31

Elsbeth siguió sin vacilar al conde francés, y sin advertir que todos los miembros de la familia los observaban con atención.

Esa noche, afuera hacía frío, pero Elsbeth no lo notó. Se volvió a mirarlo, levantando la cara para recibir un beso, pero Gervaise retrocedió un paso.

– No, Elsbeth, tienes que escucharme. He pensado mucho, pequeña prima. Nuestro plan de huir juntos es imposible. Tienes que entenderlo, Elsbeth. Sería el más infame de los hombres si te apartara de tu familia, si te expusiese a una vida llena de incertidumbre, y eso sería lo único que podría ofrecerte.

La muchacha sólo atinó a clavarle la vista, boquiabierta.

– No -susurró-, no. ¿Por qué dices todo esto? No, Gervaise, no hablas en serio. ¿Cómo puedes decir que habrá incertidumbre? No la habrá. ¿Acaso has olvidado mis diez mil libras? Como mi esposo, ese dinero será tuyo. Tú eres muy prudente, Gervaise, y no padeceremos dificultades.

– Marido -repitió el francés, en voz baja y dura-. ¿Tu esposo? Vamos, Elsbeth, ya es hora de que te conviertas en mujer. No puedes seguir comportándote como una niña.

– No sé qué quieres decir. ¿Qué está pasando? ¿Qué tienes en mente? Si hay algún problema, yo puedo ayudarte. Ahora soy una mujer, tú me has convertido en mujer. ¿Acaso no fuiste tú el que me enseñó qué era ser una mujer adulta?

Sin advertirlo, avanzó un paso hacia él.

Gervaise la contuvo levantando una mano.

– Eres una criatura tan romántica… Fíjate cómo hablas. -Lanzó un resoplido desdeñoso, y dio a su voz un tono burlón-. Elsbeth, lo único que hice fue arrebatarte la virginidad, acariciar tus pechos de niña y brindarte un idilio estival, nada más.

El impacto de esas palabras la hizo palidecer.

– Pero dijiste que me amabas -susurró.

Se estremeció, pero no por el frescor del aire sino por el miedo que crecía dentro de ella.

Con gesto típicamente galo, Gervaise se encogió de hombros, y Elsbeth no supo si era de indiferencia o de desprecio.

– Claro que te dije que te amaba. Si fueras una mujer, y no una niña, habrías sabido que las palabras de amor apasionado dan más excitación a un affaire, lo hacen más placentero.

Tanta oscuridad, tanto vacío, no podría soportarlos. No, no podía estar diciéndole tales cosas. Se humedeció los labios.

– Pero me dijiste que me amabas, y lo decías en serio, lo sé, tanto como te conozco a ti.

– No te quepa duda de que te amo -le dijo en tono frío- como… prima. Sería antinatural que no te quisiera en ese sentido.

– Entonces, ¿por qué me dijiste que podríamos fugamos juntos?

Gervaise lanzó unas risotadas desagradables que la hicieron marchitarse, que hicieron morir algo en el interior de la joven. No se movió. Estaba convencida de que no podría, pasara lo que pasase. Gervaise se encogió de hombros otra vez, como desechando la idea de que ella fuese digna de amor.

– Sólo dije lo que tú querías oír, Elsbeth. Una esposa jamás entraría en mis planes. El hecho de que me hayas creído demuestra que eres una chiquilla romántica. Vamos, querida, ya es hora de que salgas de ese dulce capullo de inocencia. Dame las gracias por decirte la verdad ahora. Es menos cruel que dejarte en la ignorancia. De lo, contrario, jamás habrías vuelto a saber de mí.

– ¿Acaso fui tan infantil para entregarme libremente a ti?

Aunque Gervaise odió las lágrimas que desbordaban los ojos de la muchacha, se mantuvo firme, su voz fue fría como la brisa nocturna, que formaba piel de gallina en los brazos de Elsbeth.

– Sí, lo fuiste. Escúchame, tú deseabas sustancia y realidad, donde no había más que sueños y fantasías. Tienes que aprender a afrontar la vida, Elsbeth, y no encogerte y llorar como una niña indefensa. Un día, me lo agradecerás. Los corazones no se rompen… esa es otra tontería que siempre se repite. Me olvidarás, Elsbeth, me olvidarás, y te volverás fuerte, te convertirás en mujer. ¿Comienzas a entender? -Suavizó la mirada, aunque Elsbeth, con la cabeza gacha, no lo advirtió. Gervaise no tuvo necesidad de consultar su reloj para saber que estaba haciéndose tarde. Tendría que partir pronto. Dijo, precipitado-: Eres inglesa, Elsbeth. Tu futuro pertenece a este país, tienes que casarte con un caballero inglés. Todo ha terminado. No, basta de llorar. Por favor, Elsbeth… Tocó suavemente la mejilla de la muchacha con la mano ahuecada-. Por favor, no me recuerdes con odio.

– Sí -dijo Elsbeth, mirándolo, ahora-, se terminó. -Se tragó las lágrimas, y enderezó la espalda-. Por favor, acompáñame a donde está lady Ann.

Después de haber dejado a Elsbeth, Gervaise echó un vistazo al salón atestado, y al fin detuvo la mirada en el conde. Al parecer, no advertía la presencia de ninguna otra persona, salvo la joven dama con la que conversaba. Faltaba poco para que Gervaise no tuviese que verlo nunca más, sentir su maldito odio, saber que anhelaba matarlo. Pronto, sería el triunfador, y el conde, el perdedor, sin poder hacer nada para impedirlo. A decir verdad, jamás lo sabría Maldición, ojalá lo supiera Podría dejarle una señal, quizás hasta una carta, para que hiciera rechinar sus dientes, sabiendo que él lo había denotado.

Lo observó unos minutos más, y luego se volvió para tomar la mano de la señorita Rutheford. Vio que lord Graybourn conducía a Elsbeth a la pista de baile, y por un instante se le ensombrecieron los ojos. No, tenía que olvidarla. Hizo girar a la señorita Rutheford en sus brazos, y la joven ahogó una exclamación y rió, encantada.

Al terminar la danza, sir Darien acompañó a Arabella junto a su madre, que dijo, complacida:

– Al parecer, Elsbeth es muy popular esta noche. Me preocupé cuando vi que salía al balcón con Gervaise, pero la trajo de vuelta al salón tan pronto que no tuve que intervenir. Confío en que esté bien. Está riendo con lord Graybourn, y eso es buena señal.

Arabella no dijo una palabra, se limitó a asentir.

– Y tú, querida mía, te vi hablando con lady Crewe. Esa mujer siempre me ha asustado mucho. Recuerdo que una vez, cuando estaba de visita un fin de semana, me dijo que mi vestido era demasiado infantil, y que debía cambiármelo. Recuerdo que tu padre me miró y estuvo de acuerdo con ella. Como imaginas, corrí a hacer lo que me indicaba. ¿Qué es lo que hablaste con ella tanto tiempo?

Arabella pensó que eso podía llevarla a terreno pantanoso.

– Es encantadora, y no da ningún miedo, mamá. Deberías volver a hablar con ella. Se deshizo en elogios acerca de ti. -Dónde estaría Gervaise? Ah, ahí estaba, bailando con la señorita Rutheford-. Sir Darien empieza a parecer frágil, mamá.

El doctor Branyon dijo:

– No tiene nada malo que valga la pena mencionar. Es la edad, querida mía, sólo la edad.

– Según las historias que me contó papá, sir Darien era un loco de joven, e incluso cuando no lo era tanto, y tal vez merezca estar envejecido ahora.

El doctor Branyon advirtió que, en realidad, su futura hijastra no estaba del todo presente. Contemplaba el piso de la sala de baile. El médico dijo con una sonrisa:

– Bella, creo que Justin ha ido a buscar una copa de ponche para la señorita Eldridge. Si la señorita Talgarth se sale con la suya, me terno que esta noche tendrás muy pocas posibilidades de bailar con tu esposo.

– Le aseguro que esta noche lograre sobrevivir sin él, señor.

Se volvió, buscando con la vista al cornte. Oyó la risa sonora de Suzanne entre la muchedumbre de jóvenes, pero no vio al francés. Se le aceleró el corazón. Miró de nuevo buscando, buscando.

Se había ido.

No perdió tiempo. Sabía que los establos estaban del lado este de la mansión. Miró alrededor en busca de Justin, pero tampoco lo vio. Quizá ya estaba siguiendo a Gervaise, sin decírselo a ella. Era característico de él, que el diablo se lo llevara.

Le llevó varios minutos llegar hasta las altas ventanas, correr el cerrojo y escabullirse en la noche iluminada por la luna. Lanzó un hondo suspiro, y miró rápidamente hacia el costado este del pasillo, donde lady Talgarth había insistido en diseñar un macizo más grande e intrincado que el de Evesham Abbey. El resultado no era demasiado feliz. Más allá del macizo, estaban los establos. Escudriñó la oscuridad, pero no vio nada.

Entonces, de pronto, vio a un caballero envuelto en una capa que caminaba a paso vivo por el pasillo, hacia los establos. Era el comte, lo sabía: ningún otro hombre andaba con ese paso altanero.

Cuando ya estaba cerca del costado este de Talgarth Hall, se volvió con brusquedad y miró detrás de sí. La luz de la luna le dio directamente en la cara, y Arabella sintió que el corazón le daba un vuelco: era Gervaise. En ese momento, se volvió otra vez y desapareció, dando la vuelta al costado del pasillo.

Arabella tenía que darse prisa. Se dio la vuelta y pasó otra vez por la ventana abierta. Examinó la pista de baile, pero no vio al conde. Bueno, ya no se podía esperar más. Por otra parte, estaba segura de que su esposo ya estaba fuera, esperando que apareciera el francés.

No tardó en comprender que le llevaría demasiado tiempo abrirse paso entre la multitud de invitados. Se escabulló otra vez hacia el balcón, se inclinó sobre un costado, y calculó la distancia hasta el suelo. Saltar era demasiado arriesgado. Su vista acertó a posarse sobre un nudoso olmo viejo cuyas ramas tocaban el borde más alejado del balcón. Sin pensarlo más, corrió hacia ese extremo, se subió las faldas hasta arriba de las rodillas, y se estiró para alcanzar la rama. Se aferró con firmeza, con las manos enguantadas, y se balanceó, saliendo del balcón, columpiándose un momento en el aire hasta que tocó con los pies una protuberancia del tronco. Sintió que la rama crujía bajo su peso, pero no le hizo caso. Fue deslizando las manos por la rama hasta que pudo dejarse caer, sin mucho peligro, a una rama más baja. Se le enredaron las faldas en las piernas y casi perdió el equilibrio. Se agitó en el aire, y logró sostenerse. Maldición, si Dios hubiese hecho justicia con las mujeres, ella podría estar usando pantalones.

Miró hacia la hierba blanda que había abajo, hizo una inspiración profunda y se soltó del árbol. Cayó de pie, y echó a correr hacia los establos, apretando las fastidiosas faldas por encima de los tobillos. De lejos, desde el otro lado del corredor, le llegaron las fuertes carcajadas de los criados que habían ido acompañando a sus patrones. De pronto, oyó el galope de los cascos de un caballo.

Veloz, se arrodilló detrás de un matorral de tejo y esperó. Pero, un instante después, caballo y jinete pasaron ante ella, y vio el rostro pálido de Gervaise bajo la luz de la luna.

Procuró permanecer inmóvil, contando los largos segundos, hasta que el hombre se perdió de vista. Se levantó de un salto y corrió hacia los establos. Cuando se acercó, agitada, a la puerta iluminada del establo, se topó cara a cara con un azorado mozo, que no atinó a hacer otra cosa que mirarla con la boca abierta.

– Eeeh, eh… ¿señora?

Arabella exhaló dos jadeos más, observó el desconcierto que se reflejaba con claridad en el semblante del mozo, y dijo, con toda la arrogancia de su señorío:

– ¿Cómo te llamas?

– Allen, milady.

– Rápido, Allen, quiero que ensilles a Bluebell, la yegua de la señorita Talgarth, en este mismo instante. -El muchacho vaciló, y la joven insistió, con más altanería aún-: Haz lo que te ordeno, o lord Talgarth se encargará de ti.

Con eso lo logró. Sin duda, Allen se movió con más rapidez de lo que lo había hecho en todo ese largo día.

Arabella sonrió a espaldas del muchacho. Quiso preguntarle si el conde ya había estado y se fue, pero supuso que el muchacho no le diría la verdad. Debía de admitir que Justin era capaz de aterrorizar a un sirviente con mucha más eficacia que ella.

Arabella miró a la tierna Bluebell, y deseó que estuviese Lucifer en su lugar. Bueno, pero eso no podía ser. Después que el mozo le dio un pie para montar, sin prestarle más atención, clavó los talones en los gordos flancos de Bluebell.

Su elegante peinado se convirtió en mechones de cabello que flameaba, antes aun de que Bluebell hubiese llegado al camino principal. Espoleó a la yegua a emprender un galope firme, prometiéndole un gran balde de avena cuando llegaran a Evesham Abbey. "Sí", pensó, "no cabe duda de que Gervaise está cabalgando hacia Evesham Abbey." Era lo único de lo que estaba segura en ese momento.

Sabía que estaba haciendo algo escandaloso. También, que Justin se pondría furioso. No importaba. Ella también participaba en todo esto, y era justo que pudiese ver el final. En realidad, en ese momento no tenía una idea clara de lo que haría cuando descubriese lo que el joven francés se proponía. Quería matarlo. Sí, eso era lo que haría. Así, evitaría que Elsbeth supiera la verdad. Bajó la cabeza y mantuvo la vista clavada en el camino que tenía delante. Sentía el viento frío contra la cara.

Al hacer girar a Bluebell por el sendero de grava que llevaba a Evesham Abbey, no la sorprendió en lo más mínimo ver el caballo de Gervaise amarrado a un arbusto que estaba junto a la escalinata de entrada. Seguramente, habría llevado el caballo a Talgarth Hall más temprano y lo ocultó. Tiró de las riendas de la jadeante Bluebell, y se apeó, resbalando de la montura. Todo estaba envuelto en una quietud fantasmal. En las ventanas de la planta baja sólo brillaban unas escasas velas. En la planta alta se veía el resplandor de una sola luz, que provenía de la recámara del conde.

Subió corriendo la escalinata de entrada y abrió de par en par las enormes puertas. El vestíbulo de entrada estaba vacío. Frunció el entrecejo: ¿dónde estarían los criados?

Recordó su pequeña pistola, guardada en la mesa de noche, junto a la cama. Bueno, era imposible pensar siquiera en ir a buscarla, sabiendo que Gervaise estaría en la habitación del conde, o cerca de ella. Atravesó el vestíbulo sin hacer ruido, pasó junto al Salón Terciopelo, y se metió en la biblioteca. El juego de pistolas preferido de su padre estaba en su estuche de terciopelo, sobre la repisa de la chimenea. Aferró la culata de una de ellas, y la bajó. Una vez más, sintió un cosquilleo de excitación al meter el cargador en el cañón. Por fin, el arma quedó cargada y lista.

Subió lentamente la escalera, con la pistola escondida entre los pliegues de la falda. El que había escogido la ocasión y el lugar donde se enfrentarían era Gervaise. Se preguntó si ella no estaría tratando de. demostrarle algo a Justin. Era probable. Rogó con fervor que su esposo estuviese cerca. Tenía que estar, pues había estado observando a Gervaise con tanta atención como ella misma.

La puerta del dormitorio del conde estaba apenas entreabierta. Vio el parpadeo de una única vela que trazaba sombras fantásticas e intrincados dibujos en la pared de enfrente. Empujó la puerta con precaución.


Los ojos del conde recorrieron el atestado salón, como lo había estado haciendo durante toda la velada. De pronto, divisó a Lucinda Rutheford, sola, con la apariencia frente al mundo de un perrillo faldero amistoso y doméstico.

– Maldición -dijo el conde por lo bajo.

Pero si hacía poco, le pareció que fueron sólo instantes, había visto a Gervaise bailando un quadrillé con la señorita Rutheford. Satisfecho, había salido del salón con lord Talgarth apoyando todo su peso en el brazo, para ayudar al gotoso caballero a llegar a la biblioteca.

– Gracias, muchacho, ya estoy harto de esta tontería.

Hacía instantes que había salido. Distraído, miró el rostro de la señorita Talgarth, vuelto hacia arriba. ¿De dónde había salido?

– Perdóname, Suzanne, pero tengo que acompañarte junto a tu madre.

La joven quiso saber lo que estaba pasando, pero hay que decir en su favor que se limitó a hacer un mohín, le palmeó el brazo y dejó que la acompañara junto a su madre.

El conde dedicó una breve reverencia a lady Talgarth y a Suzanne, y se retiró rápidamente hacia la entrada del salón de baile. Una vez más, recorrió el salón con la vista en busca de Gervaise, pero no estaba. Había mordido el anzuelo, y Justin sabía que si no se daba prisa, perdería todo, sin otro motivo que su propio descuido. Pero él no había estado más que cinco minutos con lord Talgarth. Maldición.

– Justin. -Giró sobre los talones al oír su nombre, y vio que al doctor Branyon le hacía señas. Odiaba perder ese precioso minuto-. Arabella estaba buscándote -dijo en voz alta lady Ann-. Creo que quería ir al balcón, pero ahora no la encuentro. ¿La has visto, Justin?

– No, no la he visto. Les pido que me perdonen… cuando vean a Arabella, díganle que regresaré pronto.

– Pero ¿a dónde vas?

Justin no se volvió al oír la pregunta de Branyon, y siguió atravesando la multitud de invitados que parloteaban en el salón. Sólo cuando salió a la clara luz lunar lo golpeó la fuerza de las palabras de su suegra: Arabella se había ido, persiguiendo al comte.

La estrangularía. La azotaría. Le haría arder las orejas hasta que se pusiera a gemir. Esa condenada había ido en pos de Gervaise. Oh, Dios, podría estar en peligro. Gervaise no tenía nada que perder, y era capaz de hacer cualquier cosa para obtener lo que quería. Y como Justin ya sabía con exactitud qué era lo que buscaba, no ignoraba que Arabella correría grave riesgo si se le ocurría enfrentarse a él.

Llegó al establo en un periquete. En la entrada, el mozo se removía, nervioso. No estaba seguro de si debía enviar un mensaje a lord Talgarth, para avisarle de que la condesa de Strafford se había llevado el caballo de la señorita Talgarth.

El conde se le impuso:

– Mi caballo es el potro bayo que ya está ensillado, en ese pesebre de ahí. Tráemelo de inmediato.

El caballero había llevado su caballo más temprano. ¿Qué estaría sucediendo? ¿Tal vez su esposa estaría huyendo con el joven que había ido antes al establo? Oh, caramba, qué interesante. Estaba impaciente por contárselo a los otros mozos.

Quizá su señoría no lo supiera…

– Milord, la señora, su esposa…

Las palabras murieron en la noche tranquila, porque el conde de Strafford ya galopaba por el camino a horcajadas del potro, sin mirar atrás.

Esta vez, cuando minutos más tarde otra joven señorita se acercó al establo y le rogó que la llevase a Evesham Abbey, Allen no vaciló. Era un drama digno de Londres, y él estaba impaciente por verlo todo. Luego, se lo contaría a sus compañeros.


Inmóvil en la puerta de la recámara del conde, Arabella sujetaba con firmeza la pistola, oculta entre los pliegues de la falda.

Observaba a Gervaise que, de pie ante el cuadro de La Danza de la Muerte, alzaba una vela en la mano. La imagen de Josette brotó en la mente de la muchacha: la vieja criada había visto a Gervaise en la misma situación que en ese instante, recorriendo con la vista la macabra talla.

Arabella vio que el joven metía la mano izquierda en la cavidad que había debajo del escudo alzado del esqueleto. Le pareció que rodeaba algo con los dedos, algo que podía ser un pequeño pomo. Como por arte de magia, el borde inferior del pesado escudo de madera oscura se apartó, y dejó al descubierto un compartimiento oculto, no más ancho que una mano.

Así que Justin había adivinado algo. Por eso hizo que el carpintero, en apariencia, arreglase las tablas flojas del piso. No quería que Gervaise estuviese allí. Sonrió al decir:

– Es un escondite muy astuto, monsieur. Quizá Josette lo hubiese descubierto si yo no la hubiese interrumpido. Pero no estoy segura. Lo que recuerdo es que estaba tanteando cerca del escudo del esqueleto. Tal vez tuviese el entendimiento nublado y no recordase bien.

Pensó en sacar el arma y apuntarla, pero llegó a la conclusión de que aún no había motivos. Dijo, sin alterarse:

– Hazte a un lado, Gervaise.

El francés la miraba sin decir nada; simplemente, la miraba.

– Oh, sí, te he observado bien durante toda la velada. Tanto Justin como yo sabíamos que tendrías que hacer un movimiento. ¿No te has preguntado dónde están todos los criados? Justin les ordenó que se quedaran en la cocina. Quería que nadie te estorbase para venir a este cuarto. Y lo has hecho. Comte, eres una bestia despreciable.

Con movimientos muy lentos, Gervaise se apartó del panel. Su semblante manifestó sorpresa, y después, furia. Luego, no hubo ninguna expresión en ese rostro demasiado apuesto. Miraba más allá de la joven, pensando que Justin tenía que estar allí, no ella. Bien, pronto lo estaría. No tenía la menor duda de que pronto el maldito conde se haría presente.

– Estás buscando al conde: estará aquí muy pronto.

De modo que Arabella no tenía idea de dónde estaba el conde. Lo que hacía era alardear en voz alta, tratando de convencerlo a él. Estaba seguro de que eso era lo que hacía la pequeña tonta. Estaba sola. Le sonrió con gentileza, y aflojó la mano que rodeaba la pistola que llevaba en el cinturón, a un costado.

– Arabella, me has sorprendido, lo admito. ¿Sería una estupidez de mi parte preguntarte por qué estás aquí?

– Te he seguido, igual que mi marido. Te he observado toda la noche, Gervaise. Estaba en el balcón, y vi que fuiste al establo. Y te seguí.

– Una loca galopada a la luz de la luna -dijo el francés, aún sonriéndole-. Y con vestido de baile. Qué emprendedora, chère madame. Pero se ha acabado el tiempo de juegos y galanterías. Ruego que no te desmayes. No te haré daño.

Entonces, lanzó una carcajada.

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