CAPÍTULO 05

Al contrario de lo que hacían muchos caballeros cuando pasaban temporadas en Londres, Constantine Huxtable no tenía por costumbre alojarse en la zona de Saint James, donde se encontraban los clubes más selectos. Lo que hacía era alquilar todos los años la misma casa en una zona respetable de la ciudad, acorde a su posición social, pero no demasiado en boga, a fin de evitar que su intimidad se viera resentida.

O eso supuso Hannah una vez que el cochero la ayudó a apearse frente a la puerta de su casa, mientras observaba la calle con curiosidad. Aún era de día. Iban a cenar relativamente temprano.

Un criado había abierto la puerta de la casa. Hannah se levantó los bajos de la capa y del vestido, subió los escalones y pasó al lado de dicho criado. En el interior descubrió un vestíbulo de planta cuadrada muy espacioso, con el suelo ajedrezado y paisajes con recargados marcos dorados en las paredes.

Constantine Huxtable la esperaba en el centro de la estancia, vestido de negro como siempre y con una apariencia realmente demoníaca.

– ¿Duquesa? -La saludó mientras hacía una elegante reverencia-. Bienvenida a mi hogar.

– Espero que su chef se haya esmerado. No he probado bocado desde el almuerzo al aire libre y estoy famélica.

– Si no lo ha hecho, lo despediré mañana mismo sin referencias -replicó él al tiempo que se acercaba para quitarle la capa.

– Es un hombre cruel -comentó sin moverse del lugar que ocupaba, a unos pasos de la puerta.

El señor Huxtable frunció ligeramente los labios y se acercó un poco más para bajarle la capucha y soltar el broche que mantenía la capa cerrada. Una vez que le quitó la prenda, se la tendió al silencioso criado sin apartar los ojos de ella. Unos ojos que en ese momento la recorrieron de forma deliberada de arriba abajo y de abajo arriba hasta volver a posarse en los suyos.

No pareció sorprenderse. Pero Hannah vislumbró algo. Un indicio de pasión, quizá. En el fondo lo había sorprendido.

En ese momento deseó haber llevado un abanico después de todo.

– Duquesa, esta noche está especialmente guapa -dijo él mientras le ofrecía el brazo.

La condujo a una estancia pequeña y acogedora de planta cuadrada. Las gruesas cortinas que ocultaban la ventana impedían el paso de la mortecina luz del atardecer. La única fuente de luz era el fuego que chisporroteaba en la chimenea, más dos velas altas situadas en sendos candelabros de cristal sobre una mesita emplazada en el centro. Una mesita dispuesta para dos comensales.

Ese no era el comedor, supuso Hannah.

Había elegido un lugar más íntimo.

Lo vio acercarse a un aparador para servir dos copas de vino, tras lo cual tiró del cordón de la campanilla. Le ofreció una de las copas a ella.

– ¿Con el estómago vacío, señor Huxtable? -le preguntó-. ¿Quiere verme bailar encima de la mesa?

– No estaba pensando en la mesa precisamente, duquesa -contestó él, que acercó su copa a la suya a modo de silencioso brindis.

Hannah probó el vino.

– Necesito poco incentivo para bailar sea donde sea -le aseguró-. Estará malgastando el vino.

– En ese caso, espero que al menos le parezca exquisito -replicó el señor Huxtable.

Estaba exquisito, por supuesto.

El mayordomo y un criado entraron en ese momento con la comida, y ellos ocuparon sus respectivos lugares a la mesa.

El chef era excelente, descubrió Hannah casi al instante. Durante unos minutos comieron casi en silencio.

– Señor Huxtable -dijo ella a la postre-, hábleme de su hogar.

– ¿Se refiere a Warren Hall?

– Ese fue su hogar en el pasado -señaló ella-. Pero ahora pertenece al conde de Merton. ¿Se lleva bien con él?

Al fin y al cabo, lo había visto cabalgando con el conde en el parque.

– De maravilla -contestó.

– ¿Dónde vive usted ahora? -le preguntó Hannah. Él hizo un gesto con la mano que abarcó la estancia.

– Aquí.

– No todo el año, supongo -replicó-. ¿Dónde vive cuando no está en la ciudad?

– Tengo una casa en Gloucestershire -respondió.

Lo observó en silencio mientras retiraban los cuencos de la sopa y servían el pescado.

– No piensa hablarme de ella, ¿verdad? Qué irritante es usted. Otro secreto que añadir al referente a su distanciamiento con el duque de Moreland. Y al misterio de su maravillosa relación con el conde de Merton después de que le robara el título que le pertenecía por derecho.

El señor Huxtable soltó sus cubiertos sobre el plato sin hacer ruido. La miró a los ojos desde el otro lado de la mesa. Sus iris parecían negros.

– Duquesa, está usted mal informada -repuso-. El título jamás pudo ser mío. No había la menor posibilidad de que pudiera serlo. Perteneció a mi padre y después a mi hermano pequeño, y ahora es de mi primo. No tengo motivos para guardarles rencor a ninguno de ellos. Quise mucho a mi padre y a mi hermano. Le tengo cariño a Stephen. Todos forman parte de mi familia. Y a la familia hay que quererla.

«¡Ah!», exclamó Hannah para sus adentros. Acababa de poner el dedo en una llaga. Aunque su voz y sus gestos eran serenos, parecían…

¿Demasiado serenos?

– Salvo al duque de Moreland -apostilló ella. El señor Huxtable siguió mirándola, desentendiéndose por completo de la comida.

Les retiraron los platos para servir el siguiente.

– ¿Qué me dice de su familia, duquesa?

Hannah se encogió de hombros.

– Está el duque -contestó-. Me refiero al actual. Un hombre intachable, inofensivo y tan interesante como el maíz y las ovejas a los que adora. El duque, mi difunto marido, tenía un ejército de parientes con quienes apenas se relacionaba.

– ¿Y su familia? -insistió él.

Hannah cogió la copa y la hizo girar muy despacio para contemplar el reflejo de la luz de las velas en el cristal antes de llevársela a los labios.

– No tengo -respondió-. Así que no puedo contarle nada. No hay secretos que ocultar ni que descubrir. Pero le hablaré de Copeland Manor, mi casa de Kent. El duque me la compró hace cinco años como un regalo. Decía que era mi rústica casita de campo, pero ni es rústica ni es una casita. Es una mansión en toda regla. Rodeada por una inmensa propiedad que extiende su esplendor en las cuatro direcciones, con terrenos de labor y otras zonas no cultivables, pero bien atendidas. Hay arboledas, pastos y un lago natural. Pero no hay cenadores, ni jardines de parterres ni senderos agrestes. Todo es muy… rústico. En ese sentido, el duque no podía llevar más razón al tildarla así. -Hannah guardó silencio mientras cortaba un trozo de ternera, que por su aspecto y su blandura parecía haber sido cocinada a la perfección.

– ¿No será tal vez demasiado natural para usted, duquesa? -le preguntó el señor Huxtable.

– A veces me temo que así es -reconoció-. Creo que debería imponer mi voluntad humana para embellecerla un poco, para lograr el mismo efecto que tenía esta tarde el jardín.

– ¿Pero…? -la instó a explicarse, olvidada de nuevo la comida.

– Pero confieso que me gusta tal como está -contestó-. La naturaleza necesita ser domesticada en ocasiones. En aras de la civilización. Pero ¿debemos obligarla a ser algo distinto de lo que debería ser en aras de la belleza? ¿Qué es la belleza?

– La pregunta del siglo -replicó él.

– Debería verla con sus propios ojos y decirme qué le parece -sugirió.

– ¿Debería verla? -El señor Huxtable enarcó las cejas-. ¿Me está invitando a Kent?

– Organizaré una breve fiesta campestre, si bien será más adelante, cuando la gente empiece a cansarse de los interminables bailes -contestó-. Le aseguro que todo será muy respetable, aunque para entonces todo el mundo sabrá, por supuesto, que somos amantes. La gente siempre lo sabe, aunque a veces no sea cierto. Que no será nuestro caso. Así me dirá qué opina de la propiedad.

– ¿Y tendrá en cuenta mi opinión? -le preguntó él.

– Posiblemente no -respondió Hannah-. Pero, de todas formas, escucharé lo que tenga que decirme.

– Me siento honrado.

– Y yo me siento llena -anunció-. ¿Sería tan amable de felicitar al chef de mi parte, señor Huxtable?

– Lo haré -dijo-. Le alegrará muchísimo saber que no será despedido mañana por la mañana. ¿Le apetece un poco de queso o una taza de café? ¿Té, quizá?

No le apetecía nada. Llevaba toda la noche intentando distraerse mediante la conversación. E intentando fingir que tenía hambre, cosa que debería ser cierta porque no había comido desde el almuerzo al aire libre, cuando el señor Huxtable le ofreció un plato con entremeses en la terraza superior.

Apoyó un codo sobre la mesa, se colocó la barbilla en la mano y lo miró a la cara. Su rostro quedaba enmarcado por las dos velas.

– Solo el postre, señor Huxtable -contestó al tiempo que sentía la deliciosa emoción de lo que había soñado durante la segunda mitad del año de luto y de lo que había planeado durante los meses posteriores a la Navidad.

Emoción y nerviosismo. No debía mostrar lo último. Parecería una reacción impropia de ella.

Le alegraba mucho que fuera él. Se habría sentido desilusionada si el señor Huxtable no hubiera ido ese año a la ciudad. Pero no desolada. Porque tenía otras alternativas, magníficas también. Aunque ninguno podía compararse con el señor Constantine Huxtable.

Lo tenía por un amante extraordinario. Estaba convencida de que no la defraudaría a ese respecto.

No le faltaba mucho para descubrir si sus suposiciones eran ciertas. El señor Huxtable se había levantado, había apartado la silla con las piernas y estaba rodeando la mesa para ofrecerle la mano.

Era una mano cálida y firme, descubrió nada más aceptarla. Y él le pareció más alto y más corpulento cuando se puso en pie. Su colonia, la misma que llevaba en la otra ocasión, volvió a saturarle los sentidos.

– En ese caso, vayamos a disfrutar de él sin más demora -sugirió.

Hannah lo miró con los párpados entornados.

– Espero que este chef en concreto tampoco me defraude -dijo.

– Si lo hace, duquesa -replicó él-, no solo lo despediré por la mañana, además lo llevaré a algún páramo remoto y le pegaré un tiro.

– Una medida un tanto drástica -repuso ella-. Y un desperdicio de toda esta belleza griega. Aunque no creo que sea necesario llegar a esos extremos. Porque no me decepcionará. No lo permitiré.

El señor Huxtable la invitó a tomarlo del brazo y la condujo fuera de la estancia.


Las palabras a menudo eran insuficientes para expresar los pensamientos, hecho del que Con había sido muy consciente durante toda la velada. ¿Qué palabras podían describir algo que era más bello que la belleza y más perfecto que la perfección?

Siempre había tenido a la duquesa de Dunbarton por una mujer de belleza perfecta, aunque nunca se había sentido atraído en lo más mínimo por ella.

Esa noche hasta un superlativo se quedaría corto.

No recordaba haberla visto nunca con otro color que no fuera el blanco. Y siempre había pensado que era un recurso muy ingenioso hacer de dicho color su firma, por llamarlo de alguna manera. Sin embargo, el abandono de la norma era igual de ingenioso… y abrumador.

La duquesa de Dunbarton estaba… En fin, no encontraba las palabras adecuadas para describirla. Tal vez «abrumadora» fuera la única palabra que alcanzaba remotamente a definirla.

Su cocinero bien podría haberles servido cuero y gravilla para cenar, dada la atención que le había prestado a la comida. Y para colmo había tenido que hacer el supremo esfuerzo de no pasarse toda la cena contemplándola boquiabierto.

El color de su vestido y de sus piedras preciosas la transformaba de una reina de hielo en una especie de diosa de la fertilidad. Y su pelo, que posiblemente todos los caballeros sin excepción habrían soñado con ver suelto sobre sus hombros, estaba recogido con un pasador en la nuca y caía por su espalda en una cascada de ondas alborotadas.

El escote de su vestido dejaba bien poco a la imaginación, pero la despertaba de todas formas. Porque si fuera un solo centímetro más bajo…

Monty la había tildado de peligrosa la tarde que la vieron en Hyde Park.

Era más peligrosa que las sirenas de la mitología.

La duquesa había llevado el peso de una conversación carente de las habituales insinuaciones que solían prodigarse. De hecho, cuando le describió su casa de Kent le resultó… cercana. Como si de verdad le gustara la propiedad.

Era una mujer lista, muy lista. Tendría que ser muy cuidadoso con ella, pensó mientras la conducía en silencio por la escalera en dirección a su dormitorio. Aunque no acababa de entender de qué tendría que cuidarse. Al fin y al cabo, estaban a punto de convertirse en amantes. Y posiblemente seguirían siéndolo durante toda la temporada social.

Ese sería el límite, por supuesto. Si la duquesa no quería prolongar tanto su relación… pues muy bien. Él no acabaría con el corazón hecho añicos, ¿verdad?

Emplazado en el baúl que ocupaba uno de los rincones de su dormitorio había un candelabro con las velas encendidas. La ropa de la cama estaba apartada; las cortinas, corridas. Junto a la cama habían dispuesto una bandeja con un decantador de vino y dos copas. Todo estaba listo.

Cerró la puerta tras él.

La duquesa de Dunbarton suspiró mientras le soltaba el brazo y se volvía para mirarlo. El sonido le recordó al ronroneo de una gata satisfecha.

– No hay nada como el placer de la expectación, ¿verdad? -preguntó ella-. Me corre por las venas desde esta tarde, lo confieso. No me arrepiento en lo más mínimo de haber cancelado mi cita para aceptar su invitación. -Le colocó un dedo en la barbilla que procedió a mover con delicadeza mientras lo seguía con los ojos.

– Yo tampoco me arrepiento -le aseguró Con.

– Espero que disfrute de cada minuto -siguió ella-. Confío en que no se parezca a esos hombres que demuestran su virilidad mediante la velocidad que emplean en la carrera. -Lo miró a los ojos, aunque no movió la cabeza.

– ¡Caray, duquesa! -exclamó-. Mi idea era correr. Pero en mi caso será un maratón. ¿Conoce la historia griega?

– ¿Muchos kilómetros? -Preguntó ella a su vez-. ¿Muchas horas? ¿Una resistencia casi sobrehumana?

– Veo que la conoce -repuso.

La duquesa bajó la mano hasta colocarla sobre su hombro al tiempo que hacía lo mismo con la otra.

– En ese caso, será mejor que no consuma más energía hablando, señor Huxtable -le aconsejó-. Será mejor que comience con esta carrera de resistencia, con este maratón, sin más demora. -Y sus sensuales ojos azules lo miraron con expresión soñadora.

Con inclinó la cabeza para besarla en los labios.

Le colocó las manos a ambos lados de su estrecha cintura mientras ella unía las manos en su nuca y le devolvía el beso.

Estaba excitada, muchísimo, pese a la clara advertencia de no olvidar la importancia de los preliminares.

No había esperado descubrir una mujer apasionada, y tal vez su primera impresión resultara cierta una vez metidos en materia. Quizá después de todo fuera la amante experimentada, habilidosa, sensual y dominante que esperaba que fuese. Y quizá fuera lo bastante inteligente, lo bastante segura de sí misma, como para añadir unas gotas de pasión a la mezcla.

En ese momento cayó en la cuenta de que aunque disfrutaba de la pasión, rara vez la encontraba con sus amantes. Porque la pasión requería de ciertos sentimientos, de cierta emoción, de cierto riesgo. La mayoría de las mujeres con las que se acostaba solo buscaban compañía y sexo sudoroso. Fines que a él le satisfacían plenamente. La ausencia de pasión era mejor que un exceso de pasión exaltada.

Porque la pasión podía llevar a establecer un vínculo emocional indeseado. Y él no quería ataduras de ese tipo con ninguna mujer. No quería hacerlas sufrir.

Sin embargo, sus pensamientos racionales se disolvieron al instante. La duquesa había pegado sus pechos a su torso, y también notaba su abdomen y sus muslos apoyados en él. Además de sus labios, que estaban pegados a los suyos.

Sintió una intensa oleada de deseo.

¡Por fin!

Habían pasado demasiados meses desde la última vez que estuvo con una mujer. No se había percatado de lo desesperado que estaba.

Levantó las manos para tomarle la cara entre ellas y la apartó un poco, poniendo fin al beso. Deslizó las manos hasta su nuca para quitarle el pasador de esmeraldas que le sujetaba el pelo y lo dejó caer sobre la alfombra. Le introdujo las manos en el pelo para ordenárselo a placer. La abundante melena no necesitó que hiciera nada, porque rápidamente se extendió por su espalda y por encima de sus hombros como una reluciente nube de delicadas ondas.

La imagen estuvo a punto de arrancarle un siseo.

Parecía diez años más joven. Parecía… inocente. Con esos párpados entornados y esos ojos que aun a la suave luz de las velas eran azulísimos. Una sirena inocente… un incitante oxímoron.

– Yo no puedo hacerle lo mismo -comentó la duquesa-, aunque algunos afirmarían que ya no se lleva el pelo tan largo. De todas formas, no se lo corte. Se lo prohíbo.

– ¿Tendré que ser su esclavo sexual, siempre dócil? -preguntó mientras inclinaba la cabeza para besarla detrás de una oreja, para lo cual le apartó el pelo con un dedo.

En el último momento decidió pasarle la lengua suavemente por esa zona tan delicada y tuvo la satisfacción de sentir su estremecimiento.

– En absoluto -contestó ella-, pero sí hará lo que me complazca porque le complacerá satisfacerme. Le quitaré la chaqueta ya que no lleva ningún pasador en el pelo.

No era fácil. Su ayuda de cámara sudaba tinta poniéndole las chaquetas que, tal como dictaba la moda, debían quedar como una segunda piel. Sin embargo, ella solo tuvo que pasarle los dedos por debajo de las solapas y deslizarlos por sus hombros y sus brazos para que la prenda siguiera sin protestar el camino marcado por sus manos hasta acabar en el suelo, a su espalda.

No era la primera vez que lo hacía, pensó Con.

Esos ojos azules se pasearon por su camisa y su corbata, justo antes de que sus manos atacaran a esa última para quitársela con destreza. Le desabrochó los botones del cuello y le apartó la camisa.

La observó en todo momento, mientras ella trabajaba con la mirada clavada en lo que sus manos hacían y con los labios entreabiertos.

No había prisa. Ninguna. Tenían toda la noche y no había ningún premio dependiendo del número de veces que la poseyera. Quizá una fuera suficiente, dado que era su primera vez juntos.

– Está magnífico en mangas de camisa -la oyó decir-. Masculino y viril. Quítesela.

¿No iba a hacerlo ella misma?

Se sacó los faldones del pantalón sin apartar la mirada de sus ojos, y después procedió a desabrocharse los puños antes de cruzar los brazos para sacarse la camisa por la cabeza. La duquesa lo observó con atención y después sus ojos recorrieron despacio sus hombros, sus brazos y su torso antes de descender hasta la pretina de sus pantalones. Apoyó las yemas de los dedos en su pecho.

Él se las apartó con el dorso de las manos, tras lo cual le bajó el vestido por los hombros. Acto seguido, sus pulgares siguieron el borde del escote y se detuvieron en el centro. Una vez allí aferró la tela con ambos dedos y se la bajó hasta dejar sus pechos fuera. Se había pasado toda la cena deseando hacer justo eso.

Sus senos no eran demasiado generosos, pero sí turgentes, bonitos y firmes. Con la ayuda del corsé, cierto. Además, eran del tamaño perfecto para sus manos. Cálidos y suaves. Tenía la piel muy blanca, casi translúcida en comparación con la suya. Sus pezones eran rosados y el deseo los había endurecido. Inclinó la cabeza y se llevó uno a la boca. Lo acarició con la lengua.

Sintió, que no escuchó, cómo aspiraba el aire con fuerza.

Desvió la atención de sus labios al otro pezón.

– Mmm… -la oyó murmurar. Un sonido ronco y satisfecho que surgió del fondo de su garganta mientras le pasaba los dedos por el pelo antes de levantarle la cabeza.

La duquesa había echado la cabeza hacia atrás. Tenía los ojos cerrados y el pelo le caía por la espalda mientras le acercaba los pechos al torso, mientras se pegaba por completo a él. Lo instó a acercar la cabeza y separó los labios justo antes de que los suyos los rozaran.

La abrazó para estrecharla con fuerza y se entregó al momento con abandono. Sus lenguas se debatieron, se acariciaron y se exploraron. La tensión se apoderó de sus brazos. La respiración se aceleró.

En un momento dado ella lo abrazó y notó que le clavaba los dedos en la espalda. Esas manos descendieron hasta detenerse en su cintura, donde se deslizaron por debajo de los pantalones y de los calzones para acariciarle las nalgas.

– Quíteselos -la oyó decir contra sus labios mientras tensaba el dorso de las manos contra la tela.

Una orden más. ¿Tampoco pensaba quitárselos ella misma? Claro que a esas alturas ya había demostrado dominar el arte de lo inesperado. Lo observó mientras se quitaba primero los zapatos y las medias, y después los pantalones y los calzones. Todo ello sujetándose el vestido bajo el pecho… hasta que lo vio desnudo. En ese momento apartó las manos y el satén verde esmeralda se deslizó hasta el suelo, dejándola tan solo con el corsé, las medias de seda y los escarpines.

Seguramente la habría poseído en ese mismo momento, sin más preámbulos, si no tuviera una ligera idea de lo opresivo que debía de ser el corsé y si no le hubiera prometido un maratón, claro está. En cambio, le desató las cintas y la asfixiante prenda acabó sobre el vestido.

La moda era un concepto raro. No sería de extrañar que se sintiera desnuda sin el corsé, aunque en realidad no lo necesitara. Su cuerpo era delgado, firme y bien formado. Sus pechos, turgentes y juveniles. Sus piernas, largas y torneadas. Si bien daba la impresión de no ser muy alta, solo era eso, una ilusión.

La vio sentarse en el borde de la cama e inclinarse hacia atrás con las manos apoyadas en el cobertor. Acto seguido levantó una pierna y le ofreció el pie. Le quitó la media y después la otra cuando ella repitió el movimiento.

Se inclinó sobre ella, instándola a tenderse en la cama, y la besó de forma apasionada y vehemente, mientras le acariciaba los pechos y se acomodaba entre sus muslos, que ella ya había separado, al igual que los brazos que estaban extendidos sobre la cama.

– ¿Cuánto se tarda en completar un maratón? -le preguntó la duquesa cuando por fin se apartó de sus labios. Según vio, tenía las mejillas sonrosadas.

– Toda la noche si es necesario -contestó él-. Aunque siempre se puede hacer trampa, tomar un atajo si nadie mira, llegar a la meta muchísimo antes de que la noche acabe.

– Estoy a favor de hacer cosas escandalosas cuando nadie mira -replicó ella mientras le pasaba los dedos índice y corazón por los hombros como si estuvieran caminando.

– Pues vamos allá.

En el fondo fue un alivio. Porque estaba tan excitado que incluso le resultaba incómodo.

Se enderezó para colocarle las manos bajo la espalda y la levantó a fin de acostarla a lo largo de la cama, y no a lo ancho como estaba hasta ese momento. Tras dejar las sábanas y el cobertor a los pies, se tumbó a su lado de costado y se apoyó en un codo para mirarla.

La duquesa estaba inmóvil, con las manos extendidas.

Le aferró la barbilla para besarla mientras su otra mano se deslizaba entre sus pechos, sobre ese abdomen tan plano, sobre su monte de Venus y entre sus muslos. Descubrió que estaba caliente y mojada. Tras explorar con los dedos, la penetró ligeramente con dos de ellos.

Y volvió a escuchar ese murmullo ronco que brotaba del fondo de su garganta.

Se colocó sobre ella, le separó los muslos y tras llevar de nuevo las manos bajo su espalda, la penetró hasta el fondo.

Su calor, su humedad, la tensión de sus músculos y la suavidad de su cuerpo fueron un impacto a sus sentidos.

Se obligó a controlar la respiración y las reacciones de su cuerpo. El momento de alcanzar el placer más sublime había llegado, por fin, y no quería apresurarlo, pese al estímulo que ella le había dado y al acuciante deseo que lo embargaba. Se mantuvo inmóvil y notó que la rigidez que de repente se había apoderado de ella comenzaba a desaparecer a medida que se relajaba. La esperó.

A la duquesa de Dunbarton.

A Hannah.

De repente, la recordó tal como la había visto en el parque aquella tarde con Stephen y Monty.

En ese momento ella lo abrazó por la cintura. Sus piernas se movieron para colocarse sobre las suyas. Su cuerpo irradiaba calor.

Levantó la cabeza para mirarla.

El deseo le oscurecía los ojos. Se estaba mordiendo el labio inferior.

– La línea de meta ya se ve -murmuró-, aunque todavía estamos a cierta distancia.

Ella no dijo nada. La vio cerrar los ojos y notó cómo lo aprisionaba en su interior.

Salió de ella y escuchó una especie de murmullo de protesta, pero volvió a penetrarla al instante, con fuerza y rapidez. Repitió el movimiento hasta imitar el ritmo de su propio corazón, hasta que todo su ser pareció sumergirse en esa ardiente humedad.

Era una mujer exquisita.

El momento era exquisito.

Sin embargo, el momento, el sexo, no se podía disfrutar a menos que se fuera consciente de la persona con la que se estaba compartiendo dicho momento. Y la duquesa demostró ser lista hasta el final. En vez de exhibir la experiencia que él esperaba, y que hasta ese momento creía desear, se limitó a dejarse hacer, a yacer casi de forma pasiva bajo su cuerpo.

Con se había preparado para resistir durante los preliminares, pero lo habían indultado. Claro que también habría disfrutado al máximo de no haber logrado dicho indulto. De modo que empleó la energía atesorada y el control que había invocado en ese momento, en el momento de la verdad, con la mujer que sería su amante durante los próximos meses.

El ritmo y la profundidad de sus envites continuaron hasta que se le nubló el pensamiento. Hasta que solo quedó el doloroso placer de hundirse y salir de ella. El abandono completo de la mujer a la que poseía.

El abandono de Hannah.

Su interior estaba caliente y mojado, al igual que el resto de su cuerpo por el efecto del sudor y del deseo. La escuchaba respirar de forma superficial.


En un momento dado su resistencia flaqueó, y el deseo físico se desbordó hasta acabar con el control. Introdujo las manos bajo ella para inmovilizarla y aumentó la fuerza y la rapidez de sus movimientos, para hundirse hasta el fondo y presionar y… derramarse en su interior. ¡Derramarse en su interior!

Notó que la tensión abandonaba por completo su cuerpo mientras se relajaba sobre ella. La duquesa tenía la cabeza bajo su hombro con la cara vuelta hacia el otro lado. Todavía lo abrazaba por la cintura y lo rodeaba con las piernas, de modo que también la notó relajarse.

Salió de ella y al sentir la frescura del aire sobre su cuerpo sudoroso, alargó un brazo para tirar de las sábanas y el cobertor. Una vez arropados, volvió la cabeza para mirarla. Tenía el pelo húmedo, rizado y alborotado. Sus ojos azules volvían a estar serenos a la luz de la vela mientras lo miraban a su vez.

– Mis suposiciones sobre usted no podían ser más ciertas -concluyó ella.

– ¿Eso es bueno o malo? -replicó.

– Para ser sincera -añadió-, no eran del todo ciertas. Es usted mucho mejor de lo que esperaba, señor Huxtable.

– Constantine -la corrigió él-. Con para la mayoría. Dejemos las formalidades.

– Siempre te llamaré Constantine -le aseguró la duquesa-. ¿Por qué acortar un nombre tan maravilloso y perfecto? Has superado la audición con honores. El papel de bailarín es tuyo para una larga temporada.

«¿Larga?», se preguntó él.

– Hasta el verano, me refiero -puntualizó la duquesa-. Hasta que vuelva a Kent para instalarme de nuevo en el campo y tú te vayas a tu propiedad de Gloucestershire.

– ¿Y cómo sabes que tú has superado la audición?

La pregunta hizo que ella enarcara las cejas.

– No seas tonto, Constantine -replicó.

Y de repente se percató de que no sabía si había alcanzado el clímax al mismo tiempo que él. Desde luego no lo había hecho ni antes ni después de ese momento.

¿Había tenido un orgasmo o no?

Y si la respuesta era negativa, ¿significaba que él había fallado? No obstante, sus palabras indicaban justo lo contrario. ¿Vería la duquesa el sexo como un ámbito más donde imponer su poder y control? Y donde disfrutar, claro. Porque era evidente que había disfrutado del momento.

Sin embargo, preferiría saber si lo había disfrutado al máximo o no. Eso sí, no se lo preguntaría.

– Más tarde repetiré la audición -le dijo-. De momento me has agotado, duquesa. Necesito recuperar las fuerzas.

– Hannah -lo corrigió ella-. Me llamo Hannah.

– Sí, lo sé -repuso mientras se volvía para tenderse de espaldas. Se tapó los ojos con el dorso de una mano-, duquesa.

No quería entablar una relación íntima con ella. Una ambición absurda dadas las circunstancias.

No iba a entablar una relación emocional.

La duquesa de Dunbarton no iba a controlarlo.

Ni por asomo.

La verdad era que estaba agotado. Pero era un cansancio placentero. Se desperezó satisfecho entre las sábanas. Sentía el calor que irradiaba el cuerpo femenino que tenía al lado. El olor, una mezcla de perfume caro y sudor. Un olor muy erótico y agradable.

Se durmió casi en el acto.

Y se despertó sin saber el tiempo que había pasado para descubrir la cama vacía a su lado y las cortinas descorridas. La duquesa de Dunbarton, ataviada con la camisa blanca que él se había quitado y la melena rubia platino suelta por la espalda, estaba sentada en el alféizar abrazándose la cintura, con las piernas dobladas frente a ella y la mirada clavada en el exterior.

Podía considerarse afortunada, muy afortunada, de que las velas se hubieran consumido en algún momento. Porque con la luz a su espalda y a pesar de llevar la camisa, habría sido un interesante ornamento que contemplar desde la calle.

El hecho de que las velas se hubieran apagado significaba, por supuesto, que se había pasado casi toda la noche durmiendo. Sin embargo, comprobó al mirar hacia el rincón que en realidad las velas no se habían consumido.

Comprendió que ella había tenido el buen tino de apagarlas antes de sentarse en el alféizar.

– ¿Hay algo interesante ahí afuera? -le preguntó al tiempo que entrelazaba los dedos bajo la cabeza.

Ella se volvió para mirarlo.

– No, nada -contestó-. Lo mismo que aquí dentro.

En fin… eso le pasaba por preguntar.

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