CAPÍTULO 22

Con había descubierto a lo largo de los últimos días que todo ese asunto del amor podía acobardar al más pintado. Desde entonces miraba a los hombres casados con renovado respeto, ya que debían de haber sufrido, presumiblemente, el calvario que él estaba sufriendo en esos momentos. Menos Elliott, por supuesto, a quien le habían propuesto matrimonio, afortunado él.

Reconciliarse con Vanessa había sido fácil.

– No digas ni una palabra -soltó su prima mientras atravesaba el salón de Moreland House hacia él en cuanto cruzó la puerta. Elliott siguió junto a la chimenea, con un codo apoyado en la repisa y una ceja enarcada con gesto guasón-. Ni una sola. Vamos a perdonarnos, a olvidarlo y a recuperar el tiempo perdido. Háblame de tus prostitutas.

Elliott rió entre dientes.

– Antiguas prostitutas -matizó ella-. No te atrevas a reírte de mí, Constantine, mucho menos ahora que acabamos de reconciliarnos. Háblame de ellas y de los ladrones y de los vagabundos y de las madres solteras. -Lo tomó del brazo y lo instó a sentarse junto a ella en un sofá mientras Elliott los observaba con una expresión risueña en los ojos y una sonrisa en los labios.

– Si dispones de tiempo… de cinco o seis horas… -replicó.

– Siete si es necesario. Te quedarás a cenar -ordenó Vanessa-. Y no hay más que hablar. A menos que tengas una cita con Hannah.

Una elección de palabras algo desafortunada. «Con que Hannah, ¿no?», pensó.

– No -aseguró-. Tengo que asimilar la idea de que voy a hincar una rodilla en el suelo y a soltar un apasionado discurso, así que necesitaré algo más de tiempo. Y de coraje, por supuesto.

Elliott volvió a reír por lo bajo.

– ¡Pero todo eso merecerá la pena, ya lo verás! -exclamó Vanessa con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas-. Elliott estaba espléndido cuando lo hizo. Y la hierba estaba húmeda, por cierto.

Con le lanzó una mirada de reproche a su sonriente primo.

– Fue después de que me propusiera matrimonio -aclaró el aludido al tiempo que levantaba la mano derecha-. No podía permitir que dijera la última palabra, ¿no? Tardó menos que yo en darme el sí.

La suya debía de ser una historia digna de conocer, pensó Con.

La impulsiva visita a Dunbarton House que hizo a las dos horas de su llegada a Londres habría solucionado todo el asunto con Hannah. Sin embargo, al enterarse de que había salido y de que estaba en Hyde Park, decidió ir en su busca y descubrió (sin necesidad de pensarlo siquiera) la forma perfecta de declararse.

Claro que no se le había ocurrido siquiera que ella se negara a subirse a su caballo. De hecho, no lo hizo.

Una vez que la tuvo delante, ni siquiera se le ocurrió que podía rechazar su proposición matrimonial mientras la estaba besando ni mientras ella le devolvía el escandaloso beso en público.

Pero tampoco lo había rechazado.

El problema era que no se lo había preguntado.

Y no se había percatado de ese detalle hasta que ella se lo señaló. ¡Maldita fuera su estampa! Era muy distinto preguntar qué afirmar y él se había limitado a afirmarlo.

Con la torpeza de un adolescente.

¿Por qué no enseñaban en la universidad la mejor forma de pedir matrimonio a la mujer elegida? ¿Acaso todos los hombres acababan embrollando tanto el asunto como él?

De modo que llevaba tres días intentando enmendar el error.

O más bien retrasando el asunto. Según quisiera ser sincero consigo mismo o no.

No obstante, en cuanto empezó con el plan de tres días se vio obligado a continuar. No podía lanzarse a proponerle matrimonio después de mandarle la solitaria rosa y la nota donde confesaba que la deseaba, ¿verdad?

En caso de que Hannah tuviera la intención de rechazarlo, llevaba tres días haciendo el ridículo más espantoso.

Sin embargo, comprendió que era absurdo pensar en eso mientras se arreglaba para ir a Dunbarton House la tarde del tercer día. A esas alturas ya era imposible no poner fin al calvario, con independencia del resultado.

¿Y si Hannah no se encontraba en casa? Podía haber mil y una razones para que hubiera salido. Meriendas campestres, fiestas al aire libre, excursiones a los jardines de Kew o a Richmond Park, compras, paseos por el parque… por citar algunas posibilidades. De hecho, pensó mientras llamaba a la puerta, lo raro sería que estuviese en casa.

Una parte de su cabeza, la más cobarde, le hizo desear que no estuviera.

Eso sí, jamás podría volver a pasar por lo mismo.

El mayordomo, como era habitual, desconocía quién se encontraba en sus dominios. Tuvo que ir a la planta alta con toda la tranquilidad del mundo, para ver si la duquesa de Dunbarton estaba o no estaba en casa.

Estaba en casa. Y al parecer iba a recibirlo. El mayordomo lo invitó a seguirlo escaleras arriba.

¿Estaría con la señorita Leavensworth?

Dejaron atrás la puerta del salón y subieron otro tramo de escaleras. Se detuvieron delante de una puerta de una sola hoja y el mayordomo llamó muy discretamente antes de abrirla para anunciarlo.

Era un gabinete o una salita, no un dormitorio. Hannah estaba sola.

En la mesa situada junto a la puerta descansaba un jarrón de cristal con una docena de rosas blancas. En la que ocupaba el centro de la estancia había un florero de plata con dos docenas de rosas rojas. El perfume dulzón de ambos ramos flotaba en el aire.

La duquesa estaba sentada de lado en el alféizar acolchado de una ventana, con las piernas dobladas y abrazándose la cintura. Estaba preciosa y resplandeciente con un vestido rojo, cuyo tono era casi el mismo que el de las rosas. Su pelo, liso y lustroso en la parte superior de la cabeza, estaba recogido en la nuca con unos delicados rizos. Algunos mechones le caían por las sienes y por las orejas. Estaba mirando hacia el interior de la estancia. Sus ojos azules se clavaron en él con expresión soñadora.

La imagen le recordó a la de su propio dormitorio la noche que se convirtieron en amantes. Salvo que en aquel entonces Hannah llevaba su camisa y tenía el pelo suelto.

El mayordomo cerró la puerta y se marchó.

– Duquesa -dijo Con.

– Constantine…

Hannah sonrió, un gesto también soñador, al ver que él no hablaba.

– Necesito que me protejas -la oyó decir-. He estado recibiendo anónimos.

– ¿Ah, sí? -replicó.

– Alguien dice que me desea.

– Lo retaré a un duelo con pistolas al amanecer -se ofreció.

– También afirma que está enamorado de mí -añadió ella.

– Eso es fácil decirlo -repuso-. Es un sentimiento poco profundo, ¿verdad? Todo euforia y romanticismo.

– Pero es uno de los sentimientos más bonitos del mundo -aseguró ella-. Quizá el más bonito. Por mi parte, yo también estoy locamente enamorada de él.

– Qué tipo más afortunado -replicó-. Definitivamente pienso retarlo a duelo.

– Dice que me quiere -siguió Hannah y su expresión sufrió un cambio, casi imperceptible pero asombroso, y pasó de soñadora a radiante.

– ¿Qué se supone que significa eso? -preguntó él.

– Pues que me quiere en cuerpo y, sobre todo, en alma -respondió ella.

– La parte del cuerpo también es importante.

– Pues sí -convino ella con un hilo de voz-. Lo es.

– Sin defensas -precisó-. Sin máscaras ni disfraces. Sin miedos.

– Sin nada -repuso ella, meneando la cabeza-. Sin secretos. Dos individuos unidos en un solo ser indivisible.

– ¿Eso es lo que te dicen las cartas anónimas?

– Con letras mayúsculas.

– Un tipo ostentoso.

– Desde luego. Solo hay que fijarse en la cantidad de rosas que me ha enviado.

– Hannah… -dijo.

– Sí.

Aún seguía parado junto a la puerta. Atravesó la estancia y Hannah le tendió la mano derecha. La tomó entre las suyas y se la llevó a los labios.

– Te quiero -confesó-. Con letras mayúsculas, con minúsculas y de todas las formas posibles. O imposibles, ya puestos.

La oyó tomar aire despacio.

Había llegado el momento. Y ya no estaba nervioso. Hincó una rodilla en el suelo sin soltarla de la mano. Sus rostros quedaron a la misma altura. Vio que tenía las mejillas sonrojadas. Los labios, entreabiertos. Los ojos, brillantes y muy azules. Como el trozo de cielo al otro lado de la ventana.

– Hannah -repitió-, ¿quieres casarte conmigo?

Llevaba tres largos días ensayando una declaración. No recordaba ni una sola palabra.

– Sí -respondió ella.

Hasta ese momento estaba convencido de que iba a torturarlo, de que representaría el papel de duquesa de Dunbarton al menos durante un rato antes de capitular. Si acaso capitulaba, claro. De hecho, estaba tan convencido que apenas reparó en su respuesta.

Al menos con los oídos.

Porque con el corazón era otra historia.

«Sí», había dicho, y no había nada más que añadir.

Se miraron a los ojos y volvió a llevarse su mano a los labios.

– Solía hablarme mucho de esto -dijo Hannah-. Me refiero al duque. Me hablaba del amor. Me prometía que algún día yo también sabría lo que era. Confié y creí en sus palabras cada minuto de cada día de mi vida desde que nos conocimos hasta que exhaló su último aliento, Constantine, pero en ese sentido jamás le hice mucho caso. Sí creía que él había conocido un amor extraordinario durante más de cincuenta años, pero me daba miedo creer que eso mismo me sucedería llegado el momento. Mis miedos eran infundados y sus afirmaciones, ciertas. Te quiero.

– ¿Y lo harás durante más de cincuenta años? -preguntó.

– Mi duque solía decir que el amor era para toda la eternidad -respondió-. Y creo que tenía razón.

Le sonrió y Hannah le devolvió la sonrisa hasta que inclinó la cabeza para besarla en los labios.

Habían pasado casi tres semanas desde la última vez que hicieron el amor y tuvo la impresión de que la había deseado de forma constante durante cada minuto de ese tiempo. De todas formas, no se besaron con deseo sexual. Sino con…

Bueno, hasta ese momento siempre había besado con apetito sexual, de forma que no tenía palabras para describir lo que estaba sucediendo.

¿Afecto?

Demasiado insulso. ¿Amor?

Un término demasiado manido.

Fuera lo que fuese, se besaron con ese algo.

Y en ese momento se abrazaron y la cogió para levantarla del alféizar a fin de sentarse con ella en el regazo. Y fue cuando descubrió la palabra. O al menos la que más se aproximaba.

Se besaron con alegría.

Y cuando se separaron y se miraron a los ojos, se sonrieron como si fueran los primeros en besarse de ese modo. Con alegría. Con un amor eterno.

– ¿Seguro que estás dispuesta a sacrificar tu título solo por el placer de casarte conmigo, duquesa?

– ¿Y a ser simplemente la señora Huxtable? -añadió ella-. De esa forma tendrás que llamarme siempre Hannah y eso me gusta.

– O condesa… -sugirió.

Hannah lo miró sin comprender.

– Eso sería un poco tonto, la verdad -replicó.

– No tanto -aseguró Constantine-. El rey mandó redactar dos decretos reales después de tu visita, ¿sabes? Bueno, es posible que no lo sepas. El primero era el perdón de Jess.

Hannah se enderezó en su regazo al ver que guardaba silencio y lo miró con el ceño fruncido.

– ¿Y el otro? -preguntó.

– Acabas de aceptar la proposición matrimonial de Constantine Huxtable, primer conde de Ainsley -respondió-. Se me ha concedido el título por el extraordinario servicio que les he prestado a los más pobres y queridos súbditos de Su Majestad. Creo que lo he citado casi al pie de la letra.

Hannah lo miró boquiabierta.

Y después echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. El flamante conde de Ainsley se echó a reír con ella.


La noche siguiente se celebraba un baile organizado por los condes de Merton en su residencia londinense para conmemorar el aniversario de su baile de compromiso.

Habían invitado a cenar a la familia antes de que el baile diera comienzo; las tres hermanas de Stephen con sus respectivos esposos; el hermano de Cassandra, sir Wesley Young, con su prometida, la señorita Julia Winsmore; Constantine, dado que era primo de Stephen. Y también estaba invitada la duquesa de Dunbarton a pesar de que no era de la familia.

– Stephen -le decía Cassandra a su marido mientras esperaban en el salón a que llegaran sus invitados-, espero que a estas alturas no resulte violento que la hayamos invitado. Con lleva casi una semana en Londres y Hannah está aquí desde que la trajimos de Copeland Manor. Ella fue quien persuadió a Elliott para que fuera a Ainsley Park y después habló incluso con el mismísimo rey. Prácticamente fue ella quien solucionó el asunto sin ayuda de nadie. Pero todavía no ha pasado nada. ¿Crees que se sentirán incómodos esta noche?

– ¿Por qué iban a sentirse incómodos? -Preguntó Stephen a su vez-. La duquesa es tu amiga y es perfectamente admisible que se invite a cenar a los amigos. Piensa que nuestra intención es la de anunciar esta noche el nuevo título de Con, y Hannah desempeñó un papel esencial en ese asunto. Estoy seguro de que sabe que Con está invitado, así que supongo que si le incomoda su presencia, se limitará a enviar sus disculpas y no vendrá. Sin embargo, creo que la duquesa no se incomoda así como así.

– La escena del parque -le recordó Cassandra-. Para Meg fue graciosísima y para Kate, increíblemente romántica. Y desde entonces la gente ha hablado del episodio. Sin embargo… ¡Todavía no ha pasado nada!

– Que nosotros sepamos -señaló él-. Todavía no se ha anunciado nada. Pero no sabemos si ha pasado algo. Cass, ambos tienen derecho a disfrutar de un poco de intimidad.

Cassandra suspiró.

– Todas nos horrorizamos cuando descubrimos que tenía una aventura con ella -recordó-. Claro que supuestamente no deberíamos enterarnos de esas cosas. Ese tipo de relaciones deben mantenerse en secreto. Nos parecía tan poco adecuada para él, tan…

– ¿Arrogante? -suplió Stephen.

Cassandra frunció el ceño.

– Pues sí, la verdad -reconoció-. Pero las apariencias engañan en muchas ocasiones, ¿no es así? Yo debería saberlo mejor que nadie. Quizá siempre ha sido una persona… bueno, una persona cariñosa y alegre, una persona a la que me encanta tener como amiga. Una buena persona. ¿Por qué no están comprometidos?

Stephen se acercó a ella y le dio un beso en los labios.

– Podrías preguntárselo a ellos mismos en cuanto lleguen -sugirió-. Podrías sacar el tema durante la cena. Estoy seguro de que mis hermanas tendrán algo que decir al respecto. Parecen haber tomado a la duquesa bajo sus alas, al igual que tú. Incluso Nessie.

Cassandra se echó a reír mientras lo golpeaba de forma juguetona en el brazo.

– Sería una bienvenida maravillosa -dijo-. En cuanto entren por la puerta, podría preguntarles: «¿Por qué no estáis comprometidos?». Stephen, no es que quiera hacer de casamentera, pero Con está muy solo y Hannah está muy sola.

– Por tanto, están hechos el uno para el otro -añadió él.

– ¡Qué por tanto ni qué ocho cuartos! -Replicó ella con aspereza-. Es que están hechos el uno para el otro. Hay que ser ciego y tonto para no darse cuenta después de haber estado con ellos en Copeland Manor.

La llegada de Vanessa y Elliott, seguida por la de Wesley y Julia, evitó que la conversación se prolongara. Poco después llegaron Katherine y Jasper, y Margaret y Duncan.

– ¿Vendrá Con? -preguntó Elliott mientras degustaban sus bebidas.

– Ha dicho que sí -contestó Stephen.

– ¿Y Hannah? -preguntó Margaret. Y retomaron el tema.

– Mi madre dice que no tienen más remedio que casarse después de cómo la besó en el parque -comentó Julia Winsmore-. Yo lo vi con mis propios ojos. La verdad es que fue muy escandaloso. -Se sonrojó.

– Y también muy romántico -añadió sir Wesley-. O eso fue lo que me dijiste en aquel momento, por supuesto.

– No creo que la duquesa se deje llevar por el argumento de que no le queda más remedio que hacer algo, sea lo que sea -replicó Elliott.

– Está claro que quiere a Constantine -apostilló Katherine-. Lo torturará antes de darle el sí.

Su marido intercambió una mirada apesadumbrada con Duncan después de escuchar semejante muestra de lógica femenina.

– O no -la contradijo Margaret.

– Con no es tonto -les recordó Stephen-. No baila al son que le tocan.

– Pero está enamorado -repuso Cassandra.

Y eso puso punto y final a la conversación. El silencio se prolongó unos instantes.

El mayordomo apareció entonces y le susurró a Cassandra que la cena estaba lista. Sin embargo, ella le replicó también con un susurro que había que esperar un poco. Supuso que sus palabras provocarían un gran desconcierto en la cocina.

Y al cabo de un rato llegaron los dos últimos invitados. Juntos y con algo más de cinco minutos de retraso.

Parecían tan radiantes de felicidad que los demás casi echaron las campanas al vuelo. Al menos las damas que los habían estado esperando en el salón. Y Cassandra los perdonó de inmediato por haberla puesto en una situación tensa con la cocinera.

La duquesa de Dunbarton estaba deslumbrante con un vestido de suave color turquesa y con muy pocas joyas. No necesitaba de ninguna para brillar. De todas formas lograría atraer las miradas durante toda la noche. El brillo y el resplandor que solían acompañarla por fuera los irradiaba esa noche desde el interior de su persona.

– Si llegamos tarde es por mi culpa -informó Hannah antes de que pudieran saludarlos-. Ya estaba lista muchísimo antes de que Constantine llegara, pero justo cuando lo oí llamar a la puerta decidí que no quería ponerme mi vestido de fiesta blanco preferido. Ni tampoco los diamantes que hacen juego con él. Así que me cambié mientras él se mordía las uñas y rechinaba los dientes en el vestíbulo. -Miró a su alrededor con una sonrisa deslumbrante.

– Jamás rechino los dientes -protestó Constantine con serenidad-. Si lo hiciera cada vez que tengo que esperarte, a estas alturas no quedaría ni rastro de ellos. Tendré que cultivar esa gran virtud que es la paciencia. Tendré que aprender a encontrarle el chiste a la espera. Sin embargo, te desaconsejo que llegues tarde el día de la boda. Te recuerdo que trae mala suerte.

De ese modo se respondieron todas las preguntas sin necesidad de formular ninguna.

La cena se demoró otro cuarto de hora mientras recibían abrazos, besos, palmadas en la espalda y apretones de manos, y mientras Hannah declaraba que la situación era denigrante, pero que de todas formas había accedido a que la degradaran de duquesa a condesa.

– Aunque también me habría sentado de maravilla ser solo la señora Huxtable -añadió con otra de sus deslumbrantes sonrisas.

Le brillaban los ojos por las lágrimas y acababa de morderse el labio inferior. Constantine le pasó un brazo por los hombros y Cassandra sugirió que todos se trasladaran al comedor antes de que la cocinera le presentara su renuncia inmediata.

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