Con el transcurso de los días Barbara se reafirmó en la convicción de que el mundo al que Hannah se había trasladado era desconcertante y perturbador, muy distinto de aquel que habían compartido en el pueblecito de Lincolnshire. Un mundo mucho más amoral. Durante esos primeros días Hannah soltó un par de embustes tremendos, aunque se negó a reconocer que fueran mentira.
O que tuvieran importancia.
La primera ocasión tuvo lugar una mañana mientras salían de una sombrerería situada en Bond Street, seguidas por un lacayo cuya cabeza quedaba oculta tras las cuatro cajas que llevaba en los brazos. Su intención era que el lacayo dejara las cajas a buen recaudo en el carruaje antes de trasladarse a una pastelería emplazada en esa misma calle para tomar un refrigerio. Pero el destino tenía otros planes y les puso en la misma acera al señor Huxtable. Cuando lo vieron estaba a una distancia suficiente como para eludir el encuentro, sobre todo porque no había reparado en ellas dada la multitud de transeúntes que entraban y salían de las tiendas. Sin embargo, Hannah se demoró para darle tiempo a que se acercara y las viera.
Cuando lo hizo, el señor Huxtable se llevó la mano al ala del sombrero antes de que intercambiaran los saludos de rigor.
– Llevamos horas comprando -comentó Hannah con un suspiro cansado.
Esa parte al menos no era una mentira propiamente dicha sino una exageración, pensó Bárbara. Al fin y al cabo, una hora y media era más que una hora.
– Y estamos muertas de sed -añadió su amiga.
El rumbo de la conversación comenzó a incomodar a Barbara. Hannah estaba intentando atraer la atención del señor Huxtable, pero ¿por qué lo hacía de forma tan evidente?
Sin embargo, el gran embuste estaba por llegar, aunque Barbara no se lo esperaba.
El señor Huxtable replicó con la galantería que un verdadero caballero debía mostrar en tales circunstancias.
– Hay una confitería o una panadería aquí al lado -dijo-. Así que, señoras, ¿me conceden el honor de acompañarlas a dicho establecimiento para invitarlas a un té?
Y entonces, en vez de parecer agradecida o incluso avergonzada, Hannah se mostró apenada. El gesto pilló a Barbara por sorpresa.
– Señor Huxtable, es usted muy galante -dijo-, pero esperamos visita y debemos volver a casa sin demora.
De modo que el cochero se vio obligado a coger las riendas a toda prisa, y el lacayo corrió a abrir la portezuela mientras el señor Huxtable aceptaba la negativa con una reverencia antes de ayudarlas a subir al vehículo.
Hannah se despidió con un elegante gesto de la cabeza cuando el carruaje se puso en marcha.
– ¿Hannah? -dijo Barbara.
– Nunca hay que parecer ansiosa -adujo su amiga.
– Pero prácticamente le has suplicado que nos invitara a un té -señaló ella.
– Me he limitado a comentar que estaba muerta de sed -precisó Hannah-. Cosa que era cierta.
– ¿Esperamos visita? -quiso saber Barbara.
– No, que yo sepa -reconoció Hannah-, pero alguien podría aparecer de improviso.
En otras palabras, había mentido. Barbara reprobaba las mentiras. Sin embargo, guardó silencio. Hannah estaba inmersa en un juego, que ella también reprobaba, pero su amiga era una mujer adulta. Estaba en su derecho de elegir el camino que quería seguir en la vida.
El segundo embuste fue pronunciado unos días después, la noche del baile de los Merriwether. Barbara no quería asistir. Era un baile de la aristocracia y lo más elegante que ella conocía eran las fiestas en los salones de reunión del pueblo.
– Tonterías -dijo Hannah cuando le comentó su inquietud-. Babs, enséñame los pies.
Barbara se levantó las faldas a la altura de los tobillos y Hannah contempló ceñuda sus pies.
– Tal como sospechaba-dijo-. Tienes dos. Uno derecho y otro izquierdo. Perfectos para bailar. Habría permitido que te quedaras en casa si solo tuvieras uno, pobrecilla mía. Aunque hay personas que son unas negadas para bailar aun teniendo dos, normalmente suele pasarles a los hombres. Vendrás al baile conmigo. Y no me lo discutas. No hay más que hablar. Dime que sí.
Barbara, por supuesto, fue al baile y llegó a la conclusión de que si no tenía cuidado, acabarían saliéndosele los ojos de las órbitas. Nunca había imaginado que existía semejante esplendor. Las cartas que pensaba escribir al día siguiente serían larguísimas.
Tan pronto como pusieron un pie en el salón de baile, la multitud las rodeó. O más bien rodeó a Hannah y a Barbara con ella. La transformación que sufría su amiga cuando estaba en público le resultaba sorprendente y en parte graciosa. Porque ni siquiera se parecía físicamente a la persona que ella había conocido durante toda la vida. Parecía una… bueno, una duquesa.
El señor Huxtable también estaba en el salón de baile. A su lado se encontraban los dos caballeros con los que estuvo cabalgando en el parque y dos damas. No obstante, se separó pronto de ellos para circular entre los invitados y charlar con diferentes grupos.
Y Hannah, según se percató, puso especial cuidado en colocarse de forma que siempre quedara bien a la vista del caballero. Cada vez que sus miradas se cruzaban, Hannah se abanicaba muy despacio con su abanico de plumas blancas y en un par de ocasiones se las ingenió para parecer desolada. Como si se sintiera desamparada entre la multitud y necesitara que la rescatasen.
Posiblemente, pensó Barbara, hubiera un buen número de mujeres en la estancia deseando sentirse tan desamparadas y desvalidas como su amiga… El poder que Hannah ostentaba sobre los hombres era asombroso, sobre todo porque no parecía esforzarse en absoluto para que así fuera. Claro que ya atraía las miradas de los hombres cuando apenas era una niña. Era una de las pocas criaturas realmente hermosas que bendecían el mundo con su presencia.
El señor Huxtable acabó por complacer su silenciosa súplica y atravesó la distancia que los separaba.
Saludó primero a Barbara con una reverencia y después hizo lo propio con Hannah.
– Duquesa -dijo-, ¿sería tan amable de concederme el primer baile de la noche?
Hannah volvió a parecer desolada.
– Me temo que no puedo hacerlo -contestó-. Ya se lo he prometido a otro.
«¿¡Cómo!?», exclamó Barbara para sus adentros, parpadeando. Su amiga le había explicado de camino al baile que nunca le concedía ningún baile a un hombre con antelación. Solo lo hacía con el duque, antes de que dejara de bailar. Y desde que habían llegado a casa de los Merriwether, Barbara no había visto que le concediera un baile a ningún caballero. Sin embargo, lo peor estaba por llegar.
– ¿El segundo, entonces? -Insistió el señor Huxtable-. ¿O el tercero?
– Lo siento mucho, señor Huxtable -contestó Hannah con voz pesarosa-. Los tengo todos comprometidos. Quizá en otra ocasión.
El caballero se despidió con una reverencia y se alejó.
– ¿Hannah? -dijo Barbara.
– Bailaré todas las piezas -le aseguró su amiga-. Nunca hay que parecer ansiosa, Babs.
Y en ese momento volvió su séquito, compitiendo por llamar su atención.
«Qué embustes más descarados y raros», pensó Barbara. ¿Se podía atraer a un hombre llamando su atención para luego desdeñarlo? ¿Así se lograba que un desconocido se convirtiera en un amante?
Esperaba que no. Porque estaba convencida de que Hannah cometería un error garrafal si se enredaba con un amante. Y el señor Huxtable, aunque parecía el perfecto caballero, también parecía muy peligroso. El tipo de hombre que se cansaba pronto de que jugaran con él.
Ojalá acabara por darle la espalda a Hannah cuando llegase el momento.
Y en ese instante sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de un caballero que se mostró interesado en conocerla. En cuanto Hannah los presentó, el caballero le hizo una reverencia sin soltarle la mano y la invitó a bailar la pieza inaugural.
Estuvo tentada de echarse un vistazo a los pies para comprobar que, efectivamente, seguía teniendo dos. De repente, se le secó la boca, el corazón comenzó a latirle con mucha fuerza y deseó estar con Simón.
– Gracias -contestó con una sonrisa serena mientras colocaba la palma de la mano en el brazo que el caballero le ofrecía. No recordaba su nombre.
Entretanto, Hannah hacía alarde del atributo más importante que había adquirido a lo largo de los últimos once años: la paciencia. Nunca debía mostrarse ansiosa. Por nada. Mucho menos cuando estaba empeñada en conseguir algo. Y estaba empeñada en conseguir a Constantine Huxtable. Había descubierto que era más atractivo de lo que lo recordaba, y estaba segura de que sería un amante satisfactorio. Posiblemente el término «satisfactorio» se quedara corto, de hecho.
Y también sabía que él no creía desearla como amante. Ese hecho le quedó muy claro durante el encuentro en Hyde Park. Se había limitado a mirarla con expresión glacial desde la posición ventajosa que le ofrecía su montura y ella había llegado a la conclusión de que la despreciaba. Como muchos otros, por supuesto, que ni siquiera la conocían. Aunque, para ser justos, la culpa era solo suya. Sin embargo, la seguían. Y no podían apartar los ojos de ella.
El duque la había enseñado no solo a hacerse notar, sino también a ser irresistible.
«Nadie admira la timidez ni el recato, amor mío», le dijo en una ocasión al comienzo de su matrimonio, cuando Hannah poseía un exceso de ambas cualidades. «Amor mío» era su forma de referirse a ella. Nunca la había llamado «Hannah». De la misma forma que ella siempre lo había llamado «duque».
Había aprendido a no mostrarse tímida en ninguna situación. A no ser recatada en ninguna circunstancia. A ser paciente.
Tres noches después del baile, Hannah y Barbara se encontraban en un concierto privado en casa de los Heaton. Estaban con el resto de los invitados que habían llegado temprano en una antesala oval, disfrutando de una copa de vino mientras aguardaban el momento de ocupar sus asientos en la sala de música. Como siempre, las rodeaba un séquito de admiradores y amigos de Hannah. Dos de ellos rivalizaban por el honor de ocupar un asiento a su lado durante la velada. Podría haberles recordado que en realidad había dos lugares que ocupar junto a ella, pero tal vez el argumento no satisficiera a ninguno de los dos.
Hannah se abanicaba la cara despacio cuando reparó en la llegada de los condes de Sheringford, una pareja cuyo matrimonio, celebrado hacía ya varios años, fue la culminación de un escándalo monumental, aunque la pareja parecía haber encontrado la felicidad.
La condesa la vio y la saludó con una sonrisa. El conde también lo hizo, aunque añadió un breve saludo con la mano. Con ellos se encontraba el señor Huxtable. Claro, pensó, era familia de la condesa, quien a su vez era la hermana del conde de Merton. El señor Huxtable las saludó, a Barbara y a ella, con una inclinación de cabeza, pero sin sonreír.
El resto de los ocupantes de la estancia perdió lustre en su presencia. Tenía que ser su amante. Lo sería. Se negaba a dudarlo.
«Si deseas algo, amor mío, jamás lo conseguirás. "Desear" es una palabra timorata, despreciable. Implica que se está seguro de no poder conseguir lo que se desea, implica la certeza de saberse poco merecedor de dicho deseo y de que solo se tendrá una posibilidad si se produce un milagro. Lo que debes hacer en cambio es esforzarte en lograr las cosas y las conseguirás. Los milagros no existen.»
– Me temo que no puedo sentarme con usted, lord Netherby -dijo con la intención de ponerle fin a la disputa entre sus dos admiradores-, aunque le agradezco la invitación. -No le hizo falta alzar la voz. Todos los que se encontraban a su alrededor guardaron silencio para escuchar lo que estaba a punto de decir-. Ni tampoco me sentaré a su lado, sir Bertrand. Lo siento. Voy a sentarme con el señor Huxtable. Hace una semana a Babs y a mí nos fue imposible aceptar su invitación a tomar el té cuando nos encontramos en Bond Street. Y tampoco pude bailar con él en la fiesta de los Merriwether hace unas noches. De modo que hoy me sentaré a su lado. -Cerró el abanico y se llevó el extremo a los labios fruncidos mientras miraba al señor Huxtable.
El aludido no mostró reacción alguna. Ni sorpresa, ni desdén, ni satisfacción. Era evidente que no se pavoneaba como solían hacer los demás hombres, los muy tontos. Aunque tampoco le dio la espalda y se alejó.
Lo que fue todo un alivio.
– Buenas noches, duquesa -la saludó una vez que se acercó a ella, después de que su séquito se apartara para dejarlo pasar-. Esto está muy concurrido, ¿no le parece? Veo que la sala de música está más despejada. ¿Le apetece dar un paseo hasta allí?
– Me parece bien -contestó ella al tiempo que le ofrecía su copa a un caballero situado a su izquierda a fin de tomar el brazo del señor Huxtable.
Los Park estaban hablando con Barbara, comprobó, después de haber sido presentados. Su segundo hijo era clérigo, si mal no recordaba.
En ese momento reparó en la solidez del brazo que había aceptado. Un brazo ataviado de negro salvo por el almidonado puño blanco que se veía en la muñeca. La mano era morena, de dedos largos y uñas bien arregladas, aunque no tenía nada de suave. Más bien lo contrario. Parecía haber desempeñado algún trabajo duro en algún momento. El dorso de esa mano estaba salpicado de vello oscuro. Era más alto que ella, de modo que su hombro quedaba por encima del suyo. Llevaba una colonia que saturó su olfato de un modo muy agradable. No pudo identificarla.
La sala de música estaba ciertamente casi desocupada. Este tipo de entretenimientos nunca empezaba a la hora dispuesta. Dieron un paseo tranquilo por el perímetro de la estancia.
– De modo -comenzó él, volviendo la cabeza para mirarla-, que me ofrece sentarme a su lado esta noche como compensación por sus anteriores desaires. ¿No es así, duquesa?
– ¿Se sintió desairado? -le preguntó ella a su vez.
– Más bien entretenido -respondió el señor Huxtable.
Hannah volvió la cabeza para mirar esos ojos tan oscuros cuya expresión era imposible de descifrar.
– ¿Entretenido, señor Huxtable? -Enarcó las cejas.
– Es entretenido ver a un titiritero manejar los hilos de su marioneta y comprobar que no se mueve porque dichos hilos no existen -contestó él.
«¡Vaya!», exclamó Hannah para sus adentros. Un conocedor del juego que se negaba a seguir las reglas. «Mis reglas», precisó. Su respuesta mejoró la imagen que tenía de él.
– Pero ¿no es curioso ver cómo la marioneta acaba moviéndose pese a todo y demuestra así que no es una marioneta, sino que lo hace porque le encanta bailar? -replicó.
– Duquesa -dijo el señor Huxtable-, resulta que a la marioneta no le gusta bailar en el coro. Lo encuentra demasiado… ordinario. De hecho, se niega a ser una insignificante parte más del cuerpo de baile en cuestión.
De modo que estaba fijando sus propias normas…
– Se podría arreglar el asunto para que la marioneta bailara en solitario, señor Huxtable. O tal vez en un dúo. Sí, definitivamente un dúo sería perfecto. Y si demuestra ser una pareja excelente, como estoy segura de que será el caso, podría conseguir el puesto de primer bailarín en exclusiva para toda la temporada. Ya no habría necesidad de un cuerpo de baile. De hecho, sería despedido.
Habían llegado a la parte delantera de la sala de música y siguieron caminando entre el estrado donde descansaban los instrumentos de la orquesta y la primera fila de sillas doradas con asientos de terciopelo.
– ¿Eso quiere decir que al principio estará a prueba? -preguntó él-. ¿Una especie de audición?
– No creo que sea necesario -respondió Hannah-. No lo he visto bailar, pero estoy convencida de que posee un talento superlativo.
– Duquesa, es usted demasiado benévola y confiada -replicó el señor Huxtable-. Tal vez el bailarín se muestre más cauto. Al fin y al cabo, si va a formar parte de un dúo, se le debería ofrecer la oportunidad de examinar a su futura pareja para descubrir si es una bailarina tan experimentada como él y si su estilo se ajusta a lo que busca para toda una temporada a fin de evitar aburrirse a las primeras de cambio.
Hannah abrió el abanico con la mano libre y comenzó a moverlo delante de su cara. La sala de música no estaba concurrida, pero el ambiente resultaba cargado y caluroso.
– «Aburrirse», señor Huxtable -repitió-, es una palabra que la bailarina no contempla en su vocabulario.
– ¡Ah, pero él sí!
La réplica podría haberla ofendido, indignado o ambas cosas a la vez. Sin embargo, se sentía muy complacida. El verbo «aburrirse» ocupaba un lugar importante en su vocabulario, de modo que acababa de soltar otra mentira. Barbara se enfadaría con ella si la escuchara. Menos mal que no había oído ni una palabra de la conversación. Su amiga se habría muerto de la impresión. Casi todos los caballeros que Hannah conocía eran aburridos. En el fondo no deberían colocarla en un pedestal ni adorarla. Los pedestales podían ser lugares yermos y solitarios, y adorar a alguien era ridículo cuando se trataba de una simple mortal.
Giraron al llegar al extremo y continuaron por el lateral de la estancia.
– ¡Vaya! -Exclamó Hannah-. Ahí están los duques de Moreland. ¿Le apetece que los saludemos?
El duque era primo del señor Huxtable, el que se parecía tanto a él. De hecho, podrían pasar fácilmente por hermanos.
– Parece que no nos queda otra -lo oyó murmurar mientras lo instaba a acercarse a la pareja.
Los duques se mostraron muy amables con ella, pero muy fríos con él. Hannah creyó recordar que había algún tipo de distanciamiento entre los primos. Sin embargo, se contuvo antes de censurarlos por haber discutido aun siendo familia. Al fin y al cabo, sería como si la sartén le dijera al cazo que se apartara para no tiznarla…
Su primera impresión había sido acertada. El duque era el más guapo de los dos. Sus rasgos tenían una perfección clásica y contaba con el sorprendente azul de unos ojos que a priori se esperaban castaños. Sin embargo, el señor Huxtable era el más atractivo. En su opinión, por supuesto, lo que era perfecto, teniendo en cuenta que el duque estaba casado.
– El señor Huxtable y yo vamos a ocupar nuestros asientos -dijo Hannah antes de que la situación se volviera más tensa todavía-. Estoy cansada después de pasar tanto rato de pie.
Todos se despidieron con sonrisas y gestos de cabeza, y el señor Huxtable la llevó hasta una silla situada en el centro de la cuarta fila.
– No es muy prometedor que a una bailarina le duelan los pies por no haberse sentado durante una hora.
– ¿Me ha oído usted decir que sea una bailarina? -replicó ella-. ¿Por qué está enfadado con el duque de Moreland?
– A riesgo de parecer descortés, duquesa -respondió-, me siento obligado a decirle que no es de su incumbencia.
Hannah suspiró.
– Pero sí que lo es. O lo será. Insistiré en conocer todo lo referido a su persona.
Esos ojos oscuros se clavaron en los suyos.
– Siempre y cuando le ofrezca el papel de bailarina después de la audición, ¿no?
– Señor Huxtable -replicó ella al tiempo que le daba unos golpes con el abanico en el brazo-, después de la audición me suplicará usted que acepte el papel. Aunque no hace falta que yo se lo diga, porque ya lo sabe. De la misma forma que yo sé que en su caso la audición es innecesaria. Espero que sea un hombre misterioso, con más secretos por descubrir aparte del motivo del distanciamiento con su primo. Lo espero de todo corazón. Claro que estoy segurísima de que no me decepcionará.
– Ya veo, duquesa -repuso él-, que es usted un libro abierto. Tendrá que ingeniárselas de alguna manera a fin de mantenerme interesado, ya que no podré desvelar sus inexistentes secretos.
Hannah esbozó una leve sonrisa y entornó los párpados.
– La estancia comienza a llenarse -comentó-. Creo que el concierto empezará dentro de un cuarto de hora más o menos. Sin embargo, todavía no hemos hablado de nada importante, señor Huxtable. ¿Qué le parece el clima del que estamos disfrutando últimamente? Demasiado bueno para esta fecha, ¿verdad? ¿Cree que lo pagaremos con un verano desapacible? Esa es la creencia popular, ¿cierto? ¿Qué opina usted?
– En mi opinión, duquesa -contestó-, un calor excesivo para la época del año en la que estamos no la asusta. Su naturaleza optimista sin duda espera que vengan más días calurosos a medida que la primavera dé paso al verano.
– Sí que debo de ser un libro abierto -replicó ella-. Me ha calado por completo. No me diga que es de los que prefieren una primavera fresca con la esperanza de que el verano resulte medianamente caluroso. ¡Es griego!
– Medio griego -precisó el señor Huxtable-, y medio inglés. Dejaré que descifre qué pertenece a cada parte.
Los invitados comenzaron a ocupar las sillas que tenían a su alrededor y la conversación se generalizó entre la audiencia hasta que lord Heaton subió al estrado y se hizo el silencio en espera del comienzo del concierto.
Hannah dejó que el abanico colgara de su muñeca y colocó una mano con disimulo en el brazo del señor Huxtable.
Todo había sido muy desconcertante. Después de haberlo rechazado premeditadamente tanto en Bond Street como en la fiesta de los Merriwether, había decidido dar un paso adelante esa noche y retroceder la siguiente vez que se encontraran. La verdad era que no tenía prisa. Los preliminares podían ser tan emocionantes como el juego en sí.
Sin embargo, el señor Huxtable se había negado a dejarla jugar a su manera. Y en vez de dar un pasito hacia delante, Hannah tenía la sensación de haber avanzado al menos un kilómetro esa noche. Se sentía casi sin aliento.
Y rebosante de emoción.
No obstante, no iba a permitir que fuese él quien dijera la última palabra. No tan pronto. De hecho, jamás se lo permitiría.
– Veo que el señor Minter ha llegado tarde -comentó una hora después, durante el intermedio, mientras los asistentes se ponían en pie para charlar e ir en busca de una copa de vino-. Debo ir a regañarlo. Me suplicó que me sentara a su lado esta noche y como me dio pena, acepté. Supongo que será mejor que me siente con él durante el resto de la velada. El pobre está muy solo.
– Sí -convino el señor Huxtable, hablándole al oído-, supongo que será mejor que se vaya, duquesa. Si sigue a mi lado, es posible que acabe viéndola como a una descocada.
Hannah lo reprendió dándole unos golpecitos con el abanico en el brazo y se lanzó en pos del incauto señor Minter, que seguramente ni siquiera estuviera al tanto de su presencia esa noche en el concierto.