CAPÍTULO 18

El duque de Moreland estaba desayunando en su residencia londinense de Cavendish Square cuando le informaron de que Su Excelencia, la duquesa de Dunbarton, y el conde de Merton se encontraban en el salón recibidor y solicitaban verlo para tratar con él un asunto urgente. Su esposa acababa de sentarse a la mesa.

Era temprano. El duque tenía que ir a la Cámara de los Lores y le gustaba pasar siempre una hora con su secretario para discutir los asuntos del día antes de acudir a la cita. La duquesa todavía tenía que abandonar la cama a una hora indecente reclamada por su voraz hijo de ocho meses, que aún no había aprendido a esperar a una hora más civilizada para pedir su desayuno.

Los dos aparecieron en el salón recibidor antes de que Hannah estableciera una ruta satisfactoria para pasearse por la estancia. Se había cambiado de ropa al llegar a Londres hacía unas horas, pero no había dormido. Habría ido a llamar a la puerta del duque mucho antes si no se hubiera impuesto el sentido común. El conde de Merton había tenido la amabilidad de llegar a Dunbarton House diez minutos antes de lo que le había prometido.

– Stephen -saludó la duquesa a su hermano al tiempo que lo abrazaba. Cuando se separó, lo miró a la cara y después la miró a ella con cierta curiosidad.

– ¿Duquesa? ¿Stephen? Buenos días. -El duque los miró con expresión penetrante.

Hannah no esperó a que terminasen las formalidades.

– Tiene que ayudar a Constantine -lo urgió, dando unos pasos hacia él-. Por favor. Tiene que hacerlo.

– ¿A Con? -Los ojos del duque se posaron en ella… unos ojos azules que brillaban en esa cara morena de facciones austeras y expresión despótica. Tan parecida a la de Constantine y tan distinta-. ¿Tengo que ayudarlo, señora?

– ¿Constantine? -Preguntó la duquesa de Moreland al mismo tiempo-. ¿Está en un apuro?

– Van a colgar a un hombre en Gloucestershire -explicó Hannah, casi sin aliento, como si hubiera realizado el trayecto hasta allí corriendo en vez de en el carruaje del conde-. Y Constantine ha ido para salvarlo. Pero no podrá hacerlo. No tiene autoridad alguna. Usted sí. Usted es el duque de Moreland. Tiene que ir allí sin demora y ayudarlo. Por favor. -Para ella la explicación tenía muchísimo sentido.

– Elliott… -dijo el conde de Merton, pero el duque alzó una mano para silenciarlo.

– Vanessa, ¿tendrías la amabilidad de pedir que nos traigan un poco de café para la duquesa? -Preguntó a su esposa sin apartar los ojos de Hannah-. Y también para Stephen, amor mío. Los dos parecen recién llegados de Kent y creo que no han desayunado.

– Diré que traigan algunas tostadas también -añadió la duquesa antes de marcharse.

El duque aferró a Hannah por un codo y le indicó una silla cercana. Ella se dejó caer sobre el asiento.

– Hábleme sobre el hombre a quien van a colgar -dijo-. Y sobre su relación con mi primo.

¿Qué había dicho hasta ese momento?, se preguntó. Seguramente no lo suficiente. Había querido ser lo más concisa posible para que el duque partiera hacia Ainsley Park sin pérdida de tiempo.

– Robó unas gallinas -explicó-, porque temía decepcionar a Constantine. Resulta que se dejó la puerta del gallinero abierta y se coló un zorro, pero no entendía que estaba robando hasta que se lo explicaron, y después se disculpó y devolvió las gallinas: además, también compensaron al dueño con el valor de los animales, pero un estúpido juez pensó que debía dar ejemplo con su caso y lo sentenció a morir ahorcado. Por favor, ¿irá a impedirlo? -¿Dónde estaba la controlada y locuaz duquesa de Dunbarton cuando más la necesitaba?, se preguntó.

Los ojos del duque se desviaron hacia el conde justo cuando Hannah se llevaba la enorme sorpresa de sentir que la tomaba de la mano y le daba un apretón.

– ¿Stephen? -lo oyó preguntar.

La duquesa regresó en ese instante.

– Elliott, parece que Con compró esa propiedad en Gloucestershire a instancias de Jon -explicó el conde de Merton-, para dar cobijo a madres solteras y a sus hijos. Desde que se puso en marcha, ha expandido su alcance a personas con retraso mental o con problemas físicos, y a otros desahuciados por la sociedad. Tengo entendido que los forman para encontrar un trabajo decente en otra parte. El hombre en cuestión sufre un retraso mental y le tiene muchísimo cariño a Con, por lo que me han contado. Fue el responsable de que el zorro se comiera las gallinas, de modo que buscó otras gallinas en el gallinero de un vecino para reemplazarlas. Seguramente a él le pareciera lógico. Pero lo arrestaron y ni siquiera la devolución de las gallinas ni la compensación económica, además de una disculpa, le han evitado la condena a muerte.

– ¿Es posible? -Preguntó la duquesa de Moreland con los ojos abiertos de par en par-. ¿Pueden colgar a un hombre por algo tan insignificante?

– La ley no suele aplicarse de forma tan estricta a cómo podría hacerse -contestó el duque-. Pero en ocasiones sí se hace, y el juez está en todo su derecho.

¿Por qué estaban perdiendo el tiempo hablando?, se preguntó Hannah. Echó mano de la escasa dignidad que le quedaba, deseando no estar tan cansada ni tan desconcertada.

– Constantine quiere a esas personas -dijo-. Les ha dedicado gran parte de su vida de adulto. Si cuelgan a ese hombre, se quedará destrozado. Encontrará la manera de culparse. Sé que lo hará. Aunque estoy segura de que le diría que él no es lo importante ahora mismo, que lo que importa es ese pobre desdichado. Excelencia, sé que mantienen una rencilla. Pero las rencillas son absurdas en situaciones como esta. La vida de un hombre está en juego. Su influencia puede salvarlo. Estoy convencida de que es así. Sé que la influencia de mi duque lo habría salvado, y en muchos aspectos usted me recuerda a él. Tiene un porte parecido al suyo. Por favor, ¿irá a Ainsley Park?

El duque la miró fijamente.

– No puedo inventarme ni cambiar la ley, señora -dijo.

– Pero la sentencia para este tipo de delito es desproporcionada -insistió Hannah-. Usted mismo lo ha dicho, aunque no con las mismas palabras. La sentencia podría cambiar. No tiene que morir por haber robado unas gallinas, sobre todo cuando ni siquiera era plenamente consciente de que estaba robando.

– Es muy posible que cualquier juez argumente que un hombre capaz de robar sin ser consciente de lo que hace es un hombre peligroso, con muchas probabilidades de reincidir, incluso de herir a alguien en el proceso.

– Lo hizo porque quiere a Constantine -adujo Hannah-, porque no soportaba la idea de decepcionarlo por el incidente del zorro. ¿Va a decirme que merece morir?

– Estoy seguro de que no lo merece, señora -contestó-. Pero…

– ¿No irá ni siquiera por Constantine? -Hannah decidió no echarse atrás-. Es su primo. Fue su amigo hasta que, y cito textualmente, usted se comportó como un imbécil pomposo y él se comportó como un idiota testarudo.

El duque enarcó las cejas.

– Supongo que debo agradecer que se haya descrito de forma tan peyorativa como me ha descrito a mí.

– Elliott -dijo su esposa, que cruzó la estancia para colocarle una mano en el brazo-, tienes que ir. Sé que tienes que hacerlo. Si tú no vas, iré yo. Y sabes muy bien que allá donde yo voy, Richard se viene conmigo para que el pobre no se muera de hambre, y que Belle y Sam tendrán que venir también para que no se sientan abandonados por su propia madre. Sin embargo, mi influencia no será mayor que la de la duquesa de Dunbarton. Mucho menor, de hecho. Ella tiene una personalidad mucho más resolutiva que yo.

– Amor mío, acabas de decir una sarta de tonterías -repuso el duque, que se llevó la mano de su esposa a los labios-. Pero has dejado clara tu postura. Con por fin me necesita e iré a ayudarlo. Seguramente me dará un puñetazo en la nariz por las molestias y así nos pareceremos todavía más.

– Yo te acompañaré, Elliott -terció el conde de Merton.

Hannah lo miró sorprendida.

– Cass insistió en que lo acompañara antes de que pudiera preguntarle si le molestaría mucho que lo hiciera -explicó.

Hannah se puso en pie de un salto cuando un criado entró en la estancia con una enorme bandeja en las manos.

«¡Dios, que no se sienten a desayunar ahora mismo!», pensó.

– Me voy a casa a preparar el equipaje -dijo el conde.

– Pasaré a recogerte en una hora -comentó el duque.

Y ambos abandonaron la estancia.

– Desayunar posiblemente sea lo último que quiere hacer ahora -comentó la duquesa de Moreland-. Pero tómese una tostada al menos. Yo voy a hacerlo. Acababa de sentarme cuando han llegado -dijo mientras servía dos tazas de café.

– Siento muchísimo haberlos importunado con mis problemas -se disculpó Hannah.

– No sabía que fuera la culpable de los problemas -replicó la duquesa, mientras dejaba la taza y su platillo frente a ella, tras lo cual fue en busca del plato donde había colocado una tostada con mantequilla, cortada por la mitad-. ¿Quiere usted a Constantine?

– Yo…

– Ha sido una pregunta muy indiscreta -la interrumpió la duquesa con una sonrisa-. Permítame expresarlo de otra manera. Quiere a Constantine. Lo estaba viendo venir desde el principio de la temporada social. Incluso he llegado a compadecerme un poco de usted.

Hannah la miró mientras le daba un mordisco a su tostada.

– Le quiero -admitió a la postre-. Lamento que usted no lo haga. Me ha dicho que poco después de que se conocieran hizo algo que la lastimó.

– Sí -corroboró la duquesa-. Y fue algo muy cruel. Algo pensado para avergonzar a Elliott, pero que acabó por humillarme a mí. La verdad es que fue algo muy infantil, pero los hombres pueden ser muy infantiles en ocasiones. Claro que las mujeres también. Me negué a aceptar sus disculpas. Decidí que era imperdonable, y es algo que me apena desde entonces. Pero cuando se disculpó, lo creía responsable de algo muchísimo peor que la travesura que había cometido. Elliott se equivocaba a ese respecto, ¿verdad?

– Sí -contestó-. Pero porque Constantine fue demasiado orgulloso y demasiado arrogante como para explicarse.

– Los hombres rara vez toman el camino más sencillo -comentó la duquesa-. Aunque en ocasiones recurren a los puños, rompiéndose la nariz y poniéndose los ojos morados en vez de hablar como personas civilizadas. A veces creo que el poder de la palabra es un desperdicio en los hombres. ¡Ay, por Dios! No piense que tengo tan mala opinión de ellos, por favor. ¿Le sirvo más café?

Su taza estaba vacía, se percató Hannah. Tenía el regusto del café en la boca, pero no se acordaba de habérselo bebido.

– No -contestó al tiempo que se ponía en pie-. Se lo agradezco, pero debo irme. Tengo que atender otro asunto urgente esta mañana y tampoco quiero impedir que pase un poco de tiempo con su marido antes de que se vaya. ¡Ojalá pudiera ir con él y con el conde de Merton! Pero mi presencia solo serviría para retrasarlos.

– Cierto. -La duquesa sonrió-. Y no sería apropiado, ni siquiera para la duquesa de Dunbarton. Elliott puede ser muy despótico cuando se lo propone, duquesa. No aceptará un no por respuesta en Gloucestershire así como así. Ni Stephen. A veces da la errónea impresión de que es un hombre apocado, incluso un pusilánime, porque es muy amigable y tiene la apariencia de un ángel, pero puede ser un ángel vengador cuando se lo propone. Se lo propondrá por el bien de Constantine.

– Gracias -replicó Hannah.

La duquesa la acompañó a la puerta, momento en el que se dio cuenta de que su hermano se había ido en el carruaje. Sin embargo, Hannah no le permitió que mandara preparar otro vehículo.

– Iré andando -insistió-. El aire fresco me sentará bien y corre una brisa agradable.

La duquesa la sorprendió al abrazarla con fuerza antes de que se fuera.

– Tiene que venir una tarde a tomar el té -dijo-. Le mandaré una invitación. ¿La aceptará? Siempre he deseado conocerla mejor.

– Gracias -contestó-. Será un placer.

¿Dónde estaba Constantine en ese momento?, se preguntó mientras volvía a casa a toda prisa. Estaba segurísima de que habría viajado toda la noche, deteniéndose únicamente para pagar en los fielatos y para cambiar de caballos. Le había advertido a su cochero que esperase un viaje sin paradas. ¿Habrían llegado ya? ¿O seguiría en el camino, preguntándose si llegaría a tiempo, preguntándose si podría salvar a su protegido?

¿Y a qué hora podría presentarse en el palacio de Saint James sin ofender a nadie para pedir una audiencia con el rey?

¿La recibiría?

¿Llegarían a decirle que había ido a verlo?

Pero por supuesto que la recibiría. Era la duquesa de Dunbarton, la viuda del duque de Dunbarton.

«Cuenta con algo», le había enseñado el duque, «y será tuyo».

De modo que contó con hablar personalmente con el rey en breve. Pero primero tenía que llegar a casa para ponerse su mejor armadura.

Ni un diamante falso vería la luz esa mañana. Y no habría más color que el blanco.


Con llegó a Ainsley Park en mitad de una tarde lluviosa, exhausto y sin afeitar. Encontró a todo el mundo con muy mala cara y desconsolado, desde Harvey Wexford hasta Millie Carver, la ayudante de la cocinera a quien había rescatado a los diez años de un burdel londinense a punto de ser vendida al mejor postor para desvirgarla. Habían pasado dos años desde entonces.

A Jess Barnes le quedaba una semana de vida.

Se bañó, se afeitó y se cambió de ropa (pero no durmió) antes de marcharse a caballo a la prisión, emplazada en el pueblo a unos seis kilómetros de distancia. Jess estaba sucio, pero salvo por eso parecía que lo cuidaban bien. Se echó a llorar nada más verlo pero no porque fuera a morir, sino porque le había fallado a su benefactor y esperaba que le echara una buena reprimenda.

Con lo abrazó, sin importarle la suciedad y los piojos, y le dijo que le quería por encima de todo y de todos.

Después de escucharlo, Jess lo miró con una sonrisa deslumbrante y se tranquilizó.

– Todo el mundo te manda recuerdos -dijo-. La cocinera te ha enviado casi todos tus platos preferidos, así que te pondrás como un tonel si te los comes todos. Voy a sacarte de aquí, Jess, y a llevarte a casa. Pero hoy no. Tienes que ser paciente. ¿Puedes hacerlo?

Al parecer Jess podía hacerlo si el señor Huxtable decía que tenía que hacerlo.

Aunque tampoco le quedaba otro remedio.

Con pasó el día siguiente intentando inútilmente que retirasen los cargos contra Jess, que la condena se suspendiera, que conmutaran la pena, que admitieran la locura en su defensa… cualquier cosa que salvara su vida y que, de ser posible, lo devolviera a Ainsley Park.

Kincaid, el agraviado vecino que había logrado recuperar sus gallinas y su valor en dinero contante y sonante, se negó a mirarlo a la cara, pero se reafirmó en que la dureza del castigo era necesaria tanto para erradicar el mal del vecindario como para evitar que otros residentes de Ainsley Park se convirtieran en futuras amenazas para la paz y la seguridad de la zona. Añadió que si podía encontrar la manera de demandarlo personalmente por haber esto en peligro de forma tan temeraria a sus vecinos o algo sí, lo haría. Y por último dijo que estaba consultando el tema con sus abogados.

La mayoría de los vecinos le recibieron con amabilidad, incluso con compasión, pero ninguno estaba dispuesto a enfrentarse a Kincaid. Sospechaba que unos pocos incluso aplaudían al hombre en secreto.

Un abogado le advirtió de que esgrimir la locura como defensa no serviría de nada, ya que Jess Barnes no mostraba signos de locura, solamente de padecer un retraso mental. No había negado el robo. Había admitido que sabía que robar estaba mal. En realidad, no tenía defensa, solo podían pedir clemencia.

El propio juez lo recibió con cortesía, incluso con cierto buen humor. Pero se negó a cambiar de opinión en el caso de Jess Barnes. Según él, era una amenaza para la sociedad. El condado, todo el país de hecho, se alegraría de librarse de él cuando lo colgaran. Señaló que podría haberlo condenado a varios años de trabajos forzados de estar en su sano juicio, pero que dadas las circunstancias… Y concluyó diciéndole que había sido muy listo al llenar sus campos y su casa con mano de obra barata y mujeres ligeras de cascos para mantener a todos los hombres contentos, incluido él, y que debía esperar que de vez en cuando sucedieran algunos incidentes de ese tipo. Como dos hombres de mundo que eran, añadió, a ninguno podía pillarlos por sorpresa.

En casa, Wexford era incapaz de hacer nada productivo. Le dijo a Con que si pudiera cambiarse por Jess, lo haría sin vacilar. Que todo era culpa suya. Porque le había dicho a Jess que el señor Huxtable se sentiría decepcionado creyendo que eso lo enseñaría a no volver a ser descuidado. En cambio, había provocado todo ese lío… y ni siquiera era verdad. Porque el señor Huxtable nunca se sentía decepcionado con ninguno de los habitantes de Ainsley Park, salvo con aquellos que se marchaban por propia voluntad, renuentes a trabajar a cambio de su manutención y a respetar las pocas reglas necesarias para que la comunidad fuera feliz y productiva.

Con le había dado un apretón en el brazo, pero era el único consuelo que podía ofrecerle.

Los demás estaban prácticamente igual de desanimados. Jess era el preferido de la mayoría.

A la mañana siguiente Con estaba desesperado. Ni siquiera recordaba la última vez que había dormido… o comido. Fue a ver de nuevo a Jess y después volvió a casa. Ya no sabía qué hacer. No recordaba haberse sentido tan impotente en la vida.

Seguro que había algo que pudiera hacer.

Se quedó en el establo para cepillar a su caballo. Escuchó el carruaje antes de verlo. Una dolorosa esperanza hizo que le diera un vuelco el estómago. ¿Sería Kincaid? ¿Habría cambiado de idea después de todo? ¿Serviría para que el juez también cambiara de opinión?

Se acercó a la puerta del establo y miró hacia el camino cuando el carruaje estuvo cerca. Intentó no hacerse ilusiones.

Era un carruaje imposible de confundir con otro. Llevaba un blasón ducal a ambos lados. El cochero y el lacayo que ocupaban el pescante lucían las libreas ducales. El carruaje debió de causar sensación mientras cruzaba Inglaterra… y mientras cruzaba el pueblo de camino a Ainsley Park.

Era el carruaje del duque de Moreland.

El carruaje de Elliott.

Con estaba demasiado cansado como para sorprenderse. La furia lo invadió, si bien fue un sentimiento moderado. Elliott había ido para regodearse.

Ni siquiera intentó analizar el motivo que lo había llevado a hacer semejante trayecto solo para ese fin.

Echó a andar hacia la casa, siguiendo al carruaje cuyas ruedas crujían sobre la gravilla hasta que se detuvo delante de la puerta principal.

El lacayo saltó del pescante con agilidad y se dispuso a subir los escalones para llamar a la puerta.

– No hace falta -dijo Con-. Estoy aquí.

El hombre se volvió, le hizo una reverencia y regresó junto al carruaje para abrir la portezuela y desplegar los escalones.

Elliott salió del carruaje y la furia de Con se desató.

– Te has perdido -dijo con sequedad-. Tu cochero se ha equivocado con las direcciones. Debería preguntar en la posada del pueblo el camino correcto.

Elliott permaneció inmóvil y se miraron un rato en silencio.

– Estoy buscando a Con Huxtable -replicó su primo-. Tú pareces una versión sucia y desaliñada de él.

Alguien más se apeó del carruaje.

Stephen.

Con lo miró.

– No ha podido mantener la boca cerrada, ¿verdad? -preguntó con amargura.

– ¿Te refieres a la duquesa de Dunbarton? -Replicó Stephen-. Estaba muerta de la preocupación, Con, no solo por ti, sino también por ese pobre hombre al que han condenado. Me suplicó que la acompañara a Londres para poder hablar con Elliott. Creía que él podría ayudar. ¿Seguimos haciendo falta? ¿Has podido ponerle fin a esta locura sin nosotros?

– No -respondió Constantine-. Pero no necesito ayuda, Stephen. Ni la tuya ni la de Moreland. La casa está llena. No quedan habitaciones libres. Y os sugiero que no os quedéis en la posada del pueblo, es mejor que sigáis camino hasta una casa de postas más respetable.

Se estaba comportando fatal. Lo sabía, pero era incapaz de remediarlo. Estaba exhausto. Y furioso. Y aterrado.

– Un idiota testarudo -comentó Elliott-. Se describió bien, Stephen, ¿no te parece? Pero este imbécil pomposo no ha venido desde Londres solo para que lo manden a la casa de postas más cercana. Va a poner en práctica toda su influencia… valga lo que valga.

«Idiota testarudo. Imbécil pomposo.» Hannah había estado hablando, no cabía duda.

– No te necesito, Moreland -aseguró-. Y estás en mi propiedad. Lárgate.

– Sé que tú no me necesitas -replicó Elliott-. Pero tal vez Jess Barnes sí. No puedo prometerte que le seré de ayuda. Pero he venido a intentarlo y pienso quedarme hasta que lo haya hecho, aunque para ello tenga que dormir en el carruaje al otro lado de las puertas de tu propiedad.

– Con -dijo Stephen-, a nosotros nos importa. Y a muchas otras personas también. ¿Por qué no nos hablaste de este lugar cuando llegamos a Warren Hall? ¿Por qué convertirlo en un asunto tan secreto?

– Stephen, este lugar se levantó gracias a tus joyas, o a las que se habrían convertido en tus joyas -confesó Constantine-. Si dichas joyas no se hubieran usado para otros menesteres, ahora mismo serías muchísimo más rico de lo que eres.

– ¿Crees que eso me habría importado? -Repuso Stephen-. ¿De verdad, Con? ¿Crees que a Meg le habría importado? ¿O a Nessie o a Kate? ¿No crees que deberías habérnoslo contado en honor al recuerdo de tu hermano?

– No -respondió-. Jon no hizo esto para impresionar a nadie. Lo hizo porque quería, porque era lo correcto. Y si te lo hubiera dicho a ti, Elliott se habría enterado y habría hecho todo lo que estuviera en su mano para deshacer lo conseguido. En aquel entonces, este proyecto estaba en su primera etapa y era muy frágil.

– No creo que hubiera reaccionado de esa forma si se lo hubieras explicado -lo contradijo Stephen-. ¿Lo habrías hecho, Elliott?

Ambos miraron a su primo, que tenía la vista clavada en el suelo y una expresión tensa. Se produjo un largo silencio.

Su primo, pensó Con. Su mejor amigo durante gran parte de su vida. Su compañero de correrías cuando se mudaron a Londres para disfrutar de la vida.

Pero después el padre de Elliott murió de repente, apenas meses después de quejón hiciera el espantoso descubrimiento sobre las actividades de su difunto padre y decidiera hacer realidad su sueño en Ainsley Park, para lo cual le hizo prometer que no se lo diría a nadie. Se habían vendido unas joyas, Elliott se había percatado de su desaparición y al mismo tiempo se había enterado de la existencia de esas mujeres y de sus respectivos hijos en la zona. De modo que el sórdido escándalo les había estallado en la cara.

Un imbécil pomposo y un idiota testarudo.

Con sintió una opresión en el pecho mientras esperaba a que Elliott contestase la pregunta de Stephen.

– Quería a Jonathan -dijo su primo a la postre, sin levantar la vista-. Era un amor un poco doloroso. Y después mi padre murió, haciéndome responsable de él. Sabía que eras más que capaz de cuidar de él y de atender sus asuntos, Con. Pero era joven y estaba abrumado por el deber, y me sentía obligado a hacerlo todo como era debido, a entender bien los asuntos económicos de Jon antes de desentenderme de ellos y dejarlo todo en tus manos tal como mi padre había hecho. Y entonces fue cuando descubrí que faltaban muchas joyas y tú te negaste a explicarme por qué y me mandaste al cuerno cuando te lo pregunté…

– No me preguntaste -lo interrumpió con voz seca.

Su primo alzó la vista y lo miró con el ceño fruncido y expresión impaciente.

– Claro que te pregunté -insistió-. Con, era imposible que pasara por alto algo así.

– No me preguntaste -repitió-. Me dijiste que era un ladrón.

– Yo no dije eso -protestó Elliott.

– Sí que lo dijiste. -Sonrió con amargura-. Lo dije, no lo dijiste, lo hice, no lo hiciste… ¿Te suena de algo, Elliott? Debimos de pasarnos la mitad de la niñez diciéndonos eso. Solíamos terminar a puñetazos y luego nos echábamos unas risas. Pero esta vez no fue así. Pero da igual. Aunque me hubieras preguntado, yo te hubiera respondido y tú me hubieras creído, no habrías permitido que el proyecto continuara. Habrías detenido a Jon y habrías arruinado lo que resultó ser el trabajo de su vida. Su legado.

– No creo que… -terció Stephen.

Sin embargo, Elliott lo estaba mirando con una expresión inescrutable.

– Es muy probable que lo hubiera hecho -admitió el aludido-. Mi instinto era proteger a Jonathan, incluso de sí mismo. Siempre me asombró que lo trataras como a una persona normal y que te relacionaras con él poniéndote a su nivel. Me asombraba que jugaras horas y horas con él aun cuando ya no era un niño. Pensé que mis responsabilidades hacia él debían llevarse a cabo con gran seriedad. Pero tú lo convertías todo en un juego y eso me enfurecía. Y lo hacías adrede. No tienes ni idea de lo mucho que… -Se interrumpió de repente y meneó la cabeza, apretando y aflojando los puños a los costados-. Tienes razón, lo habría detenido. Habría supuesto que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Pero Jon era muy consciente de lo que hacía, ¿verdad? Con, siempre decías que Jon era amor. No que quería a las personas, sino que era amor en estado puro. También tenías razón en ese sentido. Y estabas en tu derecho a no responder a mis preguntas… si es que te las hice tal como estoy convencido de que sucedió. Tenías derecho a conservar tus secretos. Tenías derecho a comportarte como un idiota testarudo.

– No nos eches, Con -dijo Stephen-. Tal vez Elliott pueda ayudar. A lo mejor yo también puedo ayudar. O no. Pero no nos eches. Somos tu familia y nos necesitas aunque no te des cuenta. Además, la duquesa de Dunbarton nos ha enviado y creo que se le romperá el corazón si nos echas sin permitirnos siquiera que intentemos ayudar.

Con lo miró con expresión pensativa.

Hannah los había enviado.

Hannah.

La opresión que sentía en el pecho se intensificó.

– Hay habitaciones libres en la residencia de la viuda -dijo al tiempo que señalaba hacia el este, donde se atisbaba una casa situada entre los árboles no muy lejos del lago artificial que el anterior propietario había construido-. Es donde vivo. Si no es demasiado humilde para vuestros gustos, podéis quedaros.

Hizo la invitación a regañadientes. No sabía si se alegraba de verlos o no. Aunque tal vez no importaba cómo se sintiera. Él no era importante en ese asunto. Jess sí. ¿Podría ayudar Elliott? ¿Elliott, con su puñetero ducado y sus aristocráticos aires de grandeza?

¿Elliott, con su honestidad?

– Quedaos conmigo, por favor -añadió antes de que sus primos pudieran contestar-. Antes de nada necesitáis un baño, descansar un poco y comer. Por aquí.

– ¿Cuándo…? -comenzó Elliott.

– Cuatro días -contestó Constantine con sequedad-. Tenemos todo el tiempo del mundo. -Y echó a andar por el camino de gravilla que conducía a la residencia de la viuda.

Cuatro días.

Los escuchó caminar tras él.

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