EPÍLOGO

Hacia un día otoñal perfecto. Aunque tal vez no fuera perfecto para la niñera. Claro que si la dejaran salirse con la suya, sus temores le impedirían sacar al bebé de casa hasta que cumpliera al menos un año. Si la dejaran salirse con la suya, lo convertiría en una planta de invernadero. Y en muchos otros aspectos se salía con la suya, puesto que contaba con una enorme experiencia como niñera y era evidente que quería al niño como si fuera su abuela.

Hannah la había encontrado cuando su anterior «familia» prescindió de sus servicios porque ya no eran necesarios y ella solicitó un empleo en El Fin del Mundo, aunque durante la entrevista admitió llevarse mejor con los niños que con los ancianos. No obstante, añadió, a falta de pan, buenas eran las tortas.

El día era perfecto. El calor del verano había desaparecido, pero el viento todavía no era frío. No había ni una sola nube que presagiara lluvia en el cielo; de hecho, no había nube alguna a la vista. Y el viento estaba de vacaciones. Incluso la ligera brisa que soplaba el día anterior. El cielo era un caleidoscopio de color. No en sí mismo, por supuesto, ya que era de un azul uniforme, sino las ramas de los árboles que se alzaban hacia él. Los tonos rojos se mezclaban con los amarillos, con los anaranjados, con un sinfín de marrones y con algunos tonos de verde. Sin embargo, muy pocas hojas habían caído al suelo.

Habría sido un día precioso para cabalgar. Para galopar por el campo y para echar una carrera. Hannah conservaba la esperanza de ganarle a Constantine algún día. Aunque llevaba varios meses sin subirse a una montura, claro. Ni siquiera para dar un tranquilo paseo. Constantine no se lo habría permitido aun cuando ella se hubiera sentido inclinada a correr el riesgo. Que no había sido el caso.

Viajaban tranquilamente en el carruaje. En el carruaje cerrado. Los deseos de la niñera habían sido desoídos, aunque no todos. La mujer tenía experiencia, ellos no.

Era un trayecto que solían hacer con los perros. Poco después de la boda, habían decidido que un acogedor rinconcito del establo se dedicara a los perros. Constantine pensaba que los ancianos que residían en El Fin del Mundo necesitaban más estímulos aparte de su compañía y de la de otras personas. Y ciertamente la visita de los perros era el punto álgido de sus días. Hannah y Constantine los llevaban a veces. Pero lo normal era que lo hiciese Cyril Williams. Era un niño de diez años que le había robado la cartera a Constantine en Londres, poco después de que regresaran de la boda de Barbara con el reverendo Newcombe. Un niño sucio y harapiento que no paraba de temblar, que había perdido unos meses antes a su madre, la única familia que le quedaba con vida, y que desde entonces había pasado de la mera desesperación a la supervivencia animal.

Cyril y los perros se llevaban de maravilla. Los alimentaba y los cuidaba, los sacaba para que hicieran ejercicio, los adiestraba y los quería. Y a veces los metía a hurtadillas en su dormitorio, ocasiones en las que la servidumbre y los señores sufrían extraños episodios de ceguera y sordera. Los perros lo adoraban y lo seguían como si fueran su sombra. Se portaban muy bien con él y se pasaban el día alicaídos en el establo cuando el niño estaba fuera, no por gusto, sino en la escuela del pueblo.

Ese día en concreto no llevaban a los perros para que alegraran a los ancianos.

Ese día llevaban a Matthew Huxtable con sus cuatro meses de vida, un bebé que en opinión de sus padres era el más bonito del mundo, si bien admitían no ser objetivos. Había heredado el tono oscuro de pelo y de piel de su padre, y los ojos azules y la alegre sonrisa de su madre.

Ese día los ancianos disfrutaron de lo lindo cuando Constantine les dejó a Matthew en brazos para que lo acunaran y, sobre todo, cuando les dedicaba una desdentada sonrisa, en ocasiones con ayuda de su padre, que le hacía cosquillas en la barriguita.

Entretanto, Hannah charló con aquellos que no podían coger al bebé, que no hablaban o que ni siquiera respondían a los estímulos que los rodeaban. De todas formas habló con ellos y les contó cosas sobre las tres semanas que sus dos sobrinas y uno de sus sobrinos habían pasado en Copeland Manor durante el verano, después de que su madre regresara a Lincolnshire con los dos más pequeños tras haber pasado una temporada con Hannah para ayudarla durante la última etapa de su embarazo y durante el parto. También les habló de la hija de los barones Montford, a la que esperaban conocer antes de Navidad, antes de que cumpliera un año. Y sobre la nueva carnada de perritos, a los que Cyril les estaba buscando un hogar.

Cuando la visita acabó, Hannah se sentó al lado de Constantine en el carruaje y lo observó mientras se colocaba a Matthew en el regazo, sosteniéndole la cabeza con las manos, tras lo cual comenzó a hacerle carantoñas y a decirle tonterías.

El bebé cerró los ojos. No estaba de humor para reírse.

¿Quién iba a pensar que un hombre como Constantine Huxtable iba a convertirse en un padre tan cariñoso y devoto?, se preguntó Hannah.

El demonio, domesticado.

Salvo que nunca había sido un demonio. Nada más lejos de la realidad.

Había sido un hombre lleno de secretos. Un hombre lleno de amor.

Colocó la mejilla en su hombro y él volvió la cabeza para mirarla.

– Estaba intentando recordar la cara de la duquesa de Dunbarton -comentó él-, pero la de Hannah no para de interponerse. -La duquesa me fue de gran ayuda -confesó.

– Me alegro de que ya no la necesites.

Hannah exhaló un suspiro de contento.

– Yo también me alegro -reconoció-. Matthew está dormido. Déjame cogerlo.

Constantine se volvió y lo dejó en sus brazos sin despertarlo. Después siguió mirándolos, primero al niño y después a la madre.

– ¿Te he dicho que te quiero? -preguntó.

– Sí -contestó ella.

Constantine acarició la cabeza de su hijo con cuidado y se acomodó en el asiento.

– Pero puedes repetírmelo -añadió Hannah-. De hecho, insisto en que lo hagas ahora mismo.

Constantine soltó una queda carcajada.

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