Le dedicó una sonrisa deliciosa.
– No, he venido sólo para verte. Bueno, también tuve una discusión bastante fuerte con Justin respecto de Arabella. No quise que sucediera, pero sucedió. Luego, mi hija apareció en el cuarto. La vi aterrorizada de él, Paul, aterrorizada. En lo que al conde se refiere, Dios sabe lo que piensa. Pero tenías razón en todo, ¿sabes? Está convencido de que Arabella lo traicionó con el conde francés. Sin embargo, no me dijo por qué lo creía, y eso era lo que yo quería que me dijese. No me lo dijo. Con todo, lo conozco lo suficiente para entender que si cree eso debe de tener un buen motivo. -Suspiró-. Ojalá me lo hubiese confiado.
– ¿Le habrá ordenado al joven que se vaya de Evesham Abbey? Pienso que debería hacerlo. Luego, tal vez él y Arabella pudiesen disipar este maldito malentendido.
– Odio Evesham Abbey. Ahora es más frío y vacío que antes. Aun cuando haya personas yendo de aquí para allá, parece vacío. Dios, siempre he odiado ese lugar.
– Entonces, vendrás a vivir aquí, conmigo.
Ann se sobresaltó, primero, y después, rompió a reír. Recorrió la sala con la vista y le encantó cada mueble, cada colgadura, cada pequeña escultura, dibujo, o pintura de los que había allí.
– ¿En serio permitirías que viva aquí, contigo? ¿No me obligarás a vivir en otro lugar, en un sitio que te parezca lo bastante grandioso para mí?
– No, estarás aquí, conmigo, y la señora Muldoon nos dará órdenes a los dos, y te amará, pero como una madre, no como yo, que seré tu esposo y tu amante. Sé que disfrutarás de esta casa, Ann. también sé que si no te gustara me lo dirías. En algún momento lo dirías.
Ann se levantó del sofá y se acercó a donde él estaba. Se le sentó en el regazo, y le rodeó el cuello con los brazos.
– Sí -le susurró en el oído-. Si algo me disgustara, en algún momento te lo diría. Sin embargo, en este momento no se me ocurre nada.
Lo besó. Lady Ann, la mujer tan correcta, tan hermosa, a la que Paul amaba desde que la conoció, recién casada con el conde de Strafford, hacía diecinueve años. Dios era benévolo.
– Oh, sí -dijo, en la boca de ella.
Cuando, al fin, Ann levantó la cabeza, se le había acelerado la respiración, y sus pechos estaban un tanto agitados. Paul creyó que iba a estallar de felicidad.
– Me imagino que no quieres ese té, ¿verdad, Ann?
– Se me había olvidado. Si me llevas a la cocina de la señora Muldoon, y me muestras dónde está el té, yo lo prepararé para nosotros. Eso, en caso de que quieras un aburrido té.
– ¿En lugar de qué cosa?
– En lugar de mí -dijo, sentándose otra vez junto a él.
No quería hacerle el amor en la sala. No, la quería en su propia cama, donde dormiría todas las noches, hasta el fin de su vida. La quería con ansia.
– ¿Vienes conmigo, Ann?
– ¿A esa condenada cocina?
– No, a mi cama.
Con la palma suave, la mujer le acariciaba la mejilla.
– Creo que hasta iría a Talgarth Hall contigo.
– Entonces, es que me amas -dijo el hombre, poniéndose de pie y abrazándola estrechamente contra sí.
La risa de Ann fue el sonido más hermoso que él había oído nunca
Subió de dos en dos los peldaños cubiertos por la alfombra gastada, y recordó al pasar los años interminables, las noches en que subió, desalentado, esas mismas escaleras que conducían a su dormitorio. Pronto, no volvería a subirlas solo nunca más.
Transcurrió una hora entera, después de la cual lady Ann murmuró contra el cuello de Paul:
– Soy una mujer perdida. Si no te casas conmigo, tendré que arrojarme a la zanja. Por todo eso de la culpa y el remordimiento por mis pecados, ¿sabes?
El la besó, pero sin reírse. Todo lo serio que podía estar un hombre, le dijo:
– ¿Estás preparada para las murmuraciones maliciosas de nuestros vecinos?
Aunque no había pensado en ello, sabía que sucedería. Y, en ese momento, le dedicó todo el tiempo que merecía: cinco segundos.
– Por mí, pueden irse todos al infierno -dijo.
Al oírla, Paul se asombró tanto que rompió a reír.
– ¿Y Arabella? -preguntó.
– No estoy preocupada por ella, al menos en lo que se refiere a nosotros, Paul. No dudo de que ya lo habrá imaginado. Hasta Justin lo notó. Mi hija te quiere mucho. ¿Por qué tendría que importarle que su madre, por fin, halle la felicidad?
Paul tuvo la intención de decirle que podría odiarlo a él tanto como amaba al padre, pero no lo sabía. Ahora, todo era extraño, nada era como debía de ser, excepto para ellos, pensó, besándole la punta de la nariz. No, era una perfecta extrañeza.
La ayudó a vestirse, y descubrió que disfrutaba de manipular todos esos pequeños botones de la espalda, y encajarlos en los correspondientes ojales. Salieron juntos de la casa.
Lady Ann llegó a Evesham Abbey con tiempo suficiente para cambiarse para la cena.
– En un rato, me reuniré contigo, Paul -susurró. Dirigiéndose al mayordomo, añadió-: Crupper, dígale a la cocinera que esta noche el doctor Branyon cenará con nosotros.
– Sí, milady.
Crupper asintió. No era ciego: su señora estaba más hermosa de lo que la había visto nunca, y todo era gracias al doctor Branyon. Oh, Señor. Bueno, ¿a quién le importaba?
Crupper observó al doctor Branyon mientras le convidaba con una copa de jerez. Si bien no era un señor de la sociedad, era un magnífico caballero. Mientras descendía los escalones de piedra caliza que llevaban a la cocina, reflexionando sobre la situación, se le ocurrió que era la primera vez que veía así a lady Ann: no sólo hermosa sino chispeante, sí, eso era. Cierto que hacía muy poco tiempo del fallecimiento de su señoría, pero, ¿qué importaba? Lady Arabella estaba establecida con el nuevo conde, y de todos modos, la vida era demasiado breve para preocuparse demasiado por semejantes asuntos. Se alisó el escaso cabello gris y se preguntó si la pareja viviría en Evesham Abbey después de casarse.
Si lady Ann no hubiese estado tan dichosa, habría notado la tensión subyacente en torno de la mesa de la cena. Veía a los comensales sentados ante la enorme mesa a través de un agradable velo, y sus palabras y sus tonos le llegaban suavizados, por el tiempo que tardaban en atravesar ese velo. Tuvo ganas de saltar y de gritar aleluya cuando Paul dobló su servilleta, se aclaró la voz, y se puso de pie.
– Justin, comte -dijo con voz clara-, antes de que las señoras se dirijan al Salón Terciopelo, quisiera hacer un anuncio.
El conde alzó la vista, miró el rostro de lady Ann, y sonrió. Si bien la sonrisa no fue plena, pues aún lo dominaba cierta frialdad, de cualquier modo expresaba complacencia. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Arabella también levantó la vista, aunque no le importaba, sólo quería irse del comedor, alejarse de él.
El doctor Branyon se aclaró la voz:
– Lady Ann me ha hecho el honor de aceptar mi propuesta de matrimonio. Nos casaremos lo antes posible y viviremos con mucha discreción hasta que termine el año nominal de duelo.
El conde se levantó de inmediato y alzó su copa.
– Mis felicitaciones, Paul, Ann. Por cierto, no es una gran sorpresa y, aun así, es una ocasión feliz. Propongo un brindis por el doctor Branyon y por lady Ann. Que tengan una vida entera de felicidad.
Arabella permaneció sentada, inmóvil. ¿Que no era una gran sorpresa? No, no podía ser verdad, no podía ser. Su padre acababa de morir. El cuerpo de su padre estaba pudriéndose entre las ruinas de alguna olvidada aldea en Portugal, y su madre, imperturbable, planeaba su casamiento con otro hombre. No podía tolerarlo.
La ira le hizo subir la bilis a la garganta. Al mirar a su madre, al otro lado de la mesa, observó, con furia contenida, que un delicado sonrojo teñía sus mejillas, le brillaban los ojos. Era sólo una ramera.
– Arabella, el brindis, querida mía.
Volvió la cabeza para mirar al conde. Su esposo. El hombre que la odiaba, que la castigaría el resto de su vida por algo que ella no había hecho. Oyó la nota autoritaria en su voz. Por Dios: aprobaba esta farsa de matrimonio. Miró a Elsbeth y a Gervaise: con lo que ahora sabía, los vio casi como un solo ser. Los ojos y el cabello oscuros de su hermana se diluían, como pintados por el mismo pincel, con los del francés. Fue como si un par de ojos almendrados la contemplasen en una sola mirada, unificados en el pensamiento… en los cuerpos. No, no podía ser. ¿Elsbeth y Gervaise? Pero, ¿qué otra? No, seguramente Suzanne tenía razón: eran amantes.
Le pareció que no manifestaban más que una moderada sorpresa. ¿Sería ella la única que no lo había adivinado?
– Arabella, hija, ¿estás bien?
La voz de la madre, vibrante de preocupación. ¿Era un ruego lo que detectaba? ¿Buscaría la aprobación de la hija, el perdón por su traición? La ceguera de Arabella había sido ilimitada. Comprendió que había estado tan encerrada en sí misma, en su propia desdicha, que se le escapó lo que todos vieron con absoluta claridad. Sí, fue como una ciega muñeca de madera, con las ideas congeladas dentro, de sí. ¡Qué sorprendido estaba el doctor Branyon de su silencio! ¿O no lo estaba? Él no podía ignorar cuánto echaba ella de menos a su padre, cuánto lo había amado, más que a la vida misma. Pero él la había traicionado. Los dos la traicionaron. Y su padre. ¿Habrían sido amantes durante años? ¿Habrían esperado a que el padre muriese para acostarse?
– Arabella.
Otra vez, la voz del conde, ya con tono condenatorio. En realidad, la había condenado desde que se casaron. ¿Cómo podía esperar, Arabella, que viese la verdad, que entendiera lo que habían hecho?
Vacilante, Arabella se levantó de la silla, aferrándose con los dedos al borde de la mesa. El peso de su inconsciencia y de la traición de ellos la aplastaba. "Cuánta traición", pensó. Sólo que ella era inocente, y los otros, no.
Su voz sonó como una hoja caída, aplastada y rota bajo una pisada.
– Sí, madre, estoy bien. ¿Ha propuesto usted un brindis, milord? Lo lamento, pero no me sumo.
Oyó que alguien, horrorizado, ahogaba una exclamación, pero no supo quién. De manera borrosa, vio que el conde se apartaba de su silla con gesto de ira. Arabella se dio la vuelta y salió corriendo del comedor.
Justin arrojó la servilleta sobre la mesa.
– Paul, Ann, no le presten atención. Por favor, vayan a tomar café al Salón Terciopelo. Si me disculpan, iré a hablar con mi esposa.
El semblante de lady Ann estaba completamente blanco, los labios apretados en una línea, pero no lloró. Vio la rabia loca en los ojos del conde. Oh, Dios, tenía que proteger a Arabella de su cólera. Nunca lo había visto tan cerca del límite. Tambaleante, se levantó de la silla extendiendo la mano hacia él.
– Espera, Justin. No hay motivo para que te alteres así. Es una sorpresa para ella. Ya sabes cuánto amaba a su padre. No, por favor…
Pero el yerno ya había salido del comedor sin mirar atrás.
Paul se acercó a ella y le tomó la mano, diciéndole muy suavemente en el oído:
– Me temía esto. Sabes que Arabella no es feliz. Yo pensaba que se aferraba al recuerdo del padre para soportar esta etapa con Justin. Por favor, Ann, no te sientas herida por ella, porque no tiene intención de lastimarte. Está muy furiosa, muy dolorida. Ven, vayamos al Salón Terciopelo y tratemos de actuar con naturalidad, por lo menos ante Elsbeth. En cuanto al comte, ojalá se fuera en este mismo instante, pero eso no puede ser. Ven, amor.
Lady Ann dijo, en tono triste:
– Qué estúpida he sido al no entender, hasta prever la reacción de Arabella. Seguramente, no quería hurgar muy a fondo. Lo único que quería era estrechar mi propia felicidad.
La explosión de Arabella sobresaltó tanto a Gervaise que lo único que pudo hacer fue un breve gesto de asentimiento. Mientras seguían a lady Ann y al doctor Branyon, al pasar ante el mayordomo de rostro pétreo que había oído toda la escena, de pronto, Elsbeth le tiró de la manga, haciéndolo retroceder.
– Oh, Gervaise, ¿qué haremos ahora? -Estaba a punto de llorar. El francés no podía permitir que se derrumbara ante lady Ann o el médico. Le apretó las manos entre las suyas casi hasta hacerle daño-. Escúchame, Elsbeth, como te dije antes, no es nada. Pensaré en algún plan, no te preocupes. Vamos, enderézate. No llores. No des una escena de mala educación, como ha hecho tu hermana hace un instante. Tú estás por encima de eso. Eres gentil, bondadosa, y te controlarás.
– Sí, Gervaise, sí, está bien, lo intentaré. -Se sorbió, enjugándose los ojos con las manos, como una niña. El francés sintió que algo hondo y doloroso se removía dentro de él-. Sí, la conducta de Arabella me ha escandalizado. ¿Por qué ha hecho eso? Nuestro padre no era un hombre cariñoso, tú lo sabes. Me odiaba. Oh, de acuerdo, a Arabella la amaba, y aun así, ¿cómo ha podido comportarse de una manera tan horrible con su madre?
Justin fue a zancadas hasta el vestíbulo principal, y enfiló directamente hacia la escalera. Subió los escalones de dos en dos y de tres en tres, y ya estaba a mitad de camino del primer rellano cuando Crupper advirtió a dónde se dirigía. Agitó la mano hacia la espalda del amo, sacudió la cabeza al ver que no obtenía respuesta, y regresó a su puesto, junto a las puertas principales. Se negaba a gritar para llamar la atención de su señoría. No era algo que se hiciera en Evesham Abbey, desde luego.
La furia del conde fue evidente, hasta para Grace, la doncella de Arabella, que se escabulló de su camino en cuanto le vio el semblante. Le aleteaban las narices y en el cuello le sobresalían, tensos, los músculos. Le temblaban las manos, sin que pudiese evitarlo. Maldita mujer, ¿cómo se atrevía a asestar a su madre un golpe tan devastador? ¿Acaso no tenía ojos en la cara para ver dónde residían los afectos de lady Ann? La estrangularía.
Justin tironeó del pomo de la puerta del dormitorio. Estaba cenada, tal como esperaba que estuviese, pero el manipuleo inútil en su propia habitación no hizo más que aumentar su furia. Al irrumpir en el cuarto contiguo, casi tiró al suelo al sorprendido Grubbs, su valet.
– Milord, ¿qué es lo que sucede? ¿Qué ha pasado?
Justin no le hizo caso, y un instante después estaba en medio de la habitación del conde. Quiso vociferar el nombre de su esposa, pero vio que el cuarto estaba vacío.
– Maldita sea -dijo, en voz muy queda, girando sobre los talones y volviendo hacia la escalera.
– Crupper, ¿ha visto a su señoría?
– Sí, milord -dijo Crupper, con absoluta compostura.
– ¿Y bien? ¿Dónde diablos está?
– Su señoría ha salido de la casa, milord. Y debería agregar que ha salido muy deprisa.
– Maldición, hombre, ¿por qué diablos no me has dado antes esta información?
Crupper se irguió en toda su estatura.
– Si me perdona por tomarme la libertad, milord, su señoría estaba llegando casi al tope de la escalera cuando yo advertí su presencia, siquiera.
– Eso es una ridiculez -repuso Justin, casi gritando, mientras se alejaba del mayordomo a grandes pasos, y salía a la noche tibia.
Al conde no se le ocurrió dejar, sencillamente, que Arabella volviese cuando se le antojara. Repasó sus escondites preferidos: las ruinas de la vieja abadía, el estanque, quizás incluso el cementerio Deverili. Por razones que no lograba definir, supo que no estaría en ninguno de los sitios habituales. No, sabía que intentaría escapar… de Evesham Abbey, de su madre pero, sobre todo, de él mismo.
Lucifer. Podría apostar hasta su último cobre que debía de estar cabalgando como una salvaje, montada en su caballo.
Corrió a todo vapor hacia los establos. Llegó justo a tiempo para ver las faldas de Arabella, que ondulaban alrededor, sobre el lomo de Lucifer, galopando en medio de la oscuridad de la noche.
– James -gritó Justin.
El alto jefe de mozos de cuadra apareció en la entrada iluminada, dilatando los ojos al ver el rostro furioso del amo. Asustado, esperó a que el conde lo despidiese, pero esa idea ni se cruzó por la mente de Justin. Sabía que, entre los criados, la palabra de Arabella era indiscutida.
– Busca mi potro, James, rápido.
A medida que pasaban los segundos, el conde calculaba mentalmente cuánta delantera le llevaría Arabella. Su potro bayo era de sangre árabe, y entrenado por Marmaluke. Pero Lucifer, caramba, tenía la fuerza de diez caballos, y era veloz como el viento. Arabella podría haber llegado al condado vecino antes de que él hubiese llegado al final del sendero, siquiera.
– ¡James, date prisa!
Quería estrangularla.
Quería gritarle hasta aplastarla, hasta que al fin admitiese lo que le había hecho. Ansiaba que le dijese que había cometido un error, que lo lamentaba, que estaba arrepentida, que pasaría el resto de su vida compensándolo.
También quería verla, verla, nada más, quizá decirle que la comprendía. Movió la cabeza, asombrado de sí mismo. Estaba cambiando, debilitándose. Estaba dispuesto a perdonarla. Quería matar al francés, pero no a ella, no a Arabella. Si bien no se comprendía a sí mismo, eso era lo que sentía.
Bueno, maldición.