– Estás hecha un desastre -dijo el conde, sujetando a su esposa de los brazos. Comprendió que tenía miedo de soltarla-. Qué cerca estuvo -dijo, atrayéndola hacia sí y apretándola con fuerza-. Demasiado cerca. No volverás a hacerme esto, ¿verdad, Arabella?
La muchacha negó con la cabeza contra el hombro de su marido.
– Fue horrible. Pensé que no volvería a ver caer el sol sobre la casa al atardecer. -Se interrumpió un instante, y frotó la nariz contra la tela suave de la chaqueta de él.- Temí no volver a verte nunca más.
– Ah -repuso Justin. Le alzó la barbilla con el dedo, contemplo ese rostro largo tiempo, y luego la besó con gran ternura-. Los dos necesitamos un baño. Déjame ver ese corte que tienes en la cabeza.
Gracias a Dios, no era tan grave como parecía. Dejó caer otra vez el cabello apelmazado. Lo que sucedía era que había sangrado mucho, como suele ocurrir con las heridas en la cabeza.
– Te curarás. Ahora, báñate. Después, quiero hablar contigo.
Fue en ese instante cuando Arabella se decidió. Justin aún no le creía pero, de todos modos, empezaba a quererla. Como mínimo, le debía la verdad.
– Y yo quiero hablar contigo.
Al diablo con las consecuencias.
El conde se limitó a sonreír, preguntándose qué iría a decirle, si le pediría perdón. Recordó lo que le había dicho, con la boca contra su hombro, cuando estaban en la celda del monje. Estaba convencida de que él le creía. ¿De qué se trataría? No, no quería pensar en eso. Seguramente, lo admitiría todo. ¿Acaso no acababa de decir que quería hablar con él? Justin quería terminar de una vez con todo eso. y sabía que había más, mucho más. Estaba Gervaise, y lo que había hecho el maldito miserable.
– Grace está preparándote la bañera. Será conveniente que yo le pida lo mismo al pobre Grubbs.
Se volvió, a desgana: a decir verdad, no quería perderla de vista ni por un instante, no quería salir del dormitorio.
– Justin.
– ¿Qué?
Con voz más suave que la manteca que había servido la cocinera esa mañana, le dijo:
– Gracias. Me has salvado. Sabía que irías, y lo hiciste.
– Tú habrías hecho lo mismo por mí, ¿no es cierto?
– Sí, pero creo que yo habría acudido con más rapidez, ¿sabes, milord? -Adoptó una pose. Con el vestido mugriento, el cabello apelmazado, las manos y la cara rasguñados, adoptó una pose desafiante, y agregó-: Aunque, pensándolo bien, creo que te habría dejado sepultado el mismo tiempo.
Justin no pudo contener la risa.
– Bien dicho. No cambies nunca -le dijo, y salió.
Por desgracia, no tuvieron tiempo de hablar antes de la cena.
Como era de esperar, la conversación pronto giró hacia el misterioso esqueleto descubierto en la cámara.
– No había ninguna clave de la identidad del pobre hombre? -preguntó lady Ann al conde.
– Por desgracia, no. A juzgar por el tipo de vestimenta, diría que se topó con su violento fin hace unos veinte años. En lo que se refiere a cómo, por qué, o por mano de quien…
Se encogió de hombros, y pinchó otro bocado de lomo de cerdo sautée.
Arabella se mordió la mejilla. Aunque la carne de cerdo le encantaba, esa noche no podía dar cuenta de ella. ¡Dios querido, pensar que ella tenía la respuesta a todas las preguntas en un pequeño trozo de papel plegado! Podía imaginar el horror de sus rostros si ella les decía que era su padre quien había matado al hombre -el amante de Magdalaine-, un hombre llamado Charles. Y Gervaise, ¿cómo reaccionaría al saber la verdad? Tal vez ya la supiera. Bajó la cabeza y jugueteó con las judías verdes perdidas en medio del plato. Lo que más ansiaba era estar sola, lejos de todos, para poder pensar. Tenía que decidir qué hacer.
– Querida Arabella, qué horrible debe de haber sido estar encerrada con el esqueleto. Eres muy valiente. Dios mío, creo que yo me habría muerto de miedo ahí mismo.
Elsbeth se estremeció, y s le cayó un guisante del tenedor.
– No, no te habrías muerto -dijo Arabella, poniendo énfasis en su confianza hacia su medio hermana-. Al encontrar el esqueleto, te habrías puesto totalmente blanca; eso fue lo que me pasó a mí, pero luego habrías reflexionado y encarado la situación de una manera muy práctica.
– ¿Eso crees? -Elsbeth miró el plato, ceñuda, luego levantó la cabeza-. ¿Crees que hubiese sido tan valiente como tú?
– No tengo ninguna duda. Y tú tampoco deberías tenerla, aunque ruego que nunca tengas que demostrarlo en la abadía.
El doctor Branyon miró a las muchachas. Arabella le habría cedido a Elsbeth toda su fuerza, lo habría hecho en ese mismo momento, durante la cena misma. ¿Qué estaría pasando? Se advertían muchos cambios en ella. Sacudió la cabeza. Luego, Ann le diría lo que pasaba. Le dijo a Arabella:
– Tanto tú como Elsbeth son fuertes como caballos pero tú, mi querida condesa, necesitas un examen más a fondo. Quiero asegurarme de que estás bien.
Arabella logró lanzar una carcajada.
– ¿Qué? Y convertirme en víctima de una de tus espantosas pociones? No, gracias, señor. Madre, sírvele más de esas cebollas cocidas, así se olvidará de mí.
El doctor Branyon se dirigió al conde:
– Justin, ¿no puedes persuadir a tu esposa de que sea razonable?
El aludido se limitó a sonreír y a negar con la cabeza.
– Déjala soportar en paz sus chichones y magulladuras, Paul.
Estoy convencido de que no tiene nada serio. Pero puedes estar seguro de que esta noche la vigilaré muy de cerca.
– El que tiene que disculparse con usted soy yo, querida Arabella -dijo el comte, inclinándose hacia ella, y gesticulando con el cuchillo. Eran las primeras palabras que pronunciaba-. Sin saberlo, la puse en un riesgo terrible. Es imperdonable, supera lo que puede tolerar el honor de un hombre. Dígame, ¿qué puedo hacer en compensación?
Arabella levantó la vista hacia el francés: tenía ganas de decirle que bien podía irse en ese mismo momento, y no volver nunca más. Podía suicidarse. Podía arrojarse de cabeza en el estanque. Quería preguntarle qué era 1(1 que sabía, y por qué había acudido allí, por empezar. Por otra parte, creyó advertir una nota falsa en la voz cantarina del joven. En ese momento, le resultaba claro. La preocupación no se reflejaba en los ojos oscuros. ¿Sería alivio lo que veía, alivio de que ella no hubiese muerto? ¿Qué era lo que sucedía? ¿Cómo podía descubrirlo?
Con esfuerzo, le dedicó una sonrisa radiante.
– Acepto su disculpa, comte. Lo perdono sin dudarlo, pues yo también quería explorar las cámaras. El error es de los dos.
¿El francés percibiría la falsedad de su tono? "Ojalá, el muy miserable", pensó. No se atrevía a mirar a Justin. Supuso que, luego, le diría con toda franqueza lo que pensaba.
Lady Ann dijo:
– Lo único que importa es que estás a salvo. Ahora, te daré una orden: basta de exploraciones de las ruinas. Recuerdo que tu padre te lo hizo prometer hace años. Vamos, promételo de nuevo.
"Sí", pensó Arabella, "mi padre no quería que me acercara a las ruinas. No tengo la menor duda al respecto. Temía lo que yo podía descubrir." Se sintió descompuesta hasta el alma, pero logró decir:
– Es la promesa más fácil de cumplir que he hecho jamás, mamá.
El doctor Branyon dirigió la atención a Gervaise. Empezaba a detestar al francés tanto como el conde, pero por diferentes motivos. Temía que representase una amenaza para Ann. No sabía qué clase de amenaza, pero sentía un temor visceral. Y volvió a preguntarse qué habría descubierto Justin acerca de él. ¿Se limitaría a dejarlo marcharse? Dijo:
– Tengo entendido que se marchará pronto de Evesham Abbey, monsieur.
Gervaise dirigió la mirada al conde bajo los párpados entrecerrados, y luego respondió, sereno:
– Sí, doctor, hay asuntos importantes que reclaman mi atención. He disfrutado del descanso aquí, en Inglaterra, pero debo regresar a Bruselas.
El médico replicó:
– Bueno, ha permanecido largo tiempo aquí, ¿no es cierto? Quizá sea preferible que regrese a su país.
Gervaise recorrió a todos los presentes con la mirada. Supo que el conde ya estaba enterado de cuáles eran sus objetivos cuando volvió para informar del accidente de Arabella. Ah, pero él no sabía qué era lo que Gervaise buscaba. Y por eso no lo había echado a puntapiés: porque quería saber. Después, querría matarlo. Bueno, muy pronto el conde descubriría todo. Y no sería Gervaise quien muriese. Esos pensamientos lo hicieron sonreír.
Arabella se sorprendió a sí misma examinando atentamente el rostro de Gervaise. Ah, si pudiera desentrañar por qué había ido a Evesham Abbey. No podía creer que fuese tan vil para seducir adrede a su propia hermanastra. No, nadie sería capaz de semejante cosa. Sus ojos se posaron al acaso en la cabecera de la mesa. Contuvo el aliento, sorprendida, al descubrir el brillo de ira en la mirada de su esposo. Se apresuró a volver la atención al pequeño trozo de cerdo que tenía en el plato. "Qué estúpida", pensó. "Justin me sorprendió mirando a Gervaise." No la creía inocente, nunca le creería.
Arabella deseó poder llevarse al esposo con ella en ese mismo instante. Pero había que pasar la velada, soportar las mentiras acalladas que flotaban en el aire como polvo. Cuánto odiaba ella el engaño, los secretos.
Por fin, al final de uno de los recitales de Elsbeth, Arabella se volvió, agradecida, hacia el doctor Branyon, que se había puesto de pie y le tomaba la mano. Le besó los dedos, y le dijo:
– Ahora mismo te irás a acostar, Arabella, sin discusiones.
Le hizo una breve reverencia.
– Sería poco elegante de mi parte discutir con mi futuro padre. Estoy dispuesta a cumplir su indicación, señor.
Se puso de pie y le dio al médico un beso en la mejilla.
Branyon le palmeó la mano con gesto cariñoso, y luego se volvió hacia lady Ann.
– Ahora debo irme, Ann, pero vendré a buscarte en la mañana, para salir.
Arabella estaba a punto de ir a acostarse cuando vio, por casualidad, que Elsbeth contemplaba a Gervaise con disimulada confusión. Tendría que haber estado ciega para no ver mucho antes lo que guardaba el corazón de su hermana. En ese mismo instante, pese a la fatiga que le hacía cerrar los ojos, decidió que no dejaría a Elsbeth a solas con Gervaise. Lo menos que podía hacer era mantenerlos separados hasta que el francés se fuera. Se paseó por la habitación varios minutos, estrujándose el cerebro en procura de una solución. El conde la observaba, preguntándose qué le pasaría. Vio que la mirada de la esposa se posaba en Elsbeth y luego, con mayor atención, en Gervaise. Algo extraño pasaba.
Quería tenerla para él, toda para él. Dijo en voz fría y serena.
– Estoy de acuerdo con Paul: es hora de que te vayas a la cama.
Eso era. Arabella repuso:
– Sí, creo que debo irme a la cama. Oh, Elsbeth, ¿no me acompañarías a mi cuarto? Lo que más me gustaría es que tú me arropes.
Elsbeth alzó la vista, asombrada. Como Gervaise partiría pronto, había pensado en hablar con él, preguntarle qué planeaba hacer ahora que su madrastra se casaría con el doctor Branyon. Pero no se le habría ocurrido negarse a complacer a su hermana. Aceptó de inmediato, y se levantó para acercarse a donde estaba Arabella.
– Les damos las buenas noches, caballeros -dijo Arabella.
Tomó con firmeza la mano pequeña de su hermana, y tiró de ella, haciendo que las dos marcharan en filas cerradas hacia la puerta.
Ya con el camisón puesto, mientras Elsbeth cepillaba su cabello, hasta llegar a las cien pasadas, Arabella le sonrió y le dio un beso en la mejilla:
– Gracias. Me alegra de que hayas venido a acompañarme. No pasamos juntas suficiente tiempo. Pero pronto lo haremos, ya verás. Ahora, ve a acostarte, Elsbeth. Es tarde, y veo que estás cansada.
Dudó si debía seguirla para cerciorarse de que no fuese a reunirse con Gervaise. La sola idea le helaba la sangre.
Elsbeth bostezó y se estiró como una niña inocente, en paz con el mundo.
– Sí, ya debo irme a mi cuarto. Gracias por prestarme a Grace, Bella. Me siento perdida sin Josette.
Al nombrar a la vieja criada, su rostro cautivante se contrajo.
Arabella no supo qué decir. Sabía que Elsbeth echaba de menos a Josette. Era menester recordar que Josette había estado con ella toda la vida, había sido como una madre para ella. Se limitó a palmear la mano de su hermana y dijo con suavidad:
– Lo sé, Elsbeth. Gracias por venir a hacerme compañía.
Arabella se acostó y sopló la vela que estaba junto a la cama. Sabía que pronto Justin se reuniría con ella. Había mucho que decir. Pero, por el momento, estaba sola, sola para pensar, para repasar los hechos y las medias verdades que había descubierto.
A esa altura, ya sabía casi de memoria el contenido de la carta de Magdalaine. La había releído varias veces antes de bajar a cenar. En cuanto a la carta misma, la había metido dentro de una de sus sandalias de noche, un escondite que sabía seguro… ni siquiera Grace revisaba jamás sus zapatos, salvo para quitarles el polvo, y eso no sucedía más de una vez por mes.
Se incorporó de repente: Señor, qué tonta era. Josette debía de saberlo todo. ¿Acaso no se encargaba de despachar las cartas que Magdalaine le enviaba a Charles, su amante? Claro, Josette debió saber que Gervaise era hijo de Magdalaine. Ahora, la vieja criada estaba muerta. A Arabella se le erizó la piel de los brazos. Había sufrido una caída trágica por la escalinata principal, en mitad de la noche, y sin una vela para alumbrarse.
Su recuerdo regresó a aquella tarde. Estaba todo lo segura que era posible de que el derrumbe de las viejas ruinas de la abadía no era accidental. Pero, si Gervaise tenía intención de hacerle daño -o de matarla, incluso-, ¿por qué había regresado tan rápido con Justin para rescatarla? ¿Qué motivo podría tener para actuar así? Nada de eso tenía demasiado sentido.
Sacudió la cabeza. ¿Dónde estaría su esposo? Dejó caer los hombros. Tuvo la sensación de estar vagando por el laberinto de Richmond Park sin la clave para encontrar la salida. La clave de este laberinto era el motivo por el que Gervaise había llegado a Evesham Abbey.
Le resultaba obvio que su padre debía de haber conocido la existencia de Gervaise como hijo natural de su primera esposa. Por eso Gervaise no debió de presentarse hasta después de la muerte del padre de Arabella. Pero, ¿habría algo más que el padre sabría acerca de él, y que lo había mantenido alejado?
De pronto, se abrió la puerta y entro el conde en el dormitorio. Llevaba puesta una vieja bata de brocado azul oscuro, la misma que llevaba puesta la noche de bodas, que tenía los codos gastados por los años de uso. Iba descalzo. Arabella supo que estaba desnudo bajo la bata. Apretó los dedos. Sintió que la invadía el calor. De pronto, todo pareció muy simple.
Cuando Justin se acercó a la cama, su esposa le dijo:
– Gervaise nunca fue mi amante. Fue Elsbeth, no yo.
El conde se detuvo de golpe: con los ojos de la mente, vio aquel momento ya lejano con tanta claridad, como si hubiese sucedido una hora atrás. Tan claro era todo para él. Dijo, marcando las palabras:
– Te vi canturreando al salir del establo, el día anterior a nuestra boda. Saliste un instante después que Gervaise, que se escabulló con un aire tan furtivo corno el de un ladrón.
– ¿Por eso creíste que te había traicionado?
A Arabella le latía el pulso aceleradamente. ¿Por esa insignificancia se había vuelto en contra de ella? Tuvo ganas de saltar y atacarlo, pero no se movió, sencillamente esperó. Tragó con esfuerzo,.
– No, había más. Cuando saliste, tenias el vestido arrugado, te abrochabas algunos botones, e intentabas acomodarlo. Incluso te agachaste para atarte las cintas de la sandalia. Tenías el cabello revuelto, lleno de paja. Y un aire de gran satisfacción.
Aún entonces, Arabella se contuvo. Justin se sentó en la punta de la cama.
– No supe qué pensar… el conde francés salió. Tenía el aspecto de un hombre que acaba de hacer el amor con una mujer. Es un aspecto que cualquier hombre conoce bien. No había error posible. Estaba seguro, y quería mataros con mis propias manos, a ti por traicionarme. Ah, y quería retorcer el cuello de ese maldito.
– ¿En serio, no tuviste dudas en aquel momento?
– No, estaba seguro de lo que había sucedido. No quería creerlo, pero lo creí. No tenía la más mínima duda. Quería morirme.