Hannah Reid, duquesa de Dunbarton, era libre al fin. Libre de la carga de un matrimonio que había durado diez años y libre del interminable tedio que había supuesto el año de luto posterior a la muerte del duque, su marido.
Era una libertad que llevaba esperando mucho tiempo. Una libertad que merecía una celebración.
Se casó con el duque cinco días después de conocerlo. Su Excelencia, impaciente por celebrar la boda, compró una licencia especial en vez de esperar a que corrieran las amonestaciones. Hannah tenía diecinueve años y el duque, setenta y tantos. Nadie lo sabía exactamente, aunque algunos aseguraban que se acercaba peligrosamente a los ochenta. En aquella época, la duquesa poseía una belleza encantadora, una figura delgada y esbelta, unos ojos azules que rivalizaban con el cielo estival, un rostro alegre siempre presto a esbozar una sonrisa, y una melena larga y ondulada tan rubia que casi parecía blanca. Un rubio platino lustroso. El duque, por el contrario, tenía un porte y un rostro que mostraban los estragos del paso del tiempo y de la mala vida que posiblemente había llevado. Además, sufría de gota. Y de una dolencia cardíaca que hacía que su corazón no latiera con un ritmo estable.
Hannah se casó con él por su dinero, por supuesto, ya que esperaba convertirse en una viuda muy rica en cuestión de un par de años como mucho. Ya había conseguido ser una viuda rica, increíblemente rica, de hecho, aunque había tenido que esperar más de lo que pensaba en un principio para obtener la libertad y disfrutar de dicha riqueza.
El anciano duque había adorado hasta el suelo que ella pisaba, tal como rezaba el manido dicho. Le había regalado tanta ropa costosa que si alguna vez se le ocurriera ponérsela de golpe, acabaría asfixiada bajo su peso. A fin de acomodar todas las sedas, los satenes y las pieles, además del resto de las prendas y accesorios, muchos de los cuales solo se había puesto una vez o dos antes de descartarlos por otros nuevos, se habían visto obligados a convertir en un segundo vestidor el dormitorio de invitados adyacente a su vestidor de Dunbarton House, la residencia ducal emplazada en Hanover Square, en Londres. El duque había mandado construir no una ni dos ni tres, sino hasta cuatro cajas de seguridad en las paredes del dormitorio ducal para custodiar las joyas que había ido regalándole a su amada a lo largo de los años, si bien ella gozaba de la libertad de abrirlas y cerrarlas a su antojo para elegir las piezas que deseaba ponerse en cada ocasión.
Había sido un marido devoto e indulgente.
La duquesa siempre vestía de manera impecable. Y siempre iba cubierta de joyas, ostentosas y grandes. Normalmente cuajadas de diamantes. Llevaba diamantes en el pelo, en las orejas, en el escote, en las muñecas y en más de un dedo de cada mano.
El duque mostraba su trofeo allá por donde iba, sonriendo orgulloso y mirándola con adoración. En sus años mozos debió de ser más alto que ella, pero la edad lo había encorvado, necesitaba bastón para caminar y pasaba la mayor parte del tiempo sentado. Su duquesa se mantenía cerca de él siempre que estaban juntos, aun cuando se tratara de una fiesta y abundasen las parejas de baile. Hannah lo atendía con una característica media sonrisa en sus preciosos labios. Proyectando la imagen de la esposa devota en esas ocasiones. Nadie podía decir lo contrario.
Cuando al duque le era imposible salir, una situación cada vez más frecuente según pasaban los años, otros caballeros acompañaban a su duquesa a los actos en los que la alta sociedad se entretenía siempre que recalaba en la capital. Había tres caballeros en particular que le servían de acompañantes: lord Hardingraye, sir Bradley Bentley y el vizconde de Zimmer. Los tres eran guapos, elegantes y simpáticos. Era evidente que los tres disfrutaban con la compañía de la duquesa y viceversa. Y nadie dudó nunca de lo que incluía dicho «disfrute». La única duda que albergaba la alta sociedad (y se le preguntó con frecuencia, aunque jamás se obtuvo una confirmación tajante) era si el duque estaba al tanto o no de lo mucho que disfrutaba su esposa.
Incluso había quien se preguntaba si el duque había dado su beneplácito a la situación. Sin embargo, por delicioso que resultara el escándalo en caso de ser cierto, casi todos sentían simpatía por el duque, sobre todo porque dada su edad despertaba la lástima de sus pares, y preferían creer lo anterior antes que verlo como a un pobre anciano cornudo. Esas mismas personas gustaban de referirse a la duquesa como la «buscadora de oro cargada de diamantes», a menudo con la coletilla: «que va de cama en cama». Dichas personas solían ser mujeres.
Y de repente la deslumbrante vida social de la duquesa, sus escandalosos amoríos y el espantoso encarcelamiento que suponía su matrimonio con un hombre anciano y enfermo llegaron a su fin una mañana temprano con la inesperada muerte del duque, que sufrió un ataque al corazón. Sin embargo, no fue tan temprano como ella esperaba cuando accedió a casarse con él, claro. Por fin tenía la fortuna que ansiaba, aunque había pagado con creces por ella. Había pagado con su juventud. Cuando el duque murió, Hannah había cumplido los veintinueve años. Y tenía treinta cuando abandonó el luto, después de pasar las Navidades en Copeland, su residencia campestre emplazada en Kent. Un regalo que el duque le había hecho a fin de que no se viera obligada a marcharse cuando su sobrino tomara posesión del título y de las propiedades vinculadas al ducado. Su nombre completo era Copeland Manor, una mansión en toda regla, rodeada por una extensa propiedad, y no una residencia más modesta como dicho «Manor» daba a entender.
Y de esa forma, a los treinta años, pasada la flor de la juventud, la duquesa de Dunbarton obtuvo por fin la libertad. Y una fortuna inmensa. Estaba deseando celebrar dicha libertad. Tan pronto como pasó la Semana Santa se trasladó a Londres, dispuesta a disfrutar de la temporada social. Se instaló en Dunbarton House, ya que el nuevo duque era un hombre agradable de mediana edad que prefería vivir en el campo contando sus ovejas a estar en la capital y ocupar su lugar en la Cámara de los Lores, donde tendría que escuchar los interminables discursos de sus pares sobre esos asuntos que tal vez fueran cruciales para el país o incluso para el mundo, pero que a él no le interesaban lo más mínimo. Los políticos eran unos pelmazos de tomo y lomo, solía decirle a cualquiera que sacara el tema de conversación. Y puesto que era un caballero soltero, no tenía a nadie que le señalara que sus obligaciones en la Cámara Alta no eran la única razón para trasladarse a Londres en primavera. De modo que la duquesa podía instalarse en Dunbarton House y celebrar todos los bailes que quisiera con su beneplácito. Así se lo hizo saber. Siempre y cuando, especificó, no le enviara las facturas.
El último comentario era fruto de su tacañería. La duquesa, por supuesto, no necesitaba enviarle las facturas a nadie. Tenía una inmensa fortuna a su nombre. Ella misma podría pagarlas.
Ciertamente había dejado atrás la flor de la juventud, los treinta era una edad espantosa para una mujer, pero seguía siendo guapísima. Nadie podría discutir ese hecho, aunque a más de una le habría gustado. En realidad, a esas alturas de la vida era más guapa si cabía que a los diecinueve. Había ganado peso durante esos años y dichos kilos se habían asentado en los lugares precisos. Todavía era delgada, pero poseía unas curvas generosas. Su rostro, menos alegre y confiado que antaño, contaba con una estructura ósea y un cutis perfectos. Sonreía con frecuencia, si bien era una expresión algo arrogante, algo seductora y muy misteriosa, como si sonriera por algún motivo personal que no tuviera nada que ver con el mundo que la rodeaba. Su mirada tenía una expresión casi sensual que sugería alcobas, sueños y secretos. Y su pelo, gracias a las manos de los mejores expertos, siempre lucía a la última moda, con unos recogidos desenfadados y algo alborotados que más bien parecían estar a punto de deshacerse en cualquier momento. El hecho de que jamás sucediera suscitaba aún más curiosidad.
El pelo era su mejor rasgo físico, decían muchos. Salvo quizá por sus ojos. O por su figura. O por sus dientes, que eran muy blancos y bonitos.
Así era como la alta sociedad veía a la duquesa de Dunbarton, su matrimonio con el anciano duque y su regreso a Londres convertida en una viuda rica que por fin era libre.
Pero nadie sabía nada, por supuesto. Nadie había compartido su matrimonio ni sabía si había funcionado o no. Nadie salvo el duque y ella, claro estaba. El duque se había recluido cada vez más en su casa, sobre todo durante sus últimos años de vida, y la duquesa contaba con una horda de conocidos, pero se ignoraba que tuviera amistades de verdad. Se había contentado con esconderse tras la fachada de lujo y misterio que proyectaba.
La alta sociedad, que jamás se había cansado de especular sobre ella durante los diez años de su matrimonio, volvió a hacerlo después del intervalo de un año. En realidad, se convirtió en el tema de conversación preferido en los salones y durante las cenas. La alta sociedad se preguntaba qué iba a hacer la duquesa con su vida una vez libre. Nadie había olvidado que cuando pescó al duque de Dunbarton y lo convenció de que por fin se casara, no era nadie. Nadie la conocía.
¿Qué haría a continuación?
Alguien más se preguntaba qué iba a hacer la duquesa con su futuro, pero ese alguien lo hizo en voz alta y se lo preguntó directamente a la única persona que podía satisfacer su curiosidad.
Barbara Leavensworth había sido amiga de la duquesa desde que eran niñas, porque ambas vivían en la misma localidad de Lincolnshire. Barbara era la hija del vicario y Hannah era la hija de un terrateniente medianamente acaudalado y de buena familia. Barbara todavía vivía en el mismo pueblo con sus padres, aunque hacía un año que habían dejado la vicaría después de que su padre se jubilara. Ella acababa de comprometerse con el nuevo vicario. Se casarían en agosto.
Las dos amigas de la infancia habían seguido manteniendo esa estrecha amistad, pese a la distancia. La duquesa nunca había vuelto a su hogar natal después de la boda, y aunque Barbara había recibido numerosas invitaciones para pasar largas temporadas con ella, no solía aceptarlas a menudo. Y las pocas veces que había aceptado, sus visitas habían sido mucho más cortas de lo que a Hannah le habría gustado. Barbara se sentía intimidada por el duque. De modo que habían continuado con su amistad por correspondencia. Se enviaban unas cartas larguísimas, al menos una vez a la semana, y fueron constantes durante once años.
En ese momento Barbara había aceptado una invitación para pasar una temporada en Londres con la duquesa. Hannah la había convencido asegurándole que adquirirían su ajuar en el único lugar de Inglaterra donde merecía la pena comprar. Cosa que a Barbara le parecía perfecta, tal como reconoció mientras leía la carta meneando la cabeza, siempre y cuando se tuviera tantísimo dinero como tenía su amiga, que no era precisamente su caso. Sin embargo, Hannah estaba sola y necesitaba su compañía, y a ella le apetecía pasar unas semanas visitando iglesias y museos a placer antes de establecerse en su nuevo hogar. El reverendo Newcombe, su prometido, la había animado a que aceptara, a que se lo pasara bien y a que le brindara su apoyo a su pobre amiga viuda. Y después, cuando por fin decidió ir, insistió en que aceptara una asombrosa cantidad de dinero con el que comprarse unos cuantos vestidos bonitos y tal vez un par de bonetes. Y sus padres, que eran de la opinión de que pasar un mes con Hannah (a quien siempre le habían profesado un enorme cariño) sería maravilloso para su hija antes de que comenzara una vida sería como la esposa del vicario, también le ofrecieron una generosa suma de dinero.
Barbara se sintió escandalosamente rica cuando llegó a Dunbarton House, después de un viaje durante el cual había tenido la impresión de que se le descoyuntaban todos los huesos del cuerpo.
Hannah la estaba esperando en el recibidor, donde se abrazaron entre chillidos y alegres exclamaciones durante unos minutos, hablando a la vez pero sin escucharse, y riéndose por la alegría de volver a estar juntas. La alta sociedad no habría reconocido a la duquesa de haberla visto, un error justificable dado el caso. Tenía las mejillas arreboladas, los ojos abiertos de par en par y brillantes, una sonrisa de oreja a oreja, y una voz aguda por la emoción y la alegría. El aura de misterio había desaparecido por completo.
Hasta que reparó en la silenciosa presencia del ama de llaves, que aguardaba a cierta distancia, y dejó a Barbara en sus competentes manos. Se entretuvo paseando nerviosa de un lado para otro del salón mientras su amiga era conducida a su dormitorio para que se aseara, se cambiase de vestido, se peinara y empleara a su gusto la media hora que faltaba hasta que se sirviera el té.
Cuando bajó, volvía a ser la Barbara compuesta y serena de siempre. Su leal y estimada Barbara, a quien quería más que a nadie en el mundo, pensó Hannah con una sonrisa mientras atravesaba el salón para volver a abrazarla.
– Estoy contentísima de que hayas venido, Babs -dijo. Soltó una carcajada-. Por si no te ha quedado claro después de mi recibimiento.
– Bueno, me ha parecido ver cierto entusiasmo, sí -comentó Barbara, tras lo cual ambas se echaron a reír otra vez.
Hannah intentó recordar en ese momento cuándo fue la última vez que se rió, pero fue incapaz de acordarse de una sola ocasión. No importaba. Nadie se reía mientras guardaba luto. Podría tildarse de crueldad.
Charlaron sin cesar durante una hora, en esa ocasión prestándose atención la una a la otra, antes de que Barbara le preguntara aquello que le rondaba la mente desde la muerte del duque de Dunbarton, aunque había evitado el tema en las cartas.
– Hannah, ¿qué vas a hacer ahora? -Se inclinó hacia delante en su sillón-. Debes de sentirte terriblemente sola sin el duque. Os adorabais.
Barbara era de las pocas personas que había en Londres, o tal vez en toda Inglaterra, que creía de corazón algo tan sorprendente. Tal vez fuera la única incluso.
– Nos adorábamos, sí -reconoció ella con un suspiro. Extendió los dedos de una mano sobre el regazo y clavó la vista en los tres anillos que adornaban sus dedos, rematados por una exquisita manicura. Se pasó la palma de la mano por la delicada muselina blanca de su vestido-. Lo echo de menos. Me paso el día pensando en esas tonterías que siempre corría a compartir con él, y de repente me acuerdo de que ya no está aquí para escucharme.
– Sé que sufrió muchísimo por culpa de la gota -comentó Barbara con voz seria por la lástima- y que el corazón le dio muchos problemas y sustos durante los últimos años. Supongo que ha sido una bendición que haya tenido un final tan rápido después de todo.
A Hannah le hizo gracia el comentario, por inapropiada que fuese su reacción. Barbara ejercería a la perfección el papel de esposa del vicario si contaba con un buen repertorio de tópicos como el que acababa de soltar.
– Todos deberíamos contar con esa bendición cuando nos llegue el momento -replicó-. Pero supongo que su ataque al corazón fue provocado en parte por el enorme filete de ternera y las copas de clarete de las que disfrutó la noche anterior a su muerte. Ya le habían prohibido semejantes excesos diez años antes de que yo lo conociera, y siguieron recordándoselo al menos… hum… una vez al año durante nuestro matrimonio. Siempre decía que debería haber estado criando malvas cuando yo jugaba con mis muñecas. De vez en cuando se disculpaba por vivir tanto.
– ¡Hannah! -exclamó Barbara, medio escandalizada y con un deje de reproche. Era evidente que no sabía qué decir a modo de réplica.
– Al final conseguí que dejara de hacerlo -siguió Hannah-, después de componer una oda, malísima por cierto, titulada «Al duque que debería haber muerto». Cuando se la leí, se rió tanto que sufrió un ataque de tos y estuvo a punto de morir en aquel mismo momento. Se me ocurrió escribir otra para acompañarla, titulada «A la duquesa que debería ser viuda». Pero no conseguí encontrar una palabra que rimara con «viuda», salvo quizá «ayuda», referida a su gota. Pero me pareció que quedaba un poco cojo… -Al ver que Barbara reparaba en el chiste y se echaba a reír, esbozó una leve sonrisa.
– ¡Ay, Hannah! -Exclamó su amiga-. ¡Qué mala eres!
– Pues sí-admitió.
Y ambas estallaron de nuevo en carcajadas.
– ¿Qué vas a hacer de verdad? -insistió Barbara, que la miró de forma penetrante en espera de su respuesta.
– Voy a hacer lo que la alta sociedad espera de mí, por supuesto -contestó ella al tiempo que extendía los dedos de la otra mano sobre el brazo del sillón, para admirar también los anillos que llevaba en los dedos anular y meñique. Adelantó un poco la mano a fin de que la luz de la ventana se reflejara en los diamantes y los destellos que vio le resultaron la mar de satisfactorios-. Voy a buscarme un amante, Babs.
Dicho en voz alta parecía un poco… pecaminoso. Pero no lo era. Porque era una mujer libre. Ya no le debía nada a nadie. Y el hecho de que una viuda se buscara un amante, siempre y cuando la relación se llevara en secreto y con discreción, era irreprochable. Bueno, tal vez estaba exagerando al tildarlo de irreprochable. El término «aceptable» era más acertado.
Sin embargo, Barbara pertenecía a un mundo muy distinto del suyo.
– ¡Hannah! -Exclamó mientras el rubor se extendía por su cuello, por sus mejillas y por su frente hasta desaparecer por debajo del nacimiento del pelo-. ¡Eres de lo que no hay! Lo has dicho para escandalizarme, y la verdad es que lo has conseguido. Casi me ha dado un pasmo. Ponte seria.
Hannah enarcó las cejas.
– Estoy hablando en serio -le aseguró-. He tenido un marido que ya no está. Jamás podré reemplazarlo. He tenido acompañantes cuya presencia siempre me ha resultado agradable, pero ese arreglo no me acaba de satisfacer. Todos me parecen demasiado fraternales. Necesito alguien nuevo, alguien que añada un poco de… ¡no sé, un poco de sal y pimienta a mi vida! Necesito un amante.
– Lo que necesitas es alguien a quien amar -la corrigió su amiga con voz ya más firme-. De forma romántica, me refiero. Alguien de quien te enamores. Alguien con quien te cases y con quien tengas hijos. Sé que amabas al duque, Hannah, pero eso no era… -Guardó silencio y volvió a ruborizarse.
– ¿Un amor romántico? -dijo Hannah, que completó la frase por ella-. Babs, de todas formas duele. Perderlo, quiero decir. Aquí. -Se colocó una mano bajo el pecho-. Además, el amor romántico me sirvió de bien poco antes de conocerlo a él, ¿verdad?
– Solo eras una niña -le recordó Barbara-. Y lo que pasó no fue culpa tuya. El amor llegará a su debido tiempo.
– Es posible. -Hannah se encogió de hombros-. Pero no tengo la intención de esperar a que aparezca. Y tampoco tengo la intención de buscarlo desesperada para acabar convenciéndome de que lo he encontrado y descubrirme atrapada en otro matrimonio cuando acabo de librarme de uno. Soy libre, y voy a seguir siéndolo hasta que decida dejar de serlo, lo que tal vez no suceda hasta dentro de muchísimo tiempo. Tal vez no suceda nunca. La viudez tiene sus ventajas, ¿sabes?
– Hannah, ponte seria -le reprochó Barbara.
– Así que voy a buscarme un amante -insistió-. Ya lo he decidido y estoy hablando muy en serio. Será un arreglo por pura diversión, sin ningún tipo de compromiso. Buscaré un hombre guapísimo, y pecaminosamente atractivo. Experimentado y muy habilidoso en las lides amatorias. Alguien sin un corazón que herir y sin deseos de contraer matrimonio. ¿Crees que existirá semejante dechado?
Barbara volvía a sonreír, y el gesto parecía sincero.
– Se dice que en Inglaterra abundan los libertinos atractivos -respondió Barbara-. Y según he oído es casi obligatorio que sean guapos. De hecho, creo que hay una ley que lo exige. Además, casi todas las mujeres se enamoran de ellos… y se dejan llevar por la convicción generalizada de que serán capaces de reformarlos.
– ¿Por qué les gusta creer eso? -Preguntó Hannah-. ¿Por qué desea una mujer convertir a un pecaminoso libertino en un caballero respetable y aburrido?
Ambas acabaron dobladas de la risa.
– Supongo que el señor Newcombe no es un libertino, ¿verdad? -quiso saber.
– ¿Simón? -preguntó Barbara a su vez entre carcajadas-. Hannah, es un clérigo, y muy respetable además. Pero no es… te aseguro que no es un hombre aburrido. Me niego a aceptar la insinuación de que los hombres solo pueden ser o pelmazos o libertinos.
– Yo no he insinuado nada -protestó Hannah-. Estoy segurísima de que tu vicario es un ejemplar maravilloso y perfecto de romántica caballerosidad.
Las carcajadas de Barbara se convirtieron en una risilla tonta.
– ¡Me imagino la cara que pondría si le contara lo que acabas de decir!
– Lo único que quiero de un amante -puntualizó Hannah-, aparte de las cualidades que ya he mencionado y que por supuesto son obligatorias, es que solo tenga ojos para mí durante todo el tiempo que le permita mirarme.
– Un perrito faldero, en otras palabras -apostilló su amiga.
– Babs, insistes en poner un sinfín de palabras ridículas en mis labios -protestó Hannah, que se puso en pie para hacer sonar la campanilla del servicio a fin de que se llevaran la bandeja del té-. Quiero… o más bien exijo todo lo contrario. Buscaré un hombre dominante y muy viril. Alguien a quien sea un reto controlar.
Barbara meneó la cabeza con la sonrisa aún en los labios.
– Guapo, atractivo, encandilado y devoto -enumeró al tiempo que extendía los dedos para llevar la cuenta-, dominante y muy viril. ¿Me he dejado algo atrás?
– Habilidoso -contestó.
– Experimentado -añadió Barbara, que volvió a ruborizarse-. ¡Por Dios! Creo que ese tipo de hombres crecen en los árboles, Hannah. ¿Tienes a alguien en mente?
– Pues sí -respondió, pero guardó silencio mientras esperaba a que la doncella se llevara la bandeja y cerrara la puerta al salir-. Aunque no sé si este año está en Londres. Suele aparecer todas las primaveras. Si este año no aparece, será un inconveniente, pero tengo otros candidatos en caso de que sea necesario. Debería ser una tarea sencilla. ¿Quedaría como una vanidosa si digo que todos los hombres se vuelven a mirarme allá por donde voy?
– Es una afirmación vanidosa, sí -contestó una sonriente Barbara-, pero cierta. Siempre has causado ese efecto en ellos, incluso cuando eras una jovencita. En ellos y en ellas. Los hombres lo hacen por deseo y las mujeres por envidia. Nadie se sorprendió al ver que el duque de Dunbarton decidía hacerte su duquesa de repente, a pesar de ser un solterón reconocido. Aunque las cosas no fueran realmente así.
Barbara había estado a punto de sacar a colación un tema prohibido desde hacía once años. De hecho, lo había sacado en algunas de sus cartas a lo largo de esos años, pero Hannah jamás le había contestado.
– Por supuesto que fue así -dijo-. ¿Crees que me habría mirado dos veces si no hubiera sido guapa, Babs? Pero era un buen hombre. Y yo lo adoraba. ¿Te apetece salir? ¿Estás demasiado cansada después del viaje? ¿No te gustaría tomar el aire fresco y estirar las piernas? A esta hora Hyde Park será un hervidero de gente, al menos la zona de moda del parque, porque todos van a lucirse y a observar a los demás. Es obligatorio cuando se está en Londres.
– Recuerdo de una de mis visitas que hay más gente en el parque a la hora del paseo que en nuestro pueblo el día de la feria de mayo -comentó Barbara-. No conoceré a nadie, y a tu lado me sentiré como una provinciana, pero da igual. Vamos a pasear de todas formas. Necesito el ejercicio con desesperación.