CAPÍTULO 08

Hannah estaba sentada en el alféizar acolchado de su gabinete privado en Dunbarton House, con las piernas dobladas por delante. Era una de sus posturas preferidas cuando no se encontraba en público, pero le hizo recordar la primera noche que pasó en casa de Constantine la semana anterior. Sin embargo, su alféizar era más ancho y estaba acolchado; además, era de día y la ventana daba a un extenso jardín con coloridos parterres de flores, no a la calle. Hacía un día estupendo… Y ella y Barbara estaban encerradas en casa.

– ¿Estás segura de que no quieres salir, Babs? -preguntó al tiempo que volvía la cabeza para mirar a su amiga. Como era habitual, mientras ella se sentaba sin hacer nada, Barbara estaba derecha como un palo, diligentemente ocupada con un complicado bordado-. Me siento culpable por mantenerte encerrada.

– Estoy encantada -replicó Barbara-. Todo ha sido un torbellino de actividad desde que llegué a la ciudad, Hannah, y me siento casi abrumada por los acontecimientos. Me agrada pasar un día tranquilo.

– Pero esta noche será el baile de los Kitteridge -le recordó-. ¿Estás segura de que quieres ir?

– Por supuesto -contestó su amiga-. Si yo no voy, tú no podrás ir.

– ¿Porque no tendría carabina? -preguntó Hannah con una sonrisa.

– Ni siquiera tú te atreverías a ir a un baile sola -adujo su amiga, alzando la vista.

– Podría mandarle una nota urgente a lord Hardingraye o al señor Minter, o a un buen número de caballeros, y tendría un acompañante dispuesto enseguida -replicó.

– ¿No al señor Huxtable? -Barbara enarcó las cejas.

– Después de haber aparecido juntos en el teatro, aunque estuviésemos acompañados por el señor y la señora Park, por el hermano de esta, por los barones Montford y también por ti, estoy segurísima de que todas las conversaciones que se han mantenido esta tarde en todos los salones londinenses nos han catalogado como amantes. Sin embargo, debemos ceñirnos a eso que llaman «decoro», Babs. El señor Huxtable no me acompañará esta noche aunque nadie más lo haga, así que estoy condenada a quedarme en casa.

– Vaya por Dios, pues iré -dijo Barbara, que retomó su labor-. No hay necesidad de que le escribas a ningún caballero.

– Solo si te apetece de verdad -señaló-. No eres mi dama de compañía, Babs. Eres mi amiga. Y si quieres quedarte esta noche en casa, yo también lo haré.

– Debo confesar que después de haber asistido a un baile de la alta sociedad contigo -repuso Barbara-, estoy ansiosa por asistir a otro. ¿Crees que me estoy convirtiendo en una persona… inmoral?

Hannah miró la coronilla de su amiga con una sonrisa.

– Te queda muchísimo camino por recorrer antes de que puedas aplicarte ese calificativo -le aseguró-. Que no es mi caso.

Estaba un poco adormilada debido al calorcito del sol, que entraba a raudales por la ventana. Se había despertado a las cinco de la mañana y había despertado a Constantine para que la llevara a casa, pero eran más de las seis cuando por fin se pusieron en marcha. Había estado en lo cierto sobre los peligros de dormir con un hombre, sobre todo si ese hombre se había levantado por la noche sin despertarla y se había desnudado. De modo que por la mañana se encontraron muy calentitos, soñolientos y amorosos. Y abrazados. Tardaron una hora la mar de placentera en salir de la cama.

– ¿Te resultó muy difícil dejar atrás a la mujer que eras para convertirte en la que eres ahora, Hannah? -preguntó Barbara tras unos minutos de silencio, con la cabeza inclinada sobre la costura-. Me refiero a después de casarte.

Tardó un rato en contestar. Barbara nunca le había hecho esa pregunta antes.

– En absoluto -respondió a la postre-. Tuve un maestro excelente. El mejor, de hecho. Y no me gustaba mi antigua forma de ser. Me gustaba la persona en la que me convertí. Me gusta la persona en la que me he convertido. El duque me enseñó a madurar, a valorarme mientras me formaba. Y me enseñó a ser una duquesa, ese fue su regalo. Me enseñó a ser independiente y autosuficiente. Me enseñó a no necesitar a nadie.

Esa última parte no era estrictamente verdad. No había sido consciente de lo mucho que lo necesitaba hasta que murió. Su duque nunca le había dicho que no necesitaba a nadie. Más bien había sido al contrario. Le había dicho que necesitaba amor y al precioso grupo de personas que acompañaría al amor cuando lo encontrara: una pequeña comunidad unida por la sensación de pertenencia, lo había llamado. Le había asegurado que algún día la encontraría. Le había enseñado a no ser dependiente mientras esperaba, sino a utilizar su fuerza interior para no caer en la tentación de aferrarse a un pálido sustituto del amor.

Como el sexo, pensó en ese momento, cerrando los ojos un instante. Era muchísimo más adictivo de lo que había imaginado. Le resultaría muy sencillo aferrarse a él, vivir para las horas que pasaba en casa de Constantine, para esos momentos en los que veía colmadas todas sus necesidades.

Bueno, no todas. No debía olvidarlo. No debía cometer el error de creer que las necesidades que Constantine colmaba eran las necesidades fundamentales de su ser.

Porque dichas necesidades no tenían nada que ver con el amor. Constantine no tenía nada que ver con el amor.

– A mí sí me gustabas, Hannah -dijo Barbara-. De hecho, te quería muchísimo. Me acuerdo muchas veces de lo maravilloso que era tenerte siempre tan cerca, a un simple paseo a través de un sembrado y un prado. Y me encantaría que siguieras viviendo allí.

– Pues si ese fuera el caso, no tardaría en verme abandonada -replicó-. Vas a casarte con tu vicario dentro de nada.

– No es exclusivamente mi vicario -le recordó su amiga con una sonrisa sin apartar la mirada de la costura-, aunque sí es exclusivamente mi Simón. Le quiero muchísimo, ¿sabes? Le encanta leer, es inteligente y casi incapaz de mantener una conversación frívola, aunque el pobrecillo lo intenta. Lleva anteojos y empieza a tener entradas en las sienes, aunque todavía no ha cumplido los treinta y cinco años. Tal vez sea un par de centímetros más bajo que yo, aunque cuando lleva botas de montar quedamos a la misma altura. Y tiene la sonrisa más dulce del mundo entero… todos lo dicen. Pero para mí tiene una sonrisa especial. Que me llega justo al corazón. -Barbara dejó la aguja en el aire. Siguió con la vista clavada en el bordado, con las mejillas un poco sonrojadas y los ojos brillantes, contemplando a un hombre que físicamente se encontraba muy lejos de allí.

Hannah sintió una punzada de envidia.

– Me alegro mucho por ti, Babs -dijo-. Sé que hasta ahora te veías abocada a la soltería pese a los pretendientes adecuados que has tenido a lo largo de los años. Pero has esperado hasta encontrar el amor.

– Hannah, ¿nunca has deseado haber esperado? -le preguntó su amiga, con la aguja todavía suspendida en el aire. El rubor se extendió por sus mejillas y bajó una vez más la aguja.

– No -contestó en voz baja-. No, nunca, en ningún momento.

– Pero… -Barbara dejó la tela en sus rodillas sin haber dado una sola puntada más-. Pero no estabas en condiciones de tomar una decisión tan importante en ese preciso momento. Estabas muy alterada. Y con toda la razón del mundo.

– Tuve un ángel de la guarda -adujo-, que era el duque de Dunbarton. En una ocasión se lo dije. Y casi se atragantó con el oporto.

– Pero, Hannah -insistió su amiga-, era tan… viejo. ¡Ay, por Dios, perdóname!

– Solo tenía cincuenta y cuatro años más que yo -le recordó con una leve sonrisa-. Apenas lo bastante viejo como para ser mi abuelo. De hecho, una vez me enseñó unas cuentas en las que demostraba que podría haber sido su bisnieta. Déjalo ya, Babs. Nunca admitiré haberme casado con él sin reflexionar y haberme arrepentido después. Me casé con él muy deprisa y jamás me he arrepentido, en ningún momento. ¿Por qué iba a arrepentirme? Me mimó y me cubrió de oro, y ascendí hasta entrar en este mundo. -Abarcó la estancia con un gesto de la mano-. Y ahora soy libre. -Volvió la cara hacia la ventana a toda prisa.

¿Lágrimas? ¿¡Lágrimas!?

– Hannah, deberías volver a casa -le aconsejó Barbara-. Deberías…

– Ya estoy en casa -la interrumpió. Su amiga la miró con expresión triste.

– Ven a mi boda -le suplicó-. Puedes quedarte con mis padres. Nuestra casa no es en absoluto a lo que estás acostumbrada, pero sé que les encantaría acogerte. Y el día de mi boda sería perfecto si mi mejor amiga estuviera presente. Sé que Simón quiere conocerte. Por favor, ven.

– Se le quitarán las ganas de conocerme cuando sepa en lo que me he convertido -aseguró-. Además, estaría engañando a tus padres si me quedara bajo su techo tal como soy. Su mundo es distinto al mío, Babs. Tu mundo es distinto al mío. Vivís en un mundo más inocente, en uno más decente.

– Ven de todas formas -insistió su amiga-. Te querrán por ti misma, al igual que yo. Soy muy puritana y mojigata, Hannah. Sigo siendo una solterona que ha crecido pegada a la iglesia. He estado a punto de quedarme para vestir santos, pero en mi caso el dicho casi es cierto. Detesto lo que te has hecho durante estos últimos días porque no creo que seas feliz. Y creo que tu infelicidad crecerá a medida que tu relación con el señor Huxtable progrese. Crees que quieres placer, cuando en realidad quieres encontrar el amor. Pero ya me he ido por las ramas y me había prometido que no te echaría un sermón. Ven a mi boda de todas formas. ¿No te parece que es hora de regresar? Han pasado más de once años.

– Precisamente por eso -replicó-. Babs, ahora llevo una vida totalmente distinta, en un universo distinto. Todo lo anterior ha dejado de existir para mí. No quiero que exista.

– ¿Y en qué me convierte eso? -Preguntó su amiga-. ¿En un fantasma?

– ¡Ay, Babs! -Exclamó, y tuvo que volver de nuevo la cabeza para ocultar las lágrimas que le inundaban los ojos-. No me abandones nunca. -Escuchó el frufrú de la seda a su espalda y, acto seguido, se vio envuelta en un fuerte abrazo.

Se aferraron la una a la otra un buen rato, mientras ella se sentía como una tonta. Y por extraño que pareciera, tan apenada como el día que el duque murió.

– Mira que eres tonta -dijo Barbara con una voz un tanto temblorosa-. ¿Cómo quieres que deje de ser tu amiga cuando eres tan rica y me llevas a los bailes de la alta sociedad e insistes en comprarme un frívolo bonete cada vez que te engatuso para que me invites a venir a Londres?

Hannah bajó las piernas del alféizar de la ventana y se alisó las faldas del vestido de muselina.

– Era un bonete espléndido, ¿verdad? -replicó-. Si no me hubieras dejado comprártelo ayer, me lo habría comprado yo, y ¿dónde lo habría metido? Ya tengo todo el vestidor y el dormitorio de invitados adyacente a reventar de ropa… o eso se rumorea, y todo el mundo sabe lo fiables que son los rumores.

– Yo estoy en el dormitorio de invitados adyacente a tu vestidor -comentó Barbara al tiempo que se enderezaba y se giraba para doblar la tela.

– Pues te compadezco -dijo-. Tiene que ser dificilísimo pasar por la puerta, aunque vayas de costado.

Barbara soltó una carcajada.

– ¿Vendrás a mi boda? -preguntó en voz baja.

Hannah suspiró en silencio. Había albergado la esperanza de que hubiera olvidado el tema.

– No puedo, Babs -respondió-. No volveré. Pero tal vez tú vicario y tú podáis pasar parte de vuestra luna de miel conmigo en Kent.

Una doncella entró en ese momento, llevándoles el té, y la conversación derivó hacia otros temas.

No era infeliz, se dijo Hannah. Barbara estaba muy equivocada. Y su infelicidad no aumentaría. ¿Cómo iba a hacerlo cuando ni siquiera era infeliz?

Estaba deseando que llegara la noche, el momento posterior al baile. El anhelo que sentía tal vez fuera superficial, pero también era muy poderoso.

La posibilidad de llegar a cansarse algún día de la forma en la que Constantine le hacía el amor le resultaba inconcebible. Claro que todo tendría que acabar en cuanto terminase la temporada social. Pero para eso faltaba mucho tiempo. Ni siquiera merecía la pena planteárselo en ese momento.

Se puso en pie y sirvió el té.


A primera hora de la tarde llegó una nota a casa de Con, de parte de Cassandra, la condesa de Merton y esposa de Stephen, para invitarlo a cenar en Merton House antes del baile de los Kitteridge. No tenía compromisos previos, de modo que se alegró de responder que asistiría.

A lo largo de los años había intentado muchas veces guardar rencor, incluso odiar, a Stephen, que había heredado el título de Jon y que se había presentado con diecisiete años en Warren Hall como su nuevo propietario, acompañado de sus hermanas. Los cuatro eran entonces unos desconocidos para él, y ni siquiera sabía de su existencia hasta que Elliott y sus abogados estudiaron el árbol genealógico en busca de un heredero lejano. E incluso después de haber localizado esa rama familiar no fue nada fácil encontrarlos en el pueblecito perdido de Shropshire donde vivían.

El odio lo había consumido antes de conocerlos. Iban a invadir su hogar, a pisotear sus recuerdos, a apoderarse de algo que debería haber sido suyo. Pero lo peor era quejón estaba enterrado en unas tierras que pertenecían a un desconocido.

Los odió durante un tiempo después de conocerlos.

Pero ¿cómo odiar a Stephen una vez que se le conocía? Sería como odiar a los ángeles. E igual de difícil era odiar a sus hermanas. Los cuatro se alegraron muchísimo cuando descubrieron su existencia. Lo acogieron como a un hijo pródigo. Todos comprendieron cómo debía de sentirse por la sucesión.

Al llegar a Merton House, Con descubrió que Margaret y Duncan, el conde de Sheringford, también habían sido invitados a la cena. Margaret era la mayor de las tres hermanas, la que se había ocupado de que la familia siguiera unida después de la muerte de sus padres. Había mantenido su soltería con terquedad hasta que sus hermanos fueron mayores. Y entonces se casó. Su elección de marido pareció desastrosa en su momento. Sin embargo, el matrimonio había sobrevivido y también parecía haber florecido.

Con se relajó y disfrutó de la cena. La comida era buena, y la compañía y la conversación, agradables. No sospechó siquiera que pudiera existir un motivo oculto para haberlo invitado hasta que se retiraron al salón después de cenar, una hora antes de que llegara el momento de salir hacia el baile.

– Cassandra y yo hemos ido a casa de Kate esta mañana -comentó Margaret mientras Cassandra servía el té-. Nessie nos ha acompañado. Kate está embarazada otra vez después de tanto tiempo. ¿Lo sabías, Constantine? Está muy contenta y también algo mareada por las mañanas. Nos ha dicho que Jasper y ella pasaron una noche muy agradable.

«¡Ah!», pensó Con.

– No estaba al tanto de su embarazo -repuso-. Supongo que los dos están muy contentos.

Habían hablado de él durante esa visita matinal, no le cupo la menor duda. Esperó a que se lo confirmaran.

– Estuvimos hablando de ti -continuó Margaret.

– ¿De mí? -Repitió, fingiendo asombro-. ¿Debo sentirme halagado?

– Ya tienes más de treinta años -señaló Margaret.

Se preguntó cómo abordarían el tema. No podían echarle un sermón abiertamente por aceptar a la duquesa de Dunbarton como amante, ¿verdad? Como damas de buena educación, no podían admitir estar al tanto de semejante arreglo, ni siquiera de sospecharlo.

Por supuesto, Margaret era la encargada de hablar. Cassandra fingía estar muy ocupada con la tetera. Stephen y Sherry trataban de aparentar que la conversación no tenía nada de extraordinario.

– En fin -replicó él con un suspiro-, Dios no quiere que nos quedemos estancados en los veinte años, Margaret. Qué poca consideración por su parte.

Todos se echaron a reír, Margaret incluida, pero su prima no se dejó desviar de su objetivo, fuera cual fuese.

– Constantine, todos estamos de acuerdo en que deberías empezar a pensar en el matrimonio. Eres nuestro primo y…

– Primo segundo -la corrigió con énfasis-. Y en el caso de Cassandra, solo político.

– Esta noche está de buen humor, Meg -comentó Cassandra-. No está taciturno, así que no piensa tomarse nada en serio.

Stephen bebió un sorbo de té. Con intercambió una mirada exasperada con Sherry.

– Me tomo muy en serio la idea del matrimonio -les aseguró-. Sobre todo del mío. Y sobre todo cuando la idea parte de un comité formado por las mujeres de mi familia. Porque hay un comité, ¿no? ¿Hay también alguna dama en particular que queráis que tenga en cuenta?

Margaret abrió la boca para hablar y la volvió a cerrar. Cassandra se limitó a sonreír. Sus respectivos maridos se limitaron a seguir bebiendo té.

– ¿O una en particular que queráis que no tenga en cuenta? -se corrigió.

Cassandra soltó una carcajada.

– Te dije que se olería enseguida de qué iba todo esto, Meg -comentó-. Pero, Con, te aseguro que solo pensamos en tu felicidad. Yo ni siquiera llevo un año en esta familia, pero también quiero verte feliz.

– Cuidado con una mujer felizmente casada -dijo él-. Confabulará e intrigará hasta lograr que todos los demás también sean felices.

Stephen sonrió y Sherry se echó a reír.

– ¿Qué tiene eso de malo? -preguntó Margaret, a todas luces molesta. Estaba mirando a Sherry.

– Katherine se percató del asunto anoche en el teatro, ¿verdad? -preguntó Con-. No le gustó lo que vio. Y todas le disteis la razón esta mañana. Sería interesante saber si Vanessa también lo ha hecho.

– Todos los años tienes una favorita, Constantine -le recordó Margaret cuando se sentó en su sillón, con la taza y el platillo en las manos-. Hasta ahora, todas ellas han sido damas agradables. Me cayó muy bien la señora Hunter, el año que Duncan y yo nos casamos.

Margaret se pondría colorada si le pidiera que le explicase a qué se refería exactamente con «favorita», pensó Con.

– A mí también me caía bien -replicó-. Por eso fue mi favorita ese año. Pero espero que no vayas a pedirme que piense en ella como en mi futura esposa. Se casó con lord Lund hace dos veranos.

– Y le dio un heredero el año pasado, creo -apostilló Sherry-. Has hecho bien en olvidarla, Con.

Margaret le lanzó una mirada indignada a su marido.

– La duquesa de Dunbarton es guapa -dijo-. Nadie puede negarlo. Atrae todas las miradas allá donde va, y no es solo por su belleza. Es una mujer fascinante.

– Creo que ahora viene un pero… -dijo Con.

Cassandra tomó la palabra.

– Kate está convencida de que la duquesa ha decidido convertirte en su favorito, Con -dijo-. Y si la duquesa quiere algo, al parecer suele conseguirlo. Aunque se dice que es muy inconstante en sus preferencias. La semana que viene o la siguiente podría tener otro favorito. -Cassandra parecía incomodísima. Miró con el ceño fruncido a Stephen, quien a su vez la miraba con una sonrisa.

– Constantine, no me negarás que tiene reputación de promiscua -terció Margaret-. Y creo que bien merecida.

¿Qué dirían si les contara que la duquesa había sido virgen hasta hacía poco más de una semana y que había perdido dicha virginidad con él?, se preguntó.

– ¿Y temes que acabe herido y con el corazón destrozado si sucumbo a sus malas artes esta semana y tal vez la siguiente? -Quiso saber-. ¿Temes que no sea rival para alguien de la… experiencia de la duquesa, aunque dicen que soy la personificación del demonio? Me conmueve tu preocupación.

La situación le hacía muchísima gracia.

– ¡Ay, Dios! -Exclamó Cassandra al tiempo que soltaba la taza y el platillo con más fuerza de la cuenta-. No habíamos planeado sacar el tema de esta manera, ¿verdad, Meg? Kate se va a enfadar mucho con nosotras. Por supuesto que eres capaz de manejar a Su Excelencia si se convierte en tu… esto… favorita. De hecho, estoy segura de que hay varias personas que le están aconsejando no relacionarse contigo. Lo que queríamos decir, o sugerir o insinuar, movidas por el afecto que te tenemos, no te quepa la menor duda, es que tal vez haya llegado la hora de que te dejes de coqueteos y relaciones esporádicas y te centres en el matrimonio. Eres un gran partido. Y guapísimo además, aunque no estoy segura de que sea la palabra adecuada para describirte. Te conviertes en el centro de las miradas allá donde vas… igual que la duquesa.

– Hemos metido la pata, Constantine -admitió Margaret-. Queríamos darte un sutil empujoncito para que emprendieras el camino hacia el matrimonio en vez de… En fin.

– Tal vez deberíamos hablar del tiempo que hará mañana, amor mío -sugirió Sherry-. O del que hará la semana que viene. O el mes que viene.

Margaret sonrió un instante antes de soltar una carcajada que parecía sincera.

– ¿Os parece que nos olvidemos de los últimos cinco minutos y empecemos de nuevo? -preguntó.

– ¡No, por Dios! -dijeron Sherry y Stephen a la par.

– Pues yo quiero saber qué ha dicho Vanessa al respecto -dijo Con.

Vanessa, la segunda de las hermanas, fue una buena amiga suya hasta que se casó con Elliott, el duque de Moreland. Poco después de la boda y en su intento por vengarse de Elliott de la forma tan estúpida y pueril con la que encaraba en aquel entonces el largo enfrentamiento que los separaba, le había hecho daño sin querer (aunque de un modo previsible) y la había humillado. Y Vanessa apenas le había dirigido la palabra desde entonces.

Aquella no fue su mejor época. De hecho, admitía que había sido una de las peores de su vida. A decir verdad, cada vez que veía a Vanessa o que pensaba en ella se sentía abrumado por la culpa y la vergüenza.

– En realidad ella estaba en la habitación infantil mientras hablábamos del tema. Fue a llevarle un regalo a Hal y también para admirar a Jonathan -comentó Margaret-. Cassandra lo llevó consigo.

Hal era el hijo de Katherine y Monty, que ya tenía cuatro años.

Stephen le había escrito una carta después del nacimiento de su propio hijo para preguntarle si le molestaría mucho que llamaran Jonathan al bebé. A Con le había molestado muchísimo, tanto que casi les respondió negándose en redondo. Pero se detuvo a pensar en lo mucho que le habría gustado a su hermano. Se imaginó sus alegres y escandalosas carcajadas con tal claridad que fue como si las escuchara. De modo que el nuevo heredero del título se llamaba Jonathan.

Por extraño que pareciera, la idea le resultó reconfortante cuando después de llegar a Londres fue a conocer al bebé.

– No deberíamos haber dicho nada -siguió Margaret-. Duncan y Stephen llevan todo este rato riéndose descaradamente, y tú no te has portado mucho mejor, Constantine. Te lo has tomado a broma.

– Mucho mejor que tomárselo a la tremenda, Maggie -comentó Sherry.

– Verás, Con, el problema es que mis hermanas esperaban hacer de casamenteras durante años conmigo -le explicó Stephen-. Pero tuve la desvergüenza de enamorarme de Cassandra el año pasado con apenas veinticinco años, casi un bebé, prácticamente. Tú eres el único pariente que les queda, aunque solo seas un primo segundo, de modo que vas a tener que soportar todo su… afecto, hasta que te cases con una mujer digna de ti y vivas feliz para siempre. Si fueras listo, te casarías este año y vivirías en paz para siempre.

– Salvo por el detalle de que estaría casado -señaló Constantine.

– ¡Ya basta! -Margaret se puso en pie de un salto-. Tenemos que asistir a un baile y detestaría llegar tan tarde que los anfitriones ya no estén en la puerta para recibirnos.

Y con eso, pensó Con, se zanjaba el asunto. De momento, al menos.

Pero su familia no aprobaba a su amante primaveral. O a su favorita, para emplear el eufemismo con el que las damas podrían sentirse medianamente cómodas.

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