Elliott y Stephen fueron a visitar al juez a la mañana siguiente, ambos vestidos con suma elegancia. Elliott no permitió que Constantine los acompañara. Por supuesto, ni Stephen ni él podrían habérselo impedido si hubiera querido ir, pero tuvo que admitir a regañadientes que seguramente sería mejor quedarse en casa.
Elliott fue a hablar con él a solas antes de marcharse. -He estado echando un vistazo por aquí y he hablado con alguna de tu gente. Te va bien. Hace tiempo que te va bien.
Con lo miró con los labios apretados.
– ¿Ha sonado condescendiente? -Preguntó su primo con un suspiro-. No era mi intención. Estoy asombrado e impresionado. Y arrepentido. Y avergonzado. Tú no tuviste nada que ver con esas mujeres, ¿verdad? ¿Fue… mi tío? ¿Tu padre?
Él no contestó.
– El mío no era mejor -siguió Elliott-. Crecí creyendo que era un dechado de virtudes, que estaba entregado en cuerpo y alma a mi madre, a mis hermanas y a mí. Fue después de su muerte cuando me enteré de la amante que llevaba años manteniendo y de la extensa familia que había tenido con ella. ¿Sabías de su existencia? Parecía que el resto del mundo estaba al tanto, incluida mi madre.
– No -respondió.
– Después de la vida desenfrenada que había llevado durante varios años -continuó Elliott-, me aterraba la idea de convertirme en alguien como él, de convertirme en un calavera, de decepcionar a mi madre y a mis hermanas como él había hecho. De modo que perdí mi sentido del humor y todo sentido de la proporción. Y cuando tú te rebelaste contra mi intromisión, tal como la considerabas, en los asuntos de Jon e hiciste todo lo que estuvo en tu mano para molestarme, lo único que lograste fue irritarme todavía más. Sobre todo cuando me di cuenta de que las cosas no eran como deberían ser en Warren Hall, cuando comprendí que mi padre había descuidado su deber en otra faceta más de su vida.
Con supuso que era una especie de disculpa.
– ¿Jonathan descubrió la verdad acerca de vuestro padre? -quiso saber Elliott.
– Sí. Dos mujeres, dos hermanas, fueron a hablar con él un día cuando yo no estaba -respondió-. Nunca lo había visto tan alterado, tan desilusionado. Ni tan emocionado como el día que ideó su gran plan. Dudo mucho que hubiera sido capaz de negarle mi ayuda para llevarlo a cabo aunque no hubiera estado de acuerdo con él. Que no era el caso. Yo lo sabía desde hacía años. Llevaba años asqueado por la situación. Pero lo poco que pude hacer equivalía a poner una minúscula venda sobre un vientre abierto en canal.
– Con -dijo Elliott después de un breve silencio-, no eres inocente en lo que respecta a nuestro distanciamiento. Estoy casi seguro de que te lo pregunté. Pero aunque no lo hubiera hecho habrías podido negar las acusaciones y obligarme a escuchar la verdad. Te habría creído. ¡Por el amor de Dios, éramos amigos! Éramos casi como hermanos. Pero no querías que lo supiera. No querías que te creyera. Lo admitiste ayer. Porque en calidad de tutor legal de Jonathan no habría permitido que continuara empobreciendo su propiedad en beneficio de lo que en aquel momento parecía una locura. Y habría tenido razón al hacerlo. No se le debía permitir que actuara con esa impulsividad. Pero me habría equivocado al mismo tiempo. Muchísimo. Claro que ninguno de los dos podría haberlo predicho en aquel momento. No habría sido fácil para mí, Con. Al callarte la verdad, posibilitaste que Jonathan y tú hicierais lo correcto. Pero en el proceso aniquilaste nuestra amistad y me convertiste en el villano de la obra. En un imbécil pomposo.
– Te comportaste como tal -señaló Constantine.
– Y tú como un idiota testarudo.
Se miraron en silencio. Una mirada que amenazaba con convertirse en un duelo hasta que Elliott estropeó la pose al permitir que le temblaran los labios.
– Alguien debería retratarnos así -dijo-. Seríamos una caricatura increíble.
– ¿Estás haciendo esto solo por Jess? -preguntó.
– Y por la duquesa de Dunbarton -contestó Elliott-. Y por Vanessa. Está deseando perdonar y ser perdonada, Con.
– ¿Ser perdonada? -Repitió con el ceño fruncido-. Fui yo quien se portó mal con ella. Fatal.
– Pero te disculpaste -precisó Elliott-, y ella se negó a perdonarte. Sé que desde entonces se siente mal por lo sucedido. Cuando la duquesa vino a vernos con Stephen, Vanessa vio una oportunidad para su redención. Tal vez para la de todos. Si he venido por alguien, ha sido por ella. La quiero.
– Lo sé -dijo Constantine.
– Y también he venido por ti -añadió Elliott, que apartó la vista con brusquedad-. Pese a todo, eres alguien a quien una vez quise. Tal vez alguien a quien todavía quiero. ¡Por el amor de Dios, Con, te he echado de menos! ¿Te lo puedes creer? Te creía capaz de todas esas barbaridades, pero seguía echándote de menos.
– Esto empieza a ser vergonzoso -comentó.
– Cierto -convino Elliott-. Y Stephen seguramente me esté esperando. Antes de que me reúna con él, Con, ¿me darás la mano?
– ¿Quieres las paces con un beso? -preguntó.
– Si no te importa, prefiero saltarme lo del beso -contestó su primo, tendiéndole la mano derecha. Con la miró y se la estrechó.
– Tal como yo lo recuerdo -dijo-, no me preguntaste, Elliott. Lo diste por sentado. Pero tal como tú lo recuerdas, me preguntaste y yo te mandé al cuerno. Nunca sabremos quién tiene razón. Quizá sea mejor así. Pero tú acababas de perder la confianza en tu padre y yo estaba desesperado por proteger el sueño de Jon. Nunca se nos dio bien hablar sobre el sufrimiento, ¿no es cierto?
– Un caballero nunca admite sentirlo -respondió Elliott mientras se daban un fuerte apretón de manos-. Y ahora tengo que desplegar toda mi pomposidad. Aunque intentaré no comportarme como un imbécil. Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir el indulto de Barnes. Ojalá sea suficiente.
– Yo también lo deseo -dijo su primo fervientemente.
Aún le dolía tener que quedarse en Ainsley Park, de brazos cruzados e impotente. Sin embargo, de momento lo mejor era dejar que sus primos fueran a ver al juez y lograran lo que él no había conseguido. O que al menos lo intentaran.
¿Y si fracasaban?
Ya lo pensaría cuando llegara el momento.
¿Cuando llegara el momento? ¿No en el caso de que llegara?
Se encaminó a la granja que abastecía la propiedad con la esperanza de encontrar alguna tarea pesada con la que poder matar el tiempo.
A lo largo de las siguientes tres horas y media Constantine se percató de que se había convertido en el centro de atención de Ainsley Park. Estaba cortando madera junto a los establos. Se había quitado la camisa y tenía toda su atención, su fuerza y su energía puestas en la tarea. Nada en el mundo importaba más que apilar madera suficiente para pasar el próximo invierno… y tal vez también el siguiente.
Los lacayos y los mozos de cuadra estaban trabajando en el establo. Ninguno se tomó un descanso, ni siquiera al mediodía Todos y cada uno de ellos encontraron un motivo para pasarse por el patio del establo con sospechosa regularidad. Al menos tres mujeres estaban arrancando las malas hierbas del huerto de la cocina, aunque un par de días antes Con había comprobado que no había ninguna. Tal vez por eso estuvieran tardando tanto, porque les costaba encontrarlas. Dos niños le pasaban los troncos para que los cortara, aunque era evidente que con uno bastaba. Millie les llevó dos veces una bandeja con bebidas y galletas de avena, y también se quedó para ayudar a uno de los niños a apilar la leña junto a la pared del establo durante su segundo viaje. La cocinera salió por la puerta lateral, supuestamente para averiguar por qué se retrasaba tanto Millie. Sin embargo, en vez de llamarla o de regresar a la cocina cuando se dio cuenta de que estaba ocupada, se quedó un rato donde estaba, secándose las manos con el delantal. Seguro que cuando terminó eran las manos más secas de toda Inglaterra. Roseann Thirgood estaba impartiendo una clase de lectura en el exterior, quizá porque hacía un día soleado y corría una suave brisa que los obligaba a sujetar los libros con ambas manos para evitar que las páginas volaran. Otra de las mujeres estimó necesario sacudir el plumero por la ventana de uno de los laterales de la casa cada pocos minutos y asomarse para ver dónde caía el polvo.
Todos sabían, por supuesto, que Elliott y Stephen habían ido a hablar con el juez, si bien no se lo había dicho nadie. Y todos sabían por qué Constantine estaba cortando leña con tanta ferocidad. Nadie le habló. Ni tampoco hablaron entre ellos. Salvo Roseann con sus alumnos, supuso, aunque no escuchó a ninguno.
Y después todos los que habían desaparecido un instante reaparecieron, y todos los que habían estado ocupados (o habían fingido que lo estaban) dejaron lo que estaban haciendo, incluidas las mujeres que quitaban las malas hierbas, que se pusieron de pie. Millie dejó caer los dos leños que llevaba en las manos. La cocinera soltó el delantal. Con se detuvo con el hacha por encima del hombro.
Caballos.
Y ruedas de un carruaje.
Bajó el hacha muy despacio y se volvió.
El mismo carruaje ducal del día anterior. El mismo cochero y el mismo lacayo, con sus relucientes libreas, cepilladas con brío para el nuevo día.
Con incluso se olvidó de respirar por un instante. Si le hubiera dado por reflexionar sobre ese detalle, habría apostado que los demás también se olvidaron de hacerlo.
El carruaje no prosiguió hasta la puerta principal. Se detuvo junto al establo. Quizá sus ocupantes habían visto a todos los concentrados en el patio, en cuyo centro estaba Con.
Stephen fue el primero en salir, sin esperar a que desplegaran los escalones. Miró a su alrededor y después a Con, que estaba clavado en el suelo. No había dado un solo paso hacia el carruaje.
– La cosa pende de un hilo -dijo Stephen, alzando la voz para hacerse oír.
Una desafortunada elección de palabras.
Elliott también se apeó sin la ayuda de los escalones.
– El juez va a considerar el asunto -dijo, también lo bastante fuerte como para que todos se enterasen-. Su veredicto final aún no es firme, pero en el caso de que indulte a Jess Barnes, lo hará dejándolo bajo mi custodia y con la condición de que me lo lleve bien lejos de aquí y de que no regrese jamás a Gloucestershire.
Con estaba casi seguro de haber escuchado un suspiro colectivo. O tal vez solo escuchó el suyo. Soltó el hacha junto a un montón de madera sin cortar y se acercó a sus primos, quienes a su vez se acercaron a él.
– Elliott ha estado increíble, Con -dijo Stephen-. Casi me eché a temblar al escucharlo.
– No, de eso nada -lo contradijo Elliott-. Estabas demasiado ocupado rezumando tu legendario encanto, Stephen. Estuve a un paso de quedarme obnubilado.
– Pero el juez no se ha decidido -puntualizó Con.
– Para ser justos, tiene carácter -dijo Elliott-. Me ha dado la impresión de que se arrepiente cada vez más de la dureza de la sentencia a medida que se acerca el fatídico día, pero que no encuentra una salida digna. Seguro que tu intervención lo ha ablandado. Quería concedernos lo que le pedíamos, pero se niega a dar la impresión de haberse dejado avasallar por dos aristócratas sin autoridad real sobre él.
– ¿Crees que soltará a Jess? -preguntó Con.
– Lo creo -contestó-. Pero no puedo asegurarlo. No.
– ¿Ha dicho cuándo tomará una decisión? -quiso saber.
– Mañana -respondió Stephen.
– Pero sea como sea, Con -dijo Elliott-, Jess no volverá a Ainsley Park. Lo siento. La mejor solución que se me ocurrió fue prometerle que me lo llevaría conmigo.
Con asintió con la cabeza. Y sus ojos volaron por encima del hombro de Elliott, más allá del carruaje, hasta el camino que discurría por detrás. Un jinete solitario se acercaba al trote.
Los demás también lo habían escuchado. Se volvieron a un tiempo.
¿El juez ya había tomado una decisión? ¿Era una visita al azar?
Sin embargo, conforme se acercaba el jinete, vieron que lucía una brillante librea y que parecía estar un poco cansado. Era evidente que había recorrido un largo trayecto, posiblemente sin hacer paradas salvo para cambiar de montura y tomar algo.
– ¡Por Dios! -Exclamó Stephen-. Es la librea real.
No cabía la menor duda al respecto. El jinete era un mensajero del rey.
El recién llegado detuvo el caballo detrás del carruaje y miró a su alrededor con expresión altiva antes de reparar en Elliott.
– Tengo órdenes de entregarle un mensaje al señor Constantine Huxtable -dijo.
– Soy yo. -Con alzó un brazo, un brazo desnudo salpicado con virutas de madera, y dio un paso al frente.
La expresión del mensajero se tornó más altiva si cabía.
– Doy fe de su identidad -terció Stephen, con cierta sorna-. Soy Merton.
El mensajero buscó en su alforja y sacó dos pergaminos lacrados con el sello real.
– Señor, primero debo entregarle este por orden expresa de Su Majestad el rey.
Y le ofreció uno de los pergaminos a Con, que lo miró como si así pudiera desentrañar sus secretos. Intercambió una mirada con Elliott y Stephen, rompió el sello y desplegó el pergamino.
La sangre se le fue a los pies. Se humedeció los labios. El pergamino tembló entre sus dedos. Alzó la vista.
– Un perdón -susurró. Y después levantó la cabeza, miró a su alrededor y alzó la voz. Sostuvo el pergamino en alto-. Un perdón. Un perdón real para Jess. El rey ha revocado la sentencia.
– Si me indica cómo llegar hasta el juez en cuestión, señor -dijo el mensajero-, le llevaré un duplicado de ese documento sin más demora.
Nadie le hizo caso. Hubo una oleada de vítores, risas y aplausos. Y todo el mundo se puso a hablar a la vez. El volumen de sus voces aumentó al darse cuenta de que nadie escuchaba a los demás porque todos estaban hablando al mismo tiempo. Casi todos. Dos de las mujeres que quitaban malas hierbas se pusieron a bailar cogidas de las manos, chillando mientras daban vueltas. La cocinera se había cubierto el rostro con el delantal. Millie estaba sollozando sin tapujos mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Con cerró los ojos con fuerza y levantó la cara al cielo.
– La muy bruja -murmuró con cariño.
– En fin -dijo Elliott-, ya veo lo necesaria que era mi presencia, Con.
Sin embargo, estaba sonriendo cuando Con lo miró, se acercó y lo aprisionó con un abrazo de oso.
– Era necesaria -aseguró-. Eres necesario, Elliott. Siempre eres necesario. -Y acto seguido se puso en ridículo al empezar a llorar con la frente apoyada en el hombro de Elliott. Sintió que su primo le colocaba una mano en la nuca-. ¡Maldita sea mi estampa! -exclamó, al tiempo que retrocedía un paso y se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano-. ¡Maldita sea mi estampa!
Elliott le puso un pañuelo de lino blanco en la mano.
– El amor está permitido, Con -dijo.
Stephen se sonó la nariz con su propio pañuelo.
El mensajero real carraspeó.
– A continuación tengo órdenes de darle esto, señor -dijo, ofreciéndole el segundo pergamino.
Con miró al jinete mientras lo aceptaba. Pero solo era un mensajero, no el mensaje en sí.
¿Qué más tenía que decirle el rey?
«¡Ja, ja, no lo he dicho en serio… Jess Barnes va a morir!», pensó.
Rompió el sello, desplegó el pergamino y lo leyó.
Y después lo leyó una segunda vez.
Y después soltó una risilla. Y después se echó a reír mientras se lo pasaba a Elliott, que lo leyó, también dos veces, y se lo pasó a Stephen antes de mirarlo y sumarse a sus carcajadas.
– Caray -dijo Stephen al cabo de un momento-. ¡Caray!
Y los tres se pusieron a reír a mandíbula batiente mientras los demás los miraban y se preguntaban qué les hacía tanta gracia.
– ¿Qué pasa con el tiempo, Babs? -Preguntó Hannah que estaba sentada en su lugar preferido, el alféizar acolchado de su gabinete privado-. Cuando lo estamos pasando bien, vuela como un pájaro ansioso por llegar a su hogar después de un largo invierno, y al igual que dicho pájaro, es imposible detenerlo. En otras ocasiones se arrastra como una tortuga a la que le hubieran dado láudano.
Barbara estaba bordando.
– No existe lo que llamamos «tiempo» -replicó-. Solo existen nuestras reacciones al inexorable curso de la vida.
Hannah clavó la vista en la coronilla de su amiga.
– Babs, ¿crees que si fingiera estar disfrutando de seguir en la inopia recibiría noticias al instante? ¿Será tan sencillo como eso? Por favor, dime que sí.
Barbara levantó la cabeza y sonrió.
– Me temo que no -respondió-. Porque la ilusión del tiempo hace que el tiempo exista. Nuestras reacciones son demasiado fuertes como para detenerlo del todo. Somos lamentablemente humanos. Y maravillosamente humanos también.
– No habrás aprendido todo esto con tu vicario, ¿verdad? -preguntó con recelo.
– Pues sí, gracias a algunas discusiones -admitió Barbara-. Y a través de mis reflexiones íntimas y de algunas lecturas que Simón me sugirió.
– Si no puedo detener la ilusión del tiempo ni tampoco puedo detener la realidad -dijo-, de nada sirve saber que se trata de una ilusión, ¿no te parece? Ni tampoco es necesario definir esa realidad. Ahora me está dando vueltas la cabeza, ¿o eso también es solo una ilusión?
Barbara se limitó a soltar una carcajada y a retomar la labor.
– El rey prometió ayudar, Hannah -le recordó.
– Pero todo el mundo sabe que la memoria del rey es muy voluble -replicó-. Tiene buenas intenciones, pero se distrae muy fácilmente. No fui la única persona que le pidió algo esa mañana, ni la última. El hecho de que se echara a llorar al oír mi historia no quiere decir nada. Llora por cualquier cosa que sea mínimamente emotiva.
– Debes confiar en él -insistió su amiga-. Y en el duque de Moreland y en el conde de Merton. Y en el propio señor Huxtable.
Hannah suspiró y cogió un cojín que abrazó contra su pecho.
– Es muy difícil confiar en otra persona que no sea una misma -repuso.
– Has hecho todo lo que has podido -dijo Barbara-. Mucho más.
Hannah miró de nuevo la coronilla de su amiga. Consideró la idea de levantarse y empezar a pasear por la estancia… otra vez. Consideró la posibilidad de salir a dar un paseo vigoroso, pero estaba lloviendo y el viento soplaba con fuerza, y Barbara insistiría en acompañarla. Y seguramente pillaría un resfriado y tendrían que cuidarla durante un par de semanas para que no acabara a las puertas de la muerte.
A veces Barbara podía ser una molestia considerable.
– Se suponía que ibas a volver a casa en cuanto regresáramos de Kent -comentó-. Ansiabas volver a casa, aunque eres demasiado educada como para decirlo. Sin embargo, aquí estás, callada y paciente, Babs. Yo me subiría por las paredes de estar en tu lugar.
– No, no lo harías. -Su amiga volvió a levantar la cabeza-. Eres muchísimo mejor persona de lo que aparentas, Hannah. Si estuvieras en mi lugar, te quedarías conmigo todo el tiempo que te necesitara. Somos amigas. Nos queremos.
Hannah escuchó el sollozo que se le atascaba en la garganta y tragó saliva. Abrió los ojos de par en par para que no se le llenaran de lágrimas. De un tiempo a esa parte le costaba muchísimo no echarse a llorar. Se había convertido en una especie de reclusa desde su visita al palacio de Saint James. Aunque sus nuevas amigas habían tenido la amabilidad de ir a verla la tarde anterior. Habían ido todas juntas (las tres hermanas Huxtable y su cuñada), y se habían quedado durante una hora y media, muchísimo más de lo que requería una visita de cortesía. Estaban casi tan ansiosas como ella por recibir noticias.
– Quieres a tu vicario -dijo-. Deberías estar con él, Babs.
– Y lo estaré -repuso Barbara-. Nos casaremos en agosto y viviremos juntos el resto de nuestras vidas. Cuando reciba noticias suyas, estoy segura de que me dirá que he hecho lo correcto al quedarme contigo. Aunque hoy ya no recibiré nada. Seguro que mañana sí.
Barbara siguió bordando y ella soltó un profundo suspiro.
Y al cabo de un momento contuvo el aliento mientras Barbara dejaba la aguja suspendida sobre la tela.
Ambas escucharon el distante sonido del llamador de la puerta principal.
– Visitas -dijo Hannah en un intento por fingir despreocupación-. Les dirán que no estoy en casa.
Sin embargo, aguzó el oído para escuchar pasos al otro lado de la puerta, y cuando los oyó, se tensó y se pegó el cojín al cuerpo como si debiera protegerlo con su propia vida.
– Un caballero pregunta por la señorita Leavensworth, excelencia -dijo su mayordomo cuando abrió la puerta.
– Dile que… ¿Pregunta por Barbara?
– El reverendo Newcombe, excelencia -respondió el mayordomo, mirando a Barbara-. ¿Debo decirle que no se encuentra en casa?
– ¿Simón? -preguntó Barbara en voz baja. Tenía la aguja suspendida sobre la tela.
De repente, pensó Hannah, su amiga estaba guapísima.
– Hazlo pasar, por favor -ordenó al mayordomo.
Nunca recibía visitas en su gabinete privado.
Bajó las piernas al suelo y soltó el cojín cuando el mayordomo se retiró. Su primer instinto fue salir de la estancia a toda prisa, dejar el campo libre para el reencuentro de los enamorados. Pero fue incapaz de resistir el impulso de quedarse a presenciarlo y conocer al prometido de Barbara.
Su amiga recogió calmada y metódicamente su labor, tras lo cual comprobó el estado de su pelo y se aseguró de que no quedara sobre su vestido ni rastro de las galletas con las que habían acompañado el té. Miró a Hannah.
– Por eso hoy no he recibido una carta suya -dijo-. Ha venido en persona.
Su belleza era radiante. Tenía los ojos enormes y brillantes.
Era la expresión del amor, pensó Hannah. Lo había visto en su propio espejo de un tiempo a esa parte. Para lo que le había servido…
La puerta se volvió a abrir tras la llamada de rigor.
– El reverendo Newcombe para ver a la señorita Leavensworth -anunció el mayordomo.
Y acto seguido entró el caballero más corriente que Hannah habría podido imaginar. Era justo como Barbara lo había descrito, de hecho. No era alto, ni fuerte ni guapo. Su atuendo era sobrio y decente, sin adornos. Pero en cuanto sus ojos se posaron en Barbara, sonrió… y Hannah supo por qué su amiga, que había rechazado a varios pretendientes más que adecuados a lo largo de su juventud, había acabado entregándole su corazón a ese hombre.
Barbara sonreía de oreja a oreja.
«¡Por Dios!», pensó Hannah; de haber estado en el lugar de su amiga habría cruzado la estancia a la carrera con un grito ensordecedor para lanzarse sobre él.
– Barb -dijo el reverendo.
– Simón.
Tras ese enorme despliegue de afecto, ambos recuperaron sus buenos modales y se volvieron hacia ella.
– Hannah, tengo el honor de presentarte al reverendo Newcombe -dijo su amiga-. Simón, te presento a la duquesa de Dunbarton.
El vicario le hizo una reverencia. Hannah correspondió con una inclinación de cabeza.
– Ha venido en persona para llevar a Barbara a casa -aventuró-. No le culpo en absoluto, señor Newcombe. He sido muy egoísta.
– Excelencia, he venido porque mi futuro suegro ha tenido la amabilidad de sustituirme en los oficios del domingo para así poder tomarme unas cortas vacaciones en Londres, aunque disfrutaré de otras tras mis nupcias. He venido porque me parecía que habían pasado años, y no semanas, desde la última vez que vi a Barbara. Y he venido porque usted está angustiada y he pensado que tal vez pueda ofrecerle consuelo espiritual.
Hannah se mordió el labio inferior. Echarse a reír no sería apropiado. Si bien era cierto que en parte ansiaba hacerlo, otra parte más noble de su ser se sentía conmovida.
– Se lo agradezco. Es un momento de gran ansiedad. La vida de un hombre pende de un hilo y me preocupa muchísimo, aunque no lo conozco en persona y es probable que nunca llegue a conocerlo. Alguien cercano a mí está muy involucrado emocionalmente en este asunto, y yo estoy muy involucrada emocionalmente con esta persona. -No había sido su intención expresarlo de ese modo. Pero ya había pronunciado las palabras, y eran ciertas. Siempre había que contarle la verdad a un clérigo.
– Lo entiendo, excelencia -replicó el reverendo, y tuvo la impresión de que era cierto.
– Tengo que atender un asunto urgente en otra parte de la casa -comentó-, así que me temo que no podré ejercer de anfitriona perfecta, ya que debo ausentarme ahora mismo. Aunque lo dejaré con Barbara. Estoy segura de que hará todo lo que esté en su mano para entretenerlo en mi ausencia.
– Estoy seguro de que lo hará, excelencia -convino él.
Le sonrió y el reverendo le devolvió la sonrisa con tan buen humor que se podría haber enamorado de él si su corazón fuera libre.
Le sonrió, le guiñó a Barbara un ojo (el que el reverendo Simón Newcombe no podía ver) y salió de la estancia como si en realidad tuviera una infinidad de tareas pendientes.
¿Qué estaría pasando en Gloucestershire? ¿Y por qué a ella no le escribía nadie?