CAPÍTULO 16

Mientras observaba a Hannah durante la siguiente hora y media, Con intentó verla como a la duquesa de Dunbarton que siempre había conocido, a la que se encontró en Hyde Park a principios de primavera, en el baile de los Merriwether, en el concierto de los Heaton y en el almuerzo en el jardín de los Fonteyn. Era muy desconcertante darse cuenta de que no podía. Era incapaz de verla como si fuera la misma persona.

No era solo porque llevara un traje de montar desgastado, casi ajado, de color azul. Ni porque tuviera el pelo recogido de forma sencilla, y un poco alborotado después de quitarse el sombrero para entrar en la casa. Tampoco era porque llevara puesto un enorme delantal, que la aguardaba colgado de un gancho detrás de la puerta del despacho de la encargada. No tenía absolutamente nada que ver con su aspecto.

Tenía que ver con la mujer que se ocultaba tras la fachada, la mujer a quien no había visto hasta después de convertirse en amantes y que solo había vislumbrado de vez en cuando desde entonces. En El Fin del Mundo esa mujer estaba a plena vista, como una mariposa que revoloteaba fuera de su capullo, hermosa, enérgica, reluciente de alegría y repartiendo dicha alegría por doquier.

Estaba, simple y llanamente, hechizado.

También, y para su consternación, estaba enamorado.

Su belleza, su energía y su alegría no estaban dedicadas a él, aunque le sonreía cada vez que lo miraba y lo incluía en su aura de magnético encanto.

Le presentó a la señora Broome, la encargada, una dama de mediana edad, presencia agradable y ademanes serenos, y juntos comenzaron el recorrido por la casa. Sin embargo, no duró mucho. Un anciano sentado en el salón de los residentes se cogió del brazo de la duquesa (la llamó «señorita Hannah», como hacían todos) y procedió a contarle las últimas trastadas de sus nietos. Eran imaginaciones suyas, le explicó la señora Broome mientras proseguía camino con él, dejando atrás a la duquesa, pero al anciano le complacía contar esas historias a quien estuviera dispuesto a escucharlas. Poco después, dos ancianas que estaban sentadas juntas en el amplio vestíbulo de la planta superior quisieron saber, tras serles presentadas, si el señor Huxtable había acompañado a la señorita Hannah, ya que habían escuchado que acababa de llegar. Cuando admitió que así era, quisieron saber si iba a casarse con ella. La señorita Hannah se merecía a alguien tan joven y tan guapo como él, decidieron las ancianas, que se echaron a reír cuando él les sonrió, les guiñó un ojo y les dijo que tendría que preguntárselo. Mientras tanto, alguien reclamó la atención de la señora Broome por una emergencia.

A partir de ese momento Con deambuló solo, quedándose en la primera planta, donde casi todas las habitaciones parecían ser comunes y estaban abiertas para el uso de todos los residentes, aunque la señora Broome le había explicado que todos tenían habitaciones propias, donde podían disfrutar de intimidad y donde no se podía entrar a menos que se llamara y se recibiera permiso. Era una de las pocas reglas de la casa.

– Es un verdadero hogar -había añadido la encargada-. No es una institución de caridad, señor Huxtable. Hay muy pocas reglas, y todas tienen que ser propuestas primero por los residentes y después sometidas a votación. Tal vez parezca un método destinado al caos, y yo tenía mis dudas cuando Su Excelencia insistió en que así fuera, pero debo confesar que por algún motivo funciona a las mil maravillas. Supongo que la gente es menos propensa a saltarse las reglas que ella misma impone, al contrario que sucede con las reglas impuestas por alguna figura despótica ajena por completo a ella.

Se detuvo en varias ocasiones para charlar con los ancianos mientras paseaba y también con algunos miembros del personal que atendía sus necesidades.

La duquesa seguía escuchando al anciano caballero con sus nietos imaginarios cuando regresó a la planta baja. Lo tenía cogido por una mano y lo miraba con mucha atención. La siguiente vez que la vio, estaba en un invernadero lleno de plantas, dando de comer con infinita paciencia a una anciana de mirada perdida, y en esa ocasión era ella quien hablaba, sonreía y gesticulaba como si la mujer pudiera entenderla y replicar. ¿Quién podría decir lo contrario? A lo mejor sí la entendía. Poco después la vio en la terraza que había junto al invernadero, paseando del brazo de un anciano muy delgado. Tenía la cabeza inclinada hacia él y se reía. El anciano se detuvo para mirarla y también se echó a reír.

A medida que uno se hacía mayor, pensó Constantine, más sencillo era creer que todas las vidas estaban trazadas desde el inicio, que todas las cosas sucedían por un motivo. No por obra del destino exactamente. Porque en ese caso no habría cabida para el libre albedrío y la vida se convertiría en una farsa. Pero sí era cierto que una fuerza invisible conducía a cada persona hacia la lección que necesitaba aprender, hacia la vida que debía llevar, hacia la plenitud que tenía que alcanzar. Y tal vez hacia la felicidad suprema. Los desastres de la vida, una vez que se echaba la vista hacia atrás, podían considerarse a menudo verdaderas bendiciones.

A Hannah le habían roto el corazón a los diecinueve años de un modo especialmente cruel. Había perdido al mismo tiempo al hombre que quería, el futuro que había planeado con él y la confianza que había depositado en su única hermana. Y su padre le había fallado, si bien el hombre se encontró de repente en una situación muy difícil. Y después se había casado con alguien lo bastante mayor como para ser su abuelo, quien murió diez años después, cuando la flor de la juventud la había abandonado.

Sin embargo, durante todo ese proceso no solo había aprendido a protegerse de aquellos que querían aprovecharse de su belleza o que la envidiaban sin ver a la persona que había tras ella, y a controlar su vida en vez de dejarla en manos de otras personas que después acabarían culpándola por ser tan guapa y tan vulnerable. También había descubierto el que quizá fuera el verdadero propósito de su vida: un profundo amor por los que eran más desvalidos que ella, en especial por los ancianos. Y ese descubrimiento había liberado esa parte de su ser que tal vez hubiera permanecido oculta tras su belleza y tras el efecto que causaba en los demás si Young se hubiera casado con ella. Una parte de su ser que, estaba segurísimo, era mucho más tierna y vital que la persona que había sido cuando se comprometió con sir Colin Young.

A lo largo de los últimos once años la vida de la duquesa había seguido un camino muy bien trazado, cosa que jamás habría imaginado ni planeado doce años antes. Esos años no habían sido un lapso en su vida, no habían significado la pérdida de su juventud. Al contrario, habían sido una parte integral de dicha vida y una juventud muy bien invertida.

No había sido una coincidencia que Hannah descubriera la verdad acerca de su prometido y de su hermana en esa boda en concreto, ni que Dunbarton hubiera asistido y se hubiera escondido en la estancia donde ella buscó el consuelo de su padre. Todo fue como una representación teatral dispuesta de antemano. Una representación orquestada por el maestro de los productores. Con un libreto que no estaba acabado.

Por supuesto, Hannah seguía teniendo miedo. Miedo de acabar escondiéndose tras la máscara de la sirena que era la duquesa de Dunbarton. Sin embargo, eso formaba parte del camino trazado. Seguía siendo frágil. Como si fuera una persona atrapada en un edificio en llamas que se aferrara a la cornisa de una de las plantas superiores, le daba miedo dar ese último salto hacia la seguridad de la manta que sujetaban a pie de calle. Necesitaba que le dieran tiempo para hacerlo a su ritmo, cuando estuviera preparada.

Pero ¿quién era él para juzgarla?

Además, sería una lástima que la duquesa de Dunbarton desapareciera por completo. Era una criatura magnífica y fascinante.

En ese momento regresó al interior con el anciano y, al verlo allí de pie, le regaló una cálida sonrisa.

– ¿Quiere sentarse un rato en el invernadero para disfrutar del sol, señor Ward? -preguntó al hombre.

– Voy a retirarme a mi habitación a descansar un poco -respondió el aludido-. Me ha agotado, señorita Hannah. Creo que voy a dormir y a soñar con usted y con que vuelvo a ser un hombre joven, como este caballero.

– ¿Conoce ya al señor Huxtable? -quiso saber ella-. Ha venido conmigo. Es amigo mío.

– Señor. -Con lo saludó inclinando la cabeza-. ¿Quiere que lo ayude a llegar a su habitación?

– Puedo llegar solo, joven -aseguró el señor Ward-, solo tiene que darme el bastón que está apoyado en esa silla. Le agradezco su amabilidad, pero me gusta hacer las cosas solo mientras pueda. Podría haber dado el paseo con mi bastón, pero no iba a rechazar hacerlo del brazo de una dama, ¿verdad? Mucho menos después de haber sido un humilde estibador. -Soltó una carcajada y Con sonrió.

– Es hora de irnos -dijo la duquesa mientras el anciano se alejaba despacio-. Espero que no te hayas aburrido.

– En absoluto -afirmó.

Diez minutos después volvían a caballo a Copeland Manor. No hablaron hasta que dejaron atrás el prado, cerró la verja y se internaron en el pastizal.

– Duquesa, creo que esa casa está llena de gente feliz -dijo.

Ella se volvió para mirarlo con una sonrisa.

– La señora Broome es la encargada perfecta -comentó-. Y su personal es magnífico.

Y ella era feliz cuando se encontraba en esa casa, pensó Con. El matrimonio con el anciano duque era lo que la había llevado hasta allí.

Una vida trazada.

En el caso de Jon, su vida lo había conducido hasta Ainsley Park, aunque no hubiera vivido para verlo.

¿Y en su caso? ¿Había llegado al mundo dos días antes de tiempo, antes de que sus padres se casaran, con el fin de nacer ilegítimo y no poder heredar el título? ¿Había encontrado de esa forma un propósito mucho más profundo y provechoso que si se hubiera convertido en conde de Merton? ¿Estaba mejor, era más feliz que si su vida hubiera sido otra? Era una idea apabullante.

Después de todo, tal vez las circunstancias de su nacimiento no hubieran empañado toda su vida. Tal vez la secreta relación que mantenía con el sueño de Jon era justo lo que debía depararle la vida.

Tal vez se había beneficiado de Ainsley Park en la misma medida que las personas que habían pasado por allí.

– Estás muy pensativo -la oyó decir.

– En absoluto. Es mi aspecto mediterráneo.

– Que es espléndido, por cierto -replicó ella, con un deje más propio de la antigua duquesa-. Sin tu aspecto, es imposible parecer tan pensativo.

Sus palabras le arrancaron una carcajada.

Cabalgaron sumidos en un silencio cómodo hasta que se acercaron a Copeland Manor.

– Ahora te voy a llevar por otra ruta -dijo ella-. Quiero que veas algo.

– ¿Otro proyecto? -preguntó Constantine.

– Más bien no -contestó-. Todo lo contrario. Es un capricho en toda regla.

Y en vez de entrar en la propiedad y tomar la ruta más corta hacia la casa, la rodearon por el perímetro de modo que se alejaron bastante de la mansión, según sus cálculos.

– A partir de este punto es mejor ir caminando -dijo ella después de detener su montura- y llevar a los caballos de las riendas.

Antes de que pudiera desmontar para ayudarla, Hannah ya lo había hecho. Le dio unas palmaditas en el hocico al caballo, se enganchó las riendas en una mano y procedió a internarse entre los árboles. La siguió y pronto tuvo la sensación de encontrarse en mitad de la nada, muy lejos de la civilización.

Hannah se detuvo a la postre y alzó la cara hacia las altas ramas que tenía por encima. Llevaban más de cinco minutos sin decir nada.

– Presta atención y dime lo que oyes -dijo ella.

– ¿Silencio? -comentó al cabo de un momento.

– ¡No! -exclamó ella-. Nunca hay silencio absoluto, Constantine, y la mayoría de las personas nunca lo aceptaríamos si lo hubiera. Me parece que sería aterrador, como la oscuridad absoluta. Sería una especie de vacío. Inténtalo de nuevo.

Y en esa ocasión escuchó un sinfín de sonidos: la respiración de sus caballos, los trinos de los pájaros, el zumbido de los insectos, el movimiento de las hojas mecidas por la suave brisa, el distante mugido de una vaca y otros sonidos de la naturaleza que no conseguía identificar.

– Es el sonido de la paz -susurró ella poco después.

– Creo que tienes razón.

– El sendero agreste, en caso de que hubiera alguno, pasaría por aquí -siguió Hannah-. El lugar es perfecto para ese tipo de trazado. Habría bancos, construcciones ornamentales, coloridas plantas, vistas y solo Dios sabe qué más. Sería fácil de transitar y precioso. Pero no sería un lugar sereno. No tanto como lo es ahora. Ahora mismo formamos parte de este lugar, Constantine. No somos una especie dominante. No lo controlamos. Bastante control hay ya en mi vida. Aquí vengo en busca de paz.

Con ató las riendas a una rama baja y le quitó las suyas de la mano para hacer lo mismo. Acto seguido, la cogió del brazo, la hizo girar hasta que apoyó la espalda en el tronco de un árbol y se pegó a ella. Le tomó la cara entre las manos y la besó en la boca.

¡Maldita fuera su estampa, estaba enamorado de ella!

Se había creído a salvo con ella. Más a salvo que con cualquier otra amante. La había tomado por una mujer vanidosa y superficial. A su lado solo esperaba encontrar lujuria y pasión.

Había lujuria a espuertas.

Y pasión, desde luego que sí. Pero no estaba a salvo en absoluto. Porque era más que lujuria.

Le daba miedo admitir que podía ser muchísimo más.

La duquesa le devolvió el beso, le echó los brazos al cuello y en cuestión de segundos ya no estaba apoyada en el árbol, sino entre sus brazos, y los besos se volvieron más urgentes y enfebrecidos. Le echó un vistazo al suelo del bosque y se dio cuenta de que como cama sería tan incómodo como cualquier otro suelo. La aferró por el trasero y la pegó a su erección. La oyó suspirar contra su boca antes de que apartara la cabeza.

– Constantine, sería una falta de respeto hacia mis invitados que hiciera el amor contigo en Copeland Manor.

– ¿Hacer el amor? -Repitió, mirando con elocuencia el suelo-. ¿En esta cama? Creo que no. Solo he reclamado lo que quedaba de mi premio. Y admito que ha sido un premio muy generoso. Estaré encantado de retarte a una carrera cuando te apetezca, duquesa.

– La próxima vez yo montaré a Jet y tú montarás a Clover. Y ya veremos quién gana.

– Ni en un millón de años. Y si ganas, si te permito ganar, ¿qué premio reclamarás? -La miró con una sonrisa indolente.

– ¿¡Si me permites ganar!? -De repente, volvía a ser la altiva duquesa-. ¿Si me lo permites, Constantine?

– Olvida lo que he dicho -dijo-. ¿Qué premio reclamarías?

– Te obligaría a publicar una nota en la prensa londinense en la que informaras a la alta sociedad de que la duquesa de Dunbarton te ha ganado en una carrera ecuestre por sus propios méritos, no porque tú la dejaras.

– ¿Me convertirías en un hazmerreír?

– Si un hombre tiene miedo de que una mujer le gane en alguna ocasión, no es digno de ella en ningún sentido. Ni siquiera como su amante.

– Acabas de ponerme en mi sitio, duquesa -comentó-. Así que te pido humildemente perdón. ¿Estoy perdonado?

Hannah se echó a reír y lo estrechó con fuerza mientras volvía a besarle.

– Me alegro de que estemos aquí-dijo-. Cada vez soy más consciente de que la vida rural me hace más feliz que la vida en la capital. Estoy disfrutando muchísimo de estos días. ¿Y tú?

– Bueno, la verdad es que están siendo unos días muy faltos de sexo, pero de todas formas me lo estoy pasando bien. -La abrazó por la cintura con más fuerza, la levantó del suelo y la hizo girar un par de veces antes de soltarla de nuevo y mirarla con una sonrisa.

Efectivamente, para su desgracia no había sexo. En ese caso, ¿por qué se sentía tan animado? Tan… feliz.

Se miraron un buen rato y de repente la tensión de las palabras que habían dejado sin pronunciar crepitó en el aire. Unas palabras que Constantine temía pronunciar por si luego descubría que se había apresurado. Unas palabras que ella podría haber pronunciado en voz alta pero que no dijo. ¿Se estaría imaginando que ella tenía algo que decirle?

¿Habría algo más que la simple euforia de estar enamorado?

No lo sabía. Nunca había estado enamorado.

Y no estaba familiarizado con ese algo más, con el amor que excedía la euforia. Con ese sentimiento supuestamente eterno.

¿Cómo se sabía que había llegado?

Las dudas hicieron que no pronunciara las palabras. Al menos por su parte. Y tal vez también por la de ella.

Volvieron a coger las riendas y caminaron entre los árboles hasta salir a campo abierto en uno de los extremos del lago. Andaban codo con codo, aunque habría sido más fácil caminar en fila. Iban de la mano. Con los dedos entrelazados.

Era muchísimo más íntimo que un abrazo.


Hannah no había planeado nada en concreto para esa noche. Suponía que sus invitados agradecerían una velada tranquila en la que hacer lo que quisieran. Sin embargo, Marianne Astley sugirió jugar a las charadas después de que los caballeros se reunieran con las damas en el salón tras la cena, y todo el mundo estuvo encantado de participar.

Estuvieron jugando un par de horas hasta que algunos invitados desistieron y declararon su intención de limitarse a observar.

Lady Merton se acercó a Hannah.

– Si no le importa, voy a salir a la terraza en busca de aire fresco -dijo Cassandra al tiempo que señalaba las ventanas francesas que estaban abiertas-. ¿Me acompaña?

Hannah echó un vistazo a su alrededor. Su presencia no sería necesaria durante un buen rato. Barbara, ruborizada y sonriente, interpretaba en ese momento una frase para su equipo, cuyos miembros chillaban sus respuestas, arrancando carcajadas y algunos comentarios ingeniosos a los del equipo contrario.

– Hace un poco de calor aquí, sí -convino.

En la terraza hacía fresco, pero no era tan desagradable sobre los brazos desnudos como para hacerlas regresar al interior en busca de sus chales.

Lady Merton la tomó del brazo mientras paseaban por la terraza, incluso bajaron al prado, pero no se alejaron mucho, solo hasta donde llegaba la luz procedente del salón.

– La señorita Leavensworth es una dama encantadora -dijo Cassandra-. Antes nos ha contado que son ustedes amigas de toda la vida.

– Sí -replicó Hannah-. He tenido mucha suerte.

– Pero vive muy lejos de usted gran parte del año -continuó la condesa-. Es una pena. Mi mejor amiga fue mi institutriz durante una época de mi vida y después se convirtió en mi dama de compañía. Pero fue mi amiga en todo momento, la única persona en quien podía confiar por completo. Se casó el año pasado, justo antes de que Stephen y yo lo hiciéramos. Es un matrimonio por amor, por lo que me alegro muchísimo, y viven en Londres casi todo el año. Aun así, la echo de menos. Las amigas íntimas necesitan estar cerca.

– Yo les estaré eternamente agradecida a los inventores del papel, de la tinta, de la pluma… y de la escritura -dijo Hannah.

– Cierto -convino Cassandra-. Pero la primavera pasada me habría sentido muy sola si no hubiera contado con la compañía constante de Alice. Yo era viuda, todo el mundo creía que había asesinado a mi marido, y la familia de mi difunto esposo me había dado la espalda y mi hermano también lo hizo, aunque solo por un tiempo.

En ese momento Hannah se percató de que no era una conversación insustancial.

– Me sentía sola aun contando con la compañía de Alice -prosiguió la condesa-. Hasta que conocí a Stephen, por supuesto, y su familia me adoptó. Como se puede imaginar, no me aceptaron de buenas a primeras. Pero sus hermanas son unas mujeres únicas. Crecieron en un pueblecito muy humilde, casi en la pobreza, y parecen más aptas que el resto de la alta sociedad a la hora de analizar un asunto y reparar en lo verdaderamente importante. Y mucho más capaces de mostrar compasión, comprensión y amistad verdadera.

– Tuvo muchísima suerte, lady Merton -dijo.

– Puede llamarme Cassandra si quiere -sugirió la aludida.

– Cassandra -repitió-. Es un nombre precioso. Yo soy Hannah.

Se detuvieron y ambas miraron la luna, que acababa de salir de detrás de una nube. Estaba en cuarto menguante y parecía un poco torcida.

– Hannah -dijo Cassandra-, hemos cometido un error.

– ¿Cómo dices? -preguntó, tuteándola.

– Stephen y sus hermanas ni siquiera sabían de la existencia de Constantine hasta que llegaron a Warren Hall y lo conocieron -siguió la condesa de Merton-. Lo quisieron desde el principio y se compadecieron mucho de él porque acababa de perder a su único hermano. Entendieron que para él debía de ser muy difícil ver cómo se adueñaban de su hogar y ver cómo Stephen heredaba el título que hasta hacía poco había pertenecido a su hermano. Y luego estaba todo ese asunto de haber nacido dos días antes de tiempo, de modo que no podía heredar. Constantine es un hombre muy reservado y misterioso, y mantiene una larga rencilla con Elliott, que también se extiende a Vanessa, pero los demás lo quieren muchísimo y solo desean verlo feliz.

– No tengo intención de casarme con él -aseguró Hannah sin apartar la mirada de la luna-. Ni de romperle el corazón. Tenemos una aventura, Cassandra. Estoy segura de que la familia estará al tanto, pero el corazón no tiene nada que ver. -No sabía si era del todo cierto, pero en el caso de Constantine seguramente fuera así, y eso era lo único que le importaba a su familia. Aunque esa tarde…

– Pero ese es el problema -repuso Cassandra con un suspiro-. Estábamos preocupados, Hannah. Aunque Constantine tiene más de treinta años y es más que capaz de cuidarse solo, tú eres distinta a otras mujeres. Creíamos que era muy posible que jugaras con sus sentimientos, que lo humillaras y que incluso le hicieras daño. Aunque no creímos necesario protegerlo de ti (habría sido absurdo), sí creímos necesario demostrarte nuestro rechazo siempre que fuera posible.

– Y por eso rechazasteis la invitación -señaló-. Estabais en vuestro derecho. No tenemos por qué aceptar invitaciones que no nos gustan. Yo jamás lo hago. El duque me enseñó a demostrar mi firmeza en ese tipo de situaciones. Me enseñó a no sufrir un aburrimiento innecesario y a no aguantar a tontos por obligación cuando no hay obligación alguna. No me debes una explicación sobre los motivos de vuestra negativa a venir ni tampoco sobre los que os llevaron a cambiar de opinión después.

– Hannah, la gente me juzgó muy mal cuando llegué a Londres el año pasado, me dieron la espalda -repuso Cassandra-. No hay nada peor que eso, por mucho que una se diga que no importa. En tu caso, la sociedad no te da la espalda. Todo lo contrario, de hecho. Pero sí te juzga mal.

– Tal vez me interese que la gente me juzgue mal -replicó Hannah al tiempo que llevaba a la condesa hacia un banco situado bajo un roble cercano-. Me consuela un poco saber que tengo algo de intimidad incluso en la situación más pública, que me puedo esconder a plena vista.

Se sentaron y Cassandra soltó una carcajada.

– Además de lo que ya te he contado, cuando llegué a Londres el año pasado estaba arruinada -dijo- y tenía a otras personas a mi cargo. Decidí que la única manera de sobrevivir era buscar a un hombre rico que me mantuviera. Y por eso fui a un baile para seducir a Stephen, que me parecía un ángel. Cometí el error de creer que los ángeles son por definición débiles y fáciles de manejar… pero esa es otra historia. Recuerdo que estaba en ese salón de baile rodeada por un espacio vacío. A ojos de los demás, fue un escándalo que hubiera asistido sin invitación, y ese atrevimiento me tenía tan mortificada que ardía en deseos de que me tragara la tierra. Sin embargo, saqué fuerzas del hecho de que nadie me conocía de verdad, de que nadie conocía a la persona que ocultaba tras la fachada de la asesina del hacha pelirroja que todo el mundo veía.

– Pero el conde de Merton bailó contigo -le recordó ella.

– Esa también es otra historia -dijo Cassandra-. Yo mejor que nadie debería haberme dado cuenta al verte a principios de primavera de que no estaba viendo a la verdadera duquesa de Dunbarton.

– Ahí te equivocas -replicó-. Yo soy la duquesa de Dunbarton. Me casé con el duque con diecinueve años, y aunque la gente siempre creerá que se casó conmigo por mi juventud y mi belleza y que yo me casé con él por su título y su riqueza, fui su esposa. Y ahora soy su viuda. Me enseñó a ser una duquesa, a mantener la cabeza bien alta, a controlar mi vida y a no dejar que nadie se aprovechara de mí, por mi belleza o por cualquier otro motivo. Me gusta la persona que ayudó a crear, Cassandra. Me siento cómoda como la duquesa de Dunbarton.

– Me he expresado mal -repuso la condesa-. Quería decir que al mirarte, debería haberme dado cuenta de que no estaba viéndote al completo. Aunque tengo muy presente que en el fondo no te conozco en absoluto, claro. Sin embargo, Margaret nos contó lo amable que fuiste con el abuelo de Duncan cuando fuiste a verla a Claverbrook House y que te despediste de él con un beso en la mejilla. Y también nos contó que habías invitado a nuestros hijos a la fiesta campestre a pesar de que todos habíamos rechazado la invitación. Y durante estos dos días he visto una faceta tuya que nadie puede ver cuando estás en la ciudad. Eres una persona amable, hospitalaria, generosa y cariñosa, Hannah, y quería que supieras que me apresuré al juzgarte. Todas queríamos que lo supieras.

– ¿Eso quiere decir que te han elegido para mantener esta conversación conmigo? -preguntó Hannah, sin tener muy claro si la situación le hacía gracia o si se sentía algo dolida.

– En absoluto -contestó Cassandra-. Pero sí es cierto que hemos hablado del tema largo y tendido mientras Constantine y tú estabais fuera, aprovechando que los niños estaban durmiendo o jugando. Y hemos llegado a la conclusión de que debíamos encontrar el modo de decirte que estamos muy arrepentidas de haberte rechazado con tan pocas pruebas.

– No tenéis por qué sentiros obligadas a hacerlo -replicó.

– Claro que no -convino la condesa-. Pero todas queremos ofrecerte nuestra amistad, si la aceptas después de un comienzo tan accidentado.

– ¿Con la condición de que no le haga daño a Constantine? -preguntó.

– Ese tema no tiene nada que ver con esto -aseguró Cassandra-. Constantine puede cuidarse solo. Y ya sabemos que no eres la clase de persona capaz de jugar con sus sentimientos o de humillarlo. Si él da por terminada la relación a final de temporada o si tú lo haces, o si os separáis de mutuo acuerdo, es un asunto que solo os concernirá a vosotros dos. Pero creo que me gustaría tenerte como amiga, Hannah, y Margaret y Katherine son de la misma opinión. Y si te sirve de algo, Vanessa nos dijo la semana pasada que siempre le has caído bien y que siempre te ha admirado, que eras demasiado buena para Constantine. -La condesa soltó otra carcajada.

Eso tendría que acabarse, esa absurda rencilla, pensó Hannah. El duque de Moreland había tenido parte de culpa al sacar conclusiones precipitadas sobre su primo, que también era su mejor amigo, y al acusarlo de delitos espantosos, por supuesto. Pero Constantine también era culpable de haberse ofendido hasta tal punto que ni siquiera intentó explicar lo mal que lo habían juzgado.

«Lo mal que lo habían juzgado.» Otra vez ese concepto.

Acababan de ofrecerle la amistad de tres mujeres que estaba convencida de que le agradarían. Tal vez de cuatro. La duquesa de Moreland había dicho que le caía bien y que la admiraba.

Y al parecer le estaban ofreciendo una amistad incondicional.

– Nos han descubierto -anunció Cassandra, de modo que Hannah alzó la vista y vio que el conde de Merton y Constantine cruzaban el prado hacia ellas-. Un ángel y un demonio. Así fue como los califiqué la primera vez que los vi durante un paseo por Hyde Park el año pasado. Y Stephen es un verdadero ángel.

Le dio un vuelco el corazón… aunque acababa de ver a Constantine en el salón hacía menos de quince minutos. La abstinencia estaba haciendo estragos con sus emociones. No solo porque ansiaba hacerle el amor, que era cierto, sino porque la obligaba a pensar en su relación. Y no le gustaba el rumbo que estaban tomando sus pensamientos.

En fin, sí le gustaba, pero…

Pero ¿qué había estado a punto de decirle en el bosque esa tarde, aunque al final él había guardado silencio? Había sido más que evidente que tenía las palabras en la punta de la lengua.

Igual que ella.

Al final acabaría destrozada. Había hecho mal al creer que podía jugar con fuego sin quemarse.

O tal vez no acabara destrozada. Tal vez…

– Hemos venido en busca de felicitaciones por haber ganado -dijo el conde cuando estuvieron lo bastante cerca para que lo escucharan-. Aunque aquí las damas presentes no hayan sido testigos de la victoria.

– Los perdedores nos han acusado de haber ganado solo porque teníamos a la señorita Leavensworth en nuestro equipo. Pero eso me suena a pura envidia.

– Yo estaba en el equipo perdedor -le recordó Cassandra-. No creo que ninguno de mis compañeros sea envidioso. Y cualquier equipo que cuente con la señorita Leavensworth en sus filas tendría una ventaja injusta.

– ¡Vaya por Dios! -Exclamó su marido-. Cass, no estás siendo objetiva. Así que será mejor que cambiemos de tema antes de llegar a los puños. -Colocó un pie en el banco junto a su esposa y apoyó un brazo en la pierna levantada.

Constantine apoyó un hombro en el tronco del árbol, junto a ella, y cruzó los brazos por delante del pecho.

– Qué maravilloso es este silencio -comentó el conde de Merton al cabo de un momento.

– No hay silencio, Stephen -lo contradijo Constantine-. Si prestas atención, escucharás el susurro del viento entre los árboles, el trino de un ruiseñor y las risas procedentes del salón entre otros sonidos. Todos contribuyen a la sensación de paz y bienestar. Hannah me lo ha enseñado esta tarde mientras dábamos un paseo por el bosque.

Todos aguzaron el oído.

Salvo Hannah.

Acababa de llamarla por su nombre de pila. Por primera vez.

Allí estaba ella, formando parte de un grupo relajado, disfrutando de la calidez de saberse aceptada. No se encontraba en el centro, como una reina rodeada de su corte como solía suceder. Formaba parte de él.

Si obviaba los últimos vestigios de sus defensas, hasta podía creer que formaba parte de un grupo compuesto por dos parejas.

Apretó las manos con fuerza sobre su regazo. Era incapaz de abandonar sus defensas del todo. El potencial dolor de la pérdida, y la posibilidad de acabar con el corazón destrozado, sería demasiado para ella. La otra pareja estaba casada. Su hijo recién nacido dormía en la habitación infantil. Cuando acabara la fiesta campestre, regresarían a Londres juntos. Cuando acabara la primavera, regresarían a casa juntos. Incluso esa noche dormirían abrazados.

– Tienes toda la razón del mundo, Con -dijo el conde tras unos minutos, y parecía sorprendido.

Constantine le puso una mano en un hombro. Hannah tenía ganas de llorar.

O de ponerse en pie de un salto y empezar a bailar bajo la luz de la luna.

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