8

A la mañana siguiente, Arabella descendió la escalinata del frente de Evesham Abbey sintiéndose deprimida. No era algo a lo que estuviese acostumbrada, y detestaba sentirse así. Había estado pensando en su situación durante horas, desde que despertó al amanecer, desde todos los ángulos que se le ocurrieron, y llegó a la conclusión de que no tenía nada de envidiable. Tenía que abandonar Evesham Abbey o casarse con el nuevo conde y eso, por supuesto, no era nada simple. En el fondo de sí, estaba segura de que no podría dejar su hogar. En lo que se refería al nuevo conde, no le gustaba, no le agradaba tenerlo cerca, hablar con él; en realidad, no quería que existiera, aunque sabía que tendría que casarse con él.

Que así fuera.

Caminó por el largo corredor de la entrada, el que pasaba bajo el gran arco hasta uno más estrecho que llevaba al comedor pequeño, de desayuno. Los únicos que siempre desayunaban tan temprano eran ella y su parte, y en ese momento ansiaba estar sola con su mermelada de frutas preferida y sus tostadas.

– Lady Arabella.

Se volvió, con la mano en el pomo de la puerta del comedor, y vio a la señora Tucker haciendo equilibrio con una enorme cafetera cerca de un codo, y una rejilla con tostadas cerca del otro.

– Buenos días, señora Tucker. Tiene buen aspecto. Me alegro de que me haya preparado el desayuno, como siempre. Por favor, no olvide la mermelada de frutas. Será un día precioso, ¿no cree?

– Sí, sí, claro, lady Arabella. Yo estoy muy bien y preciosa Bueno, quiero decir, el día será precioso. La doble papada del ama de llaves se meneó un poco sobre los volantes del cuello blanco. Frunció la nariz para acomodar las gafas, que se le resbalaban-. ¿Se siente mejor esta mañana? Debo decirle que no me gustan nada esos arañazos en su pobre mejilla. La mejilla de su cara, claro. En cuanto a su pequeña barbilla, se ve magullada como sus rodillas cuando usted era niña pero, aún así, sigue siendo una barbilla adorable.

– Estoy bien, señora Tucker, en serio, de la barbilla y todo.

Le sonrió al ama de llaves: no pudo evitarlo. La señora Tucker había formado parte de la vida de su madre desde antes de que ella llegase a1 mundo. Estaba acostumbrada a su manera de hablar. El vicario de la localidad, en cambio, no lo estaba, y se le ponían los ojos vidriosos cada vez que la mujer se las ingeniaba para arrinconarlo.

Arabella abrió la puerta y se apartó para dejar pasar a la señora Tucker. No quería que derramara el café ni que se le cayeran las tostadas. Se sentía capaz de matar por el café.

Giró para entrar tras el ama de llaves por la puerta abierta, alzó la vista y se paralizó donde estaba, tan sorprendida que su lengua, normalmente ágil, se le quedó pegada en la boca. El nuevo conde estaba sentado a la cabecera de la mesa, en la silla que había sido de su padre, y tenía ante sí, a ambos lados, fuentes con huevos revueltos, tocino, y una tajada de una extraña carne, y la vista clavada en un periódico londinense. Al oír la exclamación ahogada de Arabella alzó la vista, vio que la muchacha se había petrificado al verlo, y se puso de pie. Dijo con cortesía:

– Gracias, señora Tucker, eso es todo, por ahora. Por favor, felicite a la cocinera por la carne. Está cocida, o, más bien, no cocida, a la perfección.

– Sí, milord.

El ama de llaves logró ejecutar una pasable reverencia, se llevó los dedos parecidos a salchichas a su toca de red, y salió hacia atrás del comedor, palmeando el hombro de Arabella al pasar. Esta le dijo, alzando la voz:

– Por favor, no olvide mi mermelada.

– ¿Quisiera acompañarme, lady Arabella? ¿Ya puedo llamarla así?

– No.

– Muy bien, señora. ¿Quiere sentarse aquí? -apartó una silla vecina a la de él-. No, por su expresión, deduzco que preferiría llevarse su desayuno y comérselo en el establo. En cualquier lugar, con tal de que sea lejos de mí. Aún así, agradecería que se quede. A mi entender, hay ciertos asuntos que nos interesan a ambos, por desagradables que sean para usted.

Arabella se sentó. ¿Qué otra alternativa tenía? Quiso mostrarse grosera, pero no le serviría de nada, por lo que podía ver. Tendría que casarse con él.

Además, sería mejor que le hablase, tarde o temprano tendría que hacerlo.

– ¿Siempre desayuna tan temprano? Es temprano, más temprano de lo que la mayoría de las personas considerarían así, ¿sabe? ¿Es posible que acostumbre desayunar más tarde? ¿Quizás este sea un día especial, y por eso se ha levantado tan temprano?

– Lo siento, señora, pero siempre me levanto temprano. Siéntese. Mi carne está enfriándose. -Rió entre dientes y, al verla con traje de montar, dijo-: No sólo desayuno temprano, también me gusta salir a cabalgar de mañana, enseguida después del desayuno. Al parecer, usted tiene la misma costumbre, señora- ¿Prometerá eso cosas buenas para el futuro? Para nosotros, quiero decir.

No había modo de eludirlo.

– Es probable -dijo.

Aceptó la ayuda que él le ofrecía para sentarse y empezó a servirse huevos con tocino en el plato antes de que él hubiese vuelto a sentarse. Su mermelada estaba al lado del plato. ¿Cómo sabía la señora Tucker dónde se iba a sentar ella? Ah, se lo dijo él, por supuesto. Comenzó a untar la mermelada sobre la tostada.

– ¿No cree que sería un tanto más cortés que contuviese su entusiasmo por la comida hasta que su anfitrión estuviese sentado?

Sin querer, la mano de la muchacha se apretó en torno del mango del tenedor. ¿Anfitrión? Seguramente, el tenedor se le clavaría sin problemas en el corazón. No, no merecía que ella lo matara por un poco de arrogancia. No, lo mejor sería pincharle el brazo.

– En realidad, no es usted el anfitrión, señor -dijo, al fin-. Es sólo el varón afortunado que nació de los padres correctos, en el momento apropiado. Nada más, y nada menos.

– Como usted, señora.

– Pero yo no afirmo ser la anfitriona. Soy sólo la pobre sacrificada, arrojada al altar marital por mi propio padre.

Justin supuso que era preferible oírla decir agudezas, y no que hiciera llover maldiciones sobre su cabeza.

– En ese caso -dijo, viendo que el tenedor se había detenido a mitad de camino entre el plato y la boca, espere un instante a que yo dé un mordisco a mi tostada. Eso, ahora, continúe con los huevos. Ah, le gusta esa mermelada, ¿cierto? ¿Es especial?

– Mucho. La cocinera comenzó a hacerla cuando yo era pequeña. Solía escabullirme en la cocina y ella la untaba sobre pastas, sobre bizcochos, o cualquier cosa que hubiese a mano.

Justin comió un suculento trozo de la tajada de carne, recogió el periódico, y bajó la cabeza.

– Por favor, ¿podría pasarme el café?

El conde levantó la vista del periódico.

– Si es que un anfitrión hace esas cosas, claro.

– Ciertamente, señora. Empiezo a creer que un anfitrión hace cualquier cosa con tal de mantener el barco a flote. Y bien, me pregunto si también me considerará el amo. Aquí tiene.

¿El amo? Malditos fueran sus ojos grises, que eran también los de ella:

– Ah, y una o dos páginas del periódico, por favor.

– Por supuesto, señora. Tengo entendido que no es costumbre de las damas leer los periódicos, salvo las páginas de la Corte y de sociedad, pero hay que tener en cuenta que es lady Arabella, de Evesham Abbey. Como su gracioso anfitrión, no sería cortés de mi parte darle consejos. ¿Prefiere alguna página en particular?

– Como no quisiera privarlo a usted, le pediría la página que ya ha leído.

– Aquí tiene, señora.

Cuando recibió las páginas de la mano extendida de Justin, él notó feos raspones en el dorso de la mano izquierda. Y también tenía la barbilla magullada, y largos arañazos en la mejilla. Eso lo hizo pensar en qué otras heridas tendría debajo de la ropa. Y así surgió la idea. No le costaba imaginar que sus pechos debían de ser realmente adorables, y justos a la medida de su mano. Sin advertirlo, ahuecó la mano en torno de la taza de café. Al pensar en el resto de su persona, tragó el café y se ahogó. Arabella no hizo más que mirarlo sin interés, hasta que dejó de toser.

– Si se hubiese puesto morado, le aseguro que habría hecho algo -dijo, con voz tan apacible como las colgaduras amarillas de las ventanas.

– Gracias. Ya estoy bien. Es que se me cruzaban pensamientos desconcertantes. Confío en que se sentirá mejor esta mañana. Tenga, coma más huevos. Necesita incorporar un poco de carne.

– Mi padre siempre decía que una mujer no debía engordar nunca. Decía que era repugnante.

– ¿Repugnante para quién?

– Para los hombres, supongo.

– ¿Y los caballeros?

La muchacha respondió con toda claridad:

– Estoy convencida de que los caballeros pueden hacer lo que se les antoje, sin temer ninguna represalia. Después de todo, ¿qué señora le diría a su esposo que le desagrada su gruesa papada o su panza, cuando es él el que reparte el dinero?

– Es un argumento excelente. Sin embargo, yo lo permitiré. Puede comer. Luego, si, a mi juicio, ha comido suficiente, le daré su estipendio.

Arabella se rindió, y dejó caer el periódico sobre la alfombra.

– Sí, me alivia que parezca tan recuperada esta mañana, pero no me sorprende. Anoche, el doctor Branyon me aseguró que hoy volvería a ser la de siempre. Como al oír eso todos pusieron los ojos en blanco, llegué a la conclusión de que, en tal estado, usted debe de ser una amenaza para todos.

– Yo no soy una amenaza…, no, no, lo dijo en el sentido de que pongo a prueba la paciencia de todos, y no es así. Bueno, tal vez la de usted, pero,,eso es comprensible. Usted no me agrada, quisiera que no estuviese aquí. Sé que tiene que estar aquí porque es el nuevo conde, pero no tiene por qué agradarme. Maldito sea.

El tenedor le tembló en la mano, y se apresuró a llevárselo a la boca.

– Ha dicho mucho con eso. Y buena parte de eso yo lo diría de usted, pero soy un caballero, soy cortés. Soy el anfitrión, y debo ser cortés. ¿Aceptaría cabalgar conmigo, señora? Una vez que haya terminado de desayunar, desde luego. Yo casi he terminado. Le agradecería que me llevase a recorrer la propiedad, si puede decidirse a hacerlo.

Quiso negarse. Quería que montase a caballo y se perdiera, o que el caballo lo arrojara al estanque, pero eso no tenía ningún sentido pues el estanque era bastante poco profundo.

– Lo llevaré -dijo-. No soy ilógica.

Al oírla, el conde alzó una de sus cejas negras, exactamente como hacía ella, como había hecho el padre. Su padre. Sintió que se le cerraba la garganta. Maldito dolor. Lo agradecía, y también lo odiaba, porque la dejaba desnuda y en carne viva.

Justin lo vio, supo que se sentiría exasperada si supiera que él se había percatado, y dijo:

– Excelente. ¿Qué animal monta, señora? Daré la orden a los establos.

– El caballo del conde -respondió sin pensar, todavía inmersa en la desdicha.

Como no le gustaba verla así, dijo:

– Ah, ¿y no le parece que será un poco incómodo para montarlo con silla de mujer? Por supuesto, no es que me importe compartir mi caballo con usted, por lo menos hasta que haya engordado un poco. Después, tal vez la pobre bestia no se sienta tan complacida de llevarnos a los dos.

Surtió efecto. Lo miró como si quisiera envolverle la cabeza en el mantel y asfixiarlo, pero él le sonrió.

– Lo ha hecho adrede. Sabe que no me refería al condenado caballo de usted. Me refería al del conde, o sea, al de mi padre…

– Se refiere a Lucifer.

– Lo sabe desde el principio.

– Tiene mi permiso para montar a Lucifer.

– Disparo muy bien -dijo Arabella, empujando la silla hacia atrás, en un movimiento que recordó la reacción que había tenido en la biblioteca, la tarde anterior.

– Señora, le agradecería que tuviese a bien cuidar mejor mis muebles.

A la muchacha no se le ocurrieron palabras para aplastarlo: debía de ser porque estaba cansada. Era porque, hacía poco, se había sentido deprimida. No pudo hacer más que mirarlo fijamente, en la esperanza de que viese la expresión asesina en sus ojos.

El conde se levantó y se acercó a ella.

– Venga, querida señora. ¿No cree que esta mañana ya nos hemos desollado bastante? Yo, por mi parte, preferiría que mi desayuno no peleara conmigo. -Como Arabella guardaba silencio, o más bien, rechinaba los dientes, agregó, con una sonrisa-: Lucifer será mi regalo para usted. Pronto tendremos que llamarlo el caballo de la condesa.

– Ah, eso sí que es hablar sin pelos en la lengua.

– Naturalmente: soy un hombre calvo.

Justin estaba seguro de que la había oído resoplar, y eso era el preámbulo de la risa. El dolor por el padre disminuiría poco a poco pero iría disminuyendo, y si ella se lo permitía, él la ayudaría. Era extraño que esta mañana no la creyese una arpía, una bruja y una fierecilla, todo en uno. Después de haberse encontrado con ella el día anterior, pensó que había muerto e ido al infierno. Lo había dejado más irritado que un par de botas nuevas. No creía posible que un hombre sobreviviese junto a semejante mujer. Ese día, sin embargo, era diferente. Ese día, casi la hizo reír. Fue testigo de su rapidez mental. En verdad, la había oído pronunciar agudezas. Sacó el reloj y lo consultó.

– ¿Viene, señora?

– Sí -dijo ella con lentitud, observando ese hoyuelo en la barbilla-. Voy.


Cuando lady Ann se alzó las faldas para pasar sobre un arbusto de rosas en flor, el doctor Branyon no movió un músculo. Hermosos tobillos aunque, a decir verdad, estaba convencido de que toda ella era hermosa. No llevaba sombrero, y su espeso cabello rubio brillaba como oro acuñado bajo el intenso sol del mediodía. Tenía un ramo de rosas cortadas en la mano derecha. Al médico le pareció que el rostro de la mujer resplandecía de renovada salud y vitalidad. No tenía ningún prejuicio contra eso, lo sabía.

Mientras pasaba con cuidado sobre el rosal, lady Ann se preguntaba dónde demonios estaría Paul. Estaba haciéndose tarde, y no le había enviado un mensaje siquiera. Sostuvo con más cuidado los narcisos y las rosas, y alzó la vista, con unas fugaces arrugas frunciéndole la frente. Entonces lo vio, a escasos metros, mirándola. Simplemente, mirándola. ¿Cuánto hacía que estaba allí, mirándola? ¿Por qué la miraba de ese modo? Se ruborizó hasta la raíz del cabello. No, eso era una tontería: ella ya tenía treinta y seis años. No debería sonrojarse porque él se quedara ahí, mirándola, sin decir nada, simplemente, contemplándola.

Qué ridículo. Gritó, casi:

– Paul, ¿cómo me has encontrado?

– Crupper es muy observador. Llevo aquí sólo un momento. Menos de un instante, en realidad.

Había sido un rato más largo, pero ¿a quién importaba?

– Ah, entonces está bien, creo.

De modo que no había estado mirándola. Bueno, paciencia. Ojalá pudiese maldecir tan fluida y rotundamente como Arabella, pero no podía. Cada vez que lo intentaba, evocaba el rostro de su madre, y palidecía. Su madre querida le había hecho comer jabón cada vez que Ann susurraba la más modesta de las maldiciones.

¿Qué podía decir en ese momento que no incomodara al médico? No podía más que intentarlo.

– Pensé que, tal vez, estuvieses demasiado ocupado con tus pacientes para venir.

Sin duda, era una afirmación inocente.

– Sólo un nacimiento inminente de trillizos me lo habría impedido. Querida mía, ¿puedo llevarte esas tijeras de aspecto mortífero?

– Sí, gracias, Paul.

Le entregó la tijera que usaba para cortar flores, y ese gesto trivial le devolvió cierta perspectiva. El Señor sabía que la necesitaba. Sí, entre ellos todo estaba en su sitio, y él volvía a ser el viejo amigo de hacía años. Su viejo amigo. Qué triste le sonaba. Aún así, no recordaba que alguna vez le hubiese parecido tan elegante su vieja chaqueta de cordero castaño oscuro. Sus ojos eran casi del mismo color, y desbordaban de una inteligencia aguda, de humor y, cosa extraña, ese día parecían ser más brillantes.

El médico ajustó su paso al de ella, más corto, mientras caminaban entre los adornados canteros, de regreso al prado.

– ¿Cómo evoluciona nuestra Arabella?

– Te refieres a su salud física o a su relación con Justin?

El hombre rió entre dientes, y le sonrió.

– Bueno, conociendo a mi pequeña Bella, está otra vez tan saludable como la bestia negra que insiste en montar. Justin, ah, bueno, ahí está la cuestión. Creo que la manejará muy bien. No es tonto, e imagino que, además, es un excelente estratega.

– No sé lo que se refiere a la estrategia, pero esta mañana han salido a cabalgar juntos. No tengo idea de lo que ha sucedido entre ellos, pues ninguno de los dos ha dicho una palabra al respecto. También me alegro de que ninguno parecía peor a la hora del almuerzo.

– Lo que quieres decir es que, al parecer, no se han liado a puñetazos.

– Exacto. Si bien Arabella no estaba tan parlanchina como de costumbre, bueno, por lo menos no fue demasiado grosera con el conde. Si no me equivoco, pienso que están los dos en la biblioteca, revisando los libros de contabilidad de Evesham Abbey. Arabella sabe tanto como sabía su padre sobre la manera de administrar la propiedad. Pobre chica, lo recuerdo metiéndole todos esos conocimientos en su cabeza de niña. El querido señor Blackwater, el agente del conde, casi se tragó la lengua cuando Arabella le impartió sus primeras órdenes a los dieciséis años.

– ¿Qué dijo él? ¿Lo recuerdas?

– Lo que recuerdo es que, según el relato de Arabella, se quedó mirándola con la boca abierta, como una trucha enganchada en un anzuelo, y el padre sólo le lanzó una mirada al sujeto. Como sabes, le bastaba con una mirada para llamar al orden a cualquiera. Salvo a Arabella. Todavía puedo oírlo gritándole, y a ella, respondiéndole del mismo modo. Yo temblaba como una hoja cuando eso sucedía. Pero ellos dos salían de la administración sonriéndose uno al otro, como si fuesen los mejores amigos. El la admiraba tanto a ella como ella a él, eso lo sabes.

– Oh, sí que lo sé. Vi esa mirada algunas veces. No recuerdo haber oído hablar del incidente.

Esta vez rió, con un sonido pleno que hizo temblar los narcisos y las rosas en la mano de lady Ann por un momento. ¿Temblar? Por Dios, si no se controlaba, para cuando terminase la semana, estaría completamente estúpida.

– ¿Cómo crees que se adaptará el conde a la competencia poco femenina de Bella en un dominio tradicionalmente masculino? Por, añadidura, la chica tiene ocho años menos que él.

– Paul, para decirte la verdad, y te aclaro que no soy parcial, a mí me pareció que Justin estaba bastante complacido. Pienso que llegará a admirarla mucho. En realidad, creo que la explotará sin escrúpulos. Tengo la impresión de que no le entusiasma demasiado llevar la contabilidad de la propiedad.

El médico se detuvo, posó una mano en el hombro de Ann y la apretó un instante. La mujer se detuvo de inmediato y se volvió de cara a él.

– Creo que tienes razón, Ann. Si bien es fácil imaginarse algunas peleas feroces entre ellos, quizá sean más adecuados el uno para el otro que la mayoría. Arabella necesita un compañero de gran fuerza, pues, si así no fuese, haría desdichado al pobre. En cuanto a Justin, estoy seguro de que si tuviese una esposa dócil, obediente, se volvería un tirano doméstico en muy poco tiempo.

Ann hubiese preferido que dijera otra cosa. Bueno, tenía razón en lo que se refería a Arabella y al nuevo conde, y no podía menos que desear que ellos dos también viesen las cosas bajo la misma perspectiva. Quiso suspirar, pero no pudo y, en cambio, dijo con ligereza:

– Con qué facilidad aventas mis preocupaciones.

¿Había estado preocupada, en realidad? No lo creía, pero tenía que decir algo. Con gesto alegre, sacó un narciso del ramo y, con una reverencia burlona, le pasó el tallo por el ojal de la chaqueta.

– Y ahora, soy un primor también.

Sonrió con ternura hacia ese rostro alzado hacia él.

Lady Ann tragó saliva. Esa expresión debía de tener relación con algo que estaba pensando. No podía referirse a ella. Era una expresión demasiado tierna, íntima, cercana. De pronto, sintió un ramalazo de culpa.

– Oh, por Dios, me he olvidado de Elsbeth. Creerá que no he pensado en ella, pobre chica. Y en los últimos quince minutos, más o menos, no lo he hecho. Y eso es culpa suya, señor. Ven, vamos a buscarla: es casi la hora del té.

No le importaba nada del té, ni ninguna otra cosa, pero ella sabía cuál era su sitio, por lo menos lo sabía casi siempre. Maldición.

Paul asintió pero luego, sin advertencia previa, se detuvo de improviso y soltó una breve carcajada.

– ¿Y ahora qué?

– Acaba de ocurrírseme que pronto serás la condesa viuda de Strafford, Ann. Tú, una viuda heredera… Excede a la imaginación. Pareces la hermana de Arabella, no su madre. Oh, cómo se burlarán de ti y te halagarán, y te miraran con complacencia… Algunos de los vejestorios estarán encantados. Sin duda, tratarán de convencerse a sí mismas de que te has vuelto toda arrugada, canosa, y sentirán un maligno placer.

– Bueno, estoy cobrando un aspecto bastante matronil. Pronto podría tener los cabellos grises. Dios mío, ¿crees que tendría que arrancármelos? ¿Crees que, cuando sea de edad avanzada, estaré calva?

– Puedes tironear y arrancar todo lo que quieras. Desde ahora prometo comprarte varias pelucas, si las necesitas. Además, empezaré a atenderte desde este mismo momento. He aquí mi brazo para que te apoyes. Cuando ya no puedas caminar sin mí, te prescribiré un bastón.

Ann ignoraba que sus ojos azules bailoteaban, tan alocados como la nueva danza llegada de Alemania, el vals, pero Paul no. Y estaba encantado. Oh, Dios, más que encantado. Era el rey Arthur, era Merlín. Era todo lo que en el mundo pudiese ser encantado, estar hechizado, embrujado, y tan enamorado, que casi no podía respirar.

Lo único que pudo hacer fue contemplarle la boca, mientras ella decía, toda alegría y ligereza:

– Un bastón. Qué idea tan adorable. Entonces, si alguien me ofendiese, podría partírselo en la cabeza.

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