El conde bebió un gran trago de café negro fuerte que le ofreció lady Ann. Dejó la taza sobre el plato, sin apartar jamás la vista del rostro de Arabella. Por fin, obligándose a apartar la vista, dijo:
– Parece muy cansada, Ann. ¿Por qué no se va a descansar un rato? Yo me quedaré aquí. Si hay cualquier cambio, mandaré a buscarla.
– No, Justin. Todavía no puedo dejarla. Mírala: está tan quieta… Nunca en su vida he visto quieta a Arabella. Incluso cuando duerme está bullendo de vida, tanto que casi se la puede ver moverse aunque no lo haga. Una vez, su padre dijo que si fuese militar, y en ese caso, sería general, los soldados la seguirían hasta cuando durmiera. Pero ahora… Oh, Dios, no puedo soportarlo.
Se interrumpió, y se tapó la cara con las manos.
– Paul ha dicho que sobrevivirá, Ann. Los dos tenemos que creerle. Vaya a descansar.
La mujer procuró controlarse. No era mujer de derrumbarse. Se limpió las lágrimas de las mejillas.
– Ya estoy bien. Lo que pasa es que la quiero mucho.
Se levantó, fue hasta las ventanas y abrió las largas cortinas de terciopelo azul oscuro, sujetándolas con gruesos cordones dorados. El sol entró a raudales en la habitación del conde.
Se dio la vuelta para que el tibio resplandor del sol le iluminase la cara.
– Elsbeth me ha sorprendido, ¿sabes, Justin? Yo pensé que, como es tan sensible, tan delicada, iba a estar muy alterada, perturbada, pero ha conservado la calma. Hasta que Paul bajó, estaba sentada ante el hogar, con la vista fija en las llamas. La que se retorcía era Grace. Cuando entré en la habitación, pensé que la pobre chica se echaría a llorar de alivio. Elsbeth me contó lo que sucedió, que Gervaise sólo vino a Evesham Abbey a robar las esmeraldas, sin ningún otro motivo. También me dijo que había sido su amante, pero que le dijo que ella no había sido más que una diversión para él, que debía considerarlo un breve affaire de coeur, y nada más. Me contó que le dijo que tenía que madurar, y concluyó diciendo que él tenía razón. Ahora, ya está encaminada. Yo no podía decirle que ya lo sabía, pero fue difícil. Odio que ella sufra, Justin. Pero no sufre por ella misma, ni por el error que cometió, no, es algo más profundo, que tiene relación con Arabella. Y lo que sucede es que ella cree que tiene la culpa de que Gervaise haya disparado a su hermana. Déjame decirte que eso me dio algo concreto en que hincar los dientes. -Lady Ann le contó el resto, y mientras hablaba de la noche pasada, evocó la conversación a solas entre ella y Elsbeth-. "Estoy orgullosa de ti, Elsbeth. Eres fuerte, mucho más fuerte de lo que yo había imaginado. A partir de ahora, vivirás como una mujer mucho más sabia. Vendrás a Londres con el doctor Branyon y conmigo. Hay toda una vida esperándote, Elsbeth. Harás lo que desees. Ahora, verás a las personas de una manera muy diferente, las juzgarás según tus nuevos descubrimientos. Pero no tienes por qué sentir miedo, culpa ni ninguna otra emoción destructiva. No, tienes que disponerte a lanzarte a la vida, si bien ahora verás las cosas de una manera un tanto diferente a como las veías antes.
– ¿Y crees que lo hará, Ann? ¿Piensas que se recuperará de esto y saldrá adelante? ¿Se consolará?
– Sí, eso creo. Como digo, Elsbeth me parece más fuerte ahora. Además me dijo que, gracias a Dios, no estaba embarazada. Si así fuese, habría acarreado un problema, incluso para mí.
El hombre sonrió al oírla, hasta que lo advirtió, y la sonrisa se borró de sus labios.
Lady Ann sacudió la cabeza ante la reacción, y dio una vuelta por la habitación para estirar sus músculos endurecidos. Como no le gustaba el café negro, se sirvió una taza de té, y se acercó a la cama para contemplar a su hija. Apoyó con suavidad la mano en la frente de Arabella.
– Gracias a Dios, sigue sin fiebre. Me aterraría que Paul tuviese que sangrarla, porque ya ha perdido demasiada sangre. -Rió, lanzó una risa verdadera-. ¿Sabes que esta noche Paul me ha recordado por lo menos tres veces que Arabella tiene la constitución de un caballo… uno del tipo de Lucifer?
El conde dijo, más para sí mismo que para su suegra:
– Ha sido más valiente que muchos hombres que he visto heridos en batalla. Aunque el dolor era espantoso, se contuvo. Se comportó de manera notable, Ann. Soy un hombre muy afortunado. Y usted es una madre muy afortunada.
Lady Ann dijo, lentamente, con la reminiscencia de una sonrisa en la mirada:
– Siempre ha sido valiente. Nunca olvidaré la última vez que recibió una herida grave. Su padre estaba furioso, y la regañaba por haberse caído, como una idiota, del sitio del cobertizo al que se había encaramado, gritándole que era inseguro y que jamás tenía que volver a subirse.
No creía que el conde estuviese prestándole atención, pero de pronto este alzó la vista.
– ¿El cobertizo, Ann? ¿Se refiere a ese lugar privado de ella?
– Ah, ¿todavía no te ha llevado allí, Justin?
Justin negó con la cabeza.
– Todavía no, pero lo hará. Me contó algo al respecto.
– Es uno de sus escondites preferidos, estoy segura de que lo sabes. Nunca tomó en serio la orden de su padre, y tenía razón: lo que él temía era que se hiciera daño y quería protegerla.
– Es ese escondite especial en lo alto del cobertizo. Junto a la puerta principal del galpón hay una escalera que lleva a un espacio estrecho. Solía decir que era el lugar perfecto para estar sola, mejor, aún, que las ruinas de la antigua abadía, porque allí nadie podía oírla ni verla, y los peones del establo podían estar abajo ordeñando las vacas, charlando entre ellos, y ella no los oiría. Sí, de niña trepaba a ese pequeño desván cada vez que quería estar a solas consigo misma. Nunca olvidaré ese día, no debía de tener más de diez años, en que una de las tablas cedió y ella cayó al suelo desde más de seis metros de altura, y se rompió una pierna y se fisuró varias costillas. Tuvo mucha suerte, pues de una fractura, incluso en las mejores circunstancias, puede quedar una cojera horrible.
– ¿Fue en ese momento cuando usted se enamoró de Paul Branyon? ¿Cuando comprobó que él podía lograr que la pierna de su hija se mantuviese fuerte y derecha?
– No, en realidad me enamoré de él cuando estaba en trabajo de parto para dar a luz a Arabella. Fue un trabajo muy arduo, pero Paul no se apartó de mí. Creo que no habría sobrevivido, de no ser por él. Me convenció de que luchara, ¿entiendes? En todos estos años, ha hecho mucho por nosotros.
– Sí -dijo el conde. Dejó la taza vacía y se sentó otra vez junto a su esposa-. En este instante, creo que está intentando salvar al comte. No, no es comte, no es nada más que un maldito bastardo…
– ¿Qué significa eso, Justin? ¿A qué te refieres al decir que Gervaise no es el comte de Trécassis?
Justin maldijo para sus adentros. Estaba tan cansado que ya no controlaba su mente. Sencillamente, había olvidado que todavía quedaban varios hechos que no todos conocían. Era difícil callarlo. Bueno, ya era tarde.
– Justin.
Se dio por vencido.
– Está bien. Cuando Arabella quedó atrapada en las ruinas de la antigua abadía, encontró una carta muy vieja en el bolsillo del esqueleto. Se llamaba Charles, y era el padre de Gervaise. Magdalaine fue su madre, la amante de ese hombre.
Atónita, se quedó mirándolo unos momentos hasta comprender lo que quería decir.
– Oh, no -exclamó lady Ann-. Oh, no. Elsbeth no debe saberlo jamás, Justin, nunca.
– No, no lo sabrá. A decir verdad, no pensaba decírselo a usted. Y Arabella me lo dijo sólo porque tenía miedo de morir y sabía que podía confiar en mí. Supongo que en realidad no importa. Dígaselo a Paul, si quiere. No sé qué habrá hecho con esa carta que encontró. Hay otra cosa: Ese hombre, Charles, y Magdalaine murieron. Por lealtad hacia su padre, Arabella no me lo dijo antes. Si Gervaise no le hubiese disparado, dudo de que alguna vez hubiese dicho alto, ni siquiera a mí. Ann, cree que su padre es un asesino, y los lazos de lealtad son muy fuertes.
Lady Ann se paseaba de un lado a otro y se detenía, cada tanto, para contemplar a su hija, todavía profundamente dormida, ayudada por una gran dosis de láudano.
– ¿Sabe usted algo de esto, Ann?
– No. Pero si el conde se creyó traicionado, seguramente no dudó en actuar. ¿Asesinato? Sí, lo creo capaz de eso. Ahora creo que también yo sería capaz de algo semejante. Sin embargo, pienso que si se hubiese tratado de otro hombre, lo más probable sería que lo hubiese retado a duelo. Tenía una confianza absoluta en sí mismo. La más absoluta confianza. ¿Qué hombre podía competir con él en el campo del honor? Espero que Arabella pueda decimos algo más, cuando se recobre.
Si se recobra. En ese momento, Justin no podía soportarlo. Tenía que sentir algo de ella que tuviese su vibración, el eco de su espíritu.
– Ann, necesito irme por unos minutos.
Se fue, y Ann se quedó viendo cómo se iba.
El patio bullía de actividad matinal mientras el conde de Strafford, cubierto sólo con unos pantalones y una camisa de algodón blanco abierta, se abría paso, decidido, hacia el cobertizo. Los peones estaban atareados recogiendo montones de heno fresco con las horquillas en anchos cajones de madera, al tiempo que los trabajadores de la granja sacaban a pastorear al gordo y lustroso ganado. Las conversaciones se interrumpieron bruscamente ante su aparición en la entrada. Ni el jefe del establo, Corey, dijo una palabra.
Justin no advirtió, siquiera, que lo miraban con nervioso escepticismo. Se metió en el cobertizo y vio al instante la pequeña escala, a la izquierda de la puerta. Apoyó el pie en el primer peldaño, sin percibir que la escala crujía bajo su peso. Subió ágilmente hasta el tope y pasó con cuidado al estrecho borde que corría hasta el rincón más lejano del galpón. Llegó a una zona cerrada que era casi un pequeño recinto, y que miraba a las colinas onduladas, más allá de los campos de pastoreo, hacia el norte. Era un lugar privado, un lugar para pensar en cosas privadas, para soñar. Arabella iba allí cuando quería estar sola. Hizo una profunda inspiración. Sí, aquí podía sentirla, pero sólo era una sombra de ella, sin nada de su intensidad, de todo eso que la hacía única. Aquí había estado cuando él creyó que lo traicionaba con Gervaise. En ese momento, odió las ironías del destino. Si no la hubiese visto, si…
Se quedó en silencio unos momentos más. Oía los mugidos lejanos de las vacas, y el ruido que hacían los peones que trabajaban en el establo.
Volvió sin prisa hasta la escalera, y salió del establo. Miró con expresión sombría la gigante encina retorcida donde había estado, hacía tanto tiempo, presenciando lo que había creído una traición de Arabella. Una vez más, sintió la cólera, la amargura, y un vacío abrumador. Vio a Arabella como estaba la noche de bodas, el semblante iluminado por la impaciencia, hasta que conoció la rabia de él, hasta que él la forzó, la humilló.
Se dio la vuelta con lentitud y caminó de regreso a Evesham Abbey. Al oír conversaciones que provenían del Salón Terciopelo, se detuvo un momento. Allí estaban lord Graybourn y Elsbeth. Él estaba sentado cerca de ella en el sofá, sosteniéndole la mano. Le hablaba en voz queda, y la muchacha asentía.
Mientras se levantaba de su sitio junto a Elsbeth, lord Grayboum observó el aspecto desarreglado del conde y su expresión de sufrimiento.
– Perdone mi intrusión, milord. Pensé en acompañar un rato a lady Elsbeth… para aliviar su angustia.
El conde no tuvo necesidad de obligarse a sonreír, pues le alegró sobremanera la presencia del hombre. Era un buen hombre, cariñoso.
– Es usted muy bienvenido, señor. Me parece amable de su parte distraer a Elsbeth de la preocupación por su hermana.
Mientras hablaba, se volvió hacia Elsbeth y la vio bajo una nueva luz, la que lady Ann le había hecho ver. Su suegra tenía razón: ya no quedaba nada de la niña. Había una joven mujer contenida, sentada en un sofá, mirándolo, circunspecta. Se preguntó si echaría de menos la inocencia de la joven, la alegría infantil que había desplegado antes. Si así fuera, era una pena, pero la vida tenía su modo de equilibrar la balanza. Sólo el tiempo lo diría. Y, quizá, lord Graybourn.
Cruzó hasta donde estaba ella, y la tomó de las manos.
– Arabella duerme profundamente. Está hecha de un material muy resistente, ¿sabes, Elsbeth? Se repondrá.
La muchacha asintió, y sólo pasó por su rostro un breve ramalazo de dolor amortiguado. Repuso con calma:
– ¿Sabías que el doctor Branyon está arriba con Arabella y con lady Ann?
– No, no lo sabía.
– Entró para decirme que Gervaise había muerto. Dijo que no había demasiadas, esperanzas, que había perdido mucha sangre.
– Entonces, todo ha terminado.
El conde sintió un instante de tristeza por la pérdida de una vida joven. La avaricia era el verdadero mal.
– Sí, se ha terminado. Lamento que esté muerto, pero quizá lo merecía por haberle disparado a Arabella.
– El tiro iba dirigido a mí, Elsbeth. Arabella me salvó la vida.
– Elsbeth -dijo lord Graybourn, sentándose junto a ella con un movimiento veloz-. No quiero que te fatigues. ¿Te gustaría un poco más de té?
El conde no esperó a oír la respuesta de Elsbeth. Gervaise había muerto. No pudo sentir ya pena por ese hombre que casi había destruido las vidas de todos ellos. Salió rápidamente del Salón Terciopelo, y volvió a la habitación del conde.
– Ah, Justin, estás aquí-dijo Paul Branyon, irguiéndose, desde su sitio junto a Arabella-. No tiene fiebre. Respira lenta y suavemente. Si sigue así, sin fiebre, se recuperará rápido.
El conde se tambaleó.
– Estaba tan asustado… Pero, por primera vez, le creo.
– Bien. Ah, de paso, Gervaise está muerto.
– Sí, me lo dijo Elsbeth.
– Otra cosa. -El doctor Branyon metió la mano en el bolsillo y sacó el collar de esmeraldas-. Saqué esto del bolsillo de la chaqueta de Gervaise.
Se lo dio a Justin, que no atinó a hacer otra cosa que ver cómo desbordaba de su mano.
– Maldito objeto -dijo-. Si hubiese dicho algo antes, tal vez las cosas habrían sido diferentes, pero no le dije la verdad a Gervaise. No, lo engañé, me burlé de él, y miren lo que sucedió.
– ¿Qué verdad, Justin? -preguntó lady Ann-. ¿A qué te refieres?
Antes de que el conde pudiese contestar, Arabella exhaló un suave gemido, casi como el de una recién nacida.