El conde corrió las pesadas cortinas que cubrían la larga hilera de ventanas con montante, en la galería de retratos familiares. Se sacudió de las manos una leve capa de polvo, y tomó nota de señalar a la señora Tucker ese descuido. Le habría gustado abrir las ventanas para ventilar el salón, pero una fina llovizna inicial se había convertido en aguacero.
No sabía bien por qué había acudido a la galería de retratos familiares; lo único que sabía era que quería estar solo. Recorrió con la vista todo el estrecho recinto, poco más ancho que los corredores de la planta alta, y la posó por un instante en el retrato de su tío abuelo, que contemplaba, altanero, el mundo que se extendía ante su oscuro ceño. Sus cejas eran típicas de los Deverill, y se cubría el cabello con una peluca blanca y rizada. "Qué hombre tan orgulloso y lascivo debió de ser", pensó el conde, notando que se le escapaba una sonrisa, a su pesar.
Tanto él como Arabella se habían quedado dormidos en mitad de la noche. Él fue el primero en despertar esa mañana, la besó y luego comprendió que no tendría que haberle hecho el amor tan pronto. Ciertamente, debía de estar inflamada…, no podía ser de otra manera después de haber hecho el amor tres veces durante esa noche maravillosamente prolongada. La dejó pero, por Dios, qué difícil fue. Si en esos momentos Arabella se hubiese despertado, estaba dispuesto a apostar que aún estaría en la cama.
Ninguno de los dos había vuelto a hablar de cómo matar a Gervaise, porque sólo se vieron en compañía de lady Ann y de Elsbeth. Justin ardía en deseos de matarlo. Toda su vida adulta había sido entrenado en la estrategia militar, y ahora no podía escapar a ella. Era terminante: jamás se debía matar a un enemigo hasta tener lo que él quiere. Arabella lo comprendió aun sin tener un ápice de entrenamiento.
¿Qué hacer?
Una de las cosas que tenía intención de hacer era registrar el dormitorio del francés. Si bien dudaba de que el canalla hubiese dejado algo, de todos modos lo registraría. Si era preciso, no permitiría que Arabella matara al comte hasta no haber intentado averiguar para qué había ido allí.
Al levantar la vista, vio a su esposa de pie junto al retrato de un Deverili del siglo dieciséis, muerto hacía mucho, con la gola levantada hasta las orejas adornadas con perlas.
– Mi amor-dijo, en voz profunda y baja, y le sonó muy natural. Lo sentía hasta lo más hondo de su ser. Nunca se lo había dicho a ninguna mujer. En un instante, estuvo junto a ella, y la atrajo hacia sí. Te he echado de menos.
– ¿Por qué no me despertaste? -dijo, acariciándole la espalda de arriba abajo, luego, más abajo, haciéndole contener el aliento-. Me he despertado y no estabas. Quería besarte la boca y el cuello. Quería besarte la barriga, como hice anoche. ¿Recuerdas? Me dijiste que te gustaba mucho. -Le dirigió una sonrisa maliciosa-. Creo recordar que gemiste hasta que me aparté, y entonces suspiraste, decepcionado.
Justin ya estaba temblando. Movió la cabeza, y dijo con sencillez:
– Era difícil dejarte, pero debías de estar inflamada. Anoche nos unimos muchas veces, y tú eres demasiado nueva en esto para no estarlo. Si yo me inclinara más hacia la grosería, diría que te monté hasta que te desmayaste debajo de mí.
A lo que Arabella repuso, con aire pensativo:
– Me pregunto si yo podría montarte a ti. ¿Es posible? ¿Se hace? ¿Te daría placer?
Los ojos de Justin se extraviaron, se le aceleró la respiración. Dirigió la vista a la pared. La deseaba con desesperación. De pronto, Arabella rompió a reír: sabía qué era lo que le había provocado, aun que no estaba segura de cómo lo había logrado. Esa misma noche 1 le enseñaría todo lo referente a montarse sobre él.
Justin logró decir:
– Esta noche. Te doy tiempo hasta esta noche. Y ahora, antes de que me hagas perder la cabeza, esta mañana no quería alejarme de ti, pero sabía que si me quedaba contigo hubiese vuelto a poseerte. No quería destrozar a mi esposa. Hoy, descansa, y quizás esta noche… está bien, esta noche, y ni un minuto después. Sin embargo, creo que tendré que morderme los dedos de tanto desearte durante todo el día. -En un abrir y cerrar de ojos, se puso inmortalmente serio. Le acarició el rostro con los dedos, ese rostro tan amado-. ¿Aún estás dispuesta a perdonarme, Arabella?
La mujer se echó adelante, y lo miró con atención. La pregunta era muy seria, lo sabía. Dijo con lentitud, poniendo el corazón en sus palabras:
– Tú eres mi otra mitad, hasta el punto de que si no te perdonase, sería como no perdonarme a mí misma. Sí, te perdono. Sí, te perdono. Incluso comprendo que tú y yo somos tan similares que si yo te hubiese visto salir del cobertizo y, después de ti, una mujer, habría llegado a la misma conclusión. Habría convertido la noche de bodas en un infierno, como hiciste tú. Pero ya acabó. Hemos comenzado de nuevo.
Se puso de puntillas y lo besó en plena boca.
– Abre la boca.
Lo hizo, y la lengua de Justin se deslizó entre sus labios, haciéndola sobresaltarse por la novedad, la excitación.
– Justin -susurró, dándole un beso profundo, tocando la lengua de él con la suya-. ¿Sabes, milord?, quizá no esté tan inflamada.
Justin rió, y después gimió. Con movimientos lentos, la apartó de sí: estaba duro como una piedra. Jesús, no podía creer hasta qué punto lo afectaba. Se aclaró la voz, y aun así le salió una especie de graznido cuando dijo:
– Esta noche, no antes. Tomaré el control de las cosas. Yo sé qué es mejor. Todavía eres ignorante, pero no quiero que eso se prolongue mucho tiempo. En realidad, te prometo que no durará. En lo que atañe a hombres y mujeres, la ignorancia no es recomendable. Vamos, obedéceme. Deja las manos quietas, bueno, al menos déjalas por encima de mi cintura. ¿Quieres que veamos juntos a nuestros antecesores?
Más avanzada la mañana, mientras el conde y su esposa paseaban por el jardín, Justin le dijo:
– Quiero que esta tarde te lleves a Gervaise contigo. Y también a Elsbeth. Y a Suzanne, si puedes avisarla. Quiero registrar la habitación del francés, y tengo que estar seguro de que no va a sorprenderme. Si así fuese, tendría que matarlo, y no sabríamos para qué vino a Evesham Abbey.
Lo que sabía de Gervaise y Elsbeth le quemaba en la garganta. Le ardía, pero la lealtad hacia su padre, hacia su hermana, ardía más aún. Con dificultad, contuvo la lengua. Debía entregarse entera a este hombre, y estaba escatimándole algo. Pero, ¿qué alternativa le quedaba.
– Sí -dijo-, avisaré a Suzanne. A esa descarada le fascinará alejarse del pobre lord Graybourn. Le enviaré ahora mismo un mensajero. No se atreverá a negármelo. Creo que, si tenemos suerte, lord Graybourn tal vez prefiera a Elsbeth más que a Suzanne, ¿sabes? Eso causaría alborozo a Suzanne, y a mí me pondría en deuda con ella.
Le dirigió una sonrisa radiante. Justin deseo tenerla sobre él, penetrarla a fondo, ella con la espalda arqueada, la cabeza echada atrás. Hizo una profunda inspiración.
– Está bien -dijo. Levantó la mano, y le tocó levemente la punta de la nariz-. Eres hermosa, despiadada y leal. Eres la esposa más espléndida que un hombre podría tener.
– Si alguna vez lo olvidas, haré que te arrepientas -replicó, dándole un leve puñetazo en la barriga, un rápido beso en la boca, y alejándose de espaldas a él, silbando como un muchacho.
Justin se preguntó cómo silbaría cuando hubiese aprendido a montarlo a horcajadas. La miró, riendo con descaro.
No había motivo para enviar un mensajero a Suzanne: tanto Justin como Arabella oyeron el ruido de las ruedas del coche en el sendero. Al darse la vuelta, vieron que el carruaje de los Talgarth se detenía frente a Evesham Abbey. Por un momento, al ver a lady Talgarth bajar tras su hija del carruaje, Justin sintió una fugaz sorpresa. Si bien había dejado de llover, lady Talgarth contemplaba el cielo con desconfianza. Era evidente que no confiaba en el tiempo. Él tampoco.
El conde le dijo a Arabella:
– Estaba pensando si acaso lady Talgarth habrá decidido perdonar a Ann por casarse con Paul. Casi preferiría que se hubiese mantenido firme. Siempre he tenido afinidad con las viejas chismosas, y me desagrada tener que revisar mis opiniones.
Arabella rió. Se adelantaron juntos a saludar a los invitados. Justin dejó a su esposa para poder tomar la mano enguantada de Suzanne y saludarla con una reverencia formal.
– Caramba, señorita Talgarth, qué valiente es al aventurarse con un tiempo tan malo. Si bien ha dejado de llover, a propósito para su visita, temo por el futuro inmediato. Espero que no traiga malas noticias.
La sonrisa formó hoyuelos en las mejillas de Suzanne, y dirigió una mirada divertida a su amiga.
– No, milord, mamá y yo traemos grandiosas noticias. ¿No es verdad, mamá?
Lady Talgarth pareció haberse tragado un gusano. Se las ingenió para sonreír, pero su sonrisa se esfumó cuando apareció Ann. Se intercambiaron saludos apenas corteses.
– Ah -dijo la visitante-, aquí llega el té. Pero no veo pastas de semilla de limón.
– Enviaré a Crupper a ver si queda alguna -dijo lady Ann, ocultando la sonrisa tras la mano.
Suzanne dijo:
– Mamá, acabo de asegurarle al conde que no hemos traído malas noticias. De hecho -añadió, ahora mirando a Arabella-, hemos venido a hacerles una invitación.
Lady Talgarth se atragantó con el té. Ann le palmeó con suavidad la espalda, enfundada en brocado de vivo color púrpura.
– Sí -confirmó Suzanne-, una invitación.
– Qué interesante. ¿Una invitación, dice, señorita Talgarth? Vamos, estoy seguro de que ni a Arabella ni a mí se nos ocurriría desairarla. Bueno, quizás a Arabella sí. Sólo desea mi compañía, ¿sabe usted?, pero quizá, si es usted muy amable y persuasiva, consienta en aceptar esa invitación.
– De modo que así es, ¿verdad?
Al conde no le gustó mucho el brillo que vio en los adorables ojos de Suzanne Talgarth. Esa chica no era ninguna tonta.
– Sí -dijo, quitándose una pelusa de la manga-, así es. Contemplen ustedes a un hombre reformado. En cuanto a mi esposa, ¿quién podría decirlo? Me atrevo a decir que eso seguirá siendo un misterio que me perseguirá por el resto de mis días. Y bien, ¿cuál es su invitación?
– Qué lástima no haberlo conocido antes, milord.
– Suzanne -dijo Arabella-, si no vas a lo concreto, te arrojaré sobre la alfombra. Mira a tu querida madre: quiere comunicarnos la invitación, y tú no dejas de hablar el tiempo suficiente para permitírselo.
– Siempre la he considerado una coqueta, señorita Talgarth -dijo el conde.
Lady Talgarth se aclaró la voz, y su busto generoso se sacudió:
– Estamos aquí -dijo, con voz chillona-, para invitarlos esta noche a una fiesta, con baile para los más jóvenes. Aunque usted y Arabella estén casados, todavía puede considerárselos jóvenes, de modo que disfrutarán de la danza, creo. En cuanto a ti, mi querida Ann, supongo que también asistirás. Puede ir el doctor Branyon. Como sabes, es el médico de mi esposo, y Héctor tiene muy buena opinión de él. Sí, él también debe asistir, no hay esperanzas de que no vaya, no importa lo que yo quiera. Sin embargo,,no correspondería que bailes, pues eres madre de una mujer adulta, y has enviudado hace bastante poco.
– Claro que no -dijo lady Ann, sin vacilar-. Qué idea tan maravillosa. Si hasta creo que podrías aconsejarme con respecto a mi ajuar de novia, Aurelia.
– No sé nada de esas cosas.
– Claro que sabes, mamá. ¿Acaso no te casaste con papá antes de tenerme a mí?
– Suzanne! ¡Si no cuidas esa lengua, se lo diré a tu padre!
– Díselo delante de lord Graybourn, ¿quieres? Por favor, mamá.
Cuando el conde acompañó a lady Talgarth hasta el coche, Arabella tiró de la manga de Suzanne:
– ,Cómo has hecho para convencer a tu madre?
– Bueno, no fue nada difícil, Bella. Papá y el doctor Branyon son amigos desde hace muchos años, y no permitirían que semejante tontería agriase esa amistad. Por supuesto, dejé deslizar que también era médico de ella. "Caramba, mamá", le dije, ",qué harías si cayeses enferma? Después de todo, no pretenderás que el doctor Branyon
tenga deseos de verte sana y buena si insultas a su señora esposa, ¿no es verdad?" Ante tal argumento, se convenció. ¿No soy una verdadera Sócrates? ¿O acaso un Salomón? Esta clase de decisiones es difícil. Y a fin de cuentas, ellos eran hombres. ¿Qué podían saber?
Arabella se quedó mirando a su amiga de toda la vida.
– Me asombras, Suzanne. Eso ha sido excelente.
– Bueno, mamá no quisiera quedar aislada, ¿sabes? No es estúpida. Una vez consumado el hecho, se reconciliará con lady Ann.
Sólo entonces lo comprendió: una fiesta con tarjeta y con baile sería perfecta. Era la última noche que pasaba el comte allí. ¿Qué mejor para mantenerlo alejado de Elsbeth?
Suzanne dio un rápido beso a su amiga en la mejilla y luego se volvió hacia el conde. Le sonrió con vivacidad y le tendió la mano.
El conde parecía un tanto divertido. Tomó la mano que se le ofrecía y la llevó a los labios. Luego, dijo:
– No se case con lord Graybourn, señorita Talgarth. Haría que el pobre tipo se arroje desde un acantilado. No, usted necesita un hombre que la azote todos los días y que se burle de usted. También debe recordar que Arabella es feroz como una tigresa. Si continúa usted con sus escandalosos comentarios, sería capaz de retarla a duelo. Y es muy diestra, señorita Talgarth. Yo soy un individuo generoso, sólo se lo advierto por su propio bien.
Suzanne agitó los rubios rizos y le sonrió con picardía a la amiga.
– Oh, Bella está demasiado segura de sus propios méritos para preocuparse por los míos. Jamás me haría daño, porque no le parecería necesario. Se limitaría a reírse, y me diría que me apresure a comprarme un par de guantes nuevos.
Lanzando una serie de carcajadas, fue hasta la puerta con Arabella. Le confió, con voz resonante:
– ¿Sabes que mamá se negó de plano a permitir que el pobre lord Graybourn nos acompañara esta mañana? Como dije, no es estúpida. Sabe que él está entusiasmado con Elsbeth. -Asomó a su semblante una expresión de satisfacción morbosa-. Me animo a decir que lo tiene merecido. Primero, tú atrapaste un conde, y ahora, Elsbeth seduce a mi candidato bajo mis propias narices.
– Como si le importase -dijo el conde, al saludarla.
Luego, se dio la vuelta. Lo divertía saber que lady Talgarth era la que le brindaría la solución perfecta, la prueba final de la codicia del francés. Esa era la última oportunidad de Gervaise, y Justin sabía que la aprovecharía. Su mirada se cruzó con la de Arabella: ella también lo sabía.
Estaban comiendo cuando el conde informó a los demás de la invitación.
– Me complació -dijo lady Ann, gesticulando hacia él con el tenedor-. Nunca creí que se doblegaría. Sin embargo, es agradable tener vecinos que se preocupen por uno, ¿no es cierto?
– Ann -dijo el conde-, es usted demasiado crédula, perdona con demasiada facilidad. Me asusta.
– No -replicó la mujer de inmediato, pinchando un trozo de jamón-, en absoluto. La vieja bruja sabe lo que hace. Tuvo que tragarse sus anticuadas ideas, y eso me da mucha risa.
– Mamá, me asombras. Fuiste tú, en realidad, la que dijo eso, ¿verdad? Y con esa expresión tan dulce.
– Sí, querida, lo sé.
Comió otro bocado de jamón, y les sonrió a todos, en general.
Arabella vio que una serie de expresiones contradictorias cruzaban el semblante de Elsbeth, y se preguntó qué estaría pensando. Mientras ella miraba a Elsbeth, el conde posaba la vista en las facciones finamente cinceladas de Gervaise. Estaba seguro de haber visto oscurecerse, por un momento, los ojos del joven, y luego, una leve sonrisa de satisfacción curvarle los labios.
"Sí, canalla", pensaba el conde, "has hecho planes para esta noche. Y entonces, te atraparé." Un instante después, la expresión había desaparecido, y el rostro del francés se crispaba en sonrisas de placer ante la expectativa placentera de la velada.
Las damas discutieron cierto tiempo sobre qué vestidos usarían esa noche, hasta que al fin el conde se reclinó en la silla y dijo, sin alterarse:
– Qué bendición que haya salido el sol. Ya que es el último día que el conde pasa entre nosotros, ¿por qué no lo llevan las señoras a dar un paseo por el campo?
Elsbeth se sobresaltó, pero Arabella le palmeó la mano y le dijo:
– Es una idea excelente. En verdad, creo que deberíamos pasar por Talgarth Hall, e invitar a Suzanne, y quizás hasta a lord Graybourn, a que nos acompañen. ¿Qué opina, Gervaise?
– Lo único que pido es que te mantenga alejada de las ruinas de la abadía -dijo lady Ann, gesticulando con el tenedor.
– Lo he prometido, mamá -repuso-. Basta de ruinas para mí.
Sonrió a su esposo.
Lady Ann parpadeó: "Gracias a Dios", pensó. "Han resuelto las cosas entre ellos. Justin ya no cree que el conde francés fue su amante." Pero, ¿quién era? ¿O acaso habría quedado completamente frustrado? Se aventuró a mirar a Elsbeth, y casi se le cayó el tenedor. Su hijastra contemplaba a Gervaise con el corazón en la mirada. "Oh, caramba", pensó lady Ann. "Oh, caramba. No puede ser verdad." Sin embargo, luego comprendió que debía de serlo.
Y tanto Arabella como Justin lo sabían. ¿Qué debía hacer ella? Pensó que ojalá estuviese Paul allí, en ese mismo instante.
Con una imperceptible vacilación, Gervaise respondió, galante:
– Tendré sumo placer en gozar de la compañía de tres damas tan encantadoras. ¿Y usted, milord? ¿También nos acompañará?
– Por desgracia -contestó el conde, mientras hacía girar en la copa de cristal el vino de intenso color borgoña-, debo quedarme aquí. Han venido otra vez los carpinteros para arreglar esas tablas sueltas que hay en el piso del dormitorio principal.
Sin pausa, Gervaise dijo:
– Seré yo, entonces, el que disfrutará de una tarde agradable, milord.
– Eso espero -respondió el conde, amable-. Hay que tener presente que se marcha mañana.
Al carpintero de la propiedad le pareció raro tener que clavar clavos inútiles en el sólido piso de la habitación del conde, pero no dijo nada.
Cuando el conde entró en la habitación alrededor de la hora del té, con la excusa de inspeccionar la tarea del carpintero, lo elogió alegremente porque, según dijo, ahora las tablas estaban muy seguras.
– En realidad, milord -dijo Turpin, frotando con la punta de la bota una de las tablas con exagerada cantidad de clavos-, había bastante poco que hacer. Claro que he hecho a la perfección lo que había que hacer, como usted espera, como yo espero de mí mismo.
El conde le sonrió.
– Estoy de acuerdo, Turpin. Aquí tienes una guinea por tu trabajo.
Turpin aceptó la moneda inmerecida, recogió sus herramientas,. y pasó junto al conde, hacia la salida de la gran suite. Jamás entendería a los nobles, jamás.
Lady Ann buscó al conde en la sala de la propiedad.
– Justin, quisiera hablar contigo, si no te molesta.
Justin dejó el libro de cuentas y le dirigió una sonrisa culpable.
– Por favor, Ann, entre y hable todo lo que quiera. Admito que ya he leído tres veces esta página, y todavía no he sacado un total correcto. Echo de menos a Arabella. Puedo prever que ella me salvará de la locura de ahora en adelante.
– Durante la comida, he visto que Arabella y tú os habéis reconciliado, y eso me alegra sobremanera. También es evidente que los dos adivinasteis que los amantes son Gervaise y Elsbeth, no mi hija.
Justin dejó con suavidad la pluma sobre el escritorio.
– Tendría que haber hablado con usted. Su hija me ha perdonado mi estupidez, mi ceguera. Me dijo que, como soy su otra mitad, no perdonarme a mí sería como no perdonarse a sí misma. Para mí, es una lógica ilógica, pero como soy el beneficiario, estoy muy dispuesto a aceptarla. Amo a su hija, Ann. Daría mi vida por ella. Pasaré el resto de mis días sobre la tierra compensándola por. mi error. -Su sonrisa se agrandó-. No dudo de que Arabella se ocupará de hacerme morder el polvo a menudo.
– Para empezar, explícame cómo llegaste a creer que ella te engañó.
Se lo explicó todo, sin ocultar nada.
– Fui un tonto, aunque estaba muy seguro de lo que había visto.
– ¿Te dijo Arabella que tiene lo que ella llama su lugar privado en el cobertizo? Desde que era muy pequeña, iba a ese sitio cada vez que era desdichada, cuando estaba furiosa con su padre o conmigo, cuando no sabía qué hacer. Es evidente que, el día anterior a vuestra boda, fue allí porque quería pensar en cómo le cambiaría la vida. Qué pena que tú estuvieses allí y la vieras. Aunque más lamentable aún, casi una tragedia es que Elsbeth sea la amante de Gervaise. No sé qué hacer al respecto, Justin. Es obvio que Arabella y tú lo habéis hablado.
– Sí, pero ninguno de los dos quiere preocuparse por ello hasta después de que el francés se marche.
– Justin, ¿por qué vino Gervaise?
– Usted sabe más de lo que está diciendo, ¿no es así, Ann?
– Oh, no. Lo que sucede es que hay demasiados misterios, demasiadas preguntas sin respuesta que nunca se han formulado. No me fío de Gervaise. Me gustaría saber por qué le permitiste quedarse.
Pero el conde se limitó a negar con la cabeza. No estaba dispuesto a decirle a Ann que él y Arabella querían que el conde francés hiciera su jugada esa noche. No quería afligirla. Por otra parte, tampoco quería que su suegra tomara el asunto en sus pequeñas manos blancas. No sabía si la madre era tan impredecible como la hija. No, no quería correr riesgos.
– Tal vez podamos hablar de esto mañana, Ann, cuando esté Paul. ¿Está de acuerdo?
– Estás mintiéndome -repuso, suspirando. Se levantó, acomodándose las faldas de color sonrosado-. Me alegra que tú y Arabella hayáis resuelto vuestras diferencias. En cuanto a lo demás, bueno, hablaré con Paul, te lo aseguro. Si esta noche llega después de ti a casa de los Talgarth, sabrás lo que quiere, Justin.
– Sí, lo sabré -confirmó el conde.