Hannah se marchó a Copeland Manor con Barbara tres días antes de que comenzaran a llegar los invitados a la fiesta campestre. Aunque su presencia no era necesaria, por supuesto. El ama de llaves era una mujer muy competente que tenía un férreo control sobre la servidumbre y el manejo de la casa. Claro que contaba con la ventaja de ser una persona muy agradable y querida por todos los criados.
Mientras deambulaba nerviosa por la casa durante esos tres días, Hannah era muy consciente de que seguramente estaría molestando a todo el mundo y poniéndolos de los nervios. En realidad, fue muy irritante descubrir que su casa funcionaba tan bien, incluso con la presión de una fiesta campestre inminente, que su presencia no era necesaria. En algunos momentos tenía la impresión de que sería feliz si encontraba un trocito de suelo que poder restregar.
Menuda sorpresa se llevaría la alta sociedad, y cuántas risas se echaría a su costa, si supiera que la duquesa de Dunbarton estaba nerviosa.
Y emocionada.
El duque le había regalado Copeland Manor cuando ya era muy mayor. Habían pasado algunas temporadas en la propiedad. Incluso habían invitado a algunos vecinos a tomar el té. Hannah también había recibido invitados durante el año de luto que pasó allí, pero no fue algo frecuente ni tampoco fueron ocasiones formales. En aquel entonces estaba muy triste y muy contenta de pasar casi todo el tiempo sola.
Esa iba a ser su primera fiesta campestre en Copeland Manor. Quería que todo fuera perfecto.
Envidiaba la tranquila y alegre actitud de Barbara, aunque también la irritaba un poco. Juntas pasearon por el exterior y también por el interior durante el tercer y lluvioso día, el último antes de que llegaran los invitados. Su amiga se pasaba horas y horas bordando, leyendo o escribiendo.
– ¿Y si llueve mañana? -preguntó Hannah mientras paseaban por la galería ese último día. La lluvia golpeaba los cristales de las ventanas a ambos lados de la galería.
– Pues todo el mundo se apresurará a entrar en casa nada más bajar de los carruajes -respondió Barbara con muchísimo sentido común-. Es imposible que llueva tanto como para que los caminos queden impracticables.
– Pero quiero que todos vean Copeland Manor en todo su esplendor -replicó Hannah.
– En ese caso se llevarán una agradable sorpresa cuando el sol brille al día siguiente de su llegada -repuso Barbara-. O al siguiente.
– ¿Y si llueve todos los días? -insistió.
Barbara volvió la cabeza para mirarla con detenimiento y se cogió de su brazo.
– Hannah, Copeland Manor es un lugar precioso en cualquier circunstancia. Tú eres preciosa en cualquier circunstancia. Eres guapa, simpática e ingeniosa. Seguro que a estas alturas has organizado infinidad de fiestas.
– Pero nunca aquí-dijo-. Babs, ¿cómo será tener niños en Copeland Manor? Nunca he celebrado fiestas con niños.
– Serán maravillosos -aseguró Barbara-. Y en última instancia serán responsabilidad de sus padres, no tuya.
– Pero la fiesta… -refunfuñó en voz baja-. En la vida he organizado una fiesta infantil.
– Pero asististe a un buen número de ellas cuando éramos niñas -le recordó su amiga, y no por primera vez-. Y yo estuve a cargo de unas cuantas mientras mi padre seguía siendo el vicario, cuando mi madre no se encontraba bien para organizarías. Has hecho preparativos de sobra para mantenerlos a todos ocupados y entretenidos en cada minuto de la fiesta.
– Tengo la cabeza hecha un lío -dijo.
Barbara la condujo a un banco que estaba situado cerca de una de las ventanas, la obligó a sentarse, se acomodó a su lado y le cogió la mano.
– Lamento verte tan nerviosa, Hannah -aseguró-. Pero no sé, aunque parezca extraño, también me alegra verte así. Creo que estoy presenciando cómo te conviertes en la persona que siempre debiste ser. En los días que han pasado desde que llegué a Londres tienes mejor color de cara, te brillan los ojos y tu expresión es alegre. Vas a celebrar una fiesta a la que asistirán familias, no un grupo de aristócratas privilegiados, y te has quebrado la cabeza buscando la forma de entretenerlos a todos y hacer que sean felices. Y creo que…
Hannah enarcó las cejas.
Barbara suspiró.
– No debería decirlo -añadió su amiga-. Te vas a enfadar. Ni siquiera estoy segura de querer decirlo. Creo que te estás enamorando. O que ya lo has hecho.
Hannah apartó las manos al punto.
– ¡Pamplinas! -Exclamó con sequedad-. ¡Mira, Babs! Mientras estábamos sentadas, ha escampado. Y mira, el sol brilla por detrás de las nubes. Mañana va a lucir el sol y la hierba, los árboles y las flores brillarán, y todo parecerá más fresco gracias a la lluvia. -Se puso en pie y se acercó a la ventana.
Estaba tentada de pasar por alto lo que Barbara había dicho acerca de los cambios que había experimentado, pero en ese momento recordó que el duque siempre había querido que llegara al punto en el que por fin podría revelar su verdadera personalidad. Y ser ella misma.
Por fin se atrevía a ser la persona que el duque quería que fuera, todavía un poco nerviosa e insegura de sí misma, pero dispuesta y ansiosa por encontrar la vida y la alegría en vez de protegerse tras la máscara de duquesa. Por fin se estaba convirtiendo en la persona que ella elegía ser.
– Babs, ¿qué me pongo mañana? -preguntó-. Me refiero al color. ¿Blanco? ¿O algo más… colorido?
¿Y por qué lo preguntaba? Era algo que debía decidir por sí misma. Era algo que llevaba debatiendo tres días, o tal vez más. Como si el rumbo del mundo dependiera de que ella tomase la decisión correcta.
Se echó a reír.
– No hace falta que me contestes -dijo-. Ya lo decidiré yo. ¿Qué vas a ponerte tú? ¿Uno de tus vestidos nuevos?
– Quiero que Simón sea el primero en verme con ellos -contestó Barbara con un deje soñador-. Aunque estoy segura de que debería estrenarlos aquí, rodeada de tantos invitados ilustres.
– Tu vicario debe ser el primero en verlos -sentenció Hannah, volviéndose para mirar a su amiga con cariño-. Tienes unos vestidos muy bonitos además de los nuevos.
No iba a pensar en lo que Barbara acababa de decir, decidió. Se negaba a pensar en ello.
Sin embargo, habían pasado tres días, con sus tres noches, desde la última vez que vio a Constantine. Y sabía que aunque quería que todo fuera perfecto para el conjunto de los invitados, aunque quería que vieran Copeland Manor en todo su esplendor cuando llegaran al día siguiente, también quería que todo fuera un poquito más perfecto para él.
La perfección no podía perfeccionarse.
Pero eso era lo que ella quería. Para él.
No se atrevió a analizar los motivos.
– Me muero de hambre -dijo-. Vamos a tomarnos un té.
Copeland Manor se encontraba a varios kilómetros al norte de Tunbridge Wells, en Kent. El carruaje atravesó campiñas, huertas, campos de cereales y pastizales con sus rebaños. Con se fijó más de lo acostumbrado en el paisaje mientras viajaba con Stephen y Cassandra. Aunque deberían haber dejado al bebé con su niñera, que viajaba en otro carruaje, les parecía demasiado pequeño y valioso como para estar alejados de él salvo cuando era estrictamente necesario.
Stephen lo llevó en brazos gran parte del camino mientras le hablaba como si fuera un adulto en miniatura. El bebé lo miraba con expresión solemne, hasta que se le cerraron los ojos y se quedó dormido. Cassandra lo arropó con la manta, le colocó bien el gorrito y miró a Stephen con una sonrisa.
La situación era un poco desconcertante. No porque fuera testigo de las evidentes y bochornosas manifestaciones de afecto entre marido y mujer, sino tal vez porque no las hubo. Stephen y Cassandra se sentían comodísimos el uno con el otro, y saltaba a la vista que el pequeño Jonathan era todo su mundo. La escena era increíblemente… doméstica. Y Stephen, según sus cálculos, tendría unos veintiséis años. Era nueve años menor que él.
Lo asaltó una vaga sensación de inquietud. Y de envidia.
Debería meditar en serio el asunto de buscar una mujer adecuada con la que casarse. Tal vez el año siguiente. Ese año estaba demasiado enredado con la duquesa. Pero si quería tener hijos (y ese año, tal vez por primera vez, sentía un ligero interés por tener hijos propios), sería mejor que comenzara con su familia antes de cumplir los cuarenta años. Ya era mayor de lo que le gustaría.
Se distrajo con un poco de conversación y con una lectura más exhaustiva del último informe sobre Ainsley Park que Harvey Wexford le había enviado y que solo había podido ojear durante el desayuno.
Uno de los corderos había muerto, ya había nacido muy débil. Los otros crecían con normalidad. Al igual que los terneros, salvo por dos que habían nacido muertos. Habría una buena cosecha, ya que había hecho calor durante un mes y la lluvia había aparecido cuando era necesaria, aunque vendría bien que lloviera un poco más en esos momentos. Roseann Thirgood, la maestra que en otra época trabajó en un burdel londinense, había comprado unos cuantos libros nuevos para el aula dado que varios de sus alumnos, tanto niños como adultos, podían leer casi de memoria los textos elementales que habían comprado el año anterior. A Kevin Hurdle le habían sacado una muela picada y desde entonces deambulaba por la casa y por la granja con un enorme pañuelo que le cubría la barbilla y llevaba atado en la cabeza, y que comenzaba a amarillear. Dotty, la hija pequeña de Winifred Baker, había recorrido todo el camino del gallinero a la cocina dando saltos con la cesta de los huevos en la mano, y de resultas el suelo de la cocina que Betty Ulmer acababa de fregar había acabado lleno de yema y clara de huevo, y la cesta quedó para tirarla. Un zorro estaba realizando visitas nocturnas a la granja, aunque de momento se había tenido que marchar con tanta hambre como llegó. Uno de los caballos de tiro había empezado a cojear, pero habían encontrado y extraído la dichosa espina de debajo de su herradura, de modo que el animal se estaba recuperando. Winford Jones y su flamante esposa agradecían enormemente el regalo de bodas que el señor Huxtable les había enviado en un paquete aparte la última vez que escribió.
Cerró los ojos y, al igual que el bebé, durmió un rato.
Y poco después llegaron. El carruaje tomó una curva pronunciada y pasó entre los pilares de piedra de la entrada, haciendo que todos se despertaran, o eso creyó él, con excepción de Stephen, que sujetaba a su hijo con gran concentración mientras mantenía el hombro quieto para que la mejilla derecha de Cassandra descansara sobre él.
El carruaje prosiguió por una avenida muy recta, flanqueada por olmos, que se alineaban como soldados en un desfile. El camino transcurría llano un buen rato antes de ascender ligeramente por la falda de una loma en cuya cima se alzaba la casa de piedra gris. Una casa, una mansión… podría llamarse de las dos maneras. Era más o menos del mismo tamaño que Ainsley Park, de planta cuadrada, con un pórtico en el centro de la fachada y una azotea delimitada por una balaustrada de piedra tallada. Las ventanas altas y estrechas iban menguando de tamaño conforme se subía de la primera a la segunda planta y de la segunda a la tercera. Era una bonita y curiosa mezcla de los estilos jacobino y georgiano. Las paredes estaban cubiertas de hiedra.
Los terrenos de la propiedad se extendían desde la casa en todas las direcciones. Prados, sembrados y tupidas arboledas. A lo lejos se veía el brillo del agua. De momento la avenida de entrada, con sus olmos, era el único toque formal que se apreciaba en Copeland Manor.
Le gustaba lo que veía.
– ¡Es todo precioso! -Exclamó Cassandra-. Parece un lugar muy tranquilo.
– El paraíso para un niño -comentó Stephen-. Ahora entiendo a lo que se refería la duquesa cuando se lo dijo a Meg. También es el paraíso para un adulto. Aunque Londres me gusta mucho, me agrada escapar al campo de vez en cuando. Esta fiesta campestre fue una genialidad por parte de la duquesa. ¿No te parece, Con?
– Desde luego. El aire huele a limpio -comentó él-, aunque llevemos las ventanillas cerradas.
La avenida terminaba en un patio cuadrado con gravilla situado a los pies de la amplia escalinata y de las impresionantes columnas. La señorita Leavensworth estaba en el prado que se extendía a un lado del patio con los Park y los Newcombe, a quienes Con conoció en la Torre de Londres.
Katherine y Monty se encontraban al otro lado del patio, con el pequeño Hal sentado a hombros de su padre. Sherry estaba a poca distancia de ellos, sujetando las manos de Alex por encima de su cabeza mientras el niño daba unos pasitos por la hierba con destino incierto. Margaret y algunas personas a quienes no conocía (no, una de ellas era su hija, Sarah) paseaban hacia el agua. Toby, el hijo mayor de Margaret y Sherry, estaba subido a un árbol con un niño más grande, el hijo de los Newcombe.
Su grupo era, supuso, el último en llegar.
Hannah se encontraba a mitad de la escalinata. Llevaba un vestido amarillo. Y un recogido que parecía a punto de deshacerse en cualquier momento… aunque apostaría lo que fuera a que los rizos se quedarían en su sitio. Y también tenía una sonrisa deslumbrante, las mejillas sonrosadas y los ojos relucientes.
Tomó una repentina bocanada de aire y deseó que nadie se hubiera dado cuenta.
Llevaba tres días sin verla. Se había marchado al campo con antelación para asegurarse de que todo estaba preparado para sus invitados. Sin embargo, tenía la sensación de que habían pasado tres semanas.
Parecía una muchacha. No, una dama muy joven recién salida al mundo y llena de optimismo, esperanza y alegría.
La vio bajar al patio mientras el cochero abría la portezuela del carruaje, desplegaba los escalones y ayudaba a Cassandra a descender.
– Lady Merton -la saludó Hannah-, bienvenida a Copeland Manor. Aunque estaba muy preocupada por ustedes, me tranquilicé cuando lady Montford me explicó que tenían que hacer más paradas en el camino que el resto de los invitados ya que está amamantando a su hijo. Me alegra muchísimo que mis últimos invitados hayan llegado sanos y salvos. -Le tendió la mano derecha y Cassandra la aceptó.
– Yo también me alegro muchísimo de estar aquí -replicó Cassandra-. Qué acertado elegir este sitio para construir una casa. No me imagino un lugar más maravilloso.
– Yo tampoco -convino la duquesa y se volvió hacia Stephen-. Lord Merton, bienvenido. ¡Oh, el bebé! -Se acercó al niño y lo miró con cautela-. ¡Qué guapo es! -exclamó con sinceridad, y no porque esa reacción fuera la esperada en una mujer que observara el bebé de otra.
– Es más guapo aún si se coge en brazos -aseguró Stephen con una sonrisa antes de colocarle a su hijo en brazos.
Hannah pareció sorprenderse, asustarse y…de repente Con vio una expresión tan sincera y desnuda en su rostro que se quedó sin palabras. La duquesa ya no sonreía. No le hacía falta. Después volvió a sonreír… muy despacio.
– ¡Es una ricura! -exclamó ella-. Creo que me he enamorado. ¿Cómo se llama?
– Jonathan -contestó Stephen.
– ¡Oh! -La duquesa miró a su primo y luego a él.
– Con el permiso de Con -añadió el padre del pequeño, que volvió a hacerse cargo del bebé-. Mi predecesor, el hermano de Con, también se llamaba Jon. ¿Se lo ha contado?
– Sí -contestó ella. Y por fin se volvió hacia él y le tendió ambas manos-. Constantine. Bienvenido.
– Duquesa -dijo-, gracias. -Le cogió las manos y la besó en una mejilla. Y sonrió.
Ella le devolvió la sonrisa.
Y… «¡Por Dios!», exclamó para sus adentros. «¡Por Dios!»
Le soltó las manos y echó un vistazo a su alrededor. Inspiró hondo muy despacio.
– Ahora entiendo por qué le gusta tanto Copeland Manor y por qué quiere alardear de su propiedad -comentó-. Es un lugar estupendo.
– Sí -susurró ella. ¿Con una nota ansiosa en la voz?
Sarah apareció corriendo por delante de Margaret y de su grupo, llevando un ramillete de margaritas en una mano.
– ¡Tío Con! -gritó-. Para usted, excelencia. -Obligó a Hannah a aceptar las margaritas-. Tío Steve. Déjame ver al bebé.
Con miró de nuevo a Hannah, que estaba contemplando sus margaritas con una sonrisa. Una sonrisa que le sentaba mejor que los diamantes que solía lucir. Cuando levantó la vista y sus ojos volvieron a encontrarse, ambos sonrieron.
Después de todo, tal vez no fuera una buena idea, pensó él.
No se preguntó a qué se refería.
A Hannah le pareció que había pasado un siglo, una eternidad desde la última vez que vio a Constantine.
Y después, cuando por fin lo vio, se percató de lo mucho que había cambiado con el tiempo la percepción que tenía de él. Ya no era ese desconocido tan atractivo, sombrío, misterioso y posiblemente peligroso del que había sido consciente durante años; ese hombre que durante el invierno había decidido que fuera su primer amante; ese hombre distante y un tanto socarrón que había conocido en Hyde Park a principios de la primavera, cabalgando con lord Montford y el conde de Merton. Ya no era ese reto emocionante y difícil que encontró durante sus primeros escarceos, antes de que él se hiciera con el control en el tercer encuentro y la obligara a iniciar su aventura esa misma noche, muchísimo antes del plazo que ella se había fijado para la consumación.
Como en Londres lo veía todos los días, no se había percatado de lo mucho que había cambiado desde aquella noche la percepción que tenía de él. Ese día en concreto, observó la llegada del carruaje del conde de Merton a sabiendas de que Constantine se encontraba en su interior y sintió cómo se le aceleraba el corazón. Y conforme saludaba a la condesa primero y después al conde, incluso mientras sostenía en brazos el milagro que era su primogénito recién nacido, sentía la presencia de Constantine como un cálido brillo en su interior.
Y entonces, por fin, pudo volverse hacia él, mirarlo y tenderle las manos.
Y solo vio a Constantine.
No se encontraba en situación de analizar ese pensamiento tan poco profundo. De hecho, no quería analizarlo. Pero sentía una quemazón en el pecho y en la garganta, como si estuviera conteniendo el llanto.
Le dio la bienvenida, le sonrió y se alegró de no haber analizado sus sentimientos ni (¡gracias a Dios!) de haber derramado unas lágrimas cuando se apartó de ella con frialdad y alabó educadamente la propiedad.
Por un instante deseó haberse puesto un vestido blanco después de todo y haberse adornado con diamantes, para interpretar a la persona que vivía a salvo gracias a la máscara de la duquesa de Dunbarton. Pero no, en el fondo no lo deseaba. Durante esos cuatro días había elegido ser ella misma, librar a la crisálida del capullo que la protegía. Por extraño que pareciera, era importante para ella causarles una buena impresión a los familiares de Constantine. No como la duquesa de Dunbarton, sino como Hannah. Como ella misma.
Le costaba admitir que el rechazo inicial a su invitación le había dolido, sobre todo porque hacía mucho tiempo que había decidido no dejarse herir por el comportamiento o la opinión (o el rechazo) de los demás. Pero tal vez en esa ocasión hubiera escocido un poquito. No sabía muy bien por qué.
Sin embargo, habían cambiado de opinión y habían aceptado. ¿Debido a su visita a Claverbrook House? Suponía que ese era el motivo. ¿Debido al hecho de haber incluido también a los niños? ¿Habría dicho el marqués algo después de que ella se marchara? ¿Habría dicho Constantine algo? Imposible. Mucho se temía que el desagrado que sentían hacia ella se debía a sus deseos de que Constantine encontrara a una mujer menos notoria.
Fuera lo que fuese, le habían dado una segunda oportunidad y quería impresionarlos. Demostrarles que era… humana. Demostrarles que no era la advenediza arrogante, desalmada y fría que se rumoreaba que era. Demostrarles que podía ser una anfitriona cariñosa y amable.
Y justo después de saludarlo el conde de Merton le puso en brazos a su bebé. Y la hija pequeña de lord Sheringford le regaló el ramillete de margaritas que había recogido junto al lago antes de salir corriendo atraída por la presencia de su primito, como si ella no fuera nada del otro mundo.
Era maravilloso ser alguien que no era nada del otro mundo.
Alguien a quien una niña no se quedaba mirando embobada.
Pondría las margaritas en un jarrón y las colocaría en su mesilla de noche. Le parecían mucho más valiosas que las rosas… o los diamantes.
– Ordenaré que los acompañen a sus habitaciones -dijo a los condes y a Constantine-. Y después nos reuniremos en la terraza occidental para tomar el té. Hace una temperatura bastante agradable y los niños pueden comer con nosotros y jugar en el prado si lo prefieren a la habitación infantil.
Aceptó el brazo que le ofrecía Constantine y precedieron al resto del grupo por la escalinata. ¿Por qué nunca se le había ocurrido incluir niños en sus fiestas, ya fuera en la ciudad o en el campo? Además de haber llegado a los treinta años sin tener hijos, había evitado todo contacto con niños.
Hasta ese preciso momento ni siquiera se había percatado de lo mucho que había anhelado tener hijos durante todos esos años.
Claro que, ¿de qué le habría servido admitirlo? Estaba casada con un anciano que solo había tenido un amante en toda su vida… un hombre, para más inri.
– Espero que el trayecto desde Londres haya sido agradable -dijo a Constantine.
– Muy agradable, gracias, duquesa -replicó él.
Como si fueran un par de desconocidos muy educados.
¿Sería de la misma manera cuando se encontraran al año siguiente? Ya pensaría en eso cuando llegara el año siguiente. De momento viviría el presente.
– Me alegra saberlo -dijo.
La duquesa, pensó Con, parecía haber rejuvenecido diez años en los tres días que habían pasado desde la última vez que la vio.
Y haberse quitado diez capas de armaduras y máscaras.
Su vestido resplandecía con el color del sol. Sus sonrisas deslumbraban. Y al verla en ese entorno rural, descubrió con sorpresa que parecía más a gusto de lo que estaba en Londres.
Era imposible que estuviera más guapa. Pero así era.
Todos se reunieron en la terraza adyacente al salón para tomar el té, un momento donde Hannah brilló como anfitriona y después, una vez consumido el té y las pastas, Toby, el hijo de Margaret, y Thomas Finch, el hijo mediano de Hugh Finch, exigieron jugar a la pelota. Al parecer, había una pelota… que Margaret y Duncan habían llevado.
Los niños que habían llegado con sus padres, cuyas edades estaban comprendidas entre los pocos meses del hijo de Stephen y Cassandra y los doce años de los gemelos de los Newcombe, no se contentaron con jugar entre ellos como era de esperar. No cuando había un grupo de adultos ociosos sentados respetablemente en el exterior y ardiendo en deseos de hacer algo enérgico y divertido. Los padres, al menos, debían jugar con ellos.
Y dado que los padres adujeron que no debían ser los únicos en sufrir las consecuencias solo por el hecho de haber engendrado a sus vástagos sin saber lo que les esperaba, exigieron que los demás caballeros se sumaran al ejercicio: Con, sir Bradley Bentley y Lawrence Astley. Al fin y al cabo, habían estado encerrados en sus respectivos carruajes casi todo el día y allí estaban, sentados de nuevo como si no tuvieran nada mejor que hacer.
Llegados a ese punto algunas de las madres se sintieron ofendidas porque las consideraran incapaces de lanzar una pelota sin ponerse en ridículo y la señorita Julianna Bentley, la hermana de sir Bradley, señaló que ella también había pasado casi todo el día sentada en un carruaje, igual que los caballeros. La hermana de Astley, la señorita Marianne Astley, la apoyó en voz baja. La señorita Leavensworth recordó a la duquesa todos los partidos de criquet que habían jugado en el prado del pueblo cuando eran pequeñas y también que a ella siempre la colocaban en el extremo más alejado del campo de juego cuando a su equipo le tocaba atrapar la pelota, ya que se le escapaban muy pocas, y además era muy buena lanzadora. Y la duquesa apuntó que ella también era una buena lanzadora aunque aquellos odiosos niños solo le habían permitido lanzar de vez en cuando.
– Sí -convino la señorita Leavensworth-, eras capaz de lanzar la pelota con un efecto extraño de modo que no había quien la bateara. Nadie lograba darle porque todos nos pensábamos que sería una bola recta, y de repente trazaba una curva y derribaba los blancos.
– Venga, vamos a jugar -dijo al tiempo que se ponía en pie. ¿La duquesa de Dunbarton? ¿Jugando a la pelota?
Con se percató de que Katherine y Sherry la miraban con cierta sorpresa antes de desviar la mirada hacia él.
Echaron a andar por la suave pendiente que partía de la terraza hasta llegar a una zona lo bastante llana como para jugar. Toby y Thomas, que habían ido en busca de la pelota, volvieron corriendo, y salvo por aquellos que insistieron en hacer de espectadores para que el juego no desmereciera, todos formaron un enorme círculo alrededor de un centro que Toby se apresuró a ocupar porque, al fin y al cabo, la pelota era suya. Fueron tirándose la pelota los unos a los otros mientras intentaban golpear las piernas de Toby en el proceso. La persona que lo conseguía pasaba a ocupar el centro y el juego volvía a empezar.
Con pensó que posiblemente fuera uno de los juegos más tontos que se habían inventado jamás. Sin embargo, provocó muchos gritos, vítores y risas… y algún que otro llanto cuando Sarah se colocó en el centro y fue golpeada por la primera pelota que le lanzaron. Estuvo llorando hasta que Hannah corrió a socorrerla y la cogió en brazos.
– Eso ha sido trampa -exclamó con una voz muy poco adecuada para una duquesa-. Ha golpeado a Sarah en la rodilla, no por debajo de la rodilla. A ver si ahora podéis darme.
Y demostró ser bastante ágil pese a los chillidos de Sarah, que se había aferrado a su cuello como si fuera su tabla de salvación, y a pesar de que no paraba de reírse de tal forma que apenas podía respirar. Saltó y esquivó la pelota hasta que Lawrence Astley le dio en el tobillo.
De haber apostado con alguien, Con habría perdido. Un tirabuzón se escapó de las horquillas y otro más cayó sobre el hombro de la duquesa mientras esta dejaba a Sarah en el suelo en la parte externa del círculo y Astley se disponía a ocupar su lugar. La vio colocarse el mechón rebelde debajo de los otros, pero al cabo de un instante volvió a soltarse.
Tenía la cara colorada.
Como todos los demás, salvo los espectadores.
El juego terminó de forma natural cuando sir Bradley Bentley, a quien acababan de golpear, se tendió en la hierba en el centro del círculo y declaró que si alguien pronunciaba la palabra «ejercicio» en lo que quedaba de día, se retiraría a su dormitorio y no saldría hasta dos días después. ¡Como muy pronto!
El pequeño Hal, el hijo de Monty, saltó sobre él. La pequeña Valerie Finch, que tenía cinco años, lo imitó. En un abrir y cerrar de ojos Bentley había desaparecido bajo una marea de niños que gritaban y reían.
– Creo que necesitamos más té en el salón -dijo la duquesa-. O algo más fuerte. Definitivamente, algo más fuerte. Babs, ¿te importa encargarte? Voy a arreglarme un poco el pelo.
Todos subieron la cuesta hasta la casa… salvo la duquesa, que se quedó donde estaba intentando arreglarse el recogido mientras los observaba alejarse.
Y salvo él, que se quedó donde estaba, mirándola.
– Estoy hecha un desastre -comentó Hannah mientras se volvía para mirarlo.
– Pues sí -convino él.
– Eso no ha sido muy galante -replicó ella con una sonrisa.
– Era un halago.
– ¡Vaya! -Hannah bajó las manos y ladeó la cabeza-. En ese caso ha sido muy galante. No creo que necesite pasar por el salón para supervisar el té. Babs se encargará de que todo el mundo beba algo y después los invitados querrán retirarse a sus habitaciones para descansar un poco antes de que llegue la hora de arreglarse para la cena. Déjame enseñarte el lago.
– Te he echado de menos -confesó Con en voz baja.
Tanto que la idea lo asustaba.
– Y yo a ti -dijo ella-. No tenía ni idea de que tener un amante sería tan… maravilloso. ¿Siempre es así?
La miró con una sonrisa.
– O quieres que te regale los oídos, duquesa, o acabas de hacerme una pregunta imposible de contestar.
– Ven a ver el lago -repitió ella y se cogió de su brazo antes incluso de que pudiera ofrecérselo.
¿Quién en su sano juicio habría pensado que la duquesa de Dunbarton, nada más y nada menos, sería una ingenua?
«No tenía ni idea de que tener un amante sería tan… maravilloso. ¿Siempre es así?»
¿Lo era?, se preguntó. ¿Era maravilloso en esa ocasión? ¿Era siempre maravilloso? No tenía por costumbre comparar amantes. Ni analizar lo que solo eran sensaciones físicas.
– ¿Ves a lo que me refiero? -Preguntó ella mientras caminaban entre los troncos de los vetustos árboles de camino al lago-. He dejado que los árboles señalen el camino. Debería haber mandado talar algunos para que se pudiera construir una avenida como Dios manda que uniera la casa con el lago. Flanqueada por rododendros. Para conseguir unas vistas preciosas desde la casa. Con un embarcadero en el lago para rematarla. Y barcas flotando en el agua, por supuesto. Y una bonita isla artificial en el centro del lago. También debería haber modificado la forma del lago como si fuera un riñón o un óvalo, o algo así.
– Con un templete o una cabaña ornamental en la otra orilla -añadió él-. Emplazada de tal forma que desde la mansión pareciera estar en el centro de la avenida y pudiera verse su reflejo sobre el agua.
– Sí.
– Pero no lo has hecho.
– No lo he hecho -admitió con tristeza-. Constantine, me gusta dejarme guiar por la naturaleza. ¿Por qué talar un roble que lleva creciendo en ese lugar trescientos o cuatrocientos años para lograr una vista preciosa desde la casa?
– Desde luego, ¿por qué? -convino-. Sobre todo porque la casa lleva menos tiempo aquí que el árbol, según mis cálculos.
– ¿Y por qué levantar una construcción ornamental sin sentido? ¿Para qué? Nunca lo he entendido. Es un…
– ¿Sin sentido? -sugirió Con cuando la vio describir círculos en el aire con la mano derecha como si fuera incapaz de encontrar la palabra que buscaba.
– Tú lo has dicho. Las construcciones ornamentales sin sentido son eso, un sinsentido. Te estás riendo de mí, Constantine.
– Pues sí -admitió cuando llegaron a la orilla del lago y se detuvieron.
La duquesa se echó a reír.
– Pero ¿tengo razón o no? -quiso saber.
– ¿Te gusta Copeland Manor tal cual? -preguntó a su vez.
– Sí -contestó ella-. Rústico y natural tal cual es. Me gusta. Y aunque el terreno y el paisaje son perfectos para el trazado de un sendero agreste, me he resistido con uñas y dientes a que diseñen y construyan uno. ¿Cómo va a considerarse agreste algo hecho por el hombre? Es una contradicción.
– Y puestos a elegir entre lo agreste y el arte, te quedas con lo agreste -repuso.
– Sí -respondió-. ¿Tengo razón o no?
– Estoy desconcertado -dijo-. ¿La duquesa de Dunbarton le está preguntando a otra persona (a mí, para ser exactos) si tiene razón o no?
Hannah suspiró.
– Verás, Constantine, el caso es que necesito algo agreste y salvaje en mi vida. Así que bien puede ser mi jardín. Ya está, me he decidido. No habrá avenidas, templetes sin sentido, paisajes artificiales ni senderos nuevos en Copeland Manor. Te agradezco tu opinión y tu consejo.
La instó a girarse hacia él, la abrazó y la besó con fuerza, separando los labios. Ella le arrojó los brazos al cuello y le devolvió el beso.
Sentirla de nuevo contra él era una sensación maravillosa. Saborearla. Olerla.
– En fin -dijo cuando alzó la cabeza-, si hubiera una avenida desde la casa, ahora mismo estaríamos perfectamente enmarcados en el centro y todos tus invitados estarían pegados a las ventanas del salón admirando las vistas.
– Desde luego -replicó ella, y le regaló una de sus deslumbrantes sonrisas-. Pero como no la hay…
Volvió a besarla, introduciéndole la lengua en la boca mientras ella hundía los dedos en su pelo y arqueaba el cuerpo para amoldarse a él cuando la estrechó por la cintura.
Se preguntó qué pasaría si se enamoraba de Hannah, la duquesa de Dunbarton.
No tenía la menor idea. Tal vez su vida se convertiría en un caos.
O en un paraíso.
Por no mencionar lo que podría sucederle a su corazón.
Sin duda alguna sería más sensato no comprobarlo.