15

Esa noche, la cena se retrasó porque cuando el herrero intentó herrar al negro potro de squire Jamison, el bruto le había mordido el hombro.

– Pobre tipo -dijo el doctor Branyon, moviendo la cabeza con simpatía-, estaba furioso consigo mismo, y quería matar al caballo. Decía que si por él fuese, ese animal no sería herrado nunca más.

"Claro que mi historia no es muy divertida, pero sin duda merece algo más que las tensas sonrisas que han esbozado el conde y Arabella", pensó el médico. El conde francés festejó con esa manera tan francesa que tenía, y que al médico no le agradaba particularmente. Elsbeth sonrió, recatada, como se podía esperar de ella, pero no como solía hacerlo.

Cuando entraron en el comedor, la vista del doctor Branyon se vio atraída otra vez hacia Elsbeth. La semana anterior, se la había descrito a lady Ann como "una muchacha apocada, siempre temerosa de que cualquier mayor la mandara a la cama con un pedazo de pan mohoso y agua". Pero ahora no estaba tan seguro. Trascendía de ella una nueva confianza en sí misma, su silencio parecía nacer más de la confianza que del temor de destacarse. Debía de haberlo heredado de su padre. Por fin, comprendía su propia importancia, que el padre le concedía valor, y sin duda, siempre lo había idolatrado. Qué pena que hubiese hecho falta una buena suma de dinero para que la muchacha llegase a semejante conclusión.

– Vamos, Arabella -dijo lady Ann-, ahora eres la condesa de Strafford, y tienes el deber de sentarte en la silla de la condesa.

Por un momento, la hija miró a la madre con expresión perpleja, ya con la mano apoyada en su propia silla. Oh, Dios, su madre tenía razón: ella era la condesa de Strafford. No, no tenía importancia. No haría nada que la hiciese sentirse más ligada al conde de lo que ya estaba. Negó con la cabeza:

– Oh, no, madre, no deseo ocupar tu lugar, me parece ridículo. Seguiré sentándome en mi sitio.

Los nudillos se le pusieron blancos sobre el respaldo de la silla, mientras el conde decía en un tono imperturbable, aburrido:

– Lady Ann tiene mucha razón, Arabella. Como condesa de Strafford, lo conecto es que ocupes el lugar opuesto a la cabecera. Así, cada vez que alces la vista, verás a tu esposo. ¿Acaso eso no te complace?

"Sí, claro", pensó la joven. "Es maravilloso." Si comía y después lo miraba, seguramente le daría dolor de estómago. Si bien tuvo la intención de hablar con ligereza, la voz le salió fina y aguda:

– Mi padre siempre lo denominaba el fondo de la mesa. Vamos, dejémonos de tonterías, mi costilla de cerdo se pone más coriácea a cada minuto que pasa. Madre, por favor, conserva tu sitio.

– Te sentarás donde corresponda, señora. Giles, por favor, ¿tendría la bondad de ayudar a su señoría a ocupar su sitio?

El segundo lacayo, que jamás había contradicho a lady Arabella en sus dieciocho años de vida, dirigió una mirada implorante a lady Ann.

– Vamos, querida -dijo la madre, con voz muy suave-, permite que Giles te ayude a sentarte.

"¡Oh, maldita sea!", pensó Arabella, "nunca tendría que haber aludido al tema, pues eso le ha dado armas a Justin." Pero, ¿por qué querría usarlas? Arabella se puso blanca por el esfuerzo, y además, no se había movido. La madre esperaba, conteniendo el aliento, a ver si su hija convertía el comedor en un campo de batalla.

Arabella tuvo ganas de arrojarle una silla al conde, y también todos los cuchillos. Pero sabía que no podía. Si seguía resistiéndose, todos verían con claridad que nada marchaba bien entre ellos. Maldijo en voz tan baja que sólo Giles la oyó. La muchacha creyó que el criado se desmayaría cuando giró para decirle que ocuparía la maldita silla, y se las ingenió para sonreír.

Tras la sopa de tortuga, ingerida en absoluto silencio, el doctor Branyon le preguntó al conde:

– Justin, ¿has conocido ya al viejo Hamsworth?

Una leve sonrisa levantó las comisuras de la boca del aludido.

– Es un viejo quisquilloso, cascarrabias, un arrendatario que ha cuidado bien la tierra. Me entregó una lista bastante larga de las mejoras que le gustaría que se hagan en la propiedad. Me dijo que tal vez yo fuese demasiado joven para calzar las botas del conde anterior, pero que trataría de ayudarme a mantener la trayectoria correcta. Hasta me indicó en qué horarios estaría disponible para mí.

– Siempre hacía lo mismo con mi padre -dijo Arabella, sin pensar-. Siempre le decía que hiciera esto y no aquello. Mi padre apretaba los dientes, pero nunca perdió la calma con Hamsworth.

– ¿Y cuál fue el resultado? -preguntó el conde, encontrando la mirada de su esposa al otro extremo de la larga mesa.

– Mi padre jamás le hacía caso, y Hamsworth siempre intentaba sobornarme.

Justin recordó al viejo lascivo, con sus vulgares comentarios acerca de una de las lecheras, y sintió que su mano se tensaba sobre el tenedor.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué sobornos eran esos?

Habló en un tono tan áspero, que los ojos almendrados de Elsbeth volaron desde las setas salteadas al rostro de Justin, con expresión confundida. Hasta el francés dejó el cubierto y lo miró.

Arabella sintió que un demonio incontrolable bullía en su interior. ¿Por qué no? Dejó escapar una sonrisa sabihonda, y alzó las cejas.

– Qué raro que lo preguntes, milord. Cuando yo tenía cinco años, los sobornos adoptaban la forma de manzanas. Claro que, a medida que fui creciendo, el viejo Hamsworth se tomó más creativo. Caramba, ciertas cosas que ofrecía mostrarme aún ahora me hacen ruborizarme. Por supuesto, en aquel entonces, no era tan viejo.

La recompensa por una evocación tan escandalosa fue un oscuro sonrojo de ira que se extendió sobre el rostro bronceado de su esposo. Reanudó la cena, y descubrió que si la carne de cerdo no era cuero, así sabía en su boca. Registró, apenas, que durante el resto de la comida su madre y el doctor Branyon conversaban sólo con Elsbeth y con Gervaise.

– Arabella.

Al oír su nombre, alzó la cabeza. Lady Ann siguió diciendo en tono suave:

– Cuando quieras que las damas nos retiremos, no tienes más que levantaste.

En verdad, era un poder increíble, y Arabella no había pensado en él. Se apresuró a echar atrás la silla, dejando al pobre Giles en la estacada, y se levantó.

– Si nos excusan, caballeros, los dejaremos con su oporto.

Qué simple era: era libre. Miró al conde directamente a la cara, y luego giró sobre los talones y salió a tal velocidad del comedor que lady Ann y Elsbeth tuvieron que redoblar el paso para seguirla.

– ¿Qué es lo que le pasa a Arabella? -le preguntó Elsbeth en susurros a su madrastra, mientras la seguían hacia el Salón Terciopelo-. ¿Y a su señoría? Le hablaba con mucha frialdad. En realidad, tengo la impresión de que estaba enfadado, pero eso no puede ser. Acaban de casarse. No puede ser cierto.

– Querida, en ocasiones -dijo al fin lady Ann-, las personas casadas, poco después de la boda, no se ponen de acuerdo. Es una pelea de amantes, nada más. No te preocupes. Estas cosas pasan rápido.

Ojalá pudiese creerlo. "Querida Elsbeth", pensó, "qué inocente es." Al parecer, la muchacha había aceptado su modesta explicación y ya tenía la atención en otra cosa, sin duda en la futura temporada en Londres. Con todo, lady Ann estaba intrigada, pues hacía días que Elsbeth no hablaba ni de las diez mil libras ni del viaje. Nada era como de costumbre.

Miró a Arabella, que se paseaba inquieta ante las largas puertas ventanas. Se volvió hacia su hijastra.

– Toca para nosotros, Elsbeth. Podría ser una de las baladas francesas, pero las alegres, no esas que me hacen llorar.

Elsbeth le hizo caso. Se sentó con gracia ante el pianoforte, y pronto los conmovedores acordes llenaban la habitación: era una de las baladas que hacían llorar.

Lady Ann se acercó a su hija y le apoyó la mano en la manga.

– ¿Por qué dijiste semejante mentira sobre el pobre Hamsworth? Sabes bien que tu padre jamás te permitió acercarte a menos de un kilómetro y medio de su cabaña. Recuerdo que hasta te amenazó con no dejarte montar a caballo toda una semana si le desobedecías. Nunca lo hiciste.

Arabella se sintió abrumada, tuvo ganas de llorar. Y también, de gritar. Intentó recuperar cierto ánimo, pero no pudo. Lo único que atinó a hacer fue encogerse de hombros y decir:

– Fue sólo una broma, madre, nada más.

– Una broma que irritó mucho a Justin. Lo hiciste adrede. Querías enfurecerlo. ¿Por qué hiciste tal cosa, querida?

– Era lo que el conde esperaba; no, era lo que deseaba oír. No hice más que colmar sus expectativas.

– Arabella, ¿qué quieres decir? ¿Cómo se te ocurre que una historia como la que has inventado es lo que él quería oír? No debes de estar en lo cierto. Es tu marido, no un amante celoso al que puedas provocar.

Arabella dirigió la mirada de sus bellos ojos grises al rostro de su madre. La cena ya empezaba a revolvérsele en el estómago. Casi se había descubierto. Ojalá estuviese contemplando los sabios ojos de su padre, y no los azules, inocentes, de su madre. Controló con esfuerzo su desilusión, se alzó de hombros, y dijo:

– Por favor, mamá, no tomes demasiado en serio lo que digo. Sin duda, te habrás dado cuenta de que el conde y yo hemos tenido un leve mal entendido.

Antes de que la madre pudiese abrir la boca, se produjo un remolino de satén negro, y la hija dijo, sobre el hombro:

– Pondré la mesa para jugar a la lotería.

Para alivio de Arabella, el conde y el doctor Branyon no participaron del juego. Sin embargo, descubrió que la emoción de ganar y perder no la reanimaba. Como el conde estaba convencido de que Gervaise era su amante, las frases más inocentes que pronunciaba adquirían un matiz de culpabilidad para ella. En vano trató de ignorar a Gervaise y, para su horror, descubrió que un oscuro sonrojo le cubría las mejillas cuando los bellos ojos oscuros del francés se posaban en ella. Si no estuviese segura de su propia inocencia, se proclamaría culpable, y ella misma se habría calificado de ramera.

Las que ayer eran palabras y miradas amistosas, ese día parecían cargadas de doble significado traidor. Se tomó silenciosa como los leños que ardían en la chimenea.

Cuando entró Crupper con la bandeja del té, ya estaba a punto de estallar. Sirvió el té sin que su madre tuviese que indicárselo, y por suerte no derramó nada. En cuanto hubo llenado la última taza, se apresuró a levantarse de la silla, y bostezó con grosería.

– Ha sido un día muy largo. Os doy a todos las buenas noches.

Saludó con la cabeza a todos en general, evitando la mirada del conde, y se encaminó hacia la puerta.

– Espera un momento, querida -dijo el conde, deteniéndola-. Yo también estoy listo para retirarme.

Arabella quiso echar a correr, aunque sabía que no podía. Justin la había acorralado, y si protestaba, no haría más que proclamar u temor a los cuatro vientos. Permaneció en un silencio tenso, hasta que el conde, con su gracia de costumbre, cumplió con la ronda de las buenas noches. Comprendió que lo hacía con lentitud adrede.

Al doctor Branyon no le gustó nada lo que veía. Observó cómo el conde rodeaba la cintura de Arabella con el brazo y salía con ella de la habitación. Ojalá Ann no le pidiese que hablara con el conde, pues no tenía idea de lo que podía preguntarle, ni de lo que el otro le diría. Se imaginó que Justin podía ser tan brusco como el antiguo conde. ¿Sería también igual de cruel? Claramente, había problemas entre él y Arabella, pero, ¿por qué? ¿Qué diablos podía haber sucedido?

Paul le había comentado a Justin que, sin duda, el francés resultaba seductor a las mujeres, y aquél replicó:

– Quizá le convenga serlo todo para todo el mundo. -Lo dijo más para sí mismo que para su interlocutor, y del modo más oblicuo-. Pronto sabré si nuestro joven pariente francés tiene el espíritu de una paloma, los colmillos de una víbora o, sencillamente, los instintos y la carencia de principios propios de su sangre francesa. Yo creo que usted lo vio con claridad desde que llegó, Paul.

En realidad, el médico no había visto nada pero, por instinto, el joven le desagradó, y dijo:

– Si no te agrada, ¿por qué no le pides que se marche?

El conde guardó silencio largo rato y, por fin, dijo:

– Todavía no puedo. Además, le juro que preferiría matarlo antes que permitirle marcharse de Evesham Abbey. Disfrutaría mucho de matarlo.

"Buen Dios!", pensó Paul. "¿Qué está pasando aquí?"


Arabella guardó un atemorizado silencio hasta que llegaron a lo alto de la escalera. Intentó desasirse de su esposo pero no pudo, y dijo entre dientes:

– Suéltame. Quiero irme a mi habitación.

Justin apretó el brazo que rodeaba la cintura de la joven.

– Por supuesto, has querido decir nuestra habitación. Es ahí donde te llevo, querida mía.

– No, maldito seas, no.

Logró soltarse de un tirón. Corrió por el pasillo hacia su cuarto, y abrió la puerta de par en par, pero se detuvo de golpe. La invadió una sensación de irrealidad: todos los muebles estaban enfundados en fantasmales coberturas de holán. Ya no estaban sus cuadros favoritos, ni veía por ninguna parte sus objetos personales. El cuarto estaba despojado de su presencia. Fue como si ella jamás hubiese pasado un instante en esa habitación, como si no hubiese existido. Llena de:pánico, corrió hacia el armario y tiró de los pomos de marfil: habían desaparecido todos sus vestidos, las capas y sombreros; incluso las sandalias, alineadas n coloridas filas. Se volvió lentamente y vio al conde de pie en la entrada, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– ¿Qué has hecho? ¿Dónde está mi ropa, mis cuadros, mis cepillos? ¡Maldición, respóndeme!

El conde se enderezó y dijo, sin alterarse:

– Decidí que en tu cuarto no había espacio suficiente para los dos. Por eso, ordené que, durante la cena, llevaran todas tus pertenencias a la habitación del conde. Y si regresaran las visitas fantasmales Evesham Abbey, no tendremos otra alternativa que acostumbrarnos. Y ahora, esposa, vamos, que tu esposo aguarda su placer.

Arabella metió la mano en el bolsillo del vestido, y cerró los dedos sobre la tersa empuñadura de marfil de su pequeña pistola. Antes de la cena, cuando la vio cerca de su caja de joyas, se preguntó por qué no se había acordado antes de su existencia. Qué ironía: ahora el regalo de su padre la iba a proteger del hombre que él había elegido con tanto esmero para ella. Tenía que haber cierta ironía en alguna parte de esa situación. Se irguió en toda su estatura.

– ¿Tienes pensada otra violación para esta noche?

Justin se encogió de hombros, con indiferencia.

– No fue una violación. Usé crema para aliviarte. Yo no tengo la culpa de que te resistieras. Sin embargo, será como tú prefieras. Esta noche no usaré crema. Situ amante te goza de día, no veo por qué no tendría yo el mismo derecho durante la noche. Además, todavía no me he aburrido de ti. ¿Acaso olvidas que tus pechos me parecieron encantadores? La otra noche, no te observé con tanta atención. Esta noche, me propongo explorar cada centímetro de ti. Estoy seguro de que te gustará contar con la atención de un hombre concentrada por completo en ti.

Aquellas palabras crisparon a Arabella, y lo recordó mirándola, la noche pasada. Estaba seguro de que podía hacerle cualquier cosa, que podía ordenarle que lo obedeciera en todo. La creía una ramera. Pensaba que ella lo había traicionado. Bueno, no era tal cosa, y no lo había traicionado. Además, tenía una pistola: él nunca volvería a forzarla.

Le sonrió, y vio cómo asomaba la sorpresa a los ojos grises de su esposo.

– No permitiré que vuelvas a hacerme eso. ¿No es asombroso que mi padre no te hubiese evaluado antes de concederte la mayor herencia que puede ceder un hombre? -La sonrisa se evaporó, pero la voz de la muchacha siguió siendo fría y segura-. Pensar que yo tengo que clamar mi inocencia ante alguien como tú. Te lo diré una vez más, milord, si bien me temo que estés sordo a la verdad: no tengo amante.

– Es cierto que tu padre cometió un error, pero te aseguro que no fue con respecto a mi carácter. Es una suerte que no esté aquí para presenciar la corrupción de su propia hija. Vamos, Arabella, ya me he cansado de tantas estupideces. Me obedecerás, porque no tienes otra alternativa.

Ver que seguía mintiéndole le provocó ganas de estrangularla. Pese a los provocativos comentarios de Arabella con respecto al viejo y lascivo Hamsworth, no pensaba poseerla esa noche, sino más bien obligarla a experimentar placer en sus manos. Quería doblegarla a fuerza de pasión, hacerla someterse a él.

Sólo a él.

Aunque no lo admitía para sí mismo, quería ganarle, hacerla olvidarse del francés. Quería que le suplicara perdón, que le rogase que la aceptase otra vez.

¿Qué le había hecho él para que lo engañase? Se había formulado esa pregunta más veces de las que podía contar. En tanto ella continuara negando su traición, no habría respuesta.

Impaciente, le hizo señas con un dedo. Sin pronunciar otra palabra, Arabella salió tras él del cuarto. Y aunque no volvió a asirla del brazo, sabía que estaba preparado. Si intentaba librarse, la atraparía al instante.

Cuando llegaron al dormitorio del conde, Justin retrocedió para dejarla entrar primero. Antes de darse la vuelta, Arabella escuchó girar la llave en la cerradura.

– Haré las veces de tu doncella, Arabella. Quiero verte desnuda. Quiero mirarte a mi antojo. Quiero sostener tus pechos en mis manos. Quiero explorar tus atributos femeninos. Ven aquí, y deja que te desabroche todos esos botones.

– No -repuso la muchacha con calma, alta y erguida-. No me tocarás, Justin.

Tal como lo suponía, las aletas de la nariz del conde se agitaron. No estaba habituado al rechazo. Pero un instante después, una lánguida sonrisa confiada jugueteó en la boca del conde y sus ojos relucieron con el desafío que ella le había lanzado. Dijo, arrastrando las palabras:

– Como ya te he dicho, será como tú quieras. ¿Quieres que haga trizas tu vestido, Arabella? Porque eso es lo que significa tu negativa. Pero comprende que, después de una semana o dos, no ¡e quedarán ya vestidos, querida. Claro que no me molestaría que estuvieras desnuda de día también.

Confiado, dio unos pasos hacia ella.

Arabella corrió hacia el otro lado de la gran cama, sabiendo que ya no podría decir nada más para disuadirlo. Midió con la vista la distancia que la separaba de él, y envolvió con los dedos la culata de la pistola.

– Ya que te gustan los juegos, me alegro de que nos hayamos retirado temprano.

Todavía confiado, fue andando hacia ella con enloquecedora lentitud, dando la vuelta hacia el costado de la cama. La muchacha ya no podía retroceder, pues su espalda tocaba las largas cortinas de terciopelo.

– No te acercarás más a mí.

Al mismo tiempo que hablaba, sacó la pistola del bolsillo, y la sostuvo frente a ella, a la altura del pecho de Justin.

Justin le dirigió una sonrisa sombría, y avanzó otro paso.

– Por Dios, ¿de dónde has sacado eso? Deja la pistola, Arabella, pues no quisiera que te hicieras daño.

– Quieres reservarte ese placer para ti. Y ahora, escúchame. Realmente, estoy muy bien entrenada. ¿Es posible que creas que mi padre no me enseñó a disparar desde muy pequeña? Y, en verdad, no quiero matarte, ¿sabes? Pero si te acercas un paso más, te meteré una bala en el brazo. Dejaré que tú elijas: ¿el derecho o el izquierdo?

Él la contempló con una extraña mezcla de enfado, frustración y admiración. Maldición, la creía. De hecho, 'hizo un rápido cálculo de las probabilidades de desarmarla. No hizo un movimiento hacia ella. No le costó imaginar que su padre la había preparado bien, tal vez desde los cinco años. A esa distancia, podía acertarle una bala en cualquier parte de su anatomía que se le antojara, y él estaba convencido de que lo haría. Vio que lo miraba con cierto frío desapego, la cabeza y la mano tan firmes y serenas como estarían las suyas antes de una batalla.

Probó el sabor de la derrota y lo detestó.

– Esto no es más que un pequeño triunfo, Arabella. Sabes que no tienes posibilidades. Disfruta de tu breve victoria, porque será la última.

Giró sobre los talones y, sin mirar atrás, fue a zancadas hacia el cuarto de vestir adyacente y cerró de un portazo.

Arabella pasó la pistola a la otra mano y se secó la mano sudorosa en la falda. Sintió que su bravata empezaba a derrumbarse al contemplar la perspectiva de infinitas noches sacudidas por conflictos similares. La inundó una amarga decepción. Dios, ¿acaso tendría que mantener alejado a su esposo a punta de pistola el resto de su vida? Sacudió la cabeza, demasiado abatida para pensar con claridad con respecto a lo que haría.

Echó una mirada a la cama y pasó de largo. Se dejó caer en una enorme butaca tapizada, junto al fuego, enroscó las piernas bajo el vestido, y apoyó la cara en un brazo. Si bien deseaba llorar, supo que no lo haría. Llorar no resolvería nada. ¿Cuántas veces le había repetido eso su padre? Recordaba el tono despectivo con que lo dijo una vez que su madre estaba llorando. Ella estuvo de acuerdo. Rodeó la culata de la pistola con los dedos.

A la mañana siguiente, se despertó temblando, con calambres n las piernas por haber estado tantas horas en la misma posición.

Estaba cubierta con una manta. Al ver que no tenía la pistola, se sobresaltó: la vio apoyada sobre una mesa, cerca de ella. Le latió con fuerza el corazón. Justin había entrado en el dormitorio cuando ella dormía. Podía haber hecho con ella lo que quisiera, pero se había limitado a cubrirla y le quitó la pistola de los dedos. Se levantó lentamente, y se estiró.

No lo entendía.

Pero al menos, por fin tenía un plan.

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