CAPÍTULO 02

Recogieron sus bonetes y dieron un paseo por el parque. Hacía un día estupendo, más aun teniendo en cuenta que no había empezado el verano. Había claros y nubes, y corría una ligera brisa.

Hannah se cubrió con la sombrilla blanca aunque los períodos de sombra eran más prolongados que los de sol. Al fin y al cabo, ¿para qué tener una sombrilla tan bonita si no se iba a mostrar en todo su esplendor?

– Hannah -dijo Barbara con voz titubeante mientras atravesaban las puertas del parque-, no hablabas en serio mientras tomábamos el té, ¿verdad? Sobre lo que tienes planeado, digo.

– Por supuesto que lo decía en serio -contestó-. Ya no soy una jovencita en busca de marido ni una mujer casada. Soy una criatura envidiada por todas las mujeres: una viuda rica con buena posición social. Y sigo siendo joven. Prácticamente se espera que las viudas de la alta sociedad tengan un amante… siempre y cuando dicho amante también sea de la alta sociedad, claro. Y esté soltero.

Barbara suspiró.

– Tenía la esperanza de que estuvieras bromeando -dijo-, aunque mucho me temía que no era así. Veo que has adoptado las costumbres y la moral del licencioso mundo en el que entraste cuando te casaste. No apruebo lo que quieres hacer. De hecho, lo desapruebo por inmoral, Hannah. Pero sobre todo por irreflexivo. Tú no eres tan desalmada ni tan… ¡Ay! ¿Cómo se dice? Ni tan cínica, ni tan apática como te crees. Eres capaz de sentir mucho afecto y amor. Una aventura solo te provocará insatisfacción en el mejor de los casos, y te partirá el corazón en el peor. Hannah soltó una risilla.

– ¿Ves toda esta gente que hay aquí? -Le preguntó a su amiga-. Babs, cualquiera de ellos te dirá que la duquesa de Dunbarton carece de corazón para que se lo rompan.

– No te conocen -replicó Barbara-. Yo sí. Por supuesto, nada de lo que te diga te hará cambiar de opinión. De modo que solo voy a decir una cosa: te querré de todas formas. Siempre te querré. Nada de lo que hagas hará que deje de quererte.

– Pues me gustaría que al menos dejaras de hablar -repuso Hannah-, porque de lo contrario la alta sociedad presenciará el increíble espectáculo de ver a la duquesa de Dunbarton llorando y abrazada a su acompañante.

Barbara resopló con muy poca elegancia y las dos se echaron a reír una vez más.

– En ese caso, ahorraré saliva y me limitaré a disfrutar de este maravilloso paisaje -dijo Barbara-. Por cierto, tu hombre dominante, que puede estar en Londres o no, ¿tiene nombre?

– Qué raro sería si no lo tuviera -respondió-. Su apellido es Huxtable. Constantine Huxtable. El señor Constantine Huxtable. Es un poco humillante, ¿no te parece? Más que nada porque durante estos últimos diez años solo me he relacionado con duques, marqueses y condes. Incluso con el rey. Casi se me había olvidado lo que significaba la palabra «señor». Por supuesto, significa que es un plebeyo. Aunque no del todo. Su padre era el conde de Merton… y él es su primogénito. Su madre, y te lo digo para que no saques conclusiones precipitadas, era la condesa. Todo fue fruto de una tremenda idiotez, al menos por parte de la condesa y de su familia. Aunque supongo que el conde también haría alarde de una tremenda oposición. Al final acabaron casándose, sí, pero unos días después de que el primogénito naciera. ¿Te puedes imaginar un desastre peor para él? Creo que fueron dos días. Dos días que le negaron la posibilidad de convertirse en el conde de Merton, un título que ostentaría a estas alturas, y que lo convirtieron en el humilde señor Constantine Huxtable.

– Qué desgracia -convino Bárbara.

Por delante de ellas la alta sociedad se había reunido en masa y fingía hacer un poco de ejercicio. Los carruajes de todas clases y colores, los jinetes sobre una gran variedad de monturas y los transeúntes ataviados a la última moda deambulaban por un trocito de tierra ridículo (teniendo en cuenta la superficie total del parque), en su intento por ver y lucirse, por contar los últimos cotilleos y enterarse de los rumores que difundían los demás.

Era primavera y la alta sociedad estaba en plena ebullición.

Hannah hizo girar su sombrilla.

– El duque de Moreland es su primo -comentó-. Se parecen muchísimo, aunque en mi opinión el duque solo es guapo, mientras que el señor Huxtable es pecaminosamente guapo. El actual conde de Merton también es primo suyo, aunque el contraste entre ellos es notable. El conde es rubio y apuesto, con un aire angelical. Parece agradable y tan peligroso como una mosca. Además, se casó con lady Paget hace un año, cuando los rumores de que esta había asesinado a su primer marido con un hacha corrían por todos los salones. Me llegaron incluso a mí, y eso que estaba en el campo. Tal vez el conde no sea tan sumiso e insípido como aparenta. Espero que no lo sea, pobrecillo. Porque es guapísimo.

– ¿El señor Huxtable no es rubio? -quiso saber Barbara.

– ¡Ay, Babs! -Exclamó Hannah al tiempo que hacía girar de nuevo su sombrilla-. ¿Has visto los bustos de los dioses y de los héroes griegos tallados en mármol blanco? Son preciosos, pero también muy engañosos, porque los griegos vivieron a orillas del Mediterráneo y es imposible que hubieran tenido ese color a menos que fueran fantasmas. El señor Huxtable es un dios griego de carne y hueso… de pelo negro, tez oscura y ojos oscuros. Y un cuerpo… En fin, júzgalo por ti misma. Ahí lo tienes.

Y allí lo tenía, sí, acompañado por el conde de Merton y el barón Montford, el cuñado del conde. Iban a caballo.

Sí, no se había equivocado, decidió Hannah mientras observaba al señor Huxtable con ojo crítico. Su memoria no la había engañado aunque llevaba dos años sin verlo, ya que la primavera anterior la había pasado en el campo para cumplir su período de luto. Tenía un cuerpo perfecto, resaltado al ir a caballo. Era alto y delgado, pero bien formado y con todos los músculos en su sitio. Tenía unas piernas largas y fuertes, lo que siempre era una gran ventaja en un hombre. Tal vez sus facciones fueran algo más duras y angulosas de lo que recordaba. Y se le había olvidado el detalle de la nariz, que debió de rompérsele en algún momento de su vida y que no le habían colocado bien. Sin embargo, no cambió de opinión con respecto a su cara. Era lo bastante guapo como para que sintiera una agradable flojera en las rodillas. Pecaminosamente guapo.

Tenía el buen gusto de vestir de negro, salvo por los pantalones de montar y la camisa blanca, por supuesto. Su chaqueta de montar era negra y se amoldaba a los poderosos músculos de su pecho, de sus hombros y de sus brazos como una segunda piel. Las botas también eran negras, al igual que el sombrero de copa. Incluso su caballo era negro.

¡Madre de Dios, parecía peligrosísimo!, pensó Hannah con aprobación. Parecía inalcanzable. Parecía una fortaleza inexpugnable. Parecía capaz de cogerla con una mano (mientras ella intentaba asaltar la fortaleza, claro) y aplastarle todos los huesos del cuerpo.

Desde luego era el elegido. Al menos para ese año. Al año siguiente elegiría a otro. O tal vez al año siguiente se plantearía de verdad buscar a alguien a quien amar, a alguien con quien sentar la cabeza. Sin embargo, todavía no estaba preparada para eso. Ese año estaba preparada para algo totalmente distinto.

– ¡Ay, Hannah! -exclamó Barbara con voz titubeante-, no parece un hombre muy agradable. Ojalá…

– Pero, dime, ¿quién quiere un hombre agradable por amante, Babs? -Preguntó ella mientras se adentraba en la multitud con una leve sonrisa en los labios-. Un hombre así parece un pelmazo insoportable, sea quien sea.


Allí estaba de nuevo, pensó Constantine Huxtable. De vuelta en Londres para otra temporada social. De vuelta en Hyde Park, rodeado por la mayoría de la alta sociedad, con su primo Stephen, el conde de Merton, a un lado y Monty (Jasper, el barón Montford, casado con su prima Katherine) al otro.

Parecía que solo había pasado un día desde que pisó Hyde Park por última vez. Le costaba creer que hubiera transcurrido otro año. En algún momento llegó a pensar que no se molestaría en aparecer por Londres esa primavera. Lo pensaba todos los años, claro. Pero todos los años volvía.

Había cierta atracción irresistible que lo llevaba de vuelta a Londres cada primavera, admitió en silencio mientras los tres saludaban a una pareja de ancianas con enormes bonetes que paseaban despacio en un viejo cabriolé con un cochero todavía más viejo en el pescante. Las damas les devolvieron el saludo con idénticos gestos de la mano y asentimientos de cabeza. Como si fueran de la realeza.

Le encantaba estar en casa, en Ainsley Park, en Gloucestershire. Jamás se sentía tan feliz como cuando estaba en casa, sumergido en la ajetreada vida de la granja o en las igualmente ajetreadas tareas domésticas. Apenas tenía un momento de tranquilidad cuando se encontraba en el campo. Y no se podía quejar de soledad. Sus vecinos siempre estaban ansiosos por que participara en las celebraciones que organizaban, aunque tuvieran sus reservas acerca de las actividades que llevaba a cabo en Ainsley Park.

Y en cuanto a la mansión en sí… En fin, la casa estaba tan atestada de gente que hacía dos años que se había mudado a la residencia de la viuda para disfrutar de un mínimo de intimidad… y también para que sus aposentos quedaran libres y pudieran alojar a los que iban llegando. El arreglo había funcionado de maravilla hasta el invierno anterior, cuando un grupo de niñas descubrió el invernadero adyacente a la residencia de la viuda y lo convirtió en su sala de juegos. Después, cómo no, invadieron la cocina en busca de platos y agua con los que hacer el té de sus muñecas. Y después…

Y después, un día, aprovechando la ausencia de su cocinero,

Con se descubrió saqueando la cocina en busca del tarro de las galletas… y sumándose al té, ¡por el amor de Dios!

Era normal que se escapara a Londres todas las primaveras. Un hombre necesitaba un poco de paz y tranquilidad en su vida. Por no mencionar un poco de cordura.

– Siempre es maravilloso regresar a la ciudad, ¿verdad? -les preguntó Monty con tono jovial.

– Pues sí, aunque me acaben de echar de mi propia casa -contestó Stephen.

– Pero las damas necesitan admirar al heredero sin la interferencia masculina -comentó Monty-. No querrás estar presente, ¿verdad, Stephen? Sobre todo cuando tus hermanas se han tomado la molestia de invitar a una docena de damas para que admiren con ellas al niño y para que lo agasajen con sus regalos, que Cassandra tendrá que admirar y que todas tendrán que examinar y… esto… elogiar con embeleso… -Se estremeció de forma teatral.

Stephen sonrió.

– En eso tienes razón, Monty -repuso el conde.

Su condesa acababa de alumbrar a un hijo varón. Su primogénito. Un heredero. El futuro conde de Merton. A Con no le importaba en absoluto. Después de su padre, el papel de conde lo ocupó durante unos años su hermano Jonathan, Jon, y en ese momento lo desempeñaba Stephen. Y con el tiempo el título recaería en el hijo de Stephen. En los años venideros Cassandra y él podrían tener un montón de hijos varones para curarse en salud si así lo deseaban. Para él no cambiaría nada. Nunca podría heredar el título.

Le daba igual. Siempre lo había sabido. No le importaba.

Se detuvieron para saludar a unos conocidos. El parque estaba lleno de rostros familiares, se percató Con cuando echó un vistazo a su alrededor. Casi no había caras nuevas, y las únicas que había eran las de las jovencitas, la nueva hornada de muchachas con aspiraciones de contraer un gran matrimonio.

Había algunas bellezas entre ellas, sí. Sin embargo, a Con le sorprendió, aunque no le resultó alarmante, descubrir lo aséptico que era su análisis. No sintió la menor atracción hacia ninguna de ellas. Podría haber expresado su interés sin temor a parecer presuntuoso. Su ilegitimidad era una mera formalidad legal. Le impedía heredar el título y las propiedades vinculadas a este, cierto, pero no afectaba a su posición social como hijo de un conde. Había crecido en Warren Hall. Había recibido una herencia considerable a la muerte de su padre.

Podría participar en el mercado matrimonial y contraer un matrimonio bastante ventajoso. Sin embargo, a sus treinta y cinco años tenía la incómoda impresión de que todas esas bellezas eran niñas. La mayoría tendría diecisiete o dieciocho años.

En realidad, sí que era alarmante. Porque no iba a rejuvenecer, ¿verdad? Y nunca había querido quedarse soltero. En ese caso, ¿cuándo pensaba casarse? Y lo más importante: ¿con quién iba a casarse?

Por supuesto, él mismo había disminuido sus posibilidades de contraer matrimonio al comprar Ainsley Park unos años atrás y llenar la propiedad con indeseables sociales: vagabundos, ladrones, antiguos soldados, retrasados mentales, prostitutas, madres solteras con sus hijos y otras muchas categorías. Ainsley Park era un enjambre de actividad y, para su satisfacción, la propiedad era muy próspera después de los primeros años de gastos… y trabajo duro.

No obstante, una joven esposa, en particular si procedía de noble cuna, no apreciaría que la llevara a vivir rodeada de semejantes personas y en semejante lugar… donde además tendría que alojarse en la residencia de la viuda. Hacía un mes que su salón fue designado como habitación infantil para las muñecas que estaban demasiado cansadas como para mantener los ojos abiertos después de tomar el té en el invernadero.

– Déjame adivinar -dijo Monty al tiempo que se inclinaba hacia él-. ¿La de verde?

En ese momento Con se percató de que había estado mirando fijamente a dos jovencitas acompañadas por sendas doncellas de caras largas, que caminaban unos pasos por detrás, y las cuatro se habían dado cuenta. Las muchachas estaban riendo por lo bajo, muy orgullosas, mientras que las doncellas se apresuraban a acortar la distancia que las separaba.

– Es la más guapa de las dos -reconoció, apartando la mirada-. Aunque la de rosa tiene mejor cuerpo.

– Me pregunto cuál de las dos tendrá un padre más rico -apostilló Monty.

– La duquesa de Dunbarton ha vuelto a la ciudad -les dijo Stephen mientras los tres reemprendían la marcha-. Tan guapa como de costumbre. Ya debe de haber abandonado el luto. ¿Os parece que vayamos a presentarle nuestros respetos?

– Por supuesto -respondió Monty-, siempre y cuando podamos acercarnos sin que nos atropellen los siguientes seis carruajes y arrollemos a los siguientes seis transeúntes. Insisten en abandonar el camino pese al peligro para su seguridad. -Dicho lo cual procedió a avanzar con habilidad entre los carruajes y los jinetes hasta que llegaron a los transeúntes, la mayoría de los cuales paseaba tranquilamente por el sendero habilitado para ellos.

Con por fin vio a la duquesa. Claro que ¿qué hombre con dos ojos en la cara no iba a fijarse en ella? Era alta y delgada, con un cutis de alabastro, mejillas y labios sonrosados, y ojos azules, insondables y siempre entornados.

Si hubiera escogido ser una cortesana en vez de la esposa de Dunbarton, a esas alturas sería la más aclamada de toda Inglaterra. Y habría amasado una fortuna. Aunque, por supuesto, la fortuna la había conseguido de todas formas al convencer a ese vejestorio para que se casara por primera y única vez en su vida. Y después procedió a exprimirlo para quedarse con todo lo que no estaba vinculado al título.

A su lado caminaba una acompañante de aspecto respetable. A su alrededor se había reunido un buen número de personas (hombres en su mayoría) para rendirle pleitesía. La duquesa se dejaba adorar con esa enigmática media sonrisa y algún que otro gesto de una de sus manos, enfundadas en guantes blancos, en cuyo índice brillaba un diamante tan grande como para abrirle la cabeza al hombre que tuviera la osadía de sobrepasarse.

– ¡Vaya! -Exclamó la duquesa, desviando la lánguida mirada de su séquito, que en su mayor parte se vio obligado a seguir camino, empujado por la multitud-. Lord Merton. Tan angelical y apuesto como de costumbre. Espero que lady Paget valore el trofeo que se ha llevado.

Hablaba con un tono suave y agradable. Era evidente que no necesitaba alzar la voz. Cada vez que abría la boca para decir algo, todo aquel que la rodeaba guardaba silencio para escucharla.

Le concedió a Stephen el honor de su mano y él se la llevó a los labios antes de mirarla con una sonrisa.

– Ahora es lady Merton, señora -replicó Stephen-. Y yo sí que valoro el trofeo que me he llevado.

– Bien dicho -dijo la duquesa-. Me ha dado la respuesta correcta. Y lord Montford. Parece usted muy… domesticado. Lady Montford ha hecho un trabajo excelente -añadió al tiempo que le tendía la mano.

– En absoluto, señora -repuso Monty con una sonrisa tras la cual le besó el dorso de la mano-. Me bastó con mirarla y fui… domesticado a primera vista.

– Me alegra oírlo -comentó ella-, aunque eso no fue lo que me dijo cierto pajarito. Y el señor Huxtable. ¿Cómo está? -Lo miró con algo rayano al desdén, aunque dado que lo hizo con los párpados entornados, el efecto quedó un tanto empañado… siempre y cuando su intención fuera la de mirarlo con desdén, por supuesto. No le tendió la mano.

– Muy bien, duquesa, gracias por preguntar-respondió él-. Mucho mejor ahora que hemos comprobado que ha vuelto a la ciudad.

– Zalamero -replicó ella, que descartó el comentario con un gesto de la mano, haciendo relucir el anillo. Se volvió hacia su compañera, que guardaba silencio-. Babs, tengo el placer de presentarte al conde de Merton, al barón Montford y al señor Huxtable. Caballeros, la señorita Leavensworth es mi mejor amiga. Ha tenido la amabilidad de acompañarme a la ciudad y de quedarse unos días conmigo antes de regresar al campo para casarse con el vicario del pueblo donde ambas crecimos.

La señorita Leavensworth era alta y delgada, tenía unas facciones muy nórdicas, los dientes ligeramente hacia fuera y el pelo rubio. No era una mujer desagradable a la vista. Los saludó con una reverencia. Y los caballeros la correspondieron desde sus monturas.

– Es un placer conocerla, señorita Leavensworth -dijo Stephen-. ¿Se va a casar pronto?

– En agosto, milord -contestó la aludida-. Pero hasta entonces tengo la intención de conocer bien Londres. Al menos, espero ver todos los museos y las galerías de arte.

La duquesa estaba examinando su caballo, se percató Con. Y después hizo lo propio con sus botas. Y con sus muslos. Y con su… cara. La vio enarcar las cejas cuando descubrió que él también la estaba mirando.

– Debemos proseguir, Babs -dijo la dama-. Me temo que estamos bloqueando el paso y estos caballeros están deteniendo a los otros jinetes. Son tan… grandes. -Dicho lo cual, se dio media vuelta y echó a andar hacia la siguiente oleada de admiradores que se acercaban para saludarla y para darle la bienvenida a la ciudad.

– Por Dios -murmuró Monty-. Ahí va una dama muy peligrosa. Que acaba de librarse de la correa.

– Su amiga se ve muy sensata -comentó Stephen.

– Parece que solo los caballeros con título pueden disfrutar del inmenso honor de besarle la mano -dijo Con.

– Yo que tú no le daría importancia -le aconsejó Monty-. A lo mejor los caballeros sin título son los únicos que tienen el honor de recibir un escrutinio exhaustivo en vez de una mano.

– O tal vez sean solo los caballeros solteros, Monty -añadió Stephen-. Con, es posible que le gustes a la dama.

– Y también es posible que la dama no me guste a mí-replicó él-. Nunca he ambicionado compartir amante con la mitad de la alta sociedad.

– Mmm -murmuró Monty-. ¿Crees que ese fue el caso del pobre Dunbarton? Por cierto, eso me recuerda que de joven tenía fama de ser muy peligroso. La verdad es que nunca pareció un cornudo mientras estuvo casado, ¿no creéis? Siempre lo vi como un gato satisfecho que acababa de comerse el cuenco de nata a placer.

– Acabo de caer en la cuenta de una cosa… -dijo Stephen-. El año pasado, tal vez por estas mismas fechas, y en este preciso lugar, fue cuando vi por primera vez a Cassandra. Tú estabas conmigo, Con. Y si la memoria no me falla, Monty, tú te acercaste a caballo con Kate mientras la mirábamos y comentábamos lo incómoda que debería sentirse vestida de negro y con velo teniendo en cuenta el calor que hacía.

– Y al final habéis acabado felices y comiendo perdices -replicó Monty. Volvió a sonreír-. ¿Le estás vaticinando un futuro similar a Con al lado de la guapísima duquesa?

– Hoy está nublado -comentó Con- y no hace ni pizca de calor. Y la duquesa no va de luto. Ni pasea sola con su acompañante totalmente inadvertida para la multitud. Además, no estoy pensando en el matrimonio, así que no empieces, Monty.

– Pero por aquel entonces -apostilló Stephen, meneando las cejas-, yo tampoco.

Los tres se echaron a reír… y en ese instante vieron a Timothy Hood a las riendas de un reluciente faetón nuevo tirado por dos tordos. Se olvidaron a toda prisa de la viuda vestida de blanco que lo había mirado no tanto de forma desdeñosa como provocativa, se percató Con, una vez que se detuvo a analizarlo con tranquilidad.

No le interesaba en lo más mínimo. Cada año, cuando iba a la ciudad, escogía a sus amantes pensando en su comodidad durante lo que quedaba de la temporada social.

Una mujer cuyo pasatiempo diario consistía en reunir al mayor número de adoradores posibles, para lo que poseía una habilidad pasmosa, no le reportaría mucha comodidad.

No le gustaba bailar al son que dictaba una mujer.

Ni ser una marioneta cuyos hilos moviera otra persona.

Mucho menos si se trataba de la infame duquesa de Dunbarton.

Загрузка...