CAPÍTULO 12

Dado que al día siguiente estuvo lloviendo, Con se pasó gran parte de la mañana escribiéndole a Harvey Wexford, el administrador de Ainsley Park. Tenía que responder a unas cuantas preguntas y decidir sobre unos detalles insignificantes. Pero lo más importante era enviar una serie de mensajes privados a varios residentes de Ainsley Park, cosa que hacía todas las semanas. Aunque dejara su gestión, su formación y su bienestar en las más que capaces y compasivas manos de Wexford, no se olvidaba de su gente cuando se iba de casa, y estaba decidido a hacérselo saber.

En esa ocasión tenía que felicitar a Megan, la hija de Phoebe Penn, por su quinto cumpleaños… y tenía que mandarle el libro que le había comprado antes del almuerzo porque tanto madre como hija estaban aprendiendo a leer. Y tenía que felicitar a Winford Jones, un antiguo ladronzuelo, a quien habían declarado apto como herrero y que había conseguido un puesto como ayudante en una herrería de Dorsetshire. Y también tenía que felicitar a Jones y a Bridget Hinds, que iban a casarse antes de marcharse con el pequeño Bernard, el hijo de Bridget. Pensaba enviar otro libro para Bernard, porque a sus siete años ya sabía leer. Además, tenía que expresarle su pesar a Robbie Atkinson, que se había caído desde el altillo donde almacenaban el heno y se había roto un tobillo. Y trasladarle sus buenos deseos a la cocinera, que había llegado al inusitado extremo de quedarse dos días en cama por culpa de un fuerte resfriado, aunque había seguido dirigiendo la cocina con mano de hierro desde su lecho.

Dado que el tiempo mejoró un poco, pasó la tarde en las carreras con algunos amigos, y la noche transcurrió en una velada en casa de lady Carling, la suegra de Margaret, en Curzon Street. Fue una de esas ocasiones en las que coincidió con Vanessa y Elliott; pero como lady Carling había habilitado más de una estancia para sus invitados, pudieron quedarse en diferentes habitaciones la mayor parte del tiempo, obviando su mutua existencia de un modo muy efectivo.

Recordó que Hannah le había aconsejado la noche anterior que hablara con Elliott… para que no estuviera tan triste. Le hizo gracia imaginarse la reacción de su primo si iba en su busca y le sugería que se sentaran para solucionar sus diferencias en ese preciso momento.

No tenían nada de qué hablar. Elliott creía lo peor de él y a Con no le importaba. Un imbécil y un idiota. Dos caras de la misma moneda. Era así de sencillo. Hannah no asistió a la velada.

Con se marchó pronto, consideró la idea de pasar un rato en White's, pero al final se fue a su casa. Tener una amante podía causar ese efecto en un hombre: elegir una noche de sueño en vez de pasar una velada con los amigos cuando se presentaba la oportunidad.

A la mañana siguiente fue a Dunbarton House. Mucho se temía que las damas siguieran acostadas o que hubieran salido de compras. Sin embargo, se encontraban en casa. El mayordomo, que fue en persona a comprobar si las damas estaban disponibles, lo condujo a la biblioteca, un lugar insólito en el que encontrar a la duquesa. La descubrió con un libro abierto en el regazo mientras que su amiga estaba sentada al escritorio, escribiéndole seguramente una carta a su vicario.

La duquesa cerró el libro, lo soltó y se puso en pie.

– Constantine -lo saludó al tiempo que se acercaba a él con una mano extendida.

– Duquesa. -Hizo una reverencia y ella le permitió por primera vez que se llevara su mano a los labios-. Señorita Leavensworth.

La aludida soltó la pluma y se volvió hacia él, con las mejillas demasiado sonrosadas.

– Señor Huxtable -replicó con seriedad.

– Señorita Leavensworth, quiero que sepa que la invité a bailar en el baile de los Kitteridge porque deseaba bailar con usted -aseguró-. Mi maleducada indagación acerca de los orígenes de la duquesa fue fruto del momento y también fue una idea espantosa. Le ruego que me disculpe por haberla alterado.

– Gracias, señor Huxtable -dijo la señorita Leavensworth-. Fue un placer bailar con usted.

– Que sepa que no se me ha olvidado que desea ver la Torre de Londres antes de regresar a Markle, y que la duquesa hace siglos que no la ve. El tiempo ha mejorado muchísimo hoy. De hecho, creo que el sol está a punto de abrirse camino entre las nubes. ¿Le apetece acompañarme a visitarla esta tarde? Tal vez podríamos tomar un helado en Gunter's después.

– ¿Un helado? -La señorita Leavensworth puso los ojos como platos-. Vaya, no los he probado en la vida, pero he oído que son deliciosos.

– Pues asunto arreglado, iremos a Gunter's después -sentenció y miró a Hannah.

Por supuesto, ella diría que tenían un compromiso previo esa tarde.

– Estaremos listas a las doce y media -dijo en cambio. Lo que seguramente quería decir que estarían listas a la una menos cuarto.

– No las entretengo más, me voy para que puedan seguir con la lectura y con la carta -dijo, mientras se despedía con un gesto de la cabeza. Se marchó sin decir nada más.

Mientras dejaba la plaza atrás, Con rememoró la apariencia de la duquesa. Llevaba un sencillo vestido de algodón en color azul claro, un tono más claro que sus ojos. Sin joyas. Y con el pelo recogido en un sencillo moño en la nuca.

Sencilla y sin adornos.

Estaba arrebatadora.

La duquesa, por supuesto.

Cuando volvió a su puerta a las doce y media en punto, su aspecto era el de siempre. En esa ocasión fue en su carruaje, ya que los tres irían más cómodos que en el tílburi y había bastante distancia hasta la Torre de Londres.

Las dos damas estaban preparadas. Tal vez si la excursión fuera para ella sola, la duquesa lo habría hecho esperar por cuestión de principios; pero no era así, y la señorita Leavensworth parecía emocionada y alegre. Llegó a la conclusión de que la duquesa de Dunbarton quería a su amiga.

Había mucho que ver en la Torre de Londres. No obstante, ninguna de las damas se mostró interesada en las viejas mazmorras, ni en las cámaras de tortura ni en los instrumentos de ejecución. De hecho, la duquesa se estremeció con lo que parecía verdadero espanto cuando uno de los guardias reales los invitó a visitar la exposición.

De modo que visitaron el zoológico y pasaron mucho tiempo admirando los exóticos animales salvajes, en especial los leones.

– Son espléndidos -dijo la señorita Leavensworth-. Ahora entiendo por qué dicen que son los reyes de la selva. ¿Y tú, Hannah?

Sin embargo, la duquesa no era tan fácil de complacer.

– Pero ¿dónde está la selva? -Preguntó a su vez-. Pobres criaturas. ¿Cómo pueden ser reyes cuando están encerrados en una jaula? Es preferible ser un humilde conejo, una tortuga o un topo y ser libre.

– Pero supongo que los alimentan bien -replicó la señorita Leavensworth-. Y aquí están protegidos de los elementos. Y son muy admirados.

– Y por supuesto dicha admiración compensa una multitud de pecados -repuso la duquesa.

– Pues yo me alegro de haberlos visto -declaró la señorita Leavensworth, negándose a aceptar las críticas de su amiga-. Hasta ahora solo había podido leer sobre ellos en los libros y verlos en dibujos. Y los libros nunca transmiten los olores, ¿verdad? ¡Uf!

– ¿Vamos a ver las joyas de la Corona? -sugirió él.

La señorita Leavensworth se quedó fascinada al verlas. Y por casualidades de la vida, los parientes de su prometido, junto con sus hijos, aparecieron cinco minutos después de que ellos llegaran. Hubo exclamaciones de sorpresa y deleite, y también algunos abrazos, tras los cuales se produjeron las presentaciones. De modo que Con conoció al señor y a la señora Newcombe y a Pamela y a Peter, ya que la duquesa los había conocido unos días antes cuando fueron a su casa para recoger a la señorita Leavensworth de camino a los jardines de Kew.

– Necesito un poco de aire fresco -anunció la duquesa al cabo de unos minutos-. Constantine ha prometido llevarme a las almenas de la Torre Blanca, Babs, y ahora es el momento perfecto, ya que tú le tienes pánico a las alturas. Volveremos enseguida.

– Nos quedaremos con Barbara mientras usted admira las vistas, excelencia -le aseguró la señora Newcombe-. Tómese su tiempo. Solo nos quedan por ver las mazmorras, por insistencia de nuestros hijos, y no tenemos prisa.

La duquesa se cogió de su brazo y subieron juntos hasta las almenas de la Torre Blanca, el punto más alto a excepción de las cuatro torretas situadas en las esquinas.

– ¿Esta noche? -preguntó en cuanto pudieron alejarse de los demás.

– Sí -contestó ella-. Me vendrá muy bien. Esta noche tengo que asistir a una cena y a una recepción en el palacio de Saint James y seguro que será un aburrimiento. Pero ya sabes que cuando se recibe una invitación real, no puedes rehusar porque te venga mal, aunque seas la duquesa de Dunbarton. Barbara va a cenar con los Park. Puedes enviarme tu carruaje a las once.

Salieron a las almenas de la Torre y descubrieron que todas las nubes habían desaparecido, dejando un cielo azul y un sol radiante.

La duquesa abrió su sombrilla y se cubrió con ella. Ese día llevaba un bonete, atado con una cinta debajo de la barbilla. Menos mal, porque el viento soplaba bastante fuerte a esa altura.

Recorrieron el perímetro de las almenas, admirando las distintas vistas de la ciudad y de la campiña que se extendía más allá de los edificios, y después se detuvieron para contemplar el Támesis.

La duquesa echó la sombrilla hacia atrás y alzó la cara hacia el cielo. Uno de los cuervos por los que era tan famosa la Torre de Londres volaba sobre ellos en ese momento.

– Constantine, ¿nunca has pensado que sería maravilloso volar? ¿Estar solo en la inmensidad, con el viento y el cielo?

– ¿La única dimensión que el hombre todavía no ha conquistado? -replicó-. Sería interesante admirar el mundo desde la perspectiva de un pájaro. Claro que siempre puedes montar en un globo aerostático.

– Pero eso resta libertad -replicó Hannah-. Yo quiero tener alas. Pero da igual. De momento este lugar está lo bastante alto. ¿A que es precioso?

Con volvió la cabeza para sonreírle. No era muy habitual escuchar semejante entusiasmo por parte de la duquesa, ni ver una expresión tan emocionada en su rostro. Había apoyado los brazos en las almenas y tenía la vista clavada en el río. Su sombrilla estaba apoyada contra la muralla.

– Tal vez debería marcharme a algún lugar exótico y distante -continuó ella-. Egipto, la India, China… ¿Alguna vez has querido verlos?

– ¿Escapar de mí mismo? -precisó.

– No, no de ti mismo -contestó la duquesa-. Sino contigo. Es imposible dejar tu esencia detrás, vayas a donde vayas. Es una de las primeras cosas que me enseñó el duque después de casarnos. Me dijo que nunca podría escapar de la muchacha que había sido. Que solo podía convertirla en una mujer en cuyo cuerpo y mente me sintiera feliz.

Y sin embargo, se comportaba como si hubiera escapado de su infancia. Se negaba incluso a volver a su hogar, a regresar junto a las personas que había dejado atrás cuando se casó con Dunbarton.

– Cuando era joven -confesó-, me planteé la idea de hacerme a la mar. Pero habría estado ausente durante meses, incluso años. No podía separarme tanto tiempo de Jon.

– ¿El hermano a quien odiabas?

– No lo…

– No -lo interrumpió la duquesa-. Sé que no lo odiabas. Le querías más de lo que has querido a nadie en la vida. Y lo odiabas porque fuiste incapaz de mantenerlo con vida.

Se apoyó en las almenas junto a ella. Al final la duquesa no era tan superficial como parecía. ¿Cómo había llegado a ser tan intuitiva?

– Todavía tengo la impresión de que lo he abandonado -confesó-. Cuando paso un día, o más tiempo, sin pensar en él. Voy a Warren Hall de vez en cuando para visitarlo. Está enterrado junto a la capilla que hay en la propiedad. Es un lugar muy tranquilo. Me alegro de que esté allí. Voy para hablar con él.

– ¿Y para escucharlo? -preguntó ella.

– Eso sería absurdo.

– No más absurdo que hablar con él -señaló la duquesa-. Creo que está vivo en tu corazón, aun cuando no pienses en él de forma consciente. Creo que siempre ocupará ese lugar. Y es una buena parte de ti.

Con se inclinó más hacia delante para ver lo que tenían justo debajo y después volvió a clavar la vista en el río.

– Esto no tiene sentido -comentó-. Nunca hablo de Jon. ¿Por qué lo hago contigo?

– ¿Conocía la existencia de Ainsley Park? -quiso saber ella.

¿Qué le estaba pasando? Tampoco hablaba nunca de Ainsley Park. Soltó un profundo suspiro.

– Sí -respondió-. Fue idea suya… no lo de apostar en las mesas de juego, por supuesto, pero sí lo de comprar un hogar seguro para mujeres y niños que nadie más quería. Un lugar donde pudieran trabajar y formarse para buscar un trabajo permanente en el futuro. Estaba tan entusiasmado por la idea que había noches que ni dormía. Quería verlo con sus propios ojos. Pero murió antes de que hubiera algo tangible que ver. -En ese momento se dio cuenta de que la duquesa había movido la mano para colocarla encima de la suya… y de que se había quitado el guante.

– ¿Fue una muerte dolorosa? -preguntó.

– Se durmió y no se despertó -contestó-. Fue la noche de su decimosexto cumpleaños. Habíamos jugado al escondite durante unas horas por la tarde y se había reído tanto que seguro que se le debilitó el corazón. Cuando fui a apagar su vela me dijo que me quería más que a nadie en el mundo. Me dijo que me quería mucho, mucho, muchísimo. Amén. Una tontería que siempre le hacía muchísima gracia. Y murió a las pocas horas.

– Sí, pero ese amor todavía perdura. Tu hermano te quería como el duque me quería a mí. El amor no muere con la persona. Pese al dolor que sufrimos los que seguimos viviendo.

¿Cómo demonios habían llegado a ese punto?, se preguntó Constantine. Menos mal que se encontraban en un lugar público, aunque de momento daba la sensación de que tenían las almenas para su uso exclusivo. Si hubieran estado en un lugar privado, era muy posible que la hubiera abrazado y se hubiera puesto a llorar en su hombro. Una idea alarmante, desde luego. Por no decir que humillante.

Volvió la cabeza para mirarla. Ella también lo estaba mirando, con los ojos abiertos de par en par y sin sonreír, sin rastro de sus habituales máscaras.

Y en ese instante se dio cuenta de que le gustaba.

No era una revelación trascendental… o no debería serlo. Pero lo era.

Cuando la duquesa de Dunbarton se convirtió en su amante, esperaba albergar todo tipo de sentimientos hacia ella. El hecho de que le gustase no era uno de ellos.

Le cubrió la mano con la suya.

– Estoy convencido de que la señorita Leavensworth y los parientes de su prometido se han quedado sin temas de conversación. Y también estoy convencido de que los niños están a punto de subirse por las paredes que protegen las joyas de la Corona. Será mejor que volvamos para rescatarlos… y para llevarla a tomar su primer helado en Gunter's.

– Sí -convino ella-. Sería horrible llegar y descubrir que ya han cerrado. Babs se quedaría desconsolada. Claro que nunca lo admitiría. Nos diría con una sonrisa que no le importa en absoluto, que la tarde ha sido maravillosa aunque no haya probado su primer helado. Es una mártir.

Con le ofreció el brazo después de que ella se pusiera el guante, se colocara un enorme anillo de diamantes (verdaderos o no) en el índice y recogiera su sombrilla.


Casi era medianoche cuando Hannah llegó a la casa de Constantine. Su intención no era la de llegar tarde, entre otras cosas porque había decidido que se habían acabado los juegos con él. Sin embargo, no se podía abandonar el palacio de Saint James antes de tiempo con la excusa de que se tenía una cita con el amante a las once. Mucho menos si se mantenía una conversación en privado con el rey durante diez minutos precisamente cuando el reloj marcaba esa hora.

Constantine no había cerrado con llave. Pero sí abrió la puerta en persona cuando su carruaje se detuvo delante de la casa. No había ni rastro de los criados. Probablemente los hubiera mandado a la cama. Hannah no ofreció explicación sobre su retraso… no pensaba llegar tan lejos. Se limitó a arrojarle los brazos al cuello y besarle, y él la llevó a la cama sin más dilación.

Poco más de una hora después estaban de nuevo en su gabinete. Constantine llevaba una camisa y unos pantalones, y ella, su batín. En la mesita auxiliar situada entre ellos descansaba una bandeja con té, pan, mantequilla y queso.

Podría acostumbrarse a eso, pensó ella… a ese agradable compañerismo después de la extenuación y el placer de hacer el amor.

Podría acostumbrarse a él.

El año siguiente él tendría otra amante, y tal vez ella también lo tuviera, aunque no estaba segura de querer repetir la experiencia. La idea surgió en su cabeza sin premeditación alguna. Habría otra mujer sentada en su lugar, tal vez vestida con ese mismo batín. Y él también estaría allí, mirando a esa mujer con una expresión adormilada, en una postura relajada y con el pelo alborotado.

Frunció el ceño… y en ese momento sonrió.

– El rey no se ha olvidado de Ainsley Park -comentó-, ni de ti.

– ¡Por Dios! -Exclamó él con una mueca-. No se te habrá ocurrido recordárselo, ¿verdad?

– Se estaba quejando del palacio de Saint James, al que dice aborrecer con todas sus fuerzas, y preguntándose si Buckingham House podría convertirse en una residencia real mucho más imponente. Le sugerí la Torre de Londres y le mencioné que la había visitado hoy mismo con mi mejor amiga y contigo como acompañantes.

– Prinny como amo y señor de la Torre de Londres -murmuró él-. La idea en sí misma provoca sudores fríos. Seguramente reabriría la Puerta del Traidor y haría que todos sus enemigos desfilaran por ella de camino a las mazmorras.

– Inglaterra se quedaría vacía -añadió ella-. No quedaría nadie para llevar las riendas del gobierno, salvo el propio rey. El Parlamento sería pasto de murciélagos y fantasmas. Y la Torre de Londres estaría llena a rebosar.

Los dos se echaron a reír al pensarlo y Hannah, que ya había dado buena cuenta de su pan con mantequilla, su queso y su té, cruzó los brazos introduciendo las manos en las mangas del batín. Ninguno de los sueños ni de los planes que había trazado durante el invierno incluía alegres bromas y carcajadas por un tema que se podría considerar como traición a la Corona.

Constantine estaba guapísimo cuando se reía, más aún con esa expresión soñolienta.

– ¿Y cómo pasasteis de hablar de la Torre de Londres a hacerlo de Ainsley Park? -preguntó.

– Cuando mencioné tu nombre, el rey frunció el ceño y puso cara pensativa -contestó- y después pareció recordar quién eras. Una pena, me dijo, que no hubieras podido convertirte en conde de Merton, aunque afirmó tenerle muchísimo afecto al conde actual. Me dijo que tenía algo importante que recordar sobre ti. De hecho, estuvo haciendo memoria hasta que mencionó el nombre de Ainsley Park sin necesidad de que se lo recordara, estaba encantadísimo consigo mismo, como si acabara de encontrar una ciruela en el pudin de Navidad. Un hombre maravilloso, declaró… y se refería a ti, Constantine. Que sepas que tiene intención de ofrecerte su ayuda en tus proyectos benéficos y de honrarte en persona como considere más adecuado.

Constantine meneó la cabeza.

– ¿Estaba borracho?

– No hasta el punto de ponerse en ridículo -contestó Hannah-. Pero sí bebió una cantidad alarmante delante de mis ojos. Y estoy segura de que bebió lo mismo, puede que más, mientras no lo miraba.

– En ese caso solo cabe esperar que se le olvide… de nuevo.

– Justo estaba acabando de decir la última frase cuando se le iluminó la mirada al ver a una mujer regordeta con un vestido pasado de moda y salió corriendo. Me olvidó por completo. Me abandonó. Era como si yo no existiera. Qué humillante, Constantine.

– El rey siempre ha tenido un gusto un poco excéntrico en cuestión de mujeres -replicó él-, por decirlo delicadamente. «Peculiares» sería un calificativo menos delicado. «Extraños» sería la verdad. ¿Todo el mundo obvió tu existencia?

– Claro que no -contestó-. Soy la duquesa de Dunbarton.

– Así me gusta, duquesa -dijo él, y esos ojos oscurísimos la miraron con una sonrisa.

Fue muy desconcertante y abrumador. Porque el resto de su cara no sonrió. Sin embargo, no tenía la sensación de que se estuviera burlando de ella. Tenía la sensación de que estaba bromeando… de que le agradaba estar con ella. ¿Le gustaba a Constantine?

¿Y él le gustaba a ella? ¿Gustarle, en el sentido contrario a desearlo?

– Si hubieras robado todas las joyas de la Corona esta tarde y se las hubieras dado a Babs, en vez de comprarle un helado en Gunter's -comentó-, no le habría hecho ni la mitad de ilusión.

– Estaba ilusionada, ¿verdad? -Replicó Constantine-. ¿Has conocido a su vicario? ¿Se la merece?

– Entre otras virtudes menores -respondió Hannah-, tiene una sonrisa especial que reserva para ella. Una que le llega justo al corazón.

Se miraron por encima de la mesa.

– ¿Crees en el amor? -preguntó-. Me refiero a esa clase de amor.

– Sí -contestó él-. En otro tiempo habría dicho que no. Es fácil ser un cínico, la vida nos ofrece demasiadas evidencias de que no se puede ser otra cosa y seguir siendo honesto. Pero tengo cuatro primos, primos segundos, que crecieron en el campo prácticamente en la pobreza, y que irrumpieron en la escena social después de la muerte de Jon. Unos palurdos, ni más ni menos, que esperaba que fueran maleducados, ridículos y vulgares. Los odié incluso antes de verlos, sobre todo al flamante Merton. Al final resultó que no eran nada de eso, y uno a uno contrajeron matrimonios que deberían haber sido un desastre. Sin embargo, todas las pruebas apuntan a que mis primos han convertido sus respectivos matrimonios en uniones por amor. Todos ellos. Es innegable y extraordinario.

– ¿Incluso la prima que se casó con el duque de Moreland? -preguntó.

– Sí -respondió él-, incluso Vanessa. Y sí, creo en el amor.

– ¿Pero no para ti?

Constantine se encogió de hombros.

– ¿Hay que trabajar para encontrarlo y consolidarlo? -Preguntó a su vez-. Las experiencias de mis primos parecen sugerir que así es. No estoy seguro de estar preparado para hacer el esfuerzo necesario. ¿Cómo saber que no será en vano? Si el amor llega a mis brazos completamente formado, me alegraré muchísimo. Pero no me lamentaré si no aparece. Estoy contento con mi vida tal cual es.

No obstante, Hannah tuvo la impresión de que Constantine parecía melancólico mientras hablaba. Tenía, pensó con cierta tristeza, muchísimo amor en su interior que ofrecer a la mujer adecuada. Un amor que movería montañas o universos.

– ¿Y tú, duquesa? Quisiste a un hombre cuando eras muy joven y sufriste mucho por ello. Quisiste a Dunbarton, aunque no creo que se tratara de un amor romántico. ¿Crees en la clase de amor que la señorita Leavensworth ha encontrado?

– Creo que a los diecinueve años estaba enamorada del amor -respondió-. Sin embargo, no me dieron la oportunidad de descubrir cuan profundo, o superficial, habría sido dicho amor. Todas las cosas suceden por un motivo, o eso me enseñó el duque. Y yo estoy de acuerdo. Tal vez descubrir a Colin y a Dawn juntos fuera lo mejor que me pudo pasar.

Qué raro, pensó. Jamás había considerado esa idea antes. ¿Qué habría pasado si no hubiera descubierto la verdad hasta que fuera demasiado tarde? ¿Cómo habría sido su vida? ¿Y qué habría pasado si Colin no hubiera querido a Dawn? ¿Seguiría queriéndolo a esas alturas? ¿Estaría contenta a su lado? Era imposible saberlo. Sin embargo, se percató de que ya no sentía el dolor de su pérdida. Posiblemente lo hubiera superado hacía mucho tiempo. Lo único que sentía era el dolor de la traición y del rechazo. Ese aún perduraba.

– Pero aunque no contara con el ejemplo de Barbara, sabría que el verdadero amor existe -aseguró-. Me refiero a ese amor único, a esa comunión de almas, que poquísimas personas encuentran y que a la mayoría se le suele negar. El duque lo conocía de primera mano y me contó su experiencia.

– ¿Dunbarton te restregó una antigua amante? -preguntó él-. Suponiendo que fuera antigua, claro.

– Llevaba un año de luto cuando lo conocí y me casé con él -contestó-. Lo peor ya debería haber pasado y tal vez fuera así. Pero nunca dejó de llorar su pérdida. Ni un solo instante. Fue un amor que sobrevivió más de cincuenta años, un amor que definió toda su vida. Le permitió quererme a mí.

Constantine cruzó los brazos y la miró fijamente durante un buen rato.

– Y pese a todo no se casó con ella -señaló-. Y la mantuvo tan en secreto que no hubo ni un solo rumor sobre su existencia entre la alta sociedad.

– Su amante era su secretario personal -dijo Hannah-, y lo fue durante toda su vida de adulto. Por eso pudieron estar juntos y vivir bajo el mismo techo sin despertar sospechas. Aunque debieron de ser muy discretos. Ni siquiera los criados estaban al tanto de la verdad, o eran tan leales al duque que nunca hablaron fuera de casa de lo que sabían. Siguen siéndolo.

– ¿Dunbarton te habló de eso?

– Sí, antes de casarnos. Mientras me explicaba que no tenía motivos ocultos para casarse conmigo salvo alejarme de allí y enseñarme a ser una duquesa y a ser una belleza orgullosa e independiente en el poco tiempo que le quedaba de vida. Me dijo que había sido incapaz de apartar los ojos de mí durante la boda, no porque despertara su lujuria, sino porque tenía un aspecto tan angelical que no alcanzaba a asimilar que fuese humana. Según sus propias palabras, un grupo de palurdos no tenía derecho a romperle el corazón a un ángel… Su historia me escandalizó profundamente. Ni siquiera sabía que podía existir algo como lo que él describía. Pero creí en su bondad. Tal vez fue una tontería… Sin duda alguna, yo era una tonta. Pero en ocasiones es bueno ser tonto. Durante los años que estuvimos juntos me habló libremente del amor de su vida. Creo que para él era un consuelo poder hacerlo después de tantos años de secretos y silencio. Y me prometió que algún día encontraría ese tipo de amor, aunque no con alguien de mi mismo sexo.

– ¿Y tú lo creíste?

– Creí en la posibilidad de que eso sucediera, aunque fuera poco probable. Constantine, mi mundo es artificial. Incluida yo. Sobre todo yo. Me enseñó a ser una duquesa, a ser una fortaleza inexpugnable, a ser la guardiana de mi propio corazón. Sin embargo, admitió que no podía enseñarme ni cómo ni cuándo permitir que alguien se colara en la fortaleza ni en qué momento liberar mi corazón. Dijo que sucedería sin más. De hecho, me prometió que sucedería sin más. Pero ¿cómo va a encontrarme el amor en el supuesto de que me esté buscando? -Sonrió. ¡Qué conversación más rara para mantener con su amante! Se puso en pie y rodeó la mesa-. Pero mientras tanto no pienso esperar sentada algo que tal vez nunca suceda. Tenerte como amante es algo que deseaba que sucediera… No, algo que decidí que sucedería en cuanto finalizara el año de luto. Y lo que me ofreces es más que suficiente para esta primavera.

– ¿Ya habías decidido antes de regresar a Londres que yo sería el elegido? -le preguntó Constantine, enarcando las cejas.

– Pues sí -contestó-. ¿No te sientes halagado? -Se desató el cinturón del batín, se abrió la prenda y se colocó a horcajadas sobre él en el enorme sillón mientras se inclinaba para besarle en los labios.

– Así que Dunbarton te enseñó a conseguir todo lo que quieres, ¿no? -preguntó él al tiempo que le deslizaba el batín por los hombros y los brazos, tras lo cual lo arrojó al suelo.

– Sí. Y te he conseguido a ti. -Lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa deslumbrante.

– Como una marioneta -apostilló él.

– No. -Meneó la cabeza-. La condición era que tú también lo desearas. Y lo deseas. Dímelo.

– ¿No puedo demostrártelo sin más? -preguntó, y el brillo risueño volvió a aparecer en esos ojos oscuros.

– Dímelo -ordenó.

– ¿Vulnerable, duquesa? -Formuló la pregunta susurrando junto a sus labios, un gesto que le provocó a Hannah un escalofrío-. Lo deseo. Muchísimo. Te deseo. Muchísimo.

Y procedió a desabrocharse los pantalones, a cogerla de las caderas para levantarla un poco y a hundirse en ella de una sola embestida.

Hannah siempre había creído que los encuentros en su cama le provocaban un placer casi insoportable. En esa ocasión el «casi» no hizo acto de presencia. De rodillas en el sillón, a horcajadas sobre él, le hizo el amor con tanto desenfreno y pasión como él le demostraba. Lo sintió en lo más profundo de su ser, escuchó el sonido de sus cuerpos al unirse, contempló los rasgos afilados de esa cara tan morena mientras él apoyaba la cabeza en el respaldo del sillón, con los ojos cerrados y el pelo revuelto.

Sin embargo, cuando el dolor llegó a un punto casi crítico durante el cual Constantine debería haberla sujetado con fuerza para ponerle fin con su clímax, no terminó, sino que se intensificó hasta volverse insoportable… y convertirse en una gloria tan absoluta que no habría palabras para describirla aunque las hubiera buscado.

Se limitó a gritar.

Y después, temblorosa y estremecida, se desplomó sobre él, apoyó la cabeza en su hombro y sintió una irresistible necesidad de dormir.

Constantine la abrazó con fuerza mientras recuperaba el aliento y después salió de ella y la cogió en brazos, cubriéndola al mismo tiempo con el batín, para llevarla hasta su dormitorio.

La besó antes de dejarla en la cama.

– Dime que ha sido tan bueno para ti como creo que lo ha sido -dijo.

– ¿Necesitas halagos? -preguntó con voz soñolienta-. Ha sido bueno. ¡Constantine, ha sido estupendo!

Lo escuchó reír entre dientes.

Se acurrucó en la cama y ya estaba casi dormida cuando él se acostó a su lado y la arropó.

Joyas, pensó Hannah antes de atravesar la barrera del sueño.

Las joyas de la Corona que le había dicho en broma que robara para Barbara.

Sus propias joyas, vendidas para financiar lo que deseaba de todo corazón.

Las joyas medio robadas y convertidas en dinero contante y sonante que Constantine apostó para ganar Ainsley Park.

¿De quién eran las joyas? ¿De Jonathan?

¿Para qué las había vendido? ¿Para financiar la idea de Jonathan de crear un hogar para madres solteras con sus hijos?

¿Habrían perseguido Jonathan y Constantine el mismo objetivo que ella? ¿No solo con la venta de una joya, sino con más?

¿Tanto se parecían Constantine y ella?

Todo sucedía por un motivo, le había dicho el duque, y ella había llegado a creerlo.

No existían las coincidencias, le había repetido muchas veces. Pero ella no había terminado de creérselo.

El amor la encontraría el día menos pensado, cuando no estuviera pendiente, le había asegurado.

No lo esperaba. Tenía miedo de esperarlo.

Sin embargo, su mente era incapaz de lidiar con lo que a primera vista parecían tantas coincidencias seguidas.

Se durmió justo cuando Constantine la abrazó y la pegó a su cuerpo.

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