CAPÍTULO 11

La primera vez hicieron el amor con frenesí. La segunda, con sensual languidez, si acaso podía aplicarse el término «languidez» al acto en sí. En todo caso, ambos estaban exhaustos cuando acabaron.

Hannah se colocó de lado sobre la cama, dándole la espalda, y él se acurrucó tras ella, pasándole un brazo bajo la cabeza y el otro por la cintura. Hannah se pegó a él y se colocó su mano bajo la mejilla.

Al cabo de un momento se quedó dormida.

Con no durmió. Los remordimientos de conciencia eran la semilla perfecta para el insomnio.

Se preguntó si todo el mundo era como él. Si todo el mundo cometía terribles errores a lo largo de su vida de los que después se arrepentía. Si la vida de los demás consistía en una confusa y contradictoria mezcla de culpabilidad e inocencia, odio y amor, zozobra y tranquilidad, y demás sentimientos diametralmente opuestos. O si la mayoría de la gente se catalogaba dentro de una descripción concreta: buena o mala; alegre o irascible; generosa o tacaña; etcétera, etcétera.

En su juventud había odiado a Jon, a su hermano pequeño. A la persona a quien más había querido en la vida. Había odiado a Jon por su carácter alegre y cariñoso, por la inocencia que demostraba pese a la dificultad de su vida, porque era un niño gordo, torpe y de rasgos faciales que lo asemejaban más a los asiáticos que a los ingleses. Y porque su cerebro trabajaba más despacio. Y porque moriría pronto. Lo odiaba porque no podía hacer nada para mejorar su vida. Y porque era algo que él de todas formas nunca había ambicionado. El heredero.

¿Cómo era posible odiar de forma tan atroz y al mismo tiempo amar tan profundamente? Se marchó de casa cuando tuvo edad suficiente e hizo todas las locuras de juventud que le fue posible, la mayoría con Elliott. En aquel entonces no le gustaba cómo lo trataba la vida ni le importaban las personas que había dejado atrás. ¿Qué motivos tenía para que no fuera así? Sin embargo, sabía quejón lo echaba mucho de menos y por eso lo odió más que nunca, pero volvió a casa porque le quería más que a su vida y sabía que no disfrutaría de él durante mucho tiempo más.

¿Sería la vida de los demás una amalgama de contradicciones como la suya? Seguro que no. De lo contrario, la cordura brillaría por su ausencia en el mundo.

Cuando su padre murió y Jon se convirtió en el conde de Merton a los trece años de edad, Con se hizo cargo del manejo de la propiedad así como del resto de sus responsabilidades; aunque su padre, haciendo gala de su cuestionable sensatez, había nombrado a su cuñado, el padre de Elliott, como tutor legal de Jon. Pero el padre de Elliott murió dos años después y Elliott heredó el título y la responsabilidad de ser el tutor de Jon. Así fue como Elliott, su primo y mejor amigo, se convirtió en su peor adversario. Porque decidió tomarse su papel con gran seriedad y lo obligó a hacerse a un lado, al contrario que su padre, que le había cedido las riendas desde el principio.

Y así comenzó la gran enemistad, el amargo distanciamiento que duraba desde entonces. Porque Elliott se negó en redondo a confiar en que él pudiera llevar las riendas de la propiedad como era debido y ocuparse adecuadamente de su propio hermano. Se entrometió y no tardó en descubrir que faltaba una enorme fortuna en joyas, aunque ninguna de ellas estuviera vinculada al título. De modo que no tuvo que reflexionar mucho para llegar a la conclusión más obvia y comenzaron a volar las acusaciones.

Con lo mandó al cuerno.

No quiso explicarle nada, no quiso confiar en su primo. Eso habría sido demasiado fácil. Además, Elliott no le había preguntado nada acerca de lo sucedido, ni le había invitado a explicarse. Se limitó a llegar a una conclusión lógica, o a lo que él pensaba que era una conclusión lógica. Y lo llamó «ladrón», un ladrón de la peor calaña. Un ladrón capaz de robarle a un hermano con retraso mental que lo quería con locura y que confiaba en él ciegamente porque el pobre no daba para más.

La verdad sea dicha, ya le guardaba rencor a Elliott antes de que hiciera el mencionado descubrimiento y la acusación. Porque su primo, que acababa de ser nombrado vizconde de Lyngate después de la muerte de su padre, era un cruel recordatorio de que él no se había convertido en el conde de Merton después de la muerte del suyo, aunque también fuera el primogénito.

En cualquier caso, mandó a Elliott al cuerno.

Y a diferencia de lo que había sucedido en otras ocasiones después de una pelea, fueron incapaces de darse de puñetazos y acabar sonriendo mientras admitían que se lo habían pasado en grande. Aunque les sangrase la nariz y se llevaran los dedos a los ojos para aliviar el dolor de la hinchazón.

Porque no era de ese tipo de disputas. Era una situación irremediable.

En vez de recurrir a los puños, Constantine decidió convertir la vida de Elliott en un infierno, al menos siempre que estuviera en Warren Hall. E iba a menudo. Utilizó a Jon para que jugara con su primo, aunque este encontraba su actitud molesta, frustrante y en más de una ocasión humillante. A Jon, por el contrario, le parecía divertidísimo. De modo que esos juegos ensancharon la brecha existente entre ellos. A veces, por ejemplo, le decía a Jon que se escondiera cuando Elliott llegaba, de modo que su primo perdía un tiempo valioso mientras lo buscaba. Él se limitaba a observar la escena cruzado de brazos y apoyado en la jamba de alguna puerta, sonriendo con desdén.

Las rencillas conseguían que aflorara lo peor de las personas. Al menos, así era en su caso.

Ni siquiera a esas alturas se arrepentía, aunque debería hacerlo, por haberse comportado de forma tan pueril. Porque Elliott, que le conocía desde que eran pequeños, le había creído (y todavía le creía) capaz de robarle a su propio hermano por la simple razón de que era fácil aprovecharse de él. Esa súbita falta de confianza le había dolido mucho. Todavía le dolería si no hubiera transformado ese dolor en odio.

Sin embargo, en muchos aspectos él era igual de malo que Elliott. A esas alturas, con el cuerpo tibio y relajado de Hannah pegado al suyo y los ojos clavados en la pared situada frente a la cama, ni siquiera intentaba negarlo. En vez de sentarse con Elliott para discutir sobre la tutela de su hermano como lo harían dos hombres (dos amigos) que habían llegado a los veinte años, se había mostrado frío, distante y sarcástico mucho antes incluso de que hubieran echado en falta las joyas. Y Elliott se había mostrado frío, distante y despótico.

En realidad, todo fue muy pueril. Por ambas partes. Quizá lo hubieran superado de no ser por las dichosas joyas. Unas joyas que evidentemente habían desaparecido, de modo que Elliott y él jamás superaron el problema.

Los dos eran culpables a partes iguales.

Pero no por ello Con odiaba menos a su primo.

Hundió la nariz en el pelo de Hannah. Era suave, fragante y tibio, como ella. Pensó en despertarla con un beso para ver si de esa forma le ponía fin a sus pensamientos, pero estaba dormida como un tronco.

La noche anterior la había alterado. Esa misma tarde seguía alterada por su comportamiento.

Y también había alterado a la señorita Leavensworth, que era del todo inocente.

De la misma forma que alteró a Vanessa poco después de que se casara con Elliott.

¿Hacía la gente ese tipo de cosas? ¿Tenían los demás esos vergonzosos e incómodos esqueletos en sus respectivos armarios?

Era un monstruo. Era la encarnación del demonio. La gente tenía razón al compararlo con él.

Tal vez uno de sus peores pecados, uno muy reciente, fuera su negativa a aceptar todo lo que sabía que era inherente a la condición humana. Las personas, todas las personas, eran un complejo producto fruto de su herencia, de su entorno, de su infancia, de su educación y del cúmulo de experiencias que confería la vida, de la misma manera que eran fruto de su carácter y de la personalidad con que se nacía. Todo el mundo poseía infinidad de pétalos superpuestos. Y todo el mundo poseía algo en lo más profundo de su interior de valor incalculable.

Nadie era superficial. No del todo.

Sin embargo, había decidido creer que la duquesa de Dunbarton era diferente del resto de los seres humanos. Había decidido creer que bajo la belleza, la vanidad y la arrogancia externas no había nada que descubrir. Que era un recipiente vacío, no del todo humana.

Eso era lo que la gente había decidido creer de ella durante toda su vida. Salvo, al parecer, el difunto duque, su esposo.

Se había comportado tan mal como los miembros de su propia familia, quienes quizá la hubieran querido a su modo, pero quienes también habían supuesto que su belleza le restaba sensibilidad, le otorgaba más autosuficiencia que a su hermana, una joven normal y corriente. El padre se había compadecido de su hija menor, suponiendo que la primogénita estaría mejor preparada para sortear por sí misma las vicisitudes de la vida. ¿Por qué suponía la gente que los más guapos solo necesitaban de su belleza para alcanzar la felicidad? ¿Por qué suponían que detrás de la belleza no había nada, salvo un recipiente vacío e insensible?

¿Por qué lo había supuesto él?

¿Se había negado a reconocer la totalidad de su persona porque era guapa?

Comenzaba a dolerle la cabeza. Y comenzaba a quedársele dormido el brazo sobre el que descansaba la cabeza de Hannah. Y necesitaba rascarse el hombro porque sentía un repentino picor. No iba a dormir nada. Era evidente. Ni tampoco iban a hacer el amor otra vez. No hasta que hubiera reflexionado a fondo.

Apartó la mano con cuidado de debajo de su mejilla e hizo lo mismo con el brazo sobre el que descansaba su cabeza. La escuchó murmurar en sueños mientras colocaba la cabeza sobre la almohada.

– Constantine… -la oyó decir, pero no se despertó.

Salió de la cama en dirección al vestidor. Se vistió, aunque no se puso chaqueta ni tampoco se molestó en meterse la camisa por los pantalones. Después se acercó a la cama para mirar a Hannah. Estaba medio despierta y parpadeó varias veces mientras lo miraba.

– Quédate aquí -dijo-. Ahora vuelvo. -Se inclinó para besarla en los labios.

Ella le devolvió el beso con languidez.

– ¿Adónde vas? -preguntó.

– Ahora vuelvo -repitió, y se marchó a la cocina, para lo que tuvo que bajar dos tramos de escalera.

Encendió el fuego avivando las ascuas de la noche anterior, llenó hasta la mitad la pesada tetera de hierro y puso el agua a hervir. Hizo una incursión en la despensa en busca de algo para comer, y colocó unos cuantos bizcochos en un plato. No tardó mucho en subir de nuevo las escaleras con una bandeja en la que llevaba una enorme tetera de porcelana cubierta por un grueso cubretetera para evitar que el té se enfriara, una jarra de leche, un azucarero, tazas, platillos, cucharas y el plato con los bizcochos. Dejó la bandeja en el gabinete adyacente a su dormitorio y fue en busca de Hannah.

Seguía medio dormida. Con volvió al vestidor y salió con un largo batín de lana que solo se ponía en las noches más gélidas cuando estaba solo en casa y lo único que le apetecía era arrellanarse en un sillón con un buen libro.

– Ven -dijo solícito.

– ¿Adónde? -Pese a la pregunta, se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Al ver que él levantaba el batín se puso en pie. Metió los brazos por las mangas y la envolvió con él antes de atarle el cinturón. La prenda parecía habérsela tragado-. Mmm -murmuró mientras acercaba la nariz al cuello-. Huele a ti.

– ¿Y eso es bueno?

– Mmm -murmuró de nuevo a modo de respuesta.

La culpa volvió a asaltarlo. Cogió el candelabro y la precedió al gabinete. Los sillones de la estancia eran grandes, elegidos así a conciencia. Grandes, mullidos y cómodos. Porque en esa estancia la elegancia y la pose no importaban. Era un lugar donde tumbarse a placer y arriesgarse a sufrir un daño irreparable en la espalda. Allí era donde se relajaba.

Por extraño que pareciera, jamás había invitado a nadie a ese gabinete. Ninguna de sus antiguas amantes había puesto un pie en él.

Hannah se sentó en un mullido sillón de cuero, dobló las piernas para colocarlas en el asiento, se apoyó en el respaldo y se envolvió con el batín. Mientras él servía el té, lo observó con los párpados entornados, aunque no con la expresión habitual en ella. En esa ocasión sí estaba adormilada de verdad. Era una expresión satisfecha, o lo parecía.

– ¿Leche? ¿Azúcar? -preguntó.

– Ambas -contestó ella.

Colocó su taza y su platillo en la mesita que tenía al lado y le ofreció el plato de bizcochos. Hannah cogió uno para probarlo.

– Constantine, eres un anfitrión estupendo -dijo-. Viril. Y generoso. Me has llenado la taza hasta el borde. A ver si consigo no derramar nada.

Nunca le había visto el sentido a la costumbre de llenar una taza a medias. Para empezar, las tazas ya eran demasiado pequeñas de por sí.

Se sentó frente a ella, muy cerca, con un bizcocho en una mano y la taza en la otra. Se acomodó en el sillón y cruzó las piernas, colocando el tobillo encima de la rodilla contraria.

Fingía que estaba relajado.

– Bueno, duquesa -dijo-, dime qué quieres saber.

De repente pareció abrirse en su interior un agujero negro, enorme y vacío. Y sintió una inmensa vulnerabilidad. Sin embargo, esa era la única manera de redimirse.

Hannah estaba impresionada. La mayoría de los hombres habría aplazado el tema todo lo posible. Y cuando Constantine salió de la cama, ella estaba dormida. Seguramente habría seguido durmiendo toda la noche. Sin embargo, había decidido recordarle que estaba en su derecho de preguntarle sobre sí mismo y de esperar una respuesta.

Sospechaba que era un hombre lleno de secretos y dudaba de que hubiera desvelado alguno de forma voluntaria alguna vez, ni siquiera a sus allegados o a sus seres queridos. Era un hombre muy reservado.

¿Quiénes serían sus allegados y sus seres queridos? ¿Sus primos? ¿Los que habían usurpado lo que debería haber sido suyo por derecho?

¿Sería un hombre solitario? De repente, sospechaba que lo era.

Y, al parecer, también era un hombre de palabra. Se había comportado mal con la pobre Barbara, lo sabía y se arrepentía de ello. Y en ese momento pensaba redimirse de la única forma que sabía. Contestando a todas sus preguntas.

Dadas las circunstancias sería una crueldad hacérselas, obligarlo a desvelar los secretos de una vida que con tanto celo había guardado.

En ese instante no parecía tan enigmático, elegante y peligroso como de costumbre. De hecho, estaba sentado de forma muy poco elegante… como ella. Estaba guapísimo.

Sintió algo llamando a su corazón. Pero le negó la entrada.

Apuró el bizcocho.

– Debería haber sabido que responderías con sorprendente astucia a mi oferta de contártelo todo -dijo él.

Hannah enarcó las cejas al escucharlo.

– Guardando silencio -concluyó Constantine.

Y en ese momento comprendió que si había elegido a Constantine Huxtable para que fuera su primer amante, no lo había hecho solo por su atractivo físico, por muy considerable que este fuera. Se había sentido atraída por esa reserva, que dejaba traslucir la profundidad de su carácter y que, aunque indicara una segura oscuridad en su interior, también podía ocultar un universo de luz.

Se había sentido atraída por el misterio que irradiaba, aunque careciera de evidencias de que realmente existiera algún misterio.

Había sido consciente de todo eso desde el principio, por supuesto. Antes de que se convirtieran en amantes le había asegurado que insistiría en conocer todo lo que hubiera que conocer sobre él. Sin embargo, en aquel momento no comprendía lo que decía. Porque pensaba que su principal interés en Constantine radicaba en el plano físico.

¿Ya no era así?

Carecía de la experiencia para compararlo con otro. Pero estaba segura de que no había ningún hombre que pudiera complacerla tanto como él. Una idea nada esperanzadora para los años venideros. Había comenzado con lo mejor, de modo que… ¿qué llegaría después?

¿No tenía suficiente con el plano físico?

Ese afán por conocerlo… ¿no debería haber reflexionado al respecto antes de que fuera demasiado tarde?

Demasiado tarde ¿para qué?

– Ainsley Park -lo oyó decir de repente al tiempo que soltaba la taza y el platillo en la mesa que tenía al lado-. Así se llama mi propiedad en Gloucestershire. La mansión y los terrenos circundantes no pueden compararse con Warren Hall, pero también son impresionantes. Hasta la residencia de la viuda tiene un tamaño considerable. La granja que abastece a la propiedad también es grande. Además, la he ampliado al no arrendar dos de las parcelas que habían quedado vacantes. Es una propiedad próspera, un hervidero de actividad.

– ¿Era de tu padre? -quiso saber Hannah.

– No -contestó al tiempo que negaba también con la cabeza-. Todas las propiedades de mi padre estaban vinculadas al título. Son de Merton.

– ¿Y pudiste permitirte comprarla?

Constantine esbozó una lenta sonrisa.

– Esa es la pregunta que todos mis conocidos quieren que responda desde que la compré -respondió-. Sobre todo Moreland, que lo sabe. O más bien cree saberlo.

– ¿Y? -lo instó, al tiempo que soltaba la taza para después introducir las manos en las mangas del batín, cruzando los brazos.

– No la compré -contestó Constantine-. La gané.

– ¿¡La ganaste!?

– Cuando me marché de casa, me dediqué a apostar en las mesas de juego, tal como suelen hacer los caballeros ociosos -adujo-. Siempre acababa perdiéndolo todo, salvo la ropa que llevaba puesta; sin embargo, no era tan tonto como para apostar más de lo que llevaba encima, que tampoco es que fuera mucho. Tenía una asignación mensual, pero mi padre me ataba en corto. Sin embargo, la apuesta a la que me refiero tuvo lugar después de su muerte, cuando Jon ya era conde, y esa vez busqué de forma deliberada una mesa donde las apuestas fueran altas y no se diera cuartel, por decirlo de alguna manera. Y aposté con dinero que en realidad no me pertenecía, pero que había obtenido gracias a la venta de cierta joya. Algo de lo que ambos sabemos mucho, duquesa. Dicho dinero no me pertenecía, y creo que jamás he sentido un terror semejante al que sentí cuando me senté a la mesa para jugar y aposté la cantidad que mis contrincantes esperaban de mí.

Hannah cerró los ojos.

– Al cabo de diez minutos -siguió Constantine-, había ganado Ainsley Park. No era la casa solariega vinculada al título del hombre que se la jugó y perderla por una mala mano no pareció molestarlo en exceso. Lo que sí le molestó, tanto a él como a sus amigos, fue que cogiera mis ganancias y abandonara la partida. Me amenazaron con no volver a incluirme en su venerado círculo jamás. No sé si habrían cumplido la amenaza o no. Seguramente sí. Desde entonces no he vuelto a apostar; salvo cantidades pequeñas en bailes y en fiestas privadas, supongo.

– ¿Y el dinero de la venta de la joya? -preguntó ella.

– Se empleó para lo que se suponía que se debía emplear -contestó.

– ¿Y nadie sabe cómo adquiriste Ainsley Park?

– Que piensen lo que quieran -respondió.

– ¿Y qué es lo que suelen pensar?

– Que lo compré con dinero ilícito, supongo -contestó al tiempo que se encogía de hombros-. No andan muy desencaminados.

– ¿Vives solo en la propiedad? -quiso saber. Le parecía muy triste que se hubiera apartado de su familia y de sus amigos de esa manera.

Constantine soltó una breve carcajada.

– No precisamente -respondió-. De hecho, la casa… o más bien la mansión, está tan atestada de gente que no queda ninguna habitación libre para mí. Así que vivo en la residencia de la viuda. E incluso ese remanso de paz está siendo invadido de forma lenta pero inexorable.

Hannah movió las piernas de modo que las plantas de sus pies quedaron apoyadas en el asiento. Se abrazó las piernas y colocó la barbilla sobre las rodillas.

– Constantine, vas a tener que explicármelo o me pasaré toda una semana sin dormir por la curiosidad. Además, me lo debes. ¿Quiénes son esas personas que viven en tu propiedad?

– Empecé llevando mujeres -contestó-. Mujeres cuyo carácter y reputación estaban por los suelos porque o bien aquellos para los que trabajaban o bien sus superiores desde el punto de vista social consideraban entre los derechos que Dios les otorgó el de disponer a placer de las mujeres que se les antojaban. Mujeres acompañadas por sus hijos bastardos. En Ainsley Park tienen un hogar y un trabajo honesto que desempeñar en la casa o en la granja. Además, reciben formación como costureras, sombrereras, cocineras o cualquier otra profesión que les resulte interesante, siempre y cuando encuentre a alguien que imparta esos conocimientos a cambio de un alojamiento, de un plato de comida y de un salario módico. Al final les buscamos un puesto de trabajo con personas que están dispuestas a aceptarlas. A ellas, a sus bastardos y a sus reputaciones.

– ¿Por qué? -Quiso saber Hannah-. ¿Por qué ese tipo de mujer en concreto?

La expresión de Constantine se tornó seria y meditabunda.

– Digamos que… -comenzó-. Digamos que conocía a algunas mujeres en esas circunstancias y al hombre que les quitó todo salvo la vida. Sabía lo que habían perdido: sus trabajos, sus familias, el respeto de todos sus conocidos. Sabía lo que habían padecido: el ostracismo. Y sabía que con el poco dinero que podía darles de vez en cuando no las ayudaba a cambiar dichas circunstancias. Tenía muy claro que no podía ofrecerles mi ayuda abiertamente porque la gente llegaría a ciertas conclusiones, y eso habría empeorado su situación. Si acaso podía empeorar, claro. Yo conocía al hombre que les ocasionó todo eso y que fue despidiéndolas una a una de sus puestos de trabajo, y olvidándolas al sustituirlas por otras que posiblemente acabaran sufriendo el mismo destino.

Hannah se abrazó las piernas con más fuerza.

«¡Dios santo!», exclamó para sus adentros. «¿Su padre?»

Abrió la boca para preguntárselo en voz alta, pero era imposible preguntar algo así.

– Elliott, el duque de Moreland, te diría que ese hombre fui yo -siguió él.

– ¿Llegó a acusarte?

– Sí.

– ¿Y tú no lo negaste?

– No.

«¡Por Dios!», volvió a exclamar para sí. Sacarle información era como intentar obtener sangre exprimiendo una piedra.

– ¿Por qué no?

Constantine le lanzó una mirada muy seria.

– Había sido mi amigo -repuso-. Era mi primo, casi mi hermano. Nuestras madres eran hermanas. Ni siquiera tendría que habérmelo planteado. Yo jamás le habría preguntado algo así. Porque habría tenido muy claro que la respuesta era «no». Hicimos muchas salvajadas en nuestra juventud, pero jamás tomamos a una mujer en contra de su voluntad.

– Pero no lo negaste cuando te lo preguntó -señaló ella.

– No lo preguntó -precisó Constantine-. Lo afirmó. No sé cómo, pero descubrió lo que les había sucedido a esas mujeres y a sus hijos. Así que me lo echó en cara. Cuando se hace una acusación, no siempre, o más bien nunca, se pregunta de forma educada, duquesa.

– Qué tonto eres -replicó-. ¿Y ese es el motivo de vuestra rencilla?

– Entre otras cosas.

Hannah decidió no indagar más.

– Podríais haberlo aclarado todo con una simple negativa por tu parte -le recordó-, pero tu orgullo te lo impidió.

– La situación no debería haber requerido de ninguna negativa -adujo él-. Moreland era, y sigue siendo, un imbécil pomposo.

– Y tú eres un idiota testarudo -añadió Hannah-. Tú mismo usaste esas descripciones en una ocasión, y ahora veo que estabas en lo cierto.

Constantine se puso en pie, apartó el cubretetera y llenó de nuevo ambas tazas. Cuando volvió a sentarse, recordó que a Hannah le gustaba con leche y azúcar, de modo que volvió a levantarse para añadir ambas a su taza. Una taza a rebosar de té. Más incluso que la primera. Le ofreció un bizcocho, pero ella lo rehusó.

– Has dicho que empezaste llevando mujeres a Ainsley Park -le recordó.

– Un día vi a un muchacho aquí en Londres, en una carnicería -dijo Constantine-. Me detuve en la acera, fuera del establecimiento, porque el chico me recordaba muchísimo a Jon. Tenía los mismos rasgos faciales y el mismo físico, y supuse que a sus padres también les habrían dicho cuando nació que no sobrepasaría los doce años de vida. Habría seguido mi camino, pero en el minuto escaso que me detuve reparé en dos detalles: que el muchacho se esforzaba por agradar, pero que no agradaba en absoluto. En ese breve lapso de tiempo recibió dos bofetadas. Una de parte de un cliente y otra de parte del carnicero por disgustar al cliente. De modo que entré y le pagué al carnicero la suma estipulada para un aprendiz. Él a su vez había sacado al chico de un orfanato; prácticamente gratis, supongo. Unos días después, cuando volví a Ainsley Park, me llevé al chico, a Francis, conmigo. Le dimos trabajo en la cocina y en la granja, y se convirtió en objeto de adoración de todas las mujeres, sobre todo de la cocinera. Murió al cabo de un año, a los trece años de edad, más o menos, porque el pobre desconocía su fecha de nacimiento. Creo que fue un año muy feliz para él. -Guardó silencio para tomar un sorbo de té con la vista clavada en la taza.

Hannah se entretuvo con su propia taza a fin de concederle unos minutos para que recuperara la compostura. El brillo que había creído ver en sus ojos era muy real, al igual que la nota trémula de su voz.

Había llorado al chico de la carnicería, a Francis. Al chico que tanto le había recordado a su hermano.

– Descubrir a Francis me hizo comprender que para conseguir que el proyecto de Ainsley Park se financiara por sí mismo y no fuera una constante carga para mis limitados recursos económicos, debería lograr que la granja funcionara a pleno rendimiento. Los terrenos habían sufrido años de negligencia. Para ponerla en marcha y para que resultara rentable, necesitaba trabajadores, en su mayor parte hombres que realizaran las tareas más pesadas. Y puesto que debía contratar hombres, decidí que elegiría a aquellos a quienes les resultara imposible encontrar empleo en otro sitio. Duquesa, te sorprendería saber cuántos hombres hay en dichas circunstancias. Hombres con taras físicas o mentales; soldados jubilados o licenciados que han perdido algún miembro o algún ojo o incluso la cordura en la guerra y ya no son útiles para nadie en tiempos de paz, salvo para sí mismos. Son vagabundos o incluso ladrones que se ven obligados a delinquir porque no encuentran trabajo, pero que necesitan comer. Si quisiera, podría llenar veinte propiedades como Ainsley Park.

No, no se sentía sorprendida en absoluto.

– Algunos son capaces de realizar otras labores además de trabajar en las tierras de labor, y de hecho aspiran a hacer algo más. Así que se les instruye para que sean herreros, carpinteros, albañiles e incluso contables y secretarios. Y después se les busca un empleo de modo que queden vacantes en Ainsley Park. Algunos de los hombres y de las mujeres se casan, y las parejas se marchan en busca de una nueva vida.

– ¿Y no le has hablado a nadie sobre esto? -preguntó ella-. ¿Solo a mí?

Constantine meneó la cabeza antes de sonreír.

– Bueno, sí -contestó-. Se lo dije al rey.

– ¿¡Al rey!?

– Fue antes de que se convirtiera en rey, la verdad -matizó-. Todavía era el príncipe de Gales. Prinny. Una noche, ya de madrugada, estábamos los dos sentados en ese ostentoso palacio que tiene en Brighton, después de que los demás se acostaran. No recuerdo exactamente cómo surgió el tema. El caso es que los dos estábamos bebidos y una cosa llevó a la otra y al final acabé hablándole de Ainsley Park. Creo que… no, no creo porque lo recuerdo bien. Me abrazó con tanta fuerza que creí que me iba a partir todos los huesos y que acabaría aplastado contra su oronda figura. Estuvo a punto de ahogarme con sus lágrimas. Es un sentimental. Me declaró un santo, un mártir. Lo de creerme un mártir no me lo explicó, la verdad. Y añadió un sinfín de elogios más, a cual más exagerado. Después prometió ayudarme, recompensarme e informar a todo el reino de lo que hacía, entre otras cosas espantosas. Por suerte, tan pronto como recuperó la sobriedad, lo olvidó todo. Creo que incluso se olvidó de mi persona.

– Lo conozco bien -dijo Hannah-. El duque era su amigo aunque el príncipe, ahora el rey, lo sacaba de quicio. Es imposible que no te caiga bien, por más que haga el ridículo en ocasiones. Lo que más ansia en la vida, por encima de cualquier otra cosa, es que lo quieran. Si el antiguo rey y la reina lo hubieran querido desde el principio, hoy sería una persona distinta. Un hombre muchísimo más seguro de sí mismo.

– ¿Y más delgado? -añadió él-. ¿Su necesidad de comer sería menor?

Lo miró con una sonrisa. Y acabó soltando una carcajada. Constantine también sonrió y después enarcó las cejas. Fue un momento raro.

Había pasado once años adquiriendo conocimientos y ejercitando la disciplina, diez de ellos a manos de un hombre que había ganado ambos atributos gracias a las experiencias de una larga vida.

Conocimiento y disciplina. Once años escondiendo su verdadera personalidad, esa valiosa criatura que era en realidad, como una crisálida en un capullo de serenidad oculta bajo miles de máscaras.

La vida misma se había convertido en un secreto. Nadie estaba al tanto de la vida que llevaba detrás de las apariencias. Porque las apariencias lo eran todo para aquellos que la rodeaban. Era lo único que conocían. Sin embargo, en su caso lo importante era la realidad oculta tras la fachada.

Pero de repente esa crisálida se veía amenazada. Había elegido a un hombre solo por los placeres sensuales que podía ofrecerle y se había… ¿Qué palabra podía emplear para definir lo que Constantine era para ella? No se había enamorado de él, pero…

Bueno, de algún modo estaban involucrados de una forma íntima. Era su amante, sí. Sin embargo, un amante se podía descartar, olvidar, sustituir. Se podía mantener a una distancia segura del corazón. Los amantes eran para el placer, para divertirse.

Constantine era más que su amante.

Desde el comienzo de ese año se había dicho que iba a entregarse al placer y que no iba a buscar el amor y la felicidad permanente. Se había dicho que despacharía a Constantine, que lo olvidaría en cuanto acabara la temporada social. Y lo haría, por supuesto. Porque no le quedaba más remedio, en realidad. Sabía muy bien que él buscaba una amante distinta cada año.

Pero…

Pero sus emociones habían acabado implicadas de alguna forma en lo que supuestamente iba a ser una experiencia solo física.

El capullo de serenidad que protegía a la crisálida, a su corazón, se había agitado.

El duque llevaba razón. Le había advertido de que algún día sucedería, de que los capullos solo servían para proteger la fragilidad de una nueva vida hasta que estaba lista para salir y florecer con todo su esplendor.

Debería habérselo pensado mejor antes de elegir a un hombre misterioso que la intrigaba.

Porque, evidentemente, su personalidad estaba oculta bajo un sinfín de capas. Una parte de dicha personalidad no era nada agradable. Como ejemplo bastaba el impertinente interrogatorio al que había sometido a Barbara en el baile de los Kitteridge. O ese ridículo orgullo que durante años había perpetuado de forma innecesaria una rencilla con su primo, que también era su mejor amigo. Pero otra parte… En fin, podría llegar a amar al hombre cuya compasión por los desafortunados era tan profunda que les había abierto su hogar, el corazón de su privacidad y de su paz. Y todo por la sencilla satisfacción de hacer lo correcto. En vez de buscar elogios, no le había hablado a nadie de su hogar ni de lo que estaba haciendo en él.

Salvo al rey, en un momento de embriaguez compartida.

Y en ese momento a ella, porque se lo debía.

¡Ay, qué cerca estaba de cometer un error absurdo del que se arrepentiría el resto de su vida! Porque Constantine Huxtable no era el hombre adecuado para algo permanente. De repente, la ausencia del duque se convirtió en un enorme vacío. Ojalá pudiera volver a casa, burlarse de él, dejar que se burlara de ella, y colocar su mano sobre esa mano anciana y artrítica que tanta seguridad le ofrecía. Y pedirle consejo. O su opinión sobre lo que le estaba sucediendo.

Sin embargo, le había enseñado a ser autosuficiente, y hasta ese momento pensaba que había aprendido bien la lección. El duque no querría que dependiera siempre de él. Ni tampoco lo querría ella.

Se estaban mirando a los ojos en silencio, Constantine y ella, y ninguno de los dos sonreía ya.

– Podrían colgarnos por traición si nos oyeran hablar así -dijo.

– O acabar con la cabeza cortada -añadió él-. Por cierto, le dije a la señorita Leavensworth que hablaría contigo para organizar una visita a la Torre de Londres porque todavía no ha estado en ella. ¿Vendrás?

– Hace años que yo tampoco voy -respondió-. ¿Pasarás unos cuantos días en Copeland Manor si organizo una breve fiesta campestre?

– ¿Me estás invitando, duquesa? -Preguntó Constantine a su vez-. ¿No es una orden?

– Bueno, tú me has invitado a ir a la Torre, así que yo no voy a ser menos en cuanto a amabilidad.

– No estarás pensando en invitar a Moreland y a su esposa, ¿verdad?

– No -contestó y negó también con la cabeza-. Pero ¿no deberías hablar con él de todas formas algún día?

– ¿Hacer las paces y darnos la mano? -Replicó Huxtable-. Creo que no.

– De modo que seguirás viviendo con esa tristeza y solo por una simple cuestión de orgullo.

– ¿Me ves triste? -preguntó Constantine.

Abrió la boca para contestarle, pero volvió a cerrarla.

– Y tú, duquesa, ¿vas a volver a Markle quizá para la boda de la señorita Leavensworth y a hablar con tu padre, con tu hermana y con tu cuñado? ¿Seguirás alejada de ellos por una cuestión de orgullo?

– Son dos temas diferentes -respondió ella.

– ¿Ah, sí?

Durante un instante se miraron en silencio y con seriedad, o más bien con furia, y ninguno de los dos quiso ser el primero en apartar la mirada. Al final fue Constantine quien lo hizo.

– Y así seguirás viviendo con esa tristeza y solo por una simple cuestión de orgullo -susurró.

«Touchée», pensó Hannah.

Sin embargo, Constantine ignoraba la magnitud de lo que le estaba pidiendo.

– Quiero irme a casa, a Dunbarton House -dijo-. Es tarde. O temprano, según se mirara.

Constantine se puso en pie y se acercó a ella. Se apoyó en los brazos del sillón, se inclinó y la besó.

Fue un beso horrible por su ternura y su delicadeza.

Horrible porque todavía era de noche, porque había hecho el amor con él y había dormido a su lado, y porque se había sentado a hablar con él y a esas alturas no sabía dónde estaban sus defensas. Si pudiera encontrarlas, las armaría de nuevo y se envolvería con ellas para ponerse otra vez a salvo. Pero ¿a salvo de qué?, se preguntó.

Constantine levantó la cabeza y la miró a los ojos. Los suyos parecían muy oscuros y tenían una expresión velada.

– En ese caso será mejor que te vistas -dijo-. Mi cochero podría escandalizarse si te ve de esa guisa, aunque vayas tapada desde la barbilla hasta la punta de los pies.

– Constantine, si me viera obligada a salir así-replicó-, tu cochero solo vería a la duquesa. Créeme. La gente solo ve lo que yo quiero que vea.

– ¿Eso te lo enseñó Dunbarton?

– Sí, y fue un gran maestro -contestó Hannah.

– Creo que sí -reconoció Constantine-. Siempre que te he visto a lo largo de los años, he visto a la duquesa. Una duquesa bellísima y muy rica. Ahora es cuando empiezo a descubrir lo equivocado que estaba.

– ¿Eso es bueno? ¿O malo?

Constantine se enderezó.

– Todavía no lo he decidido -respondió-. Te veía como una rosa pero sin múltiples pétalos. Acabo de comprender que estaba equivocado. Tienes más capas que la rosa más exuberante. Pero todavía no he llegado al corazón de la rosa. Empiezo a creer que hay un corazón. De hecho, lo sé. Ve a vestirte, duquesa. Es hora de llevarte a casa.

Y por extraño que pareciese, dado que había sido ella quien lo dijera en primer lugar, se sintió rechazada. Como si él no quisiera que se quedara. Y se sintió conmovida. La veía como a una rosa y poco a poco, pétalo a pétalo, estaba descubriendo el camino a su corazón. Si ella se lo permitía. Pero… ¿cómo iba a impedírselo?

Once años de disciplina y de tesón corrían el peligro de desmoronarse apenas unas semanas después de haber tomado su camino en solitario en la vida.

No sucedería.

Porque Constantine no podía ser él. No podía ser ese hombre que el duque le había prometido que algún día encontraría. Cuando por fin encontrara a ese hombre, su corazón tendría que estar intacto. Tal vez no debiera haber tonteado con la sensualidad. Se puso en pie y se acercó a la puerta.

– ¿De la manita, como si fuera una niña? -Replicó con altivez-. He venido sola en tu carruaje. Volveré sola en él. Asegúrate de que esté en la puerta dentro de diez minutos.

Su mutis triunfal quedó algo deslustrado por culpa de cierta risilla.

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