El hijo del señor y la señora Park, el clérigo, no se encontraba en la ciudad. Sin embargo, el hermano menor de la señora Park estaba pasando una temporada con ellos y le encantó la idea de acudir como invitado al palco de la duquesa de Dunbarton el lunes por la noche, acompañando a su hermana y a su cuñado. Hannah también invitó a los barones Montford después de que Barbara y ella se los encontraran en la biblioteca de Hookham el lunes por la mañana y se detuvieran a charlar con la pareja.
Lady Montford era prima del señor Huxtable.
– Una ópera y una obra de teatro en la misma semana -dijo Barbara mientras viajaban la una al lado de la otra en el carruaje el lunes por la noche-. Por no mencionar las galerías de arte, los museos, las bibliotecas y las compras. Todos los días les escribo un libro a mis padres y a Simón en vez de una sencilla carta. Voy a quedarme sin tinta, Hannah.
– Tienes que venir más a menudo a la ciudad -replicó ella-. Aunque supongo que tu insoportable vicario no dejará que te escapes una vez que os caséis.
– Seguro que yo no quiero escaparme una vez que nos casemos -replicó Barbara-. Estoy ansiosa por emprender la vida de esposa de un vicario y de regresar a la vicaría. Aunque convenceré a Simón para que me traiga de vez en cuando y así nos veremos otra vez. Y tal vez tú puedas venir a… -Sin embargo, guardó silencio de repente y se volvió para mirarla en la penumbra del carruaje. Se disculpó con una sonrisa-. No, por supuesto que no vendrás -continuó-. Pero ojalá lo hicieras. Tal vez ya sea hora de que…
– Es hora de ir al teatro, Babs -la interrumpió ella.
El carruaje aminoró la marcha hasta detenerse en Drury Lane, donde contemplaron a la multitud que deambulaba por el lugar, muchos a la espera de que llegaran más personas para poder entrar. Constantine Huxtable se encontraba entre ellas, con aspecto elegante y demoníaco a la vez debido a su frac negro y su sombrero de copa.
– Mira, ahí está -dijo Barbara-. Hannah, ¿estás segura de que…?
– Lo estoy, tonta -le aseguró-. Somos amantes, Babs, y no he terminado con él ni mucho menos. Apostaría lo que fuera a que ese detalle no se lo has comentado a tu vicario en las cartas.
– Ni a mis padres -añadió su amiga-. Se preocuparían muchísimo. Es posible que lleven más de once años sin verte, Hannah, pero siguen teniéndote mucho cariño.
Le dio unas palmaditas en la rodilla a Barbara.
– Nos ha visto -dijo.
Y de hecho fue Constantine quien abrió la portezuela del carruaje y desplegó los escalones en vez del cochero.
– Señoras, buenas noches -las saludó-. Tenemos suerte de que la lluvia de esta tarde haya cesado, al menos de momento. ¿Señorita Leavensworth? -Constantine le ofreció la mano a Barbara, que la aceptó y lo saludó con cortesía.
Los modales de su amiga, por supuesto, siempre eran impecables.
Hannah inspiró hondo. Era la primera vez que lo veía desde la semana anterior. La noche pasada en su casa le parecía casi un sueño, salvo por los efectos físicos que sintió durante los días posteriores. Y salvo por la alarmante punzada de deseo que la atravesó en cuanto volvió a verlo. Y por la emoción de lo que estaba por llegar esa noche.
«¡Dios mío, es guapísimo!», pensó.
En cuestión de minutos, por supuesto, todos los espectadores que acudieran esa noche al teatro sabrían, o creerían saber, que Constantine era su nuevo amante. Uno más de una larga lista de amantes. Al día siguiente a esa misma hora todo el que no hubiera asistido al teatro también lo sabría.
El señor Constantine Huxtable era el nuevo amante de la duquesa de Dunbarton.
Sin embargo y por primera vez, estarían en lo cierto.
Barbara ya estaba sana y salva en la acera.
– ¿Duquesa? -Le tendió la mano y sus ojos se encontraron.
Jamás había visto unos ojos tan oscuros. Ni tan hipnóticos. Nunca había visto unos ojos que tuvieran ese efecto tan letal en sus rodillas.
– Espero que alguien haya secado la acera-le dijo al tiempo que aceptaba su mano-. No me gustaría mojarme el bajo del vestido.
Era evidente que alguien lo había hecho. Y que también se habían encargado de controlar a la multitud. Se había abierto un camino para permitirles entrar en el teatro. Hannah contuvo una sonrisa al entrar, cogida del brazo derecho de Constantine. Barbara iba cogida del brazo izquierdo.
El palco ducal, que se encontraba en la primera planta de las tres que rodeaban el patio de butacas con forma de herradura, estaba situado cerca del escenario. Entrar en el palco era casi como salir a escena. Dudaba mucho que alguno de los presentes no se volviera para verlos entrar y saludar al resto de los invitados, que habían llegado antes y estaban de pie, charlando, a la espera de tomar asiento. Seguro que todos repararon en el detalle de que la amiga de la duquesa se sentó entre la señora Park y el hermano de esta, mientras que ella lo hacía junto al señor Constantine Huxtable.
Su nuevo favorito. El primero desde la muerte del viejo duque y su regreso a la ciudad. Su nuevo amante.
Fue fácil interpretar los cuchicheos que se escucharon por todo el teatro.
También fue fácil echar un lento vistazo a su alrededor con despreocupación, tal como había hecho en incontables ocasiones mientras el duque seguía vivo. La había enseñado a mirar a su alrededor en vez de clavar la vista en el regazo. La única diferencia era que en ese momento no sentía la alegre curiosidad que siempre la acompañaba al saber que las especulaciones acerca de su acompañante masculino eran erróneas.
Esa noche no eran erróneas.
Y se alegraba muchísimo.
Colocó una mano enguantada en el brazo de Constantine y se inclinó un poco hacia él.
– ¿Has visto La escuela del escándalo? -le preguntó-. Es una obra muy antigua. Debo de haberla visto diez o doce veces, pero siempre me hace gracia. Creo que no te parecerá demasiado aburrida ni demasiado larga.
– ¿Suponiendo que estoy impaciente por que termine cuanto antes para por fin proceder con el verdadero asunto de esta noche, duquesa?
– Nada de eso -replicó-. Pero creía que te interesarían más las tragedias.
– ¿En consonancia con mi aspecto demoníaco? -quiso saber él.
– Precisamente -contestó-. Aunque, por supuesto, ya me has explicado por qué las tragedias de las óperas no son realmente tragedias. Me quedé más tranquila. Supongo que lo próximo será decirme que los héroes de dichas tragedias no mueren al final.
– También es tranquilizador, ¿verdad? -replicó él-. Estás preciosa esta noche, vestida de blanco. De hecho, resplandeces.
Tenía un brillo extraño en los ojos… burlón, tal vez.
– ¿De alegría? -inquirió-. Nunca resplandezco de alegría. Sería vulgar. Seguro que te refieres a mis joyas. -Levantó la mano izquierda-. El diamante del dedo corazón fue un regalo de bodas. En su momento no creí que fuera de verdad. No sabía que pudieran ser tan grandes. El que llevo en el meñique fue un regalo de cumpleaños. -Le enseñó ambas manos-. Recibí un anillo por cada cumpleaños después de ese, para los distintos dedos, hasta que me quedé sin dedos y tuvimos que empezar de nuevo, ya que me parecía un poco incómodo llevar anillos en los pies. Y también recibí un anillo por cada aniversario de boda y por un sinfín de ocasiones memorables.
– ¿Y por Navidad? -le preguntó Constantine.
– Siempre recibía un collar y unos pendientes por Navidad -respondió-, y una pulsera para el día de San Valentín, que el duque siempre celebraba, el muy tonto. Era muy generoso.
– Como todo el mundo puede ver -señaló él.
Hannah bajó las manos a su regazo y volvió la cabeza para mirarlo de frente.
– Las joyas están pensadas para que los demás las vean, Constantine -repuso-. Al igual que la belleza. No pienso disculparme por ser rica o guapa.
– ¿O vanidosa? -añadió él.
– ¿Decir la verdad me convierte en vanidosa? -preguntó-. He sido guapa desde la infancia. Seguramente seguiré siendo guapa cuando envejezca, si vivo hasta entonces. Me han dicho que tengo una buena estructura ósea. No presumo de ser responsable de mi belleza, de la misma manera que un actor o un músico no presume de ser responsable de su talento. Pero todos tenemos la responsabilidad de usar los dones con los que hemos venido a este mundo.
– ¿La belleza es un don? -quiso saber Constantine.
– Lo es -le aseguró-. La belleza debería ser fomentada y admirada. Hay demasiada fealdad en la vida. La belleza puede reportar alegría. ¿Por qué decoramos nuestras casas con cuadros, jarrones y tapices? ¿Por qué no escondemos todas esas cosas en armarios oscuros para que no se estropeen con el tiempo?
– Detestaría que te escondieras en un armario oscuro, duquesa -replicó él-. A menos que yo pudiera esconderme contigo, por supuesto.
La respuesta estuvo a punto de arrancarle una carcajada. Pero la risa no formaba parte de su personaje público y no le cabía la menor duda de que era objeto de muchas miradas.
– La función está a punto de comenzar -dijo Constantine, de modo que ella se concentró en el escenario.
No se había explicado bien, ¿verdad? El duque la había enseñado a no maldecir su belleza, a no desconfiar de ella, a no intentar ocultarla. Y a no negarla. Cosas que hacía en mayor o menor medida cuando se casó con él. La había enseñado a ensalzar su belleza y a celebrarla.
Y la había celebrado. Durante diez años había sido la niña de sus ojos, y eso había bastado.
O casi.
En ese momento se preguntaba cuánta alegría había reportado su belleza. A su duque sí le había reportado alegría. Pero ¿a alguien más? ¿Importaba que no hubiera sido así? El duque era su marido. Había sido su deber y su gozo proporcionarle alegría a él.
¿Cuándo fue la última vez que experimentó verdadera alegría? Ese tipo de alegría que llevaba a la gente a girar con los brazos extendidos y la cara hacia el sol entre la hierba y las flores del campo. Ese tipo de alegría que llevaba a la gente a echar a correr por la playa con el viento alborotándole el pelo.
¿La belleza era un don como el talento musical?
¿Y de dónde procedían esos pensamientos tan deprimentes cuando estaban representando una comedia en el escenario? Los espectadores se rieron al unísono y ella se abanicó la cara.
Había disfrutado muchísimo en el dormitorio de Constantine la semana anterior. Pero ¿había experimentado alegría?
Esa noche lo haría. Tal vez se quedara con él toda la noche. Le resultaría raro dormir con un hombre. Despertarse a su lado. Y…
– Duquesa -susurró él y su cálido aliento le rozó la oreja-, ¿estás soñando despierta?
– Constantine -murmuró sin apartar la mirada del escenario-, ¿me estás observando en vez de ver la obra?
Constantine no le contestó.
Con había mantenido una breve conversación con Monty en el palco antes de regresar al vestíbulo para esperar la llegada de la duquesa y de la señorita Leavensworth. Mientras tanto, Katherine estaba hablando con el señor y la señora Park y con el hermano de esta, que también formaban parte del grupo.
– Deja que lo adivine, Con -dijo Monty-. La señorita Leavensworth, ¿verdad? No está mal, cierto, pero… ¡Qué vergüenza! Creo recordar que está comprometida. Con un vicario.
– La señorita Leavensworth no, Monty, como muy bien sabes -replicó él.
El aludido retrocedió, fingiendo sorpresa.
– No irás a decirme que se trata de la duquesa, ¿verdad? -le preguntó-. ¿Después de lo que dijiste en el parque cuando te miró de arriba abajo pero no te tendió la mano para que se la besaras?
– Un hombre está en su derecho de cambiar de opinión de vez en cuando -adujo.
– De modo que la duquesa va a ser tu amante durante esta temporada social. -Monty sonrió y meneó la cabeza-. Peligroso, Con. Peligroso.
– Creo que soy capaz de sortear los peligros que me ponga en el camino -aseguró.
– ¡Ah! -Exclamó Monty arqueando las cejas-. Pero ¿podrá ella sortear todo lo que tú pongas en el suyo, Con? Va a ser una primavera muy interesante.
Sí, lo sería, pensó Con al final de la velada mientras su carruaje seguía al de la duquesa hasta Hanover Square, ya que ella había insistido, como era lógico, en regresar a Dunbarton House con su amiga. Se subiría a su carruaje en cuanto llegaran allí.
Sí, sería una primavera interesante. Al menos sería gratificante desde el punto de vista sensual, no le cabía la menor duda. La espera desde la semana anterior se le había hecho interminable, y estaba convencido de que su apetito sexual por la duquesa de Dunbarton quedaría saciado antes de que llegara el momento de que cada uno regresara a sus respectivas casas campestres para pasar el verano.
No retomarían su aventura al año siguiente, por supuesto. Ninguno de los dos querría hacerlo.
Pero ¿estaba cometiendo un error ese año?
Era guapa, deseable y vanidosa. Era rica, arrogante y deliciosamente superficial.
Hasta ese momento no se tenía por un hombre capaz de obviar ese tipo de consideraciones en aras de la lujuria. Sin embargo, la lujuria era el único motivo por el que había aceptado a la duquesa por amante.
Aunque también lo movía cierta fascinación. Una fascinación que compartía con la mitad de la población masculina de la alta sociedad, por supuesto, y también con una gran parte de la mitad femenina, aunque por distintos motivos.
No obstante, solo conocía un hecho muy interesante sobre ella: que había llegado a los treinta años de edad sin mantener relaciones sexuales.
Todavía le costaba trabajo creerlo.
Su carruaje se detuvo detrás del de la duquesa, y vio cómo las dos damas entraban en la casa. La puerta se cerró. El carruaje de la duquesa desapareció, de modo que el suyo se acercó más a los escalones de entrada.
La puerta principal permaneció cerrada durante dieciocho minutos. Se recostó en el asiento y se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar y cuántas personas lo estarían observando ocultas tras las cortinas de las ventanas a oscuras de toda la plaza, preparadas para convertirlo en el hazmerreír del día siguiente.
La idea le hizo gracia en vez de ponerlo furioso.
La duquesa no iba a cederle ni un ápice de control, ¿verdad?
Se preguntó si al difunto duque lo habría llevado por la calle de la amargura. Eso sí, no le había sido infiel.
¿Cuánto tiempo iba a esperar?, se preguntó.
Al cabo de dieciocho minutos la puerta de Dunbarton House volvió a abrirse y la duquesa salió, ataviada con la capa blanca de la semana anterior y con la cabeza cubierta por la capucha.
¿Se había cambiado de ropa?
Salió del carruaje, le tendió una mano y la ayudó a subir. Se subió tras ella y se sentó a su lado. El cochero cerró la portezuela y el carruaje se ladeó un poco cuando el hombre regresó al pescante. Acto seguido se puso en marcha, rodeando la plaza y enfilando una calle.
Se giró para mirarla en la oscuridad. Ninguno había hablado. Extendió las manos para desabrocharle la capa, tras lo cual le quitó la capucha y le apartó la prenda.
Otra vez llevaba el pelo suelto, que mantenía apartado de la cara con unos pasadores cuajados de piedras preciosas colocados por encima de las orejas. El vestido era de color oscuro, azul o púrpura, quizá. Azul marino, vio cuando un rayo de luz procedente de una de las farolas lo iluminó al pasar junto a ella. Tenía un escote muy pronunciado y el talle alto. Los diamantes habían desaparecido de su cuello y de sus orejas.
Era una mujer preparada para recibir a su amante.
Inclinó la cabeza y la besó. Sus labios estaban cálidos y ligeramente entreabiertos, rendidos.
Le pasó una mano por la espalda y la otra bajo las rodillas para levantarla y colocársela en el regazo.
Volvió a besarla y ella lo abrazó.
«¡Sí!», pensó. Había lujuria de sobra.
¿Y tal vez algo más?
Sus intentos por racionalizar lo que sucedía eran los culpables de que estuviera imaginándose cosas. La relación con la duquesa no se basaba, aunque fuera de forma parcial, en el compañerismo, como solía suceder con sus aventuras. En su caso era pura lujuria.
Sexo.
Algo de lo que iban a disfrutar con vigor en cuestión de una hora. Con eso bastaba. El verano, el otoño y el invierno habían sido largos. De modo que no sería tan descabellado que sintiera un poco de lujuria desatada durante la primavera.
No habían intercambiado una sola palabra desde que salieron del teatro.
No la iba a llevar en volandas a su dormitorio y a tirarla sobre la cama sin más, descubrió Hannah cuando entraron en su casa y Constantine le dijo al mayordomo que se retirase por esa noche, ya que no lo iba a necesitar.
Constantine la cogió del codo y la llevó a la misma estancia donde cenaron la semana anterior. La mesa estaba puesta una vez más, con fiambre, queso, pan y vino en esa ocasión. Una solitaria vela brillaba en el centro de la mesa. Y el fuego crepitaba de nuevo en la chimenea.
Era un alivio y una decepción a la vez, pensó. Aunque no tenía mucha hambre. Ni necesitaba una copa de vino. Y llevaba deseándolo con locura toda la noche. Apenas había podido concentrarse en la representación, una de sus preferidas. Además, el deseo se había desatado en el carruaje, sobre todo después de que la sentara en su regazo.
Qué maravillosamente fuerte tenía que ser para haberla levantado sin más, sin jadear siquiera por el esfuerzo. Al fin y al cabo, no era lo que se dice una pluma.
Se alegraba de que el deseo no hubiera prevalecido del todo. Una idea muy extraña. Porque estaba haciendo todo eso por lujuria, ¿no? Esa primavera era libre para buscarse un amante, había decidido buscar uno con toda deliberación y había escogido con sumo cuidado a Constantine Huxtable.
Solo para descubrir que la lujuria no bastaba en sí misma.
¡Qué irritante!
Una persona debería ser capaz de tomar una decisión con respecto a un objetivo en concreto y seguir trabajando inexorablemente hasta conseguirlo, sobre todo una vez que se había elegido dicho objetivo y se había puesto un empeño diligente y cuidadoso en su consecución.
Su objetivo era disfrutar de la persona de Constantine Huxtable hasta que el verano la instara a volver a Kent y a él lo llevara a regresar a ese punto indeterminado de Gloucestershire donde se emplazaba su hogar.
¿Qué gran secreto ocultaba ese lugar que Constantine se negaba a hablarle de él?, se preguntó.
Y en ese momento comenzaba a darse cuenta de que su persona, tan hermosa y perfecta como era, tal vez no fuera suficiente.
A lo mejor estaba cansada. Y también seguía excitada. Y se alegraba de que fueran a cenar algo antes… aunque no comiera nada.
Constantine le quitó la capa, para lo cual se colocó tras ella. Sus manos apenas la tocaron.
– Duquesa -dijo él al tiempo que le señalaba la silla en la que se había sentado la semana anterior-, ¿quieres sentarte?
Sirvió el vino mientras ella se sentaba y se llenaba el plato con un poco de todo.
– ¿Te ha gustado la representación? -preguntó.
– He estado distraído durante la mayor parte -contestó Constantine-. Pero creo que ha sido entretenida.
– Barbara estaba contentísima -comentó-. Por supuesto, ella ve el escenario que es Londres a través de unos ojos inocentes.
– ¿Nunca había estado en la ciudad? -quiso saber él.
– Sí había estado antes -respondió Hannah-. Mientras estuve casada conseguí convencerla alguna que otra vez para que pasara un par de semanas conmigo, aunque casi siempre me visitaba en el campo, no en la ciudad. Y nunca se quedó mucho tiempo. El duque la aterraba.
– ¿Tenía motivos para ello? -preguntó él.
– Era un duque -adujo-. Ostentaba el título desde los doce años. Había sido duque durante más de sesenta años cuando me casé con él. Claro que tenía motivos para estar aterrada, aunque él siempre se esforzó por ser amable con ella. Es la hija de un vicario, Constantine.
– Pero ¿tú no le tenías miedo?
– Yo lo adoraba -contestó Hannah al tiempo que cogía la copa con la mano y hacía girar su contenido.
– ¿Cómo lo conociste?
¿Cómo era posible que la conversación hubiera tomado ese rumbo? Ese era el problema de las conversaciones.
– Tenía una familia a la que le encantaba describir como «prodigiosamente extensa y aburrida» -respondió ella-. La evitaba siempre que podía, que era gran parte del tiempo. Pero también tenía un enorme sentido del deber. Asistió a la boda de un pariente, que era el decimocuarto en la línea sucesoria al título. En una ocasión me explicó que se sentía obligado hacia cualquiera que estuviera por encima del vigésimo puesto en la línea sucesoria. Yo también asistí a la boda. Nos conocimos allí.
– Y os casasteis poco después -concluyó él-. Debió de ser amor a primera vista.
– De no haber detectado el deje irónico de tu voz -replicó-, te habría dicho que no fueras tonto.
Constantine la miró en silencio un buen rato.
– ¿Tu juventud y belleza frente a su posición y riqueza? -sugirió él.
– Una explicación aplicable a miles de matrimonios -comentó Hannah al tiempo que le daba un mordisquito al queso-. Haces que el duque y yo parezcamos muy ordinarios, Constantine.
– Estoy convencido de que no necesitas que te asegure que erais una pareja de lo más extraordinaria, pero lo haré de todas formas.
– Era espléndido, ¿verdad? -preguntó ella-. Ceremonioso, elegante y aristocrático hasta decir basta. Y con un porte que atraía las miradas pero que mantenía a la mayoría de las personas a cierta distancia. Pocos se atrevían a acercarse a él. ¡Seguro que fue magnífico de joven! Creo que me habría enamorado sin remedio de él si lo hubiera conocido en aquel entonces.
– ¿Sin remedio? -repitió él.
– Sí. -Suspiró-. Habría sido una absoluta pérdida de tiempo. No me habría mirado siquiera.
– Me cuesta creerlo, duquesa -repuso-. Pero supongo que de todas formas estabas un poco enamorada de él.
– Le quería -lo corrigió-. Y él me quería a mí. ¿No crees que la alta sociedad se asombraría si supiera que disfrutamos de un matrimonio feliz? Pero no, no se asombraría. Sencillamente no daría crédito. La gente cree lo que quiere… lo mismo que tú.
– Ya demostraste que me equivocaba de parte a parte hace poquísimo tiempo -convino Constantine.
– Esta noche has dicho que soy vanidosa -replicó-, cuando en realidad solo soy sincera.
– Sería absurdo que fueras por la vida diciendo que eres fea.
– Y una mentira tremenda -añadió ella. Apuró la copa mientras Constantine la miraba desde el otro extremo de la mesa.
– Y esta noche me has llamado avariciosa -continuó. Lo vio enarcar las cejas.
– Duquesa, espero ser lo bastante caballeroso como para no acusar a otra persona de avariciosa, mucho menos a la dama que es mi amante.
– Pero lo has insinuado -insistió-. En el teatro, mientras examinabas mis joyas con actitud burlona y me escuchabas hablar de ellas. Y ahora mismo acabas de suponer que conoces los motivos que me impulsaron a casarme con el duque.
– ¿Y me equivoco? -preguntó él.
Hannah extendió las manos a ambos lados de su plato, sobre la mesa. Se había quitado todas las joyas al llegar a casa y las había guardado en sus respectivas cajas fuertes. Sin embargo, se había puesto otros anillos. A decir verdad, siempre se sentía rara sin ellos. Todos sus dedos relucían, a excepción de los pulgares.
Se los quitó uno a uno y los dejó en el centro de la mesa, junto al candelabro.
– ¿Cuánto valen en total? -preguntó a Constantine cuando se los quitó todos-. Solo las piedras preciosas.
Constantine miró los anillos, la miró a ella y volvió a mirar los anillos. Extendió una mano y cogió el más grande. Lo sostuvo entre el pulgar y el índice, haciéndolo girar para que captara la luz.
«¡Por Dios!», pensó Hannah. Qué inesperadamente erótico era ver esa mano morena y de dedos largos coger uno de sus anillos.
Constantine dejó ese anillo y cogió otro.
Lo vio separar los anillos con la punta de un dedo a fin de extenderlos sobre la mesa.
Y después le dio una cifra que demostraba que estaba familiarizado con los diamantes.
– No -replicó.
Constantine dobló la cantidad.
– Frío, frío -aseguró ella.
Lo vio encogerse de hombros.
– Me rindo -dijo él.
– Cien libras.
Constantine se echó hacia atrás y la miró a los ojos.
– ¿Son falsos? -preguntó-. ¿Imitaciones de cristal?
– Estos sí -contestó-. Algunos son auténticos, los que recibí en las ocasiones más especiales. Todos los diamantes que llevaba esta noche en el teatro eran auténticos. Unos dos tercios de las piedras preciosas que poseo son falsas.
– ¿Dunbarton no era tan generoso como parecía?
– Era la generosidad personificada -le aseguró-. Me habría dado la mitad de su fortuna, y seguramente lo hizo, aunque la mayor parte estaba vinculada al título, por supuesto. Me bastaba con admirar algo para que fuera mío. Me bastaba con no admirar algo para que fuera mío.
Constantine no tenía nada que decir. La miró en silencio.
– Eran auténticas cuando me las regaló -continuó Hannah-. Hice que reemplazaran los diamantes con imitaciones de cristal. Son unas imitaciones muy buenas. De hecho, es posible que te haya dado una cifra bajísima por esos anillos. Es posible que valgan doscientas libras. Tal vez un poco más. Lo hice con el conocimiento del duque. Me lo consintió a regañadientes, pero ¿cómo iba a negarse? Me había enseñado a ser independiente, a pensar por mí misma, a decidir lo que quería y a negarme a aceptar un no por respuesta. Creo que estaba orgulloso de mí.
Constantine tenía el codo apoyado en la mesa y la barbilla, entre el pulgar y el índice.
– Hay ciertos… proyectos en los que estoy interesada -añadió ella a modo de explicación.
– ¿Has donado la pequeña fortuna que obtuviste por la venta de tus diamantes a ciertos proyectos, duquesa? -preguntó-. Aunque no creo que fuera pequeña, la verdad.
Se encogió de hombros antes de contestar:
– Una gotita insignificante en un océano enorme. Constantine, en este mundo sobra sufrimiento para satisfacer las inclinaciones filantrópicas de miles de ricos a quienes les gusta creer que tienen conciencia y que pueden aplacarla donando un poco de dinero.
Hannah se mordió la lengua para no seguir hablando. Sin duda alguna no la entendería. O la creería una sentimental sin remedio. Y tal vez lo fuera. ¿Por qué había sentido la necesidad de compartir con él lo poco que le había dicho? Constantine la veía como una mujer frívola, rica y consentida, como todos los demás. La creía una cazafortunas, una mujer que utilizaba su belleza para enriquecerse.
Aunque, en cierto sentido, lo era.
Pero había mucho más.
Hasta el momento no había sentido la necesidad de justificarse ante nadie. Al menos, no en los últimos once años. Se sentía muy segura de su personalidad. Se gustaba bastante. Al duque también le había gustado. Le importaba un comino lo que los demás pensaran de ella. De hecho, siempre había disfrutado muchísimo engatusando y engañando a la alta sociedad.
¿Constantine era distinto porque se trataba de su amante?
De él solo esperaba la mutua entrega de sus cuerpos.
No buscaba nada más.
Sin embargo, se había puesto esos anillos con toda deliberación. Había deseado que él lo supiera.
La había llamado vanidosa y prácticamente también la había llamado avariciosa.
¿Le importaba lo que él pensase? Qué irritante si era así.
¿Resultaría esa aventura primaveral menos placentera de lo que había pensado?
Constantine se puso en pie y rodeó la mesa. Le tendió una mano.
– No hemos venido aquí para hablar de causas filantrópicas ni de conciencias, duquesa -dijo.
– Creía que se te había olvidado -replicó al tiempo que se ponía en pie.
Y al cabo de un momento la estaba besando con determinación, pegándola a su cuerpo desde la cara hasta las rodillas. Hannah le echó los brazos al cuello y se convirtió en una participante activa.
¡Tenía un cuerpo tan fuerte, masculino y joven…!
No se arrepentía de nada. Eso era lo que anhelaba por encima de todas las cosas, al menos durante esa primavera. Tenía que recuperar mucho tiempo perdido, tenía muchos placeres que explorar.
Constantine alzó la cabeza y la miró, y en ese momento ella volvió a fijarse en lo oscuros que eran sus ojos y en lo bien que ocultaban su verdadera identidad. No le hacía falta conocerlo. Y sin embargo, siempre había querido hacerlo. Al fin y al cabo, Constantine no era solo un cuerpo masculino que utilizar para su placer. Ojalá lo fuera. La vida sería muchísimo más sencilla.
Y también tendría muchísimo menos aliciente.
Le recorrió la nariz con un dedo.
– ¿Cómo pasó? -preguntó.
– ¿La nariz rota? -precisó él-. Una pelea.
– Constantine -lo reprendió-, no empieces. No me hagas insistir.
– Con Moreland, aunque todavía no era Moreland -le explicó-. Con mi primo. Elliott. Éramos unos niños.
– ¿Y tú te llevaste la peor parte? -quiso saber.
– Mi primo se pasó todo un mes con pinta de salteador de caminos con antifaz -contestó-. Por desgracia, los moratones no necesitan que alguien los enderece porque se van solos. Las fracturas de nariz sí lo necesitan, y a la mía no la enderezaron en condiciones. El médico era un matasanos rural.
– Estás más guapo precisamente por la nariz -le aseguró Hannah-. Tal vez ese matasanos sabía muy bien lo que estaba haciendo. ¿Por qué os peleasteis?
– Dios sabrá -contestó él-. Recurrimos a los puños en más de una ocasión mientras crecíamos. Esa pelea fue una de las mejores.
– ¿Eso quiere decir que siempre fuisteis enemigos? -preguntó-. ¿O que erais amigos?
– Vivíamos a pocos kilómetros de distancia -respondió él-, y teníamos casi la misma edad. Elliott era… es, en realidad, tres años mayor que yo. Éramos muy buenos amigos, salvo cuando nos peleábamos.
– Pero en un momento dado os peleasteis y no hicisteis las paces -señaló.
– Algo así -replicó Constantine.
– ¿Qué pasó?
– Se comportó como un imbécil pomposo y yo me comporté como un idiota testarudo. Y seguramente no deba usar el pasado. Sigue siendo un imbécil pomposo.
– ¿Y tú sigues siendo un idiota testarudo?
– Él me llamaría algo peor.
– ¿No deberíais hablarlo? -Lo miró con el ceño fruncido.
– No -respondió con firmeza-. No deberíamos hablarlo en absoluto, duquesa. Y tú tampoco deberías estar hablando. Deberíamos estar en la cama, concentrados en darnos placer.
– Ah, pero así estamos disfrutando de la emoción que supone la espera.
– Al cuerno con la espera -replicó él, que bajó las manos, la cogió en brazos y salió de la estancia con ella.
– Un hombre dominante -comentó con aprobación al tiempo que lo abrazaba por el cuello una vez más-. Estoy segura de que me arrastrarías del pelo escaleras arriba si me resisto.
– Con una cachiporra en la mano libre -añadió él-. ¿Quieres resistirte?
– Ni hablar -contestó Hannah-. ¿Podrías andar más deprisa? ¿O subir los escalones de dos en dos?
Sus preguntas consiguieron arrancarle una carcajada, ¡por fin!
– Tendrás suerte si me quedan fuerzas cuando lleguemos a mi dormitorio -le advirtió Constantine.
– En ese caso ahórrate el aliento, tonto -le ordenó.
Sin embargo, no pareció que le faltaran las fuerzas ni el aliento cuando por fin la dejó en el suelo de su dormitorio.
Hannah se pegó a él y lo abrazó con fuerza antes de suspirar de contento. El deseo y la emoción le aceleraban el corazón de forma que la sangre le corría por las venas como un torrente.
– Si te apetece, puedes seguir mostrándote dominante y tirarme a la cama para devorarme. Y si no te apetece, también.
Constantine volvió a cogerla en brazos y la obedeció.
Literalmente. Rebotó tres veces sobre el colchón antes de quedarse tumbada.
Sí, desde luego que había escogido al hombre adecuado.
Procedió a devorarla sin preocuparse por la ropa, salvo allí donde era imprescindible quitársela.
Cuando todo terminó, Hannah pensó que había merecido la pena sacrificar su vestido de noche azul marino, aunque era uno de sus preferidos. Debía de haber quedado en un estado lamentable.
Y ella estaba lamentablemente involucrada en su aventura primaveral.
– Mmm -murmuró cuando Constantine se apartó de ella.
Al cabo de un instante tenía la cabeza apoyada en su hombro y estaba acurrucada contra él, arropada con la sábana y el cobertor, si bien no sabía cómo habían llegado hasta allí.
Se quedó dormida al punto.