CAPÍTULO 06

En el exterior solo se veía la negrura de la noche, comprobó Hannah cuando descorrió las cortinas para mirar por la ventana. No había carruajes, ni transeúntes, ni luces en las ventanas de las casas de enfrente, salvo un breve resplandor en una ventana de la planta baja de la sexta casa de la hilera. Antes de descorrer las cortinas, había apagado las velas.

Las corrió de nuevo y se acercó al pie de la cama donde se demoró un instante. Constantine estaba dormido como un tronco, con un brazo sobre los ojos. Su respiración era profunda y regular. Tenía una pierna doblada por la rodilla, de forma que la ropa de la cama se asemejaba a una tienda. Pese a la penumbra, lo veía con total claridad.

Se preguntó si dormiría durante lo que quedaba de noche y esbozó una sonrisilla. Según le había asegurado, lo había agotado, cosa que no la sorprendía. Al fin y al cabo, había corrido un maratón.

Se sentía muy dolorida. Pero no era una sensación del todo desagradable.

El frío de la noche le provocó un escalofrío y echó un vistazo en busca de su vestido. Lo vio en el suelo, debajo del corsé, y debía de estar terriblemente arrugado. Se percató de que la camisa de Constantine también descansaba en el suelo. Se agachó para cogerla y se la llevó a la nariz un instante. Olía a su colonia, a él.

Se la pasó por la cabeza, metió los brazos por las mangas y se abrazó con ella puesta. «¡Por Dios, qué hombre más grande!», exclamó para sus adentros. Claro que no tenía nada que objetar sobre su tamaño…

Consideró la idea de volver a la cama, arroparse y acurrucarse a su lado para disfrutar de su calor corporal. Pero no quería dormir con él. Adormilarse conllevaba una pérdida de control. Y era imposible saber lo que se podía decir en sueños o nada más despertarse, antes de espabilarse por completo. O lo que se podía sentir durante esas horas de indefensión.

De modo que regresó junto a la ventana, apartó las cortinas con el dorso de las manos y examinó el alféizar. No estaba diseñado exactamente para ser un asiento, de hecho ni siquiera estaba acolchado, pero era lo bastante ancho como para sentarse. Descorrió las cortinas por completo y se sentó subiendo los pies al alféizar, con las piernas dobladas y abrazándose para entrar en calor. Apoyó la cabeza en el cristal.

Todo estaba en silencio. Y oscuro. Y tranquilo.

Escuchaba la respiración acompasada de Constantine. Era un sonido reconfortante. Porque evidenciaba la cercanía de otro ser humano.

No se arrepentía. Nunca se arrepentía de lo que hacía, más que nada porque jamás actuaba por impulso. En su vida todo estaba planeado y controlado. Como a ella le gustaba.

«Lo único que jamás podrás planear ni controlar, amor mío, es el amor en sí mismo», le había advertido el duque en una ocasión. «Cuando lo encuentres, debes rendirte a él. Pero solo en el caso de que se convierta en la única y verdadera pasión de tu vida. Jamás te conformes con menos o la vida te consumirá.»

«Pero ¿cómo voy a distinguirlo?», le había preguntado ella.

«Lo harás», fue la única respuesta que se dignó a ofrecerle.

La idea de no encontrar jamás el amor la asustaba un poco. Al menos ese tipo de amor. Ese amor arrollador que solo se presentaba una vez en la vida del que le había hablado el duque, dado que él lo conocía por experiencia propia. Seguro que no le pasaba a todo el mundo. No podía pasarles a muchas personas. Tal vez ella ni siquiera lo conociera.

Había querido al duque. Se estremeció y se abrazó con más fuerza. A veces pensaba que era la única persona a la que había querido en la vida. Pero eso no era del todo cierto, y había distintos tipos de amor. Quería a Barbara.

No, no se arrepentía de esa noche.

Y no se sentía culpable. No había ninguna razón de peso por la que no pudiera estar con su amante, en su dormitorio, después de haber mantenido relaciones conyugales con él. Claro que en realidad no eran cónyuges. Su vocabulario pecaba de un exceso de puritanismo en ocasiones. Debía solucionarlo. Era una mujer libre, sin compromisos, al igual que él. Podían mantener todas las relaciones que quisieran porque no había cabida para la culpa.

Debería haberse percatado de que ya no escuchaba su respiración. Su voz la tomó por sorpresa.

– ¿Hay algo interesante ahí afuera?

Volvió la cabeza para mirarlo, pero sus ojos se habían acostumbrado a la suave penumbra del exterior y solo fue capaz de distinguir una silueta oscura.

– No, nada -respondió-. Lo mismo que aquí dentro.

– ¿Te estás quejando porque he utilizado tanta energía que me he quedado dormido, duquesa?

– ¿Estás buscando otro halago, Constantine? -le preguntó a su vez-. Creo haberte dicho que has superado con creces mis expectativas.

Constantine había apartado la sábana y el cobertor para salir de la cama. Una vez de pie, se agachó para rebuscar entre la ropa que descansaba en el suelo, cogió los calzones y después los pantalones. Lo vio darle la espalda y escuchó el tintineo del cristal. Se acercó a ella con dos copas de vino. Le ofreció una antes de apoyar un hombro desnudo en el marco de la ventana. La postura enfatizaba su altura, su fuerza y su virilidad.

Atributos que ella contemplaba con franca aprobación mientras bebía un sorbo de vino. Sería imposible haber elegido un espécimen más perfecto aunque lo hubiera intentado. Estaba mucho más espléndido desnudo, e incluso medio desnudo, que vestido. Muchos utilizaban la ropa para disimular un sinfín de imperfecciones.

Ciertamente, Constantine había superado con creces sus expectativas.

Por tonto que pareciera, dado que todavía se sentía muy dolorida, notó un palpitante hormigueo solo con pensar en lo grande, lo duro y lo satisfactorio que le había parecido.

Constantine cruzó una pierna por delante de la otra y apuró su copa, tras lo cual la dejó en el otro extremo del alféizar.

– Eres espantosamente guapo -le dijo, mientras lo observaba cruzarse de brazos.

– ¿Espantosamente? -Puntualizó él, enarcando las cejas-. ¿Te inspiro espanto?

Hannah volvió a llevarse la copa a los labios.

– Muchos se refieren a ti como al demonio -contestó-. Supongo que lo sabes. Causa cierto espanto haber corrido un maratón con el mismísimo demonio.

– Y haber sobrevivido -añadió él.

– ¡Ah, pero yo siempre sobrevivo! -Exclamó Hannah-. Y me encantan las cosas espantosas, porque nada me da miedo.

– Sí -comentó él-. Supongo que es cierto.

Observaron la calle en silencio unos minutos mientras ella apuraba el vino. Constantine le quitó la copa vacía y la dejó junto a la suya.

– Tu hermano, el conde, ¿era tu único hermano? -quiso saber.

– El único vivo -contestó él-. El mayor y el benjamín fuimos los únicos lo bastante fuertes como para sobrevivir a la infancia. Aunque Jon murió a los dieciséis.

– ¿Por qué? ¿Cuál fue la causa de su muerte? -preguntó.

– Debería haber muerto cuatro o cinco años antes, según los doctores -respondió-. Desde pequeño fue diferente a los demás, me refiero a sus rasgos faciales y a su físico. Mi padre lo tildó de imbécil desde el principio. Igual que muchos otros. Pero no lo era. La mente de Jon era más lenta, sí, pero no era tonto ni mucho menos. Más bien al contrario. Y era todo amor.

Hannah siguió sin moverse, abrazándose con fuerza aferrada a la camisa. Constantine tenía la mirada clavada al otro lado de la ventana, como si la hubiera olvidado por completo.

– No me refiero a que quisiera a todo el mundo, que también lo hacía -precisó-. Era el amor en sí mismo. Un amor libre, incondicional y total. Y murió. Lo tuve durante cuatro años más de lo previsto.

Hannah sospechaba que su sinceridad se debía a la hora, a la oscuridad de la noche y al hecho de acabar de despertarse y de no haber tenido tiempo para levantar por completo sus defensas habituales. Había hecho bien en no quedarse dormida.

– Le querías mucho -susurró.

Esos ojos oscuros se clavaron en ella. Parecían muy negros.

– Y también lo odiaba -confesó-. Porque tenía todo lo que debería haber sido mío.

– Salvo la salud -añadió ella.

– Salvo la salud -repitió-. Y salvo la inteligencia. Porque nos quería a todos, incluso a mí. Sobre todo a mí.

Hannah se estremeció otra vez, y él se inclinó para aferrarla por los brazos y levantarla del alféizar como si no pesara nada. En cuanto sus pies tocaron el suelo Constantine la estrechó con todas sus fuerzas, la pegó a él y la besó con ferocidad y pasión.

Paralizada por la sorpresa en un primer momento, llegó a la conclusión de que cualquier intento por resistirse sería en vano. Además, siempre era aconsejable no provocar una pelea que no se pudiera ganar. En realidad, presentaría batalla si de verdad no le apeteciera nada de nada lo que estaba haciendo, pero…

En fin, era mejor dejar de pensar. Y dedicarse a disfrutar. Porque sí que le apetecía. Sí que lo deseaba.

Se acercó hasta que sus pies descalzos rozaron los de Constantine, lo abrazó y le devolvió el beso con apasionado fervor. Había algo distinto en ese beso. No era el mismo juego al que habían jugado a primeras horas de la noche, antes de meterse en la cama. Había algo más… más real. Más sincero.

Dejó de pensar.

Se encontró de repente sin camisa, y la ropa de Constantine volvió a acabar en el suelo. Regresaron a la cama, entrelazados y rodando sobre el colchón. Tan pronto se encontraba encima de él como giraban e invertían las posiciones en un frenesí de bocas, manos e incluso dientes. Aquello no era un juego. Era pasión pura y dura.

Y la había poseído por completo. Aquello era…

Debería ponerle fin, pensó. Debería decirle que no y Constantine se detendría de inmediato. Sabía que lo haría. No tenía miedo. No necesitaba tener miedo. Era su amante. Lo había elegido precisamente para eso. Pero…

En ese instante se colocó sobre ella, le separó las piernas y el momento de detenerlo pasó. De hecho, no pudo decir nada.

La penetró de repente.

Fue como si la hubieran apuñalado en una herida abierta. Dio un respingo, jadeó, intentó relajarse y…

Y él se apartó. Bueno, no se apartó del todo. Salió de ella pero siguió sobre su cuerpo, apoyado en un codo y mirándola. Se alegró de haber apagado las velas. Aunque una vez que los ojos se acostumbraban a la oscuridad era imposible ocultar nada.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

Hannah levantó una mano y le acarició el pecho con la yema de un dedo.

– Eso digo yo -respondió.

– ¿Te he hecho daño?

– Era hora de parar -adujo-. Con una vez por noche es suficiente, Constantine. Debo volver a casa. No esperes que me quede contigo toda la noche ahora que somos amantes. Sería aburrido.

– No serías virgen, ¿verdad?

La pregunta fue hecha en tono socarrón, claro. Sin embargo, Hannah tardó más de la cuenta en contestar, y cuando lo hizo enarcó las cejas de forma arrogante, aunque el efecto de dicho gesto quedara oculto por la oscuridad.

– ¿¡Eras virgen!?

En esa ocasión Constantine lo dijo muy en serio. Ni siquiera fue una pregunta en toda regla.

Tenía treinta años. No había habido barrera física. No había habido sangre. Sin embargo, seguía siendo virgen en lo verdaderamente importante.

– ¿Hay alguna ley en contra de la virginidad? -replicó-. Nunca había tenido un amante hasta que te elegí, Constantine. Sabía que serías magnífico y lo eres. Es cierto que no tengo a nadie con quien compararte, pero sería tonta si te tildara de mediocre.

– Estuviste casada-señaló él-. Durante diez años.

– Con un anciano que no estaba en absoluto interesado en ese aspecto de nuestro matrimonio -repuso Hannah-. Lo cual me parecía estupendo, porque yo tampoco lo estaba. Me casé con él por otros motivos.

– Te convertiste en duquesa -aventuró Constantine, sacando a colación las únicas razones aparentes-, en una duquesa muy rica.

– Incalculablemente rica -convino-. Y es poco probable que acabe con ese horrendo título de «duquesa viuda» porque es casi imposible que el actual duque se case. Tiene una amante y diez hijos, cuyas edades van de los dos a los ocho años, pero la sacó de un burdel y, obviamente, no puede casarse con ella.

– Un detalle bastante escabroso para que una dama esté al tanto -replicó Constantine.

– Por suerte, el duque… mi duque -especificó- nunca me ocultó los detalles más jugosos de cualquier noticia. Siempre que escuchaba algún cotilleo picarón corría a casa para contármelo.

– De modo, duquesa, que no mantuviste relaciones conyugales -señaló Constantine-. Pero ¿qué me dices de la horda de amantes que tuviste durante tu matrimonio? Aparentemente al menos.

– Prestas demasiada atención a las habladurías -repuso Hannah-. Bueno, eso nos pasa a todos, así que mejor decir que les das demasiado crédito. ¿De verdad crees que rompí mis votos matrimoniales?

– ¿Teniendo en cuenta que tu marido no te satisfacía? -apostilló él.

– Constantine, ahora soy una viuda alegre, sí -reconoció-. De hecho, tengo la intención de pasar muy buenos ratos contigo durante el resto de la primavera, aunque por esta noche he tenido suficiente. Como iba diciendo, aunque ahora soy una viuda alegre, fui una esposa fiel. Y antes de que llegues a la horrible conclusión, no lo hice porque mi esposo me obligara a serle fiel. Porque eso habría sido espantoso. Mi duque no era un tirano en absoluto, al menos conmigo. Yo misma decidí serle fiel, al igual que ahora he decidido buscar un amante. Siempre he llevado las riendas de mi vida.

Constantine la miró en silencio un instante y por primera vez Hannah comprendió que había debido de costarle un tremendo esfuerzo apartarse de ella, dada su excitación, y tumbarse a su lado solo para hablar.

Si se hubiera negado a tiempo, él se habría detenido antes y la conversación que estaban manteniendo no habría tenido lugar. Tal vez el episodio la enseñara a no volver a titubear.

De todas formas, no importaba. Nada había cambiado. Al menos en su caso. En el de Constantine, tal vez sí. Porque había supuesto que contaba con una amante experimentada.

– Bueno -lo oyó decir en voz baja-, la rosa acaba de perder uno de sus pétalos exteriores. ¿Quedarán muchos en el centro?, me pregunto yo.

Era una pregunta retórica. De modo que Hannah no la respondió. De todas formas, tampoco sabía muy bien a qué se refería.

– De haberlo sabido, podría haber corrido el maratón de forma algo menos… vigorosa -siguió él-. Podría…

– Constantine -lo interrumpió-, como alguna vez se te ocurra mostrarte condescendiente o delicado conmigo como si fuera una dama frágil, te…

– ¿Me…?

– Te dejo -concluyó-. Como si fueras un par de zapatos viejos. Y para el día siguiente ya tendré otro amante, el doble de guapo y el triple de viril que tú. Te borraré por completo de mi memoria.

– ¿Eso es una amenaza? -le preguntó Constantine, que no parecía sentirse muy amenazado.

– Por supuesto que no -respondió con desdén-. Nunca hago amenazas. ¿Para qué hacerlas? Me limito a informarte de un hecho. De lo que sucederá si alguna vez intentas tratarme como a un ser inferior.

– Mi intención solo era la de comentarte que no es lo mismo hacer el amor con una virgen que con una mujer con experiencia -precisó él-. El placer no habría sido menor, duquesa, tal vez habrías disfrutado más si cabe.

Se percató de que Constantine le estaba acariciando el abdomen con la mano libre. La notaba más caliente que su piel.

– Supongo que harás el amor con una virgen al menos cada quince días.

Distinguió la blancura de los dientes de Constantine en la oscuridad y comprendió que le había arrancado una sonrisa. Un logro extraordinario. Lástima que no estuvieran a la luz del día para verlo bien.

– No me gusta fanfarronear ni exagerar -le aseguró él-. Una vez al mes. -Inclinó la cabeza para besarla con delicadeza en los labios-. Lo siento -murmuró.

Hannah le dio unas palmaditas en la mejilla, algo más fuertes de la cuenta.

– Nunca te disculpes por algo que hayas hecho -le aconsejó-. Nunca te arrepientas. Si haces las cosas de forma intencionada, no debes arrepentirte. Y si lo haces de forma accidental, no hay nada por lo que disculparse. En mi caso, no voy a disculparme por haber sido virgen hasta hace unas horas. Yo elegí serlo. Y no voy a disculparme por haberte ocultado esa información. Era un detalle que no necesitabas conocer. Parafraseando las palabras que me dijiste la noche del concierto, cuando te pregunté por tu distanciamiento del duque de Moreland: no era de tu incumbencia. Y, ya que estamos hablando del tema, te aseguro que te seré fiel durante el resto de la primavera, mientras estemos juntos. Y espero que sea recíproco. Me voy a casa.

– Tal vez no haya más pétalos en la rosa -comentó Constantine-, pero ciertamente el tallo está lleno de espinas. Duquesa, puedes estar tranquila con respecto a mi fidelidad durante los próximos meses. Físicamente carecería de resistencia para satisfacer a otra mujer como tú… o aunque no fuera como tú, la verdad. Sigue acostada un rato mientras yo aviso a mi cochero. No le va a hacer mucha gracia. Esperaba que requiriéramos sus servicios a primera hora de la mañana, pero me temo que sigue siendo más de madrugada que otra cosa. -Salió de la cama mientras hablaba y se vistió.

Hannah siguió acostada hasta que lo vio abandonar el dormitorio.

La noche había sido interesante, pensó. Y no del todo relajada. Desde luego, no había resultado en absoluto como la había planeado.

En primer lugar porque la… la experiencia propiamente dicha había sido muchísimo más carnal de lo que se imaginaba. ¡Y el doble de placentera, además! Aunque la hubiera dejado bastante dolorida.

Y en segundo lugar porque albergaba la incómoda sospecha de que tener un amante iba a conllevar algo más que lanzarse indirectas subidas de tono y retozar alegremente entre las sábanas. Un detalle que no había esperado ni deseado.

Sospechaba que el affaire con Constantine Huxtable acabaría enredándola en una especie de relación, como le sucedió con su matrimonio.

Y no quería una relación. Esa vez no.

O tal vez sí. Una relación unilateral o ceñida a sus propias condiciones. Comprenderlo le produjo cierta sorpresa. La verdad era que había deseado conocer más cosas de él desde el principio, conocerlo a fondo, de hecho. Y se lo había dejado claro. Era un hombre enigmático y misterioso. Se sabían ciertas cosas sobre él. Pero no sabía de nadie que lo conociera de verdad. Su duque no lo había conocido, aunque hablaba de él de vez en cuando. Según sospechaba su esposo, el carácter sombrío y taciturno de Constantine se debía al odio; y sus agradables modales cuando se desenvolvía en sociedad se debían al amor. Por tanto, aseguraba que se trataba de un hombre complejo y peligroso, poseedor de un atractivo arrollador. Así tal cual lo había dicho.

Posiblemente ese comentario fuese la semilla de su decisión de conseguir al señor Constantine Huxtable como amante.

Esa noche había admitido odiar a su retrasado hermano pequeño. Sin embargo, estaba convencida de que también lo había querido mucho. Hasta un punto rayano en el dolor.

De lo que no se había dado cuenta hasta esa noche, craso error por su parte, era de que no se podía mantener una relación unilateral. Constantine había descubierto más cosas sobre ella que ella sobre él.

¡Por el amor de Dios!

Su reputación acabaría hecha jirones si a Constantine se le ocurría comentar entre la alta sociedad lo que había descubierto esa noche. Aunque no lo haría, claro.

Sin embargo, lo cierto era que estaba al tanto.

Y eso resultaba de lo más irritante.

No quería una relación. Solo quería… bueno, debía aprender a emplear la palabra. El duque la había utilizado siempre en su presencia y ella no era mojigata ni mucho menos. Lo único que quería de Constantine Huxtable era sexo.

Y la verdad era que la noche, en cuanto al sexo, había sido gloriosa. Ni siquiera había notado el dolor hasta que todo pasó. El momento en cuestión podría haberse alargado durante toda la noche por lo que a ella se refería. Pobre Constantine. Habría acabado muerto.

Soltó un resoplido muy poco elegante mientras pasaba las piernas por el borde de la cama y comenzaba a buscar las medias.


La duquesa no quería que la acompañara, pero Con pasó por alto sus protestas. La ayudó a subir al carruaje y la siguió al interior. Una vez sentados, cogió su mano y se la colocó en el muslo.

Ataviada con la capa blanca y con la cabeza cubierta por la amplia capucha, parecía la de siempre.

No obstante, jamás volvería a verla de esa forma. Lo que era comprensible, claro. La había visto sin ropa y sin sus artísticos peinados. Había poseído su cuerpo. Pero no era solo eso.

Al menos en un aspecto concreto no era la mujer que todos creían, que todos suponían que era. El tipo de mujer que le habría costado la misma vida aparentar que era.

El matrimonio con el duque no había sido consumado. Un detalle en absoluto sorprendente. Porque, de hecho, se había especulado mucho sobre el tema. Sin embargo, todos esos amantes con los que había paseado orgullosa: Zimmer, Bentley, Hardingraye por nombrar unos cuantos…

No habían sido sus amantes.

Él había sido el primero.

Era una idea desconcertante. Nunca había desvirgado a una mujer. Nunca había querido hacerlo. ¡Dios santo!

– Duquesa, necesitarás unos cuantos días para reponerte -dijo cuando el carruaje se acercaba a Hanover Square-. ¿Fijamos una cita para el próximo martes, después del baile de los Kitteridge?

Ella, por supuesto, jamás le permitiría decir la última palabra, aunque había cedido en el almuerzo al aire libre del día anterior. De modo que era su turno para decidir.

– Mejor el lunes por la noche -respondió-. El duque tiene un palco en el teatro, pero nadie lo usa salvo yo. Le he prometido a Barbara que iríamos una noche. Invitaré al señor y a la señora Park y tal vez también a su hijo, el clérigo, si sigue en la ciudad. Tú serás mi acompañante.

– Un grupo perfecto -comentó él-. Un clérigo, la prometida de un clérigo, aunque no del anteriormente mencionado, los padres de dicho clérigo y la duquesa de Dunbarton con su nuevo amante, a quien llaman «demonio» en ocasiones.

– Es agradable promover temas de conversación interesantes en los salones -replicó ella.

Con pensó que sería una buena meta siempre y cuando se tratase de la duquesa de Dunbarton.

Se llevó su mano a los labios al percatarse de que el carruaje doblaba en la esquina, tras lo cual aminoró la velocidad hasta detenerse. En ese momento inclinó la cabeza y la besó en la boca.

– Esperaré la llegada del lunes por la noche con ansia -le dijo.

– ¿Pero no del lunes por la tarde? -preguntó ella.

– Tendré que tolerarlo -comentó-. Al fin y al cabo, el postre siempre resulta más apetecible después de una cena, tal como hemos descubierto esta noche. -Le dio unos golpecitos a la portezuela para indicarle al cochero que estaban listos para apearse.

Alguien se había levantado ya en casa de la duquesa. La puerta se abrió justo cuando él pisaba la acera y se volvía para tenderle la mano a ella.

La observó subir los escalones sin prisas, con la espalda erguida y la cabeza en alto. La puerta se cerró en silencio tras ella.

Aquello distaba un poco de su acostumbrada aventura primaveral, pensó.

Era un poco menos cómoda.

Pero un poco más erótica.

¿Qué demonios había querido decir con eso de que «también lo odiaba»?

Nunca había odiado a Jon. Jamás. Lo había querido muchísimo. Todavía lloraba su muerte. A veces tenía la impresión de que nunca dejaría de hacerlo. Había un negro y enorme vacío allí donde antes estaba Jon.

«También lo odiaba.»

Le había confesado esas palabras a la duquesa de Dunbarton, ni más ni menos.

¿Qué demonios había querido decir?

¿Y qué más ocultaba la duquesa aparte del pequeño y ya descubierto detalle de su virginidad?

La repuesta era «nada», por supuesto. Había confesado abiertamente que se había casado con Dunbarton por el título y por el dinero. Y en esos momentos estaba usando la libertad y el poder que ostentaba para disfrutar del placer sensual.

No era el más indicado para recriminarle nada.


Se volvió y miró ceñudo a su cochero, que aguardaba a que volviera a subirse al carruaje.

– Vete a casa -le ordenó-. Yo iré caminando.

El cochero meneó la cabeza despacio mientras cerraba la portezuela.

– Como quiera, señor -replicó.

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