CAPÍTULO 20

Después del largo trayecto hasta Londres, lo más interesante que se le ocurrió hacer al reverendo Newcombe durante su primer día fue ir a una librería situada en Oxford Street que aún recordaba de sus días de estudiante.

Antes se pasó por Dunbarton House a fin de invitar a Barbara y a Hannah para que lo acompañaran. Barbara estaba entusiasmada por la idea.

Hannah observaba a la pareja mientras tomaban café en el salón. Aquello le resultaba extraordinario. Ni siquiera era una librería de libros nuevos. Seguro que estaba llena de polvo. E indudablemente llena de antiguos volúmenes tan deteriorados por el paso del tiempo que sus hojas se estarían desintegrando para crear más polvo.

– Hannah, tienes que venir con nosotros -le suplicó Barbara-. Llevas varios días sin asomarte siquiera a la calle y hoy hace un día soleado. Si crees que vas a estorbar, te aseguro que no es así. -Se ruborizó.

– Ni se me había pasado por la cabeza -aseguró Hannah-. Ambos sois demasiado educados como para admitir en privado que mi presencia sería un estorbo. Esta tarde iré a pasear a Hyde Park, recibiré a mi séquito y me enteraré de todas las nuevas habladurías que circulan para entretenerte durante la cena. Señor Newcombe, ¿cenará con nosotras?

– Gracias, excelencia -respondió el aludido, inclinando la cabeza-. Pero…

Alguien llamó a la puerta del salón y lo interrumpió.

– Excelencia, los condes de Merton desean saber si está usted en casa -dijo el mayordomo nada más abrir la puerta.

Hannah se puso en pie de un brinco. ¿Cassandra? ¿Y el conde también?

– Hazlos pasar -replicó.

Le costó la misma vida no salir corriendo tras él y adelantarlo en la escalera para llegar al vestíbulo en primer lugar y enterarse de lo que había pasado.

– El conde de Merton fue a Ainsley Park con el duque de Moreland para ver si podían interceder por el condenado -le explicó Barbara a su vicario.

– Sí -replicó el reverendo Newcombe-, recuerdo los nombres porque los mencionaste en tu carta, Barb. Y ahora el conde ha vuelto, tal vez con noticias. Esperemos que sean buenas nuevas. Excelencia, la preocupación que demuestra por una pobre alma descarriada es encomiable. Pero no me sorprende. Barbara me ha contado…

Hannah dejó de escucharlo en ese punto. No por un gesto deliberado de mala educación, si no porque sus pensamientos se convirtieron en un torbellino descontrolado. Se acercó a la puerta todo lo que pudo sin arriesgarse a que le dieran con ella en las narices cuando volvieran a abrirla y entrelazó las manos a la altura de la cintura. Intentó recurrir a toda la dignidad que pudo.

¿El duque de Moreland no acompañaba al conde? ¿Ni Constantine?

La puerta volvió a abrirse tras un toquecito.

– Los condes de Merton, excelencia -anunció el mayordomo.

La apariencia del conde delataba que había realizado un largo viaje. Aunque su ropa no estuviera arrugada y se hubiera afeitado, se le notaba el cansancio en los ojos y Hannah tuvo la impresión de que se había detenido en Merton House lo justo para ver a su esposa. Cassandra, por su parte, sonreía de oreja a oreja.

– Todo ha salido bien -dijo al tiempo que se apresuraba a acercarse a ella para abrazarla-. Todo ha salido bien, Hannah.

Hannah se dejó abrazar y se apoyó en la condesa, aliviada.

– Excelencia, supongo que ya lo sabía -dijo el conde-. Debió de ser usted quien convenció al rey para que interviniera. Aunque imagino que estará ansiosa por saber que el perdón real llegó a tiempo. Tres días antes del plazo final, de hecho.

«¿Solo tres días?», se preguntó ella.

– Fue un perdón completo -añadió-. Jess Barnes es un hombre libre. Cuando me marché, le prometí a Con que se lo haría saber nada más llegar a Londres. Además, me tomé la libertad de volver en su carruaje, excelencia. Con volverá con Elliott más tarde.

– ¿Con el duque de Moreland? -Hannah enarcó las cejas-. ¿Los dos juntos en el mismo carruaje?

El conde de Merton sonrió.

– Ni siquiera creo que lleguen a los puños -comentó-. Ni que viajen sin dirigirse la palabra.

– ¿Han solucionado su absurda rencilla? -quiso saber.

– Pues sí -respondió el conde-. Por primera vez desde que los conozco he podido verlos tal como debieron de ser durante gran parte de sus vidas. No paran de hablar y de bromear. E incluso de discutir. Por si necesita algún argumento para convencerse, le diré que Con eligió el hombro de Elliott para llorar después de leer el perdón real y eso que el mío estaba tan cerca e igual de disponible.

– ¡Oh! -Hannah unió las manos y se llevó las puntas de los dedos a los labios.

Después de cerrar los ojos se imaginó a Constantine llorando. ¡Qué avergonzado debió de sentirse! ¡Y qué furioso se pondría si supiera que su primo se lo estaba contando!

Los hombres tenían unas posturas muy ridículas en esas cuestiones.

Qué raro era que alguien pudiera juzgar tan mal a otra persona. En su fuero interno siempre lo había llamado «demonio». Por esa apariencia sombría y peligrosa que justificaba el apelativo. Y en realidad era justo lo contrario. Era todo luz, amor y compasión. Bueno, y tal vez un poco de sombra y de peligro. De hecho, era una confusa mezcla de cualidades humanas. Como la mayoría de la gente.

¡Le quería tanto que casi le dolía! Qué tonta era.

Unos pensamientos muy inadecuados para el momento en cuestión. Levantó la cabeza, sonrió y se volvió para realizar las presentaciones entre el reverendo Newcombe y los condes.

El reverendo y Barbara estaban de pie. Su amiga tenía los ojos brillantes por las lágrimas, aunque no estaba llorando, cuando se acercó para abrazarla.

– Sabía que el rey no lo olvidaría -dijo Barbara.

Hannah se preguntó si ese sería el final. El conde acababa de decir que Constantine volvería a la ciudad con el duque de Moreland. Pero ¿y si cambiaba de opinión y se quedaba en Ainsley Park puesto que la temporada social ya daba sus últimos coletazos? ¿Y si necesitaba quedarse, tal como era su intención en un principio, para consolar a Jess y aplacar los ánimos entre sus vecinos? ¿Y si ya que estaba lejos de ella decidía que era un momento oportuno para poner fin a su relación?

Le había confesado que le quería. Eso debería persuadirlo para mantener las distancias con ella al menos durante un par de años.

¿Volvería? ¿Retomarían su relación como si la interrupción no hubiera tenido lugar?

¿La retomaría ella?

No lo había pensado hasta ese preciso instante. Que no era el más adecuado. Tenía dos parejas de invitados a las que atender, si bien Cassandra estaba diciendo en ese instante que se marchaban a fin de informar a Vanessa de lo que había sucedido y para decirle que el duque regresaría en breve.

¿Seguiría viviendo en su casa durante el día e iría a casa de Constantine por las noches para hacer el amor?

Ansiaba hacer el amor. Que Constantine la amara.

Ella era su amante.

Él era su amante.

¿Sería suficiente?

Era lo que habían acordado. Era lo que ella había deseado para ese primer año de libertad. De hecho, ella lo inició todo.

¿Había cambiado de opinión tan pronto? A esas alturas no podía soportar la idea de no seguir siendo amantes.

Pero tampoco soportaba la idea de seguir siéndolo.

Porque lo amaba. Le había confesado la verdad, aunque tal vez no hubiera sido lo más acertado.

¿Por qué amarlo y ser su amante le parecían dos situaciones mutuamente excluyentes?

«¡Ay, Dios!», exclamó para sus adentros mientras despedía a los condes de Merton y les agradecía la visita. Al parecer estaba tan nerviosa y tan a la deriva de sus emociones como cuando tenía diecinueve años. Como si los once años que la separaban de aquel momento no hubieran existido.

Salvo que en ese instante era consciente de la disyuntiva que tenía frente a sus ojos y de que solo ella podía elegir. De forma serena y racional. Siempre y cuando Constantine no eligiera por ella, claro, al quedarse en Ainsley Park.

¿Seguirían siendo amantes durante lo que quedaba de temporada social?

¿O no?

La elección no podía ser más simple. Decidirse era otra cuestión.

– Hannah, ¿vienes con nosotros? -preguntó Barbara una vez que volvieron a quedarse los tres solos en el salón-. Ya no tienes que permanecer en casa para esperar noticias, ¿verdad? Ya han llegado y no podían haber sido mejores.

– ¿Por qué no? -replicó mirándolos primero al uno y luego a la otra-. Vamos a celebrarlo hojeando libros viejos.

El reverendo Newcombe esbozó una sonrisa deslumbrante.


Con se quedó cuatro días más en Ainsley Park después de que Jess fuera liberado y de que Stephen se marchara a Londres en el carruaje de la duquesa.

Sentía la necesidad de estar con su gente unos días hasta que todos se recobraran de la terrible ansiedad que habían pasado y retomaran el ritmo cotidiano del día a día. Sentía la necesidad de visitar a sus vecinos y de hablar con ellos en persona sobre la situación de Ainsley Park. No podía prometerles que jamás se repetirían situaciones incómodas como la acontecida, pero les recordó y enfatizó que el incidente protagonizado por Jess había sido el primero de ese tipo en todos los años que el proyecto llevaba funcionando. Además, les explicó que su gente valoraba la segunda oportunidad que les brindaba la vida y que estaban haciendo todo lo posible para convertirse en personas respetables y trabajadoras. Dejó bien claro que él no dirigía un nido de ladrones… ni un burdel. Ni siquiera el pobre Jess era un ladrón por naturaleza, sino un hombre que había intentado enmendar un error sin reflexionar sobre lo que estaba haciendo. Y Jess iba a marcharse. Jamás volvería a pisar Ainsley Park.

La mayor parte de sus vecinos le recibieron con educación. Algunos incluso con simpatía. Otros se reservaron su opinión. Kincaid no ocultó su escepticismo, aunque no se mostró abiertamente hostil. El tiempo lo haría cambiar, al menos eso creía, y esperaba, Constantine.

También quiso quedarse esos días para que Jess se recuperara un poco del calvario y se acostumbrara a la idea de que su aprendizaje en Ainsley Park había acabado y de que había sido ascendido a un puesto con el que siempre había soñado. El de mozo de cuadra. El duque de Moreland se lo había ofrecido, de modo que se marcharía a Rigby Abbey, la casa solariega de Su Excelencia. Con le explicó que sería muy duro para todos que se marchara, pero el duque era su primo y si se veía obligado a dejarlo ir para ascender en su vida laboral, prefería que se marchara con un pariente a que lo hiciera con un desconocido. Además, podría verlo de vez en cuando, siempre que visitara al duque, y así llevarle noticias de todos sus amigos de Ainsley Park.

Con nunca había estado en Rigby Abbey.

Le sorprendió que Elliott decidiera quedarse también en Ainsley Park, aunque saltaba a la vista que aborrecía estar lejos de su mujer y de sus hijos. Se quedó para renovar su amistad. No podía haber más motivos. Y la renovaron, de forma titubeante al principio y con creciente facilidad a medida que iban pasando los días.

Tener a Elliott de vuelta era como un regalo, como un bálsamo para el alma. No se había dado cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. La pérdida de su primo y la pérdida de Jon se habían mezclado en su interior hasta conformar un tremendo vacío y una soledad terrible.

Pero había recuperado a Elliott. Y hablaron mucho sobre Jon. Compartieron recuerdos. No los tristes, sino los anteriores, los que abarcaban los primeros quince años de su vida.

Esos cuatro días fueron para él cicatrizantes y relajantes, aunque en parte lo abrumaba la impaciencia por volver a Londres. Sin embargo, intentaba mantener a Hannah lo más lejos posible de su mente. Todavía no estaba preparado para pensar.

Hannah le había confesado que lo amaba.

Cuando por fin volvió a Londres en el lujoso carruaje de Elliott, con Jess sentado en el pescante junto al cochero mientras el lacayo los seguía a caballo, habían transcurrido dos semanas desde que dejó la ciudad.

Debía ir a agradecerle a la duquesa que hubiera intervenido para ayudar a Jess, porque no podía tildarlo de «intromisión», y que le hubiera prestado el carruaje.

Sin embargo, descubrió cierta renuencia a realizar dicha visita. ¿Qué sucedería a partir de ese momento? ¿Volverían a la situación anterior? ¿Volvería ella a ser su amante? ¿Volvería a serlo él?

La deseaba. Habían pasado casi tres semanas desde la última vez que hicieron el amor.

Estaban manteniendo una aventura. Tenían una relación sexual. Pasajera, hasta el final de la temporada social. Gratificante para ambos.

¡Por el amor de Dios! ¿Qué era lo que tenían en realidad?

Porque pensado así parecía demasiado… ¿Qué palabra estaba buscando? ¿Vulgar? ¿Sórdido? ¿Insatisfactorio? La última opción, desde luego. Posiblemente también las dos primeras. Pero eso era raro. Nunca había pensado en sus anteriores aventuras en esos términos. Había disfrutado de ellas por lo que eran, les había puesto fin llegado el momento y las había olvidado.

Una aventura con Hannah, por supuesto, no era suficiente.

La amaba.

Apenas había pensado en ella durante la última semana y media. Al menos no de forma consciente. Sin embargo, había estado presente cada momento de cada día. Formando parte de él.

La puñetera idea era alarmante.

¿O no?

Ella le había dicho que le quería antes de partir de Copeland Manor. ¿Lo habría dicho de verdad? ¿Se había referido a un amor verdadero? ¡Maldita fuera su estampa! Ni siquiera tenía experiencia con el amor. Con ese tipo de amor, concretamente. Aunque tal vez eso le sucediera a todo el mundo, hasta que el amor aparecía de repente y golpeaba justo entre los ojos. ¿Qué traslucían los actos de la duquesa? ¿Demostraban sus palabras?

¿Qué había hecho después de que él se marchara… en su carruaje?

Había vuelto a Londres arrastrando a Stephen consigo, había abordado a Elliott en su casa, los había convencido para que fueran los dos a Gloucestershire y después se había aprestado a movilizar al rey.

Y todo ello… ¿por un retrasado mental a quien no conocía de nada?

Ni hablar, por muy compasiva que fuera, que indudablemente lo era.

Elliott, que estaba sentado en el asiento opuesto al suyo en el carruaje, bostezó.

– Con, cuando me dormí tenías la mirada perdida en el infinito -comentó-, y ahora que me despierto veo que sigues igual. Estás preocupado por Jess, ¿verdad? Fuiste muy convincente cuando le aseguraste que se ha graduado con honores en Ainsley Park y que ha sido ascendido a Rigby Abbey. Por mi parte, cuando me olvido de comportarme como un duque despótico, soy capaz de ser amable con mis empleados.

Con lo miró.

– Estoy en deuda contigo -dijo-. Por todo.

Elliott sonrió.

– ¿En algún momento has llegado a pensar que voy a permitir que lo olvides? -replicó su primo.

Rió entre dientes al escucharlo.

– No -respondió-. Ya nos conocemos.

– ¿Vas a casarte con ella? -preguntó Elliott.

Ahí estaba. La idea que su mente llevaba eludiendo desde hacía días.

Quería casarse. Quería tener hijos. Quería todas las cosas que había evitado durante años. Quería sentar la cabeza. Pero… ¿con la duquesa de Dunbarton? ¿Con Hannah?

Era como pensar en dos personas distintas. No obstante, eran la misma. Era tanto la duquesa que siempre había conocido como la Hannah que había descubierto desde que se hicieron amantes. Era imposible describirla con una sola palabra o con una frase. Ni siquiera con un párrafo. Ni con un libro ni con una biblioteca. Era una mujer enérgica, compleja y única, y la quería.

– Ni se me ha pasado por la cabeza -contestó.

– ¡Mentiroso! -Elliott seguía sonriendo.

– ¿Qué fue lo que te hizo saber sin el menor asomo de duda que querías casarte con Vanessa? -preguntó a su primo.

– Lo mío no fue así -respondió-. Fue ella la que me propuso matrimonio y me dejó tan asombrado que le dije que sí antes de saber lo que estaba haciendo. Así que no me quedó más remedio que mantener mi palabra.

– Si no quieres contármelo -repuso-, podías habérmelo dicho sin más.

Elliott levantó la mano derecha.

– Es la pura verdad -aseguró su primo-. Cuando descubrí que la quería más que a mi vida, ya estaba casado con ella y no sufrí la agonía de decidir cómo, cuándo, dónde y sobre todo «si» me declaraba.

– Podría reírse en mi cara -señaló Constantine.

– Es muy posible -reconoció Elliott después de meditarlo unos instantes-. Es una mujer formidable, ¿verdad? Por no mencionar su belleza. Seguramente pueda conseguir a cualquier soltero del reino al que le eche el ojo. Podría reírse de tu proposición. O también podría llorar. Ese sería un resultado mucho más prometedor.

– Elliott, es la duquesa de Dunbarton -le recordó-. Debo de haber perdido la cabeza.

– ¿Por qué? -Replicó su primo-. Con, tienes mucho que ofrecer, y hoy por hoy eres mejor partido que hace una semana. -Volvió a sonreír.

Constantine se encogió de hombros sin decir nada.

– Vanessa jura que debajo de toda esa capa blanca de hielo hay pasión -siguió Elliott-, y que cuando descubra algo en lo que volcarla, será tan constante como la estrella Polar. Y ella sabe mucho de estas cosas. Jamás se me ocurriría llevarle la contraria en algo así. Porque acabaría descubriendo mi error, ella evitaría jactarse en aras de la cortesía y yo me sentiría como un idiota.

– Mmm -murmuró.

– Por si te sirve de esclarecimiento -añadió su primo-, asegura que tú te has convertido en dicho objeto. Por cierto, será mejor que vengas conmigo a Moreland House en cuanto lleguemos a la ciudad y que hagas las paces con Vanessa antes de ir a Dunbarton House.

– De acuerdo -accedió antes de apoyar la cabeza en el respaldo y de fingir que dormía para evitar que la conversación prosiguiera.

Se durmió mientras se preguntaba si Hannah se reiría o lloraría en caso de proponerle matrimonio.

O si él le daría la opción de reaccionar de cualquiera de las dos maneras.

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