Esa tarde, cuando volvieron del paseo, Arabella se excusó de inmediato y fue a la habitación del conde. Al ver las tablas del piso, rió entre dientes. Mientras Grace le preparaba el baño, se paseó, inquieta, por la habitación. ¿Dónde estaría su marido?
Justin entró en el gran dormitorio mientras ella entonaba un alto sol a todo pulmón, metida en la bañera.
– Si no estuviese mirándote, creería que se ha metido una urraca en la habitación. Por Dios, Arabella, ¿es que no has recibido lecciones de canto?
– ¡Has vuelto! ¿Dónde has estado? -Al ver que él le miraba intencionadamente los pechos, le hizo un gesto de reconvención-. Mírame a la cara, de lo contrario, me harás ruborizarme como la doncella que fui hasta hace poco tiempo. Así es mejor. No, sigues mirándome donde no debes. Está bien, milord.
Se levantó, salpicando agua por los bordes de la bañera.
– Oh, Dios mío.
Arabella recogió la toalla del taburete que estaba junto a la bañera, y se apresuró a sujetarla frente a ella.
– Ojalá no lo hubieras hecho -dijo el conde, con evidente decepción. Daba la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar-. ¿No estarías dispuesta a soltar esa toalla? Eres preciosa. ¿No tenemos tiempo antes de vestirnos para cenar? Bastaría con diez minutos, quizá menos. En verdad, mucho menos.
Arabella se quedó mirándolo.
– ¿Me deseas? ¿Ahora?
– Sí.
– Bueno, en realidad, es muy posible que yo también te desee mucho, en este preciso momento. ¿Menos de diez minutos, has dicho?
Dejó caer la toalla, lo miró, y dijo:
– Justin. Pensar en diez minutos o menos contigo me hace temblar. Una noche completa me haría temblar más fuerte, pero no la eludiría. Uncí debe tomar lo que puede, cuando puede.
– Adoro tu cerebro. Sí, hagamos…
Se oyó un golpe en la puerta.
– ¿Señora?
Era la voz de Grace.
Arabella recogió la toalla que estaba a sus pies.
– Maldición -exclamó-. Oh, maldición. Es Grace. -Agitó un dedo en dirección a su marido-. Volverás muy pronto y me dirás qué has encontrado en la habitación del comte.
Le hizo una breve reverencia, y dijo con voz cargada de lamentos: -Preferiría que dejaras caer otra vez esa toalla.
Lanzó un hondo suspiro y se apoyó la palma sobre el corazón. Giró sobre los talones, y desapareció por la puerta contigua.
Estaba sentada ante el tocador mientras Grace, detrás de ella, entrelazaba una cinta azul oscuro en su cabello, cuando reapareció el conde con una caja de joyas negra.
– Ah -dijo-, todavía no has elegido un collar para ese vestido. El vestido en cuestión era de un gris claro, plateado, muy favorecedor, y Arabella lo odiaba por lo que representaba. Pero, al menos, no era negro.
– No -dijo, mirándolo por el espejo-. No he elegido nada.
Miró la caja de joyas que Justin llevaba en la mano. Con suma lentitud, como provocándola, él la abrió, pero la mantuvo alejada de ella.
– Tu padre me dijo que te lo diese después de que nos casáramos. Dijo que había pertenecido a su abuela, que nunca se lo había dado a ninguna de sus esposas. Que tenía que ser tuyo.
Se lo entregó.
Arabella hizo una aspiración brusca. Era un collar de tres vueltas, de perlas de color rosa pálido, perfectas. Había unos pendientes y un brazalete haciendo juego. En su vida había visto algo tan bello. Tocó las perlas, apretándolas contra la mano, y las sintió tibias al tacto.
– Ah, Justin, pónmelo.
Él se inclinó y le besó la nuca sin hacer caso de Grace, que estaba muy interesada en esta conducta conyugal, y le abrochó las perlas al cuello. Arabella se miró en el espejo.
– Hasta este momento, odiaba el vestido gris -dijo.
– ¿Y ahora?
– Con las perlas…, da la impresión de que resplandece. Es asombroso. Las perlas son casi tan bellas como tú, milord. Gracias.
Oyó un suspiro de Grace, y agregó:
– Claro que los pendientes son mucho más fascinantes de lo que tú serás jamás, pero, de todos modos, todavía queda el brazalete. Sea cual fuere el lugar de la lista que ocupes, sigues siendo adecuado.
Se dio la vuelta, riendo.
– Grace, gracias por tu ayuda. Por favor, discúlpanos a su señoría y a mí. Somos recién casados, y por eso nos comportamos como tontos. Su señoría me ha convencido de que es una exigencia para cualquiera que aún no lleve veinte años casado.
– Creo que yo dije cuarenta años.
Fue evidente que Grace no quería irse, pero como Arabella siguiera mirándola, no tuvo más remedio que ejecutar una reverencia y salir de la habitación, con paso pesado.
El conde rió, se inclinó y besó otra vez a Arabella en el cuello.
– Estás segura de que son tan bellas como yo? -susurró, dándole un suave mordisco en el cuello.
La joven se recostó contra él.
– No tengo puesta demasiada ropa. Sería sencillo, pero…
Justin le pasó las manos por el corpiño. Tenía la carne tibia y suave, y él creyó que no sobreviviría al ataque.
– No -dijo-. No, no hay tiempo. En realidad, bastaría con dos minutos, pero luego tú me despreciarías, por comportarme como un cerdo. -Separó lentamente las manos del vestido. Le escocían las palmas. Con dificultad, logró apartarse de ella. Era tarde, y no lo ignoraba, maldición-. Ponte el brazalete y los pendientes. Tenemos que bajar, malditos sean la demora y los cielos.
Arabella rió entre dientes, y ese sonido fue un deleite absoluto para su esposo. Cerró los ojos un momento, y aspiró ese particular perfume de mujer, y escuchó esa risa. Eran tan parecidos, los dos tercos como mulas y, sin embargo, tan diferentes uno de otro, que daba gracias a Dios.
Sólo cuando ya estaban todos sentados en el carruaje de la familia, Arabella advirtió que no sabía si Justin había encontrado algo importante en la habitación de Gervaise. Tampoco sabía si había trazado algún plan para esa noche.
No importaba. Esa noche, no perdería de vista al francés. Con los ojos convertidos en ranuras, su mirada atravesó el estrecho espacio que los separaba, y lo miró: estaba sentado junto a lady Ann, que del otro lado tenía a Elsbeth. Le pareció bien que su madre los mantuviese separados. Se le ocurrió que, sin duda, su madre sabía cuál era la situación, y supuso que debía de estar tan llena de preguntas como ella.
Talgarth Hall era una mansión imponente, baja, de estilo georgiano, erigida por el padre del actual lord Talgarth. En una ocasión, mirando su propia mansión imponente, el padre de Arabella había dicho que no era más que una construcción propia de nuevo rico. Sin embargo, para ser justos, era una casa adorable, a la que la luz de la luna y la de los candelabros que brillaban por innumerables ventanas encendidas, iluminando los coches de la nobleza local que concurría a la fiesta, embellecían todavía más. Multitudes de lacayos, la mayoría de los cuales habían sido contratados para la ocasión, sostenían antorchas, de las denominadas flambeau. Esa tarde, mientras se cubría la boca con la mano, Suzanne le había dicho a Arabella, entre risitas:
– Primero, mamá tuvo que explicarles qué eran, pues muchos de ellos creían que eran algún tipo de comida, y luego, qué hacer con ellas.
Con una pronunciada reverencia, el conde abrió la portezuela del coche y ayudó a cada una de las damas a apearse. Arabella fue la última, y cuando le tomó la mano, ella le apretó los dedos.
– Vamos, mi amor -le dijo Justin en voz baja-, verás que todo saldrá bien. Tú quédate cerca de tu madre y del doctor Branyon. Yo me ocuparé de todo.
Arabella le escudriñó el rostro. La única expresión que vio allí fue el peligro que leyó en sus ojos.
– Ni hablar -repuso ella, en el mismo tono-. No puedes meterme en el armario para que esté a salvo. Yo participo en esto, Justin. Si lo olvidas otra vez, haré algo muy escandaloso.
Justin sintió que la mano de ella descendía por la delantera de sus pantalones. Le sujetó la mano, se la llevó a la boca, y depositó un beso en la palma.
– No lo olvidaré. Pero, hazme caso, soy tu esposo y yo me ocuparé del comte. Harás exactamente lo que te diga. No quiero correr más riesgos con tu seguridad. Obedéceme, Arabella.
La joven alzó la barbilla, le retiró la mano y enfiló escaleras arriba, al interior de la mansión Talgarth, con lady Ann y Elsbeth tras ella. En cuanto al comte, ya las esperaba en lo alto de la escalera.
Lady Talgarth se abalanzó sobre ellos antes de que el mayordomo pudiese anunciarlos con la debida formalidad, con una sonrisa de dientes exageradamente brillantes que los abarcaba a todos, salvo, tal vez, a lady Ann.
– Ah, queridos míos, qué alegría. Mi querida Ann, qué exquisita estás esta noche. El gris es mucho menos negro de lo que debería ser, ¿no crees? A mí jamás me verían usando un color que no manifestara el debido respeto, pero no todos somos iguales, ¿no es así?
– Muy diferentes, gracias a Dios -replicó Arabella-. Ven, madre, mezclémonos con la gente.
Aferró la mano de la madre y la arrastró hacia el amplio salón de baile de Talgarth Hall. Estaban presentes todos los vecinos de la localidad. A Arabella se le ocurrió que parecían bandadas de pavos reales de colores vivos, que formaban un cuadro esplendoroso.
– Realmente, querida mía -dijo su madre, con la voz sacudida por la risa-, no has tenido piedad con ella.
– Es una perra -dijo la hija, en tono indiferente-. Pero, ¿a quién le importa? Desde luego, a ti no. Sé que Suzanne estará mucho mejor cuando esté casada y se aleje de ella. Lo que espero es que consiga un esposo tan espléndido como Justin. Pero me temo que no existe un hombre que se le iguale.
– Hablas como una muchacha loca, ciegamente enamorada -comentó lady Ann-. Me alegro, queridísima. Hablé con Justin, como sin duda habrás supuesto. Me lo dijo todo. Bueno, no sé s es verdad o no, pero al menos lo que me dijo fue bastante. En otro momento, tú y yo conversaremos al respecto. -Ya miraba alrededor, buscando-. Me pregunto si ya habrá llegado Paul. Lamentablemente, no he podido verlo durante el día, como sabes. O tal vez no lo sepas, estando tan pendiente de tu esposo.
"Eso es poco decir", pensó la muchacha.
– Oh, mira, mamá, ahí está Suzanne. ¿No está encantadora? Me fascina cómo le queda ese tono de rosado.
Pronto, Suzanne giraba en torno de ellas. Aferró las manos de lady Ann:
– Qué bella está, lady Ann. Y tú también, Bella. Dios, qué perlas, son sublimes. ¿Dónde las has conseguido? Oh, no me lo digas. Te las ha regalado tu apuesto marido, ¿no es así?
Arabella se ruborizó. Al verla, a su madre le pareció asombroso.
– Yo nunca las había visto, y parecen bastante antiguas -dijo, marcando las palabras.
– Justin me dijo que se las dio mi padre, para que me las entregara después de casarnos. Lo ha hecho esta noche.
– Oh, mi amor -exclamó lady Ann-, tú eres mi corazón, y Justin también. ¿No es maravillosa la vida?
– Eso creo -dijo Arabella, lentamente, pues por el rabillo del ojo había visto a Gervaise bailando con Elsbeth.
No olvidaba que debía tenerlo a la vista toda la velada. Sin duda, intentaría algo. Lo sabía tan bien como Justin.
También vio la reverencia que Suzanne le dirigía al conde, y la oyó decir con voz risueña:
– Le aseguro que una cantidad de jóvenes muchachas han estado merodeando por aquí durante la última hora, esperando conocerlo. No permanecerá pegado a Arabella toda la noche, ¿verdad? No, claro que no, un caballero debe pavonearse, no demostrar al mundo lo que hay en su corazón.
– Estoy a sus órdenes -respondió el conde.
Arabella lo observó con expresión ávida cuando invitó a bailar a una joven.
Al volverse, vio a Gervaise a su lado.
– Monsieur -logró decir con voz bastante serena-. ¿Nos acompaña? Hay muchas personas que debe conocer.
Sí, canalla, veremos qué haces esta noche.
En los ojos oscuros del francés hubo un fugaz instante de vacilación, hasta que al fin dijo, en tono amable:
– Pero, claro, Arabella, soy servidor de usted, como siempre.
Arabella le presentó a la señorita Fleming, y vio cómo los dos se colocaban en sus puestos para bailar una danza campesina.
– Mamá -susurró Arabella-, mira allá, al otro lado de la chimenea: el doctor Branyon, atrapado en una conversación con el gotoso lord Talgarth. Parece desesperado, mamá. Tiene los ojos vidriosos. Creo que será mejor que vayas a rescatarlo antes de que empuñe el atizador contra nuestro anfitrión.
– Por todo lo sublime, qué hija tan maravillosa tengo.
Lady Ann besó a su hija en la mejilla y se alejó a paso leve y dichoso como el de una muchacha.
A continuación, Arabella le presentó a Gervaise a la tranquila señorita Dauntry, cuarta hija de una madre muy afectuosa. Mientras él conducía a la joven a la pista de baile, Arabella vio que lord Graybourn pasaba con Elsbeth del brazo. Comprobó, con asombro, que era un bailarín pleno de gracia. Elsbeth reía a carcajadas: eso parecía prometedor.
Suzanne pasó girando, con Oliver Rollins firmemente aferrado. Este era un joven rollizo, bien intencionado, al que Arabella había amedrentado sin piedad desde la infancia. Suzanne le dijo en voz alta, con tono alegre:
– No te aflijas, Bella, te enviaré a uno de mis galanes para que baile contigo. Pero hoy debes resignar al conde, porque tiene una sobreabundancia de compañeras para esta noche.
Oliver Rollins acertó a saludar entrecortadamente, antes de ser arrastrado.
Un suave golpe de abanico en el brazo hizo darse vuelta a Arabella. Lady Crewe, una formidable viuda de edad indefinida y vivo cabello rojizo que aún no mostraba vetas grises, estaba de pie a su lado, con dos grandes plumas de avestruz de color púrpura que se balanceaban sobre su rostro anguloso.
– Tienes buen aspecto, Arabella. Veo que el matrimonio te sienta bien. Los buenos matrimonios son escasos, ¿sabes? Salvo cuando hay dinero de por medio, claro. Pero vosotros parecéis tan embelesados como mi pavo Larry y su pava, Blanche. Tu padre escogió magníficamente y si estuviese presente, se lo diría. Maldición, ojalá no estuviese muerto. Lamento recordártelo, querida mía, sé que lo quisiste mucho. -Palmeó la mano de Arabella, al tiempo que la mirada de sus brillantes ojos almendrados recorrían el salón y se posaban un instante en el conde, que ejecutaba su parte en una danza campesina con la voluptuosa señorita Eliza Eldridge-. Sí -dijo, más para sí misma que para la joven-, el nuevo conde tiene una espléndida figura masculina. Cuánto se parece a tu padre. Y a ti también. Sois muy semejantes. Tendréis hijos muy bellos. Tu padre estaría muy complacido.
Contemplando a su esposo, la muchacha dijo:
– Espero que tengamos muchos hijos. Sí, serán muy hermosos, en eso tiene razón. Sólo espero que tengan hoyuelos en el mentón, como mi padre y como Justin. Mi padre eligió muy bien.
Lady Crewe hizo una pausa, y luego hizo girar una sortija con un enorme rubí que llevaba en su flaco dedo.
– Quizás a tu madre la sorprenda, Arabella, pero no la culpo como la pobre Aurelia Talgarth por casarse con el doctor Branyon. ¡Qué mujer tan tonta! Todas esas estupideces que dice acerca de que no es un señor de la nobleza son absurdas. -Sus ojos adquirieron una expresión sagaz-. Tú eres abierta, Arabella, y eso me agrada. Tu padre nunca lo fue, en realidad, pero eso no viene al caso. Ya veo que tú, querida, has aprobado el matrimonio de tu madre con el doctor Branyon. Es una actitud inteligente de tu parte. Es una demostración de madurez que refresca y complace.
– Mi madre es muy hermosa, y es demasiado joven para pasar la vida sola. Por otra parte, siento mucho cariño por el doctor Branyon, lo he conocido toda la vida. No existe hombre más bondadoso. Me alegra que vaya a ser mi padrastro.
Sin dejar de mirar hacia lady. Ann, y en tono reflexivo, lady Crewe dijo, marcando las palabras:
– Querida mía, te diré que por primera vez en casi veinte años he hallado algo admirable en tu madre, además de su inmensa dulzura y su belleza. Por fin ha demostrado carácter y ánimo parejos a su belleza. Estoy convencida de que le brotó con bastante naturalidad, demostrando que estaba en ella desde siempre. -Añadió, en voz muy baja-: Tu padre era un hombre muy fuerte, muy dominador, incapaz de aceptar el cuestionamiento de una mujer. Sí, ahora tu madre ha vuelto por sus fueros.
Arabella, intentando no perder de vista a Gervaise, estaba un poco distraída.
– Sí, señora -dijo rápidamente.
La dama interpretó mal la respuesta:
– Y bien, Arabella, eres una mujer casada. El hecho de que tu madre haya sobrevivido estos diecinueve años sin haber perdido su juventud me asombra. Es posible que Dios, en su infinita sabiduría, recompense a los inocentes.
Eso captó por entero la atención de la joven. Se volvió hacia lady Crewe, con expresión comprensiva que no hubiese tenido, de no ser por la franqueza con que Justin le había hablado de su padre. Escudriñó el rostro de lady Crewe, y halló en él rastros de una belleza que aún se adivinaba en su orgulloso semblante. Sabía que la dama y su padre habían sido amantes, y eso no le provocaba enfado sino una remota aceptación. Por fin, aceptaba que su padre había sido un hombre, un adulto, y que ella, de niña, creyó ciegamente en la perfección de ese hombre. Pero ya no era una niña.
Lady Crewe percibió la nueva madurez de la joven condesa, la comprensión, luego la aceptación en su mirada… en esos ojos tan iguales a los del padre. Dijo, en tono bondadoso:
– Ven a visitarme, Arabella. Estoy segura de que tendremos muchas cosas interesantes de que conversar. Puedo contarte cosas de tu padre, cosas que quizá no sepas. Era un hombre sorprendente.
– Lo haré, señora -respondió la muchacha.
Comprendió que realmente deseaba conocer mejor a la señora Crewe. Se alejó de la dama para sumarse a la danza con sir Darien Snow, antiguo compañero de su padre. Olía un poco a almizcle y a coñac, en grata mezcla. Con cierta tristeza, advirtió que los años pesaban, inexorables, sobre sir Darien, marcándole profundas líneas en tomo de sus finos labios y de los ojos, y destacando venas nudosas en los dorsos de las manos. Era gentil y discreto, mientras que su padre había sido vocinglero y arrogante. Modesto como siempre, la guió en los pasos con la gracia que da la práctica de muchos años en sociedad. No hablaba, cosa que alivió a Arabella: tenía que vigilar a Gervaise. Vio que estaba bailando con Elsbeth. Maldición, si hubiese un modo de transportar a Elsbeth, de golpe, al otro extremo del salón… Tiró del brazo de sir Darien, llevándolo en la dirección en que estaban Elsbeth y Gervaise. Por lo menos, quería oír de qué hablaban. Al acercarse, oyó que Gervaise decía, con su acariciadora voz cantarina:
– Qué adorable estás esta noche, ma petite. Estas fiestas inglesas te dan realce.
Luego, el empuje de otros bailarines los alejó, y ya no pudo oír más. Ojalá hubiese podido oír más.
En ese momento, Elsbeth le decía al francés:
– Gracias, Gervaise. Disfruto mucho del baile en estas fiestas. Mi tía vivía bastante retirada, y no era muy afecta a las diversiones. -Se interrumpió un momento, y continuó, con cierto matiz de culpa: en realidad, debería haberle escrito a mi tía Caroline. Sabes que lo único que he recibido de ella es bondad. Por supuesto, querrá visitarnos cuando estemos casados.
Qué extraño le sonaba a ella misma, como poco natural, forzado.
El joven no dijo nada, pero le temblaron un poco las manos.
– Sí -logró decir, al fin.
Contempló a su medio hermana, los ojos oscuros brillantes y almendrados, como los de él mismo. Conocía la simple inocencia de ella, su confianza sin desmayos en los que la rodeaban. Ojalá esa vieja Josette le hubiese dicho antes que él no era hijo natural de Thomas de Trécassis, que, en realidad, él y Elsbeth habían nacido de la misma madre. Gracias a Dios no le había hecho el amor la última vez, después de que Josette le reveló, gritando, que Elsbeth era su medio hermana.
Pronto se iría, se marcharía con lo que le pertenecía por derecho. Sin embargo, tenía el deseo de aliviar el dolor que sentiría Elsbeth cuando él se marchara. Equivocó un paso, y la pisó. De inmediato, se disculpó:
– Qué torpe soy, Elsbeth, perdóname, petite. Como ves, hay muchas cosas que no hago bien.
La muchacha le sonrió, pero su sonrisa se esfumó al percibir en él la tristeza, y se apresuró a replicar:
– No es nada, Gervaise. No hables así, te lo ruego. No te haces justicia.
– No, Elsbeth, es verdad. Yo… en realidad, no soy digno de ti. -Se interrumpió, al ver que estaban bailando en el centro de la pista-. Ven -dijo, tomándola de la mano-. Quiero hablar contigo. Salgamos a la terraza.