Arabella percibió un súbito movimiento tras ella, giró en redondo y estuvo a punto de caérsele el diccionario que, con lo grande y pesado que era, le hubiese roto un pie. Levantó la vista y vio al conde, en pose plena de gracia indiferente, la mano apoyada sobre el escritorio. Se le secó la boca. Aun sin motivo, se sintió culpable. Había estado hablando en voz alta. ¿La habría oído? Claro que sí.
– Bueno, mi querida esposa, ¿qué palabra puede interesarte tanto para que acudas al diccionario?
Su voz era más fría que la noche pasada. Alejado de ella. Despreciativo. ¿Volvería a hacerle daño? ¿A desgarrarle la ropa? Movió la cabeza mientras miraba la palabra, que era condenatoria por sí misma, y trató de cerrar de golpe el diccionario, pero Justin fue más rápido y se lo arrebató de las manos.
– No habrá secretos entre nosotros, ¿verdad? ¿Acaso no estamos casados? Vamos, Arabella, si quieres saber el significado de una palabra, no tienes más que preguntármelo.
Por un instante, quiso exigir que la llamara señora, pero no podía. Todo había cambiado, y ahora era demasiado grave, demasiado peligroso. No dijo nada. No había esperanzas. Encontraría la palabra. Ella no había hecho nada malo: que la condenaran si se comportaba como culpable. En un tono que esperaba fuese frío dijo:
– Estaba buscando la palabra que me gritaste anoche. Jamás la había oído antes, y quería saber qué significa.
– ¿Qué palabra te grité?
– Sodomía.
Las negras cejas se alzaron del todo. Esa ramera descarada no tenía vergüenza. Se lo pasaba por la cara, se lo frotaba por la nariz. No importaba. Con movimientos lentos, se dio la vuelta para dejar el diccionario sobre el escritorio. Luego, la miró. La vio allí de pie, alta, los hombros erguidos. La miró, desnudándola como la noche anterior, y de nuevo apareció todo en sus ojos: la condena, el desprecio, la ira.
– Pobre Arabella, ¿acaso el comte no te dio un término para describir lo qué hacíais? Sé que puede ser un modo doloroso en que un hombre posee a una mujer. Yo nunca lo he practicado. Pero quizás, ahora que él te ha abierto, lo haga. ¿Fue gentil contigo? Sin embargo, tú eres una mujer inteligente. No entiendo por qué no te dijo cómo se denomina lo que estaba haciéndote. Qué descuido de su parte.
– Yo no tengo ningún amante -repuso, con la voz más calma que había salido nunca de ella. Era una voz sin inflexiones, que no reflejaba emociones que pudiesen humillarla todavía más-. Gervaise no es mi amante. No tengo idea de lo que significa sodomía. O me lo dices, o te quitas del medio. Lo repito una vez más: el comte no es mi amante. No tengo ningún amante. Dímelo o muévete.
Por añadidura, lo empujó. Justin le aferró los brazos y se los;bajó a los costados.
– Sodomía -dijo, marcando las palabras, y mirándola-. Está bien. Te diré lo que es. Lo reconocerás de inmediato, y yo veré en tus ojos que lo sabes. Cundo te poseyó, tú estabas a gatas, o acostada boca abajo. Maldita seas, no pongas esa expresión perpleja. Te poseyó por detrás. ¿Eso te resulta lo bastante claro? Te penetró como lo hubiese hecho con un muchacho, si fuese pederasta.
A Arabella no se le había ocurrido. Se sintió por completo con. fundida.
– Pero eso no es posible. Los caballos no hacen eso, y yo he visto cómo se aparean. Dios mío, debe de ser horrible. No es lo correcto, para hombres ni para bestias. ¿Qué es un pederasta? ¿Qué quieres decir?
– Cállate, maldita seas. Está bien, entonces, no te usó de ese modo. Habrá sido en tu boca, pues. -La atrajo con brusquedad hacia él, se inclinó, y la besó con dureza-. Abre la boca -dijo, contra los labios de ella-. Abre los labios para que pueda saborearte. Ese canalla bastardo, ¿echó su simiente en tu boca?
Por más que la forzó, la muchacha no abrió la boca y, por fin, Justin la soltó. Levantó la cabeza y le rozó los labios con las yemas de los dedos.
– Sí -dijo, marcando las palabras-, te dejó recibirlo en la boca. Tienes una bella boca… suave, generosa y, aunque me la niegues, me imagino cómo debió de ser para él que acariciaras su sexo con estos labios.
Arabella imaginó la escena: el sexo de él hinchado y largo, metido en su boca. No, era imposible. Se pasó la lengua por los labios, provocando la risa de Justin. Tuvo ganas de matarlo. ¿Estaba convencido de que el francés le había puesto el sexo en la boca? ¿Que había acabado en la boca de ella? Se estremeció de asco. No intentaría escapar otra vez de él. No permitiría que la destruyese.
Le sonrió, con voz tan serena como la de su madre.
– Estás mintiendo. Nadie puede hacer lo que has descrito. Es absurdo, increíble. Te diré por última vez que el francés no es mi amante.
"Ah, pero mírate: lo crees completamente. Por lo tanto, debes de confiar en la persona que te lo dijo. ¿Quién fue, Justin? ¿Quién te contó esa mentira?
Fue él quien se alejó de ella. Se había jurado no volver a permitir que lo dominase la amarga ira y la decepción. Ah, pero esa calma con que trataba de volver la partida en su contra, de confundirlo, lo exasperaba. Aunque fue difícil, logró sonreírle. Quiso estrangularla, tumbarla sobre la alfombra, alzarle de un tirón la falda de montar, y hundirse en ella. Aspiró una profunda bocanada de aire.
– Nadie me ha contado mentiras sobre ti, Arabella. Sólo tú tienes la culpa de que yo sepa la verdad. Yo te vi. Lo vi a él.
– ¿Me viste a mí? ¿Viste al conde francés? ¿Y qué? ¿A qué condenada verdad te refieres? Esto no tiene un ápice de sentido. ¿De qué diablos estás hablando? ¡Maldito seas, no te quedes ahí como un predicador persiguiendo brujas, contéstame!
– Cuando vuelvas a encontrarte con él en el cobertizo, o donde sea, podrías exhibir ante él tus flamantes conocimientos. Puedes decirle que quieres que te sodomice. Sí, pero adviértele que vaya despacio, Arabella. Dile que sea suave, que…
La muchacha creyó que iba a vomitar. Lo que hizo, en cambio, fue darle un puñetazo en el mentón. Fue tan fuerte, que le hizo caer la cabeza hacia atrás.
Se alzó las faldas y corrió hacia la puerta.
Justin exclamó, mientras se frotaba el mentón:
– Pagarás por esto, Arabella.
– Ya he pagado -susurró la joven, mientras abría la puerta y salía.
– Querida, creo que tomaré otro almendrado.
El doctor Branyon le sonrió a lady Ann mientras se servía otra galleta en el platillo.
– Elsbeth, ¿más té?
– No, gracias, lady Ann -respondió Elsbeth, concentrando su errática atención en su madrastra.
– Supongo que no será muy extraño que el conde y Arabella no nos acompañen.
El francés abrió sus expresivas manos, con un brillo significativo en los ojos.
Lady Ann lo miró de un modo que, hasta ese día, sólo había empleado con sir Arthur Bennington, un barón de la localidad que una vez trató de besarla tras l escalera. El brillo desapareció al instante. Bien. Hasta un francés comprendía esa expresión. Asintió, alzó la barbilla, y luego se volvió hacia Branyon.
– Paul, espero que te quedes a cenar con nosotros esta noche. Es jueves, ¿sabes?, y la cocinera preparará el plato preferido de Arabella, con carne de cerdo.
– Cerdo, ¿eh? Tal. vez pueda hacer un esfuerzo -respondió el médico. Miró el reloj que había sobre la repisa, y se levantó de prisa-. Si quiero tener una mínima posibilidad de cenar, tengo que marcharme ya mismo a ver a mis pacientes. ¿A las seis?
Lady Ann asintió y lo acompañó hasta las amplias puertas dobles de la sala. Paul se volvió, y dijo en voz queda:
– Ann, algo te preocupa. Ah, es el matrimonio, ¿verdad? Ya sabes que debes acostumbrarte al hecho de que Arabella sea una mujer casada.
Lady Ann no supo qué hacer. Levantó la vista hacia el rostro de él, un rostro que conocía desde que ella tenía diecisiete años, y lo único que quiso fue tocarlo, besarlo, abrazarlo tan fuerte que nunca más pudiera irse. Entonces, la verdad, por lo menos respecto de Arabella. En lo que se refería a sus propios sentimientos, tendrían que esperar. No tenía idea de lo que él sentía por ella. Oh, era evidente que le tenía cariño, pero en cuanto a lo demás…
– Te aseguro que ese no es el problema. Estoy convencida de que Arabella nació madura. ¿Una mujer casada? Nunca he tenido ni tengo dificultad en aceptar eso. -Lanzó un hondo suspiro.- Entre ellos pasa algo malo. Algo muy malo.
Con el entrecejo fruncido, el médico contempló los velados ojos azules. Tenía en la punta de la lengua alguna frase tranquilizadora, pero a lo largo de los años había descubierto que Ann tenía una percepción notablemente aguda acerca de las personas. Dijo:
– Como hoy aún no los he visto, no puedo opinar nada al respecto. Bueno, esta noche los observaré. Espero que estés equivocada, Ann, de verdad.
– Yo también lo espero. Pero no me equivoco.
Pensó en contarle lo de la bata desgarrada de su hija. No, eso sería llegar demasiado lejos. Era muy íntimo.
Dios, cuánto odiaba Paul verla angustiada. Sin pensarlo, le levantó la mano. Cuando le rozó la palma con la boca, sintió un leve estremecimiento en esa mano. Los dedos de Ann se cerraron sobre los de él, y Paul olvidó todo lo que no fuera la necesidad que tenía de ella. Le miró con avidez la boca, luego los ojos. Al principio, no pudo creer lo que vio en ellos, aunque era tan claro que sólo un ciego podía dejar de verlo.
– Ann, mi queridísimo amor.
Sonó en su voz tanto anhelo, un compromiso tan completo, que lady Ann no advirtió que se acercaba el mozo de cuadra con el caballo del médico.
Pero él sí, y trató de sonreír. Fue difícil, pues lo único que deseaba era besarla hasta que ninguno de los dos pudiese respirar. Ansiaba tocarla, sólo tocarla, era todo lo que pedía, pero no podía ser. Soltó una gran bocanada de aire, y contuvo una florida maldición.
– Aquí no tenemos intimidad. Más tarde hablaré contigo, Ann.
Ann lo contempló, le miró la boca, y dijo sin vacilar:
– ¿Cuándo?
Paul rió entre dientes y le soltó la mano.
– No quiero otra cosa que tenerte toda para mí en este mismo momento. Maldición. Tengo pacientes.
– Entonces, mañana.
Paul aprovechó el pie.
– En esta época del año, el estanque es un lugar delicioso, ¿sabes, Ann? ¿Te gustaría dar un paseo alrededor del estanque, mañana por la tarde, a eso de la una?
Ya podía verla, acostada de espaldas, el hermoso cabello alrededor de la cara, en medio de los narcisos. Tragó con dificultad. Estaba enloqueciendo.
Una vez más, Ann respondió sin vacilar:
– Estoy segura de que me gustará más que cualquier otra cosa.
El médico olvidó los años que había pasado sin ella, y pensó en el futuro. A decir verdad, pensaba en el día siguiente, en el estanque.
– Quizá la vida sea perfecta.
Posó la mano, con delicadeza, en la mejilla de la mujer, y le sonrió con ternura.
– Esta noche, durante la cena, te juro que observaré. Entonces, mañana a la una en punto, Ann querida.
Giró sobre sí y bajó los peldaños hasta donde lo aguardaba el caballo, con paso ligero y confiado. La saludó con la mano, y luego hizo volverse al caballo y se marchó al paso por el sendero de grava.
– Sí, Paul, quizá la vida sea perfecta.
Se sintió tan colmada de felicidad, que tuvo ganas de correr hacia el mozo que se retiraba y echarle los brazos al cuello. En lugar de eso, se abrazó a sí misma.
Cuando regresó a la sala, ya había logrado disimular la escandalosa chispa de sus ojos. Pensó que sólo Justin notaría el cambio en ella. Pero lo más probable era que Justin no estuviese.
La sorprendió hallar sólo al francés en la sala. Le sonrió, alzando una de sus cejas rubias.
– Ma petite cousine se ha retirado a su habitación a arreglarse para la cena. Creo que está cansada.
Se encogió de hombros con un gesto encantador, típicamente francés y carente de significado.
– Ya veo -respondió.
Cuánto deseaba que él también se hubiese retirado, o haber ido ella misma a su habitación, o al jardín. Quería estar sola, repasar en su mente cada una de las palabras de Paul, disfrutar de su íntimo significado, imaginarlo, simplemente, y sonreír ante la perspectiva que podía presentarse, ante lo que podría suceder.
– Lady Ann, estoy encantado de poder hablar con usted a solas -dijo el francés, de repente, adelantándose en la silla, en tono vehemente-. Verá, chère madame, sólo usted puede hablarme de mi tía Magdalaine.
– ¿Magdalaine? Pero, Gervaise, yo no sé casi nada de ella. Murió antes de que yo conociera al conde anterior. Sin duda tu padre, el hermano de Magdalaine, sabrá mucho más que yo, y…
El joven negó con la cabeza.
– Es un hecho infortunado, pero sólo pudo hablarme acerca de la infancia de ella en Francia. Incluso en ese aspecto, su cerebro se confundía. No sabía nada de la vida de ella en Inglaterra. Por favor, cuéntemelo que sepa de ella. Seguramente sabrá algo.
– Está bien, déjame pensar un poco.
Decía la verdad: no sabía casi nada acerca de eso. Hurgó en su memoria, uniendo retazos de información con respecto a la primera esposa de su marido.
– Creo que el conde conoció a tu tía durante una visita a la corte francesa en 1788. No conozco la cronología de los hechos, sólo sé que muy pronto se casaron en el castillo de Trécassis, y poco después regresaron a Inglaterra. Como sabes, Elsbeth nació en 1789, apenas un año después de la boda. -Hizo una pausa, y le sonrió al bello joven-. Por supuesto, no debes de ser mucho mayor que Elsbeth, Gervaise. Me imagino que debes de haber nacido por la misma época.
Gervaise se alzó de hombros, expresando un vago asentimiento, y le hizo un gesto elegante, invitándola a continuar.
– Ahora llego al punto en que no estoy segura de cómo fueron los hechos. Creo que Magdalaine volvió a Francia poco después de estallar la revolución. No sé qué motivo tuvo para viajar en una época tan peligrosa. -Negó con la cabeza-. Estoy segura de que tú sabes el resto. Por desgracia, enfermó poco después de volver a Evesham Abbey, y murió aquí, en 1790.
– ¿No sabe nada más, madame?
– No, Geryaise, lo siento.
Sin duda era agradable que quisiera saber más acerca de su tía, pero la desilusión que manifestaba por lo poco que Ann sabía era un tanto exagerada. Pensó en Paul: qué nombre tan adorable.
El comte se reclinó en la silla, y tamborileó, pensativo, con los dedos entre sí. Dijo arrastrando las palabras, y mirando fijamente a lady Ann:
– Al parecer, yo puedo sumar lo que sé a sus conocimientos. No quisiera herirla, lady Ann, pero creo que cuando su difunto esposo fue a Francia en 1787, su fortuna necesitaba, ¿cómo dicen ustedes?, ser reconstituida con urgencia. Mi padre, hermano mayor de Magdalaine, me dijo que el conde de Trécassis le ofreció al conde una gran suma de dinero por el matrimonio. Otra parte adicional de la dote de ella se pagaría después, al cumplirse ciertas condiciones.
Por un momento, Ann guardó silencio, recordando su propia dote elevada, y la prisa nada sutil que manifestó el conde de Strafford por casarse con ella. Recordó su amarga decepción de aquella vez en que, siendo una tímida muchacha, escuchó sin querer cómo su prometido le comentaba a un amigo que la dote no había sido tan gorda como su amante, pero que era hija de un marqués y, sin duda, eso debía de tener su valor. También dijo que ojalá la sangre virginal de su prometida no fuese de un aburrido color rojo.
En ese momento, se le ocurrió pensar por qué el comte de Trécassis habría ofrecido una dote tan elevada por la mano de Magdalaine. A fin de cuentas, su ascendencia era impecable, pues la sangre de los Trécassis estaba mezclada con la de los Capeto. Daba la impresión de que esa dote fuese una especie de chantaje. Eso sí que era raro. ¿Por qué?
El joven se levantó y estiró su chaleco de dibujos amarillos. En verdad, era un joven muy apuesto, y con esos ojos negros…
– Chère madame, perdóneme por ocuparle tanto tiempo.
Lady Ann desechó con un gesto los recuerdos de sus dieciocho años, y sonrió.
– Gervaise, lamento no poder decirte más. Lo que sucede es que -prosiguió, abriendo sus blancas manos-, en mi presencia casi nunca se mencionaba a Magdalaine y a su familia.
Ella sabía que no era porque su esposo hubiese amado tiernamente a la primera esposa. No, había que ver lo que le hizo a la pobre Elsbeth. No, Magdalaine no había gozado de más amor, de más afecto que la propia Ann.
– Cuán cierto. ¿Qué hombre querría hablarle a su esposa actual acerca de la anterior? Oh, lady Ann, olvidaba decirle que me parecen muy elegantes las perlas que lleva. Su caja de joyas debería ser custodiada, siendo usted la condesa de Strafford. Debe de ser gratificante, ¿non?
– Gracias, Gervaise -repuso Ann sin escucharlo siquiera, pues otra vez estaba pensando en Paul.
Faltaban sólo tres horas para que lo viese: era mucho tiempo sin él.
– Ah, las joyas Strafford -dijo, volviendo la atención hacia el joven-. Te aseguro que son tan mezquinas que el príncipe regente no se dignaría regalárselas a la princesa Caroline, por la que, según tengo entendido, siente poco agrado.
– En mi opinión, eso es muy raro -dijo el conde francés-. En verdad, muy extraño.
– Sí, si tú lo dices. Uno se pregunta cómo puede hacerse semejante alianza con el mutuo desagrado que muestran ambas partes.
– ¿Eh? Ah, sí, claro. Así se estila entre los reyes, chère madame.
Se inclinó sobre la mano de la dama, y salió de la sala.
Lady Ann se acomodó las faldas y fue hasta la puerta. Tal vez, al día siguiente tendría que ponerse el vestido de seda rosada, con hileras de diminutos capullos de rosa. Sin duda, no estaría tan mal romper la monotonía del atuendo de luto al menos una vez. Mientras subía la escalera en dirección a su cuarto, pensó en la atrevida porción de busto que revelaba el vestido, y sonrió con picardía. Se le ocurrió que era una sonrisa digna de Arabella, por lo menos de las que solía mostrar antes de casarse con Justin.
Oh, Dios.