado cinco días antes, justo después de regresar de la capital. Lo había hecho porque le apetecía, porque lo necesitaba, no porque quisiera aplausos o adulación. ¡Qué tontería pensar algo así, por Dios!
– Este tramo del camino es aburrido para ir al trote -dijo-, pero muy emocionante si se galopa. ¿Ves el pino alto allí a lo lejos? -Señaló el árbol con la fusta.
– ¿El que tiene la copa torcida? -precisó él.
– Te reto a una carrera hasta allí -dijo a modo de respuesta y espoleó a su caballo al galope incluso antes de acabar de hablar.
De haber montado a Jet habría tenido una oportunidad de ganar, aun con el impedimento de la silla de amazona. Sin embargo, montaba a Clover, una yegua a la que le gustaba galopar pero que no tenía un pelo de competitiva. Perdieron la carrera de forma vergonzosa.
Cuando llegó junto a Constantine, la recibió con una sonrisa. -Duquesa, eso te enseñará a no retarme a otra carrera -dijo-. Ni siquiera habíamos acordado el premio antes de que intentaras aprovecharte del elemento sorpresa para ganar una ventaja injusta. Eso significa según las leyes internacionales, creo, que puedo reclamar el premio que se me antoje.
– ¿Existen leyes internacionales? -Preguntó ella entre carcajadas-. ¿Qué elegirías si de verdad contaras con el apoyo de la ley?
– Quédate quietecita mientras me lo pienso -respondió Constantine, que instó a su caballo a acercarse a ella.
Hannah notó que le clavaba la rodilla en el muslo y en ese momento se inclinó hacia ella y la besó en los labios. Jet resopló y se alejó.
El beso quizá fuera el más breve y decepcionante de todos los que habían compartido. Pero fue precisamente el que la informó de lo que ya sabía desde hacía un tiempo y había evitado reconocer.
Estaba enamorada.
Un descuido y una imprudencia por su parte. Que tal vez le ocasionaran cierto sufrimiento al final de la temporada social si no había logrado para entonces desenamorarse de él.
No obstante, era incapaz de lamentarse. Tenía la sensación de que los últimos once años de su vida habían desaparecido y volvía a ser joven y feliz. Y volvía a estar enamorada. No enamorada del amor en esa ocasión, sino de un hombre real a quien apreciaba como persona y a quien podría amar profundamente si se decidía a hacerlo. Un amor incondicional, de los que llegaban hasta el alma.
No cometería semejante error.
Pero ¡qué maravilloso era tener un amante y estar enamorada durante la primavera! Le daban ganas de bajar de un salto de Clover para ponerse a bailar en el prado, bajo el pino, mirando al cielo con los brazos extendidos.
¡Qué maravilloso era ser joven!
– Puedes sonreír -oyó que decía Constantine-. Ha sido el premio más lamentable que ha recibido el ganador de una carrera hípica, duquesa. Y antes de que el día acabe, voy a exigirte un beso muchísimo más satisfactorio que ese.
Hannah adoptó su porte de duquesa para lanzarle su mirada más altiva.
– Señor Huxtable, tendrá que atraparme primero -dijo-. Mira. Desde aquí se puede ver El Fin del Mundo. -Señaló al frente y se pusieron en marcha a la vez, cabalgando a la par y al paso.
La propiedad se atisbaba entre los árboles. Una mansión compacta, en absoluto destacable por su diseño arquitectónico, pero que para ella era tan valiosa como Copeland Manor.
– ¿Cómo costeas Ainsley Park? -preguntó.
– No vivo en la pobreza -respondió Constantine, encogiéndose de hombros-. Mi padre me dejó una cuantiosa herencia.
– Pero apostaría lo que fuera a que no lo bastante cuantiosa -replicó-. Tengo cierta idea acerca de lo que cuesta mantener un proyecto de este tipo. ¿Te ayudó tu hermano? Según dijiste, la idea fue totalmente suya.
En un primer momento creyó que no le respondería. Por un instante su apariencia volvió a ser sombría y taciturna. Pero acabó soltando una queda carcajada.
– Lo más gracioso de todo es que lo hicimos exactamente igual que tú, duquesa-dijo-. Salvo que tú lo hiciste con la bendición de Dunbarton, aunque te la diera a regañadientes. Nosotros no consultamos al tutor de Jon, con cuya bendición indudablemente no habríamos contado. Me refiero a mi tío antes de su muerte y después a Elliott, que posee un sentido del deber bastante más estricto y que es muchísimo más perspicaz.
– Hablas en plural -señaló-. Pero ¿de quién fue la idea de vender las joyas, de Jonathan o tuya?
Constantine volvió la cabeza para mirarla con seriedad.
– Las joyas de los Huxtable no eran mías como para que yo tomara esa decisión o como para sugerir que se vendieran -respondió-. Eran de Jon, y aunque yo no fuera su tutor legal, me tomaba dicha responsabilidad muy en serio. Mi hermano no era idiota ni mucho menos, pero a veces veía las cosas de una forma diferente al resto del mundo. En cuanto descubrió la verdad sobre nuestro pad… ¡Vaya por Dios! Aunque supongo que ya lo habías adivinado tú sola. En cuanto Jon descubrió la verdad sobre esa persona a la que había querido durante toda su vida y cuya muerte había llorado, perdió la alegría, las ganas de comer y pasó varios días sin dormir. Nunca lo había visto así. Y se negaba a hablarme de su sufrimiento. Lo único que hacía era exigirme una y otra vez que guardara el secreto. Porque se negaba a que los demás conocieran la verdad sobre nuestro padre. Sin embargo, no quería que el dolor que había ocasionado quedara impune. Como Jon era muy consciente de su condición de conde de Merton, llegó a la conclusión de que su deber era arreglar las cosas. Fui incapaz de pararle los pies, aunque debo añadir que yo mismo llevaba años sintiendo lo mismo, además de muchísima impotencia, por cierto.
– Ojalá lo hubiera conocido -dijo ella en voz baja-. Me refiero a Jonathan.
– Y entonces llegó una mañana a mi dormitorio dando brincos y me despertó sacudiéndome. Te aseguro que no exagero. Estaba loco de contento, rebosante de alegría, riéndose sin parar. Había tenido una idea genial. Y nada lo satisfaría hasta que hubiera dado con el modo de hacer realidad su sueño. Yo fui el elegido para ponerlo en marcha. Era imposible razonar con él cuando se le metía algo en la cabeza, duquesa. Y esto era mucho más importante para él que cualquier otra cosa en la vida. Era tan testarudo como…
– ¿Como su hermano? -suplió ella-. ¿No se parecía por casualidad a su hermano mayor?
– Era diez veces peor -respondió Constantine-. Solo habría podido detenerlo si hubiera ido con el cuento a mi tío a sus espaldas. Pero, en fin, yo también quería lo mismo que Jon y mi posición era demasiado débil como para hacer lo que sin duda era lo correcto. Me había pasado años asqueado por lo que Jon acababa de descubrir. Creo que toda la vida. Veía cómo mi madre languidecía por la tristeza y por la continua pérdida de sus hijos, mientras que mi padre abusaba de cualquier cosa que llevara faldas. No era un hombre agradable, duquesa. Y odiaba a Jon, a quien llamaba imbécil, a veces en su propia cara. Perdóname. No se debe criticar a los padres delante de otras personas. En cualquier caso, ninguna de las joyas que vendí estaba vinculada al título. Claro que varias de ellas llevaban generaciones en la familia y todas estaban debidamente registradas en los archivos de la propiedad. Si se hubiera presentado una reclamación formal, Jon habría llevado las de perder, ya que en realidad no tenía derecho a disponer de dichas joyas sin el consentimiento expreso de su tutor. E incluso aunque hubiera llegado a su mayoría de edad, lo habrían declarado incompetente para tomar decisiones por sí mismo.
– ¿Se estaba robando a sí mismo? -preguntó Hannah.
– Jon sabía muy bien lo que hacía -respondió él-. No era imbécil. A veces tenía la impresión de que era el único inteligente de entre todos nosotros. ¿Qué es más importante: esas joyas antiguas que estaban a buen recaudo en Warren Hall o las personas que viven en Ainsley Park?
Hannah soltó una carcajada.
– Creo que ya sabes cuál es mi respuesta, ¿verdad?
Se estaban aproximando a El Fin del Mundo. Solo les faltaba cruzar un pastizal y llegarían al prado que se extendía hasta uno de los laterales de la casa.
– ¿No le has hablado de todo esto a nadie? -quiso saber ella-. ¿Solo a mí?
– Aja -respondió él-. Ni siquiera al rey.
– De modo que todos te creen un villano que le robó a su desvalido hermano a fin de comprarse una propiedad en Gloucestershire, donde vive rodeado de lujos.
Constantine se encogió de hombros.
– Creo que Elliott ha mantenido la boca tan cerrada como yo, salvo para contárselo a Vanessa. De lo contrario, no creo que ni Stephen ni sus hermanas quisieran dirigirme la palabra, ¿no te parece?
– Ni tampoco intentarían protegerte de mí -añadió ella.
Constantine la miró y sonrió antes de inclinarse para abrir la verja que separaba el pastizal de la propiedad. Entraron a paso tranquilo y él se volvió para cerrar.
– Quizá debieras contarle al conde de Merton lo que me has contado a mí -sugirió Hannah-. Me parece un hombre honorable y comprensivo.
Constantine enarcó una ceja con gesto burlón y la miró de reojo.
– ¿Crees que me perdonaría?
– Creo que te diría que no hay nada que perdonarte -respondió ella-. En cualquier caso, a quien habría que perdonar sería a Jonathan, ¿cierto?
Su pregunta hizo que Constantine azuzara a su caballo para que apretara el paso, adelantándose de modo que ella tuvo que hacer el esfuerzo de alcanzarlo.
– ¿Eso es lo que te da miedo? -Quiso saber-. ¿Que nadie sea capaz de perdonar a tu hermano? Tal vez debieras tener un poco más de fe en ellos.
Constantine se volvió para mirarla a los ojos con expresión muy tensa. Sus ojos le parecieron muy negros.
– ¿Le has hablado a alguien de esto? -Preguntó, señalando la casa con la cabeza-. ¿Solo me lo has contado a mí?
– Solo a ti -respondió Hannah.
– ¿Por qué? ¿Por qué no has invitado a los demás a venir esta tarde?
– Constantine, tengo una reputación que proteger -adujo.
– Exacto. Yo también. El demonio y la duquesa. Somos tal para cual.
¿Ante los ojos del mundo o… se refería a que estaban hechos el uno para el otro?, se preguntó en silencio.
– Si no estuviéramos tan cerca de la casa -siguió Constantine-, te enumeraría todas las razones por las que deberías volver a casa, duquesa. Me refiero a Markle.
Hannah se inclinó para darle unas palmaditas a Clover en el cuello cuando se pararon frente al establo. Un mozo de cuadra se apresuró a atenderlos.
– Touchée -replicó.