Impaciente, el conde tamborileaba con los dedos sobre las últimas páginas del libro de contabilidad de la propiedad. Maldición, no estaba acostumbrado a esas interminables filas de números que era preciso tildar una y otra vez, todos los detalles que suponían las decisiones con respecto a esta o aquella inversión, o la manipulación de los alquileres de los arrendatarios para extraerles mayores beneficios. Deseaba que todos esos números desaparecieran muy pronto, igual que el fantasma de Evesham Abbey la semana anterior, después de haberle dado un susto terrible aquella primera noche.
Se echó atrás en la silla y dejó caer la pluma sobre la página abierta. Los años transcurridos de su vida adulta su ocupación principal fue ser soldado, jefe de hombres, y no esos malditos números, que bailoteaban de una columna a otra. Ah, Ciudad Rodrigo: allí sí se desarrollaba una batalla decisiva. Sin embargo, Napoleón seguía reteniendo Europa en sus manos corsas. Inglaterra sufría a causa del bloqueo francés y, si el rumor era cierto, en esos momentos Napoleón posaba una mirada codiciosa en Oriente, en Rusia.
Y ahí estaba él, lejos del centro de las cosas, cargado con un maldito título y una inmensa propiedad. Emitió un quejido de frustración, movió la cabeza y se concentró de nuevo en las páginas con cifras. Necesitaba a Arabella. La única tarde que la muchacha dedicó a explicarle cosas tales como rentas, precios de mercado, cosechas, etcétera, habló con concisión y conocimiento, y le traspasó los rudimentos de esos conocimientos. Blackwater, el agente de Justin, no le resultó tan útil. Al estudioso hombrecillo le costaba concentrar su ingenio debilitado en el nuevo siglo.
Arabella. En la semana pasada, fue casi tan inexistente como los visitantes fantasmas. Supuso que debía de estar desayunando muy temprano en su cuarto, para evitarlo a él. Cabalgaba sola en Lucifer, y la mayor parte de los días no regresaba hasta que el sol empezaba a ocultarse tras el cedro de Charles II, en el prado.
Prudente, la había dejado en paz. Así se consideraba él, al menos. En muchas ocasiones, era Arabella la que manejaba las circunstancias para no quedar a solas con él. Se habría sentido perdido si no fuese porque muchas veces sorprendía los ojos grises de la joven posados en él, cuando hablaba con otra persona.
Un trueno distante lo sobresaltó. Por fin, una distracción de esa condenada tarea. Se levantó y fue hasta la ventana. Oscuras nubes abigarradas colgaban bajas, amenazadoras, hacia el este. Esperaba que a Arabella -a la señora, más bien-, no la sorprendiese la lluvia.
Alrededor de Arabella remolineaban capas de aire frío, pesado. La tormenta se acercaba a toda velocidad. Aun así, no se movió de la más alta piedra gris que sobresalía entre las ruinas de la vieja abadía, y a la cual se había encaramado. Qué extraño que su padre siempre hubiese odiado las ruinas. Desde que fue una niña le había prohibido que se acercase a ellas. Y esa era la única cuestión en que lo había desobedecido, que ella recordase. Toda su vida amó las ruinas. Acarició la piedra con los dedos, recordando las aventuras pasadas en la infancia, en ese lugar.
Ya no era una niña, y las ruinas no eran más que eso: ruinas. Una gota de lluvia le cayó en la mejilla, resbaló hasta la barbilla, y Arabella suspiró. ¿Qué iba a hacer? Claro, sabía que no tenía alternativas, en realidad, pero quería tenerlas, ansiaba tener una posibilidad de elegir, que no le dejara ese resabio amargo de resentimiento.
Pensó en Justin, lo evocó en su imaginación. "Es como mi mellizo", pensó, "salvo por el hoyuelo en el mentón." Se había apartado, dejándola en paz, y esa actitud le agradó. En realidad, le gustaban muchas cosas de él: su fuerza, su humor, su sentido del honor. Incluso le gustaba cuando se comportaba como un imbécil. Le agradaba hasta cuando se burlaba de ella, se reía o la trataba como si fuese tonta. Como marido, no debía de ser tan malo. Sería difícil, pero habiendo vivido consigo misma dieciocho años, ella sabía lo que era eso. Esta vez sonrió, y una gruesa gota le cayó en la boca. Entonces, rió, y se levantó con desgana. Miró en dirección a Evesham Abbey, borroso por la oscuridad creciente. Era poco probable que lady Ann y Elsbeth se aventurasen a regresar desde Talgarth Hall, con la tormenta que se avecinaba tan rápidamente. Las había visto subir al carruaje varias horas-antes, con la única compañía de John, el cochero. Se preguntó por qué no las habría acompañado el conde, y se alegró de que no lo hubiese hecho. Se alegraba de tenerlo para ella sola. Se sacudió las faldas y empezó a correr hacia la abadía. Había tomado la decisión: se casaría con él.
Con los brazos en jarras, el conde estaba de pie bajo la protección de la entrada flanqueada por columnas.
– ¿Lady Arabella no se llevó a Lucifer? -le preguntó a James, el jefe de caballerizos.
La lluvia caía a raudales, formando cortinas frente a ellos, y un viento helado hacía ondular las mangas de la camisa blanca del conde.
– No, milord.
– Muy bien, gracias por venir a la casa, James. Antes de regresar a los establos, póngase una capa. Va a refrescar más aún.
Maldición, ¿acaso su compañía le resultaba tan desagradable que prefería exponerse a un enfriamiento? En breve tiempo, su preocupación por la seguridad de Arabella se había convertido en enfado. Dios, la ahorcaría por ser tan idiota y quedarse fuera con semejante tiempo.
Estaba imaginando de qué manera le retorcería el pescuezo cuando, a través del espeso manto de oscuridad y lluvia, distinguió la silueta vaga de alguien que corría desde los establos, completamente inclinada hacia la tierra, por el prado. Se fue aproximando, y vio que era Arabella, con las faldas subidas por encima de las rodillas, que corría hacia él. Subió los peldaños de dos en dos, y llegó, jadeando, hasta donde estaba Justin.
Estaba empapada. La miró de arriba abajo y dijo, en tono de indiferencia absoluta:
– ¿Le parece prudente haber salido con semejante tiempo?
– No, claro que no, pero son cosas que suceden, ¿sabe? No tiene importancia.
Y tuvo la audacia de encogerse de hombros.
– ¿Y dónde diablos ha estado?
Arabella se apartó el cabello mojado de la frente, alzó una de las negras cejas, y dijo:
– He estado corriendo bajo la lluvia. Vea: tengo el cabello y el vestido mojados. Las zapatillas, también. Me parece que ahora iré a cambiarme.
Justin le miró el cuello, y se imaginó sus dedos apretándolo.
– Señor, en serio, creo que no es conveniente que se quede aquí, parado. Hace frío, y podría pescar un enfriamiento. Fíjese qué viento hay.
Si le tocaba hacer frente a una crisis, era el hombre más sereno del mundo; una situación nueva, y se adaptaba rápidamente, haciendo gala de su experiencia; que le diesen tropas para mandar, y jamás perdería el control de sí mismo. En cambio, cuando Arabella pasó junto a él hacia el vestíbulo delantero, se la quedó mirando, y luego vociferó, con toda la fuerza de sus pulmones:
– ¡Maldita sea, señora, vuelva aquí! Tengo que decirle algo. ¡Maldita sea, no se me encoja de hombros ni alce sus condenadas cejas!
Arabella se detuvo debajo de la lámpara, y Justin comprendió que hubiese preferido que siguiera, porque la ropa se le pegaba como una segunda piel. Podía verle con toda claridad los pechos y las caderas, y no le gustó la sensación que le provocaba. No quería tener una erección mientras estaba enfadado con ella. En ese momento, ella no merecía que la deseara.
– Bueno, ¿qué tiene que decir?
La joven tuvo la audacia de golpear con la zapatilla empapada del pie izquierdo contra el suelo de mármol.
– Señor, ¿de pronto se ha vuelto imbécil? Creí que era usted el que tenía algo que decir.
– Cenaremos dentro de media hora, en el Salón Terciopelo, señora -le dijo, en un tono asombrosamente calmo-. Me niego a cenar más tarde.
La muchacha comenzó a subir la escalera, dejando charcos de agua a sus pies, y luego se volvió y lo miró desde arriba:
– Ahora entiendo. Está enfadado porque es demasiado caballeroso para cenar sin mí. Lamento que se me haya pasado el tiempo. Le prometo que bajaré tan pronto me cambie de ropa.
El conde deseó que hubiese algo que patear en el inmenso vestíbulo de entrada, peor sólo había dos sillas talladas, muy pesadas, del siglo diecisiete que, sin duda, debían de pesar más que él.
Sólo había tomado una copa de coñac cuando Arabella entró en el Salón Terciopelo vestida de seda negra, como de costumbre, con el aspecto de haber estado echando la siesta toda la tarde. Se la veía fresca y llena de vida y, además, inocente y cándida. ¡Ja! Él sabía que. eso no era cierto. Ojalá no hubiese visto los pechos y las caderas, tan nítidos bajo el vestido mojado. Ojalá pudiese mantener en perspectiva a esta condenada hembra. Se casaría con ella, tenía que hacerlo, pero no tenía por qué sentir algo al respecto.
Era inmune a ella… al menos la mayor parte de su cuerpo lo era. No era que estuviese en exceso elegante con ese lúgubre vestido de luto. Ah, pero ese cabello… Se derramaba por la espalda en ondas húmedas, grueso y reluciente. Una estrecha cinta negra lo sujetaba apartado de la frente. Le escocían las manos de deseos de tocarlo, de enroscarlo una y otra vez alrededor de la mano, de tirar de él sin prisa,: hasta que los pechos de Arabella se apretaran contra su tórax.
Eso no servía.
– Bueno, lo único que espero es que no tengamos que llamar al doctor Branyon para que la atienda.
Parecía enfadado, cosa que era extraña. ¿Estaría irritado por que cenaría un poco tarde? Riendo por el placer que le causaba fomentar la irritación, sobre todo la de él, Arabella dijo, con buen humor:
– Gozo de la bendición de la salud de mi padre.
Se acercó a donde él estaba, junto al hogar, y no se detuvo hasta estar a menos de medio metro. ¿Qué se proponía? ¿Estaría provocando a la fiera? El conde se sintió un tanto acobardado. No, jamás se dejaría amilanar.
Lo que sucedía era que Arabella no se comportaba como lo había hecho toda la semana. En lugar de evitarlo, se acercaba hasta el mismo lugar en que él estaba. Justin se volvió, y se alejó de ella hacia la puerta. Iría al comedor: eso tenía sentido, porque se había quejado de que por culpa de ella se demoraría la cena.
– Justin.
Giró sobre los talones y la contempló, incrédulo. Seguramente, no había oído bien. ¿Por qué se comportaba de ese modo tan extraño? Le recordó:
– Soy señor, para usted.
– Bueno, sí, ha sido señor. ¿Le molestaría si ahora lo llamo por su nombre de pila?
– Hace poco más de una semana que la conozco. Aún no hemos hecho suficiente amistad, ni hemos intimado como para justificarlo. No, seguiré siendo señor para usted.
Para su perplejidad, vio cómo Arabella se pasaba la lengua por el labio inferior. Un bello y pleno labio inferior, ahora mojado, brillante por haberle pasado la lengua.
– Estoy tratando de ser más amistosa. ¿Tal vez quiera cambiar de idea? ¿Quizá después de cenar?
Él negó con la cabeza.
– No es posible que usted sea Arabella Deverill -afirmó--. Quizá sea la hermana gemela, que ha estado oculta en el desván mucho tiempo, bajo uno de esos cuarenta aguilones.
– No, ella sigue ahí, encadenada. ¿La ha oído aullar? No, no es posible. Tiene que haber luna llena: sólo aúlla cuando hay luna llena. -Le sonrió, sin pudor-. Ahora, por favor, señor, venga aquí y siéntese. Usted y yo tenemos que hablar de ciertos asuntos importantes.
– ¿Qué asuntos importantes? -preguntó Justin, sin moverse-. No, no diga nada. Si hay asuntos serios entre nosotros, eso sólo puede significar una cosa, porque una mujer no corteja a un hombre. Además, no hablaré con usted de nada importante hasta después de haber cenado.
Dio un exagerado tirón al cordón de la campanilla.
– Mi padre decía que, para un hombre, el estómago era algo importante. No lo más importante, nunca quiso aclararme qué era lo más importante, aunque, de todos modos, debo admitir que usted estará en mejores condiciones con el estómago lleno.
El conde no atinó a hacer otra cosa que mirarla. Se casaría con ella, se acostaría con ella y, al menos, no sería tan inocente.
– Ah, está ahí, Crupper. Que el lacayo traiga la cena aquí, esta noche. Lady Arabella no desea molestarse en ir hasta el comedor.
Minutos después, el conde contemplaba el cerdo asado y los guisantes verdes frescos.
– Como ordenó lady Arabella, milord -dijo Crupper.
Olía delicioso.
– ¿Usted ha pedido esto?
La joven asintió.
– No me gusta demasiado el cerdo asado, Crupper. ¿Habrá algún otro plato?
– Por supuesto que hay otros platos -dijo Arabella-. La cocinera siempre me prepara cerdo asado los jueves.
– Demonios, deje ese maldito cerdo, Crupper, y olvide los otros platos. Con este me arreglaré a la perfección.
Era alarmante la velocidad con que se deterioraba el lenguaje de su señoría. Y como a lady Arabella no parecía molestarle, Crupper decidió que él tampoco le daría importancia. Había muchos cambios en Evesham Abbey, eran tiempos de prueba para todos. Si el conde quería maldecir, seguramente sería lo mejor para todos. Era preferible a que arrojase cosas. A medida que envejecía, a Crupper se le hacía más difícil eludirlas, como hacía con frecuencia durante el reinado del otro conde.
Para transmitir el mensaje, Crupper esperó hasta estar casi fuera del Salón Terciopelo, del que salía retrocediendo y haciendo reverencias:
– Ha llegado un lacayo desde Talgarth Hall, milord. Dice que lady Ann y lady Elsbeth han decidido quedarse a cenar, pues no desean salir con este tiempo.
"Eso significa que estaré a solas con ella", pensó Justin. Por primera vez. Se preguntó si Arabella trataría de huir. No, era poco probable, si tenía en cuenta el extraño modo en que se comportaba desde que había bajado. Se acordó de decir:
– Gracias, Crupper.
Durante diez minutos, no hubo conversación.
Por fin, Arabella dijo:
– ¿Le gusta el cerdo asado, señor?
Estaba comiendo como un cerdo. No podía decir que ese maldito plato le irritaba el estómago.
– Está pasable -dijo, dando otro enorme bocado.
Luego, dejó el tenedor junto al plato, se reclinó en la silla, y cruzó los brazos sobre el pecho. Le había dejado la delantera -más bien, ella la había tomado y no la soltaba-, y ahora era Arabella la que controlaba la situación, y no él. Se vio obligado a reír y recordó que en una ocasión había pensado que la muchacha era admirable. No pudo menos que volver a admitirlo.
– ¿Ha estado ensayando toda la semana para esta velada?
– No sé a qué se refiere.
Sí lo sabía, y Justin lo sabía, pero dijo sin alterarse:
– Bueno, ha estado evitándome, tal vez se haya escondido bajo las escaleras cada vez que me acercaba. Es razonable pensar que haya usado el tiempo para preparar su actuación de esta noche. ¿Ha decidido ya cómo va a tratar conmigo?
Había dado en el blanco, pero ella todavía no estaba dispuesta a darse por vencida. Dejó sin prisa el tenedor, se reclinó en la silla, imitándolo, y ladeando la cabeza, dijo:
– ¿Sabe, señor? Ese hoyuelo de su mentón es, en verdad, muy atractivo. Al principio, me preguntaba si le hallaría algo fuera de lo común, y resultó que sí. Eso lo hace muy apuesto, señor.
– ¿Va a seguir presionándome? Está bien, señora. ¿Le gustaría observar más de cerca mi atractivo hoyuelo? -Hizo una pausa mínima, y agregó-: Por si no lo ha notado, hay muchos otros rasgos que encontrará igual de atractivos, espero.
– Confío en que le pasará lo mismo conmigo, señor.
– Después de haberla visto con el vestido empapado, pegado al cuerpo, señora, no creo que pueda decepcionarme, para decirlo con franqueza. Con todo, soy hombre que prefiere las pruebas a las meras especulaciones.
Si quería hablar de manera directa, estaba dispuesta a complacerlo:
– Ah, entiendo. ¿Quiere decir que quiere que me quite la ropa?
– Ese sería un excelente comienzo, pero dudo de que sea lo apropiado para esta noche. Vamos, señora, basta de alusiones. Sentémonos junto al fuego y hablemos de las cuestiones importantes.
La condujo hasta un pequeño sofá, y se sentó muy cerca de ella. Tal vez demasiado, pero, bueno…
Arabella se puso frente a él y miró fijamente sus ojos grises.
– He decidido que me casaré con usted.
– Sin una sílaba de preámbulo -repuso Justin, tomándole la mano y observándole los dedos-. Ni una mínima advertencia de que iba a soltarme semejante bomba. ¿Me creería si le dijese que me ha hecho el hombre más feliz del mundo? No, veo que no me creería. En realidad, yo tampoco.
– Esto no tiene nada que ver con la felicidad, señor. ¿Por qué examina mis dedos? Está jugando con ellos, y no son más que dedos. ¿Porqué?
– Tiene unos dedos adorables. Por lo menos en eso, no nos parecemos. Tiene unas manos llenas de gracia, señora, muy diferentes de las mías. ¿No habrá felicidad para nosotros, señora?
– Sabe bien por qué debemos casarnos. Estoy dispuesta a hacer mi parte. ¿Lo está usted a cumplir la suya?
– Partes. Interesante palabra. Si nos casáramos, habrá muchas partes para nosotros, señora. ¿Está dispuesta a aceptarme como hombre,.y no sólo como un pobre tipo que, por casualidad, vive en la misma casa que usted?
– ¿Eso qué significa, exactamente?
Justin se llevó la mano de ella a los labios, y besó cada uno de los dedos.
– Un preámbulo, señora. -La acercó más, y la besó en la boca. No fue un beso profundo sino un roce leve y, sin embargo, ella se echó atrás. Contempló largamente sus ojos grises. Tocó, apenas, la barbilla de ella con el dedo, y luego lo pasó por la mandíbula-. ¿Nunca la habían besado, señora?
Arabella negó con la cabeza, el cabello ya seco, de satinado brillo y más negro que el pecado. Lo miraba, le miraba la boca, luego la mano que él sujetaba, los dedos que había besado.
– Hay más. Quizás, a usted tampoco le resulte repelente. Pero no hay que apresurar estas cosas. ¿Le gustaría que vuelva a besarla?
Arabella asintió.
– De acuerdo.
Esta vez, ella se acercó a él, apoyándole las palmas en el pecho, pero sin empujarlo, simplemente apoyándolas sobre el corazón, y Justin supo que estaría sintiendo los latidos acelerados de su corazón. La besó de nuevo, aún con delicadeza, sin forzarla en modo alguno. Tocó con la lengua el labio inferior de la muchacha, el que ella había repasado con la lengua. Arabella saltó. Justin le rodeó la cara con sus grandes manos ahuecadas. Lo que en realidad deseaba era empujarla de espaldas, alzarle las faldas, y contemplarla. Apenas podía imaginar lo bella que sería. Quiso besarla, deslizar las manos por la cara interior de sus muslos. Con delicadeza, deslizó la lengua dentro de la boca de ella.
Esa vez, Arabella no saltó. Si no se equivocaba -y estaba seguro de que no-, estaba cada vez más interesada. Empezó a acariciarle el pelo con las manos, enredando los dedos en él, enroscando el pelo en torno de sus manos, acercándola más y más, hasta que los pechos se apretaron contra su tórax, y las manos de ella, tras un breve revoloteo, se le posaron en la espalda.
– Esas son partes -dijo Justin dentro de la boca de ella-. El todo vendrá cuando estemos juntos. Señora, si no se casa pronto conmigo, expiraré de deseo por usted.
Arabella alzó la cabeza. Al parecer, se había quedado sin palabras, cosa rara, pues desde que la conocía -poco tiempo, en realidad-, siempre la vio atrevida, arrogante, presta a abalanzarse sobre cualquiera que se le acercara, sobre todo él. Tocó el profundo hoyuelo del mentón de él con la punta del dedo. Lo recorrió, lo observó:
– Una parte -dijo, inclinándose y besándole el mentón.
– Me agradan todas las partes que he visto hasta ahora.
– Bien.
– Me gusta su chaqueta, señor. ¿Es de Weston?
Ese era el sastre de su padre.
– Sí -respondió, y siguió acariciando ese cabello tan suave.
Arabella apoyó la frente en el mentón de él. Lanzó varios suspiros, y al fin dijo, en voz poco más alta que un susurro:
– He estado tan asustada, no asustada de miedo, más bien un nuevo tipo de miedo que me ha hecho huir. Sé que no lo he tratado bien, quizás hasta me comporté como una arpía con usted, antes de decidir mantenerme alejada. He pensado, y pensado, y creo que podríamos hacer funcionar un matrimonio entre nosotros, señor. Un buen matrimonio. Yo trataré de cumplir mi parte. ¿Qué opina?
Justin se rió, la besó, y la estrechó contra sí.
– Pienso que, desde ahora, la vida será muy interesante. Casémonos, señora. Hagámoslo pronto. Yo también trataré de hacer bien todas mis partes.
– Podríamos celebrar nuestro acuerdo, ¿qué le parece? Podría besarme otra vez. En realidad, no me molestaría en lo más mínimo.
El conde casi podía saborearla. Estaba cerca, tan cerca, que la boca de ella estaba a instantes de la de él y, esta vez, le enseñaría a abrirla, y luego…
– Bueno, diablos -dijo, apartándola de sí en el mismo instante en que la puerta se abrió, y unas risueñas lady Ann y Elsbeth entraron en el salón, las capas relucientes de agua de lluvia, con Crupper detrás.
– Está diluviando dijo lady Ann, mientras le entregaba su capa al mayordomo-. Tendríamos que habernos quedado en Talgarth Hall, pero tanto Elsbeth como yo queríamos venir a casa. Ah, veo que habéis cenado aquí. ¡Pero, caramba, qué poco habéis comido! Pero si apenas habéis…
Se interrumpió. Contempló a su hija, luego a Justin. No era difícil adivinar lo que había pasado entre ellos antes de que ella y Elsbeth hicieran su inoportuna entrada. El rostro de Arabella estaba encarnado, y su hermoso cabello había disfrutado el paso de las manos de un hombre a través de él.
El conde se levantó. Gracias a Dios, su lujuria había sufrido tina rápida muerte.
– Lady Ann, Elsbeth -saludó-. Bienvenidas a casa. ¿Quieren un poco de té?
Lady Ann tuvo ganas de reírse, pero el embarazo de su hija la instó a contenerse. Vio que Elsbeth parecía confundida. Miraba fijamente a su medio hermana, y se preparaba a hacer preguntas.
– Ah, mi querida Elsbeth -se apresuró a decir lady Ann-, pienso que será conveniente que subamos a nuestras recámaras.
Elsbeth no parecía en absoluto ansiosa por marcharse sino, más bien, de quedarse y hablar. El conde dijo:
– Sí, están las dos empapadas. Nos veremos por la mañana.
– No -dijo lady Ann, con la risa jugueteando en su voz-. Creo que Elsbeth y yo bajaremos a tomar el té con vosotros. ¿En media hora, Justin?
Aunque quiso maldecir, no lo hizo. Quería llevar a Arabella al desván y mostrarle más partes de las que ella podía imaginar. Y, en cambio, dijo, con un suspiro:
– Sí, en media hora.
Jamás hubiese imaginado que Ann le haría algo así. Ah, pero ella lo disfrutaba inmensamente. En lo que a ellos dos se refería, no se atrevería a besar a Arabella en los siguientes treinta minutos pues, silo hacía, no estaría en condiciones de levantarse.
Cuando las dos mujeres volvieron al Salón Terciopelo, el conde les puso en las manos copas de cristal llenas de champaña, y dijo:
– Deséennos felicidades, Ann, Elsbeth. La señora me ha hecho el honor de aceptar mi mano en matrimonio.
– Oh -exclamó Elsbeth-. Por eso teníais ese aspecto, bueno, no era raro, en realidad, sino un poco ausente, si entendéis lo que quiero decir. Era como si los dos quisierais que lady Ann y yo viajáramos a la luna de inmediato.
– Bueno, sí -dijo el conde-. Pero es lo que la gente suele hacer cuando acepta casarse. Desean que todos los parientes se mantengan lejos.
– Muy cierto -dijo lady Ann-. Y nosotras nos mantendremos lejos, pero aún no. -Rió, y alzó la copa-. A vuestra salud y felicidad, mis queridos.