Se hizo un silencio mortal en el gran salón, hasta que lady Talgarth se echó atrás en la silla. Caramba, estaban allí por una visita de cumplido, y ni siquiera pudo comer la última porción de pastel de limón. Pero ahora, eso no importaba. Jamás habría esperado algo tan jugoso como eso.
– Mi querida Ann -dijo, con gran cautela, sin querer creer su buena suerte-, ¿a qué te refieres con eso?
El conde dijo:
– Ann, permítame, dar la feliz noticia a lady Talgarth. En breve, recibiremos en la familia al doctor Branyon, señora. Él y Ann van a casarse.
– Mis felicitaciones, lady Ann -dijo lord Graybourn, ignorando que se había metido en aguas peligrosas.
– Se lo agradezco, lord Graybourn -dijo la dama, con un cabeceo-. El doctor Branyon ha sido un leal y querido amigo de la familia durante muchos años. Y ahora, será más que eso. Será mi esposo, y padrastro de Arabella.
Lady Talgarth resopló.
– Mi querida Ann, espero que no estés hablando en serio. Eso sería muy raro de tu parte. Es un médico, trabaja, por así decirlo, aun cuando lo haga con personas enfermas. No es lo que cabría esperar. Supongo que es un caballero, pues su padre era squire en uno de nuestros condados más remotos, pero es hijo segundo.
La madre y la hija se unieron. Arabella se volvió hacia la escandalizada lady Talgarth y alzó sus negras cejas en un gesto tan arrogante como los que eran habituales en su padre.
– Me atrevería a decir que sería raro para algunos. En lo que a mí se refiere, mi madre es demasiado joven y hermosa para seguir viuda. Mírela: todos creen que es mi hermana. Con respecto al doctor Branyon, es un caballero, haga lo que haga, además de ser apuesto y bondadoso. Yo le doy la bienvenida como padrastro. No sólo me querrá, sino que me garantizará que viviré hasta los noventa…, es la ventaja de tener un padrastro médico.
Ah, muy bien hecho. El conde estaba tan complacido con ella que quiso levantarla de la silla, besarla, y llevará inmediatamente al dormitorio de ambos. Ansiaba quitarle toda esa ropa lamentable. Maldición, estaba olvidando, y no quería. Muy bien, había tenido un motivo para acostarse con el francés, pero tendría que decírselo. Advirtió que estaba pensando lo mismo una y otra vez. Hasta él estaba harto. Y había desaparecido la última porción de pastel de limón. ¿Quién la había arrebatado?
Lady Talgarth quiso tirar de las orejas a Arabella, cuando Suzanne dijo, tomando entre las suyas las manos de lady Ann:
– Pienso que es maravilloso, lady Ann. El doctor Branyon es un buen hombre y, además, me ha curado de algunas enfermedades cuando era niña. Mi padre le hubiese dado la luna, si pudiera. Y, y ahora, está tratándolo de la gota. Por otra parte, usted está habituada a ser independiente. En lo que a mí respecta, si tuviese que vivir en el hogar de Bella, me mudaría a una tienda de campaña. Es para asustarse. Empecé a sentir pena por el conde, hasta que vi cómo la hace callar.
– Desde luego, eso es más que suficiente -dijo Arabella-. Has desintegrado mi carácter y lo has esparcido a los cuatro vientos. Te lo agradezco.
Lady Ann dijo, con calma:
– Ya basta de hablar de mis asuntos. Lord Graybourn, ¿cuánto tiempo piensa quedarse? Tengo entendido que su destino es Brighton.
Lord Graybourn se apresuró a decir:
– Tenía pensado quedarme uno o dos días, milady, pero la gentileza de mi anfitriona… -miró con sinceridad a lady Talgarth-, tanto como la hospitalidad con que me ha recibido usted, me dan esperanzas de que seré invitado a quedarme unos días más.
Los ojos del vizconde se posaron fugazmente en Elsbeth. El francés tuvo ganas de matarlo, lo mismo que la madre de Suzanne. Suzanne, en cambio, sonrió de oreja a oreja. En cuanto al conde, miraba a su esposa, cuya taza le temblaba un poco en la mano, ¿Por qué?
Lady Talgarth se levantó de la silla entre metros de susurrante seda lavanda, y golpeteó su mano con el abanico hasta que los caballeros también se levantaron. Exhaló un suspiro audible, y frunció el entrecejo, no a lady Ann ni a Arabella, sino a Elsbeth. A continuación, echó una mirada cargada de amenazas a su hija, prometiendo debidas sanciones.
Suzanne, muy acostumbrada al voluble humor de su madre, se limitó a sacudir la cabeza, se levantó, y dio un rápido abrazo a lady Ann.
– Veo que nuestra visita ha terminado, lady Ann. Por favor, acepte mis felicitaciones. Me alegro mucho por usted.
– Claro, querida. -Lady Ann sonrió con gracia a lady Talgarth-. Hemos tenido gran placer en conocer a lord Graybourn, Aurelia. Es innecesario decir que es bienvenido en Evesham Abbey cuando quiera.
– En verdad, mi querida Ann, no recuerdo haber pasado nunca una mañana más esclarecedora. Con seguridad, ninguna en el pasado reciente. Pero no había suficientes pasteles de limón. -Miró con
F acritud a su hija-. Sin embargo, me atrevería a decir que estaremos demasiado ocupadas para traer otra vez de visita a lord Graybourn. Estoy segura de que lo comprenderás.
Lady Ann no hizo más que asentir. "Una vecina menos", pensó, aunque no le importaba lo más mínimo.
– Vamos, querido Edmund -dijo lady Talgarth, con innecesario énfasis.
El aludido se las ingenió para llegar junto a la dama con moderada velocidad. Les sonrió a todos, y se despidió. A Elsbeth, la sonrisa del joven le pareció muy agradable.
No bien Crupper terminaba de saludar con una reverencia a los visitantes, que salían del Salón Terciopelo, cuando Arabella se dejó caer en el sofá y estalló en carcajadas.
– Apostaría a que a la vieja le estallarán las costuras. Ha sido excelente, excelente. No me imaginé que podría ser tan divertido.
Lady Ann suspiró:
– Supongo que, tarde o temprano, habría que decírselo. Pobre vizconde, realmente un sujeto intachable, y lamento que haya estado aquí cuando se le ha dicho.
Desde su sitio junto al hogar, el conde comentó:
– No me hubiera gustado estar en el pellejo del vizconde. Dudo que el resto de su visita sea muy placentero. En todo caso, el pobre tipo es bastante poco adecuado para la arrebatadora señorita Talgarth. -Posó fugazmente la vista en Elsbeth, y luego le dijo a su esposa, con voz suave como la crema-: Si has terminado con tus risas, ¿te gustaría comer algo?
La mirada del conde había sumido a Elsbeth en un abismo de culpa. Qué veleidosa era al pensar que lord Graybourn era encantador, en creer que la sensibilidad del joven armonizaba con la suya. Descubrió que durante la cena evitaba la mirada de su primo. La conducta de él hacia el vizconde le pareció grosera, e impropia de un caballero. El disgusto hacia él la inquietó, y las tajadas de jamón frío no le sentaron bien al estómago.
En lo que se refería a Gervaise, opinaba que todos los malditos ingleses eran iguales. No había hecho otra cosa que sumarse a lo que creyó un juego, el de demostrar que el gordo vizconde era un tonto y, sin embargo, ¿qué había logrado?: que todos cerraran filas en contra de él, el francés, el extranjero. Hasta Elsbeth se había puesto en su contra. Logró ocultar su disgusto, pues ese día tenía mucho que hacer. Al terminar la comida, se las ingenió para situarse junto a Arabella.
– Mi querida condesa -dijo, con todo el encanto de su repertorio, que era considerable-, tengo la sensación de que no me ha prestado la atención que merezco. Me siento olvidado.
Tanto Elsbeth como el conde estaban mirándolos. Arabella tuvo ganas de asestarle al francés un puñetazo en la cara. ¿Qué estaría pensando Justin? No se atrevía a mirarlo. Por fin, logró decir:
– Soy una recién casada, comte. Esa debe de ser una buena razón para no prestar a todos la atención que creen merecer. Si se siente olvidado, lo lamento.
– Quizá sea yo el que no le ha prestado a usted la debida atención. Como sabe, tengo que marcharme dentro de dos días. Si su esposo lo permite, me encantaría que me muestre más lugares de la bella campiña inglesa. Por favor, no me niegue eso.
– Puedo permitírselo, pero no de buena gana -dijo el conde, y Arabella creyó que la mandíbula se le caería al suelo de la sorpresa. El continuó, de buen talante-: ¿Qué hombre lo haría de buena gana? Lo único que le pido es que la cuide bien. Es muy preciosa para mí.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué le sonreía, decía que le era preciosa, le daba permiso para irse con el conde, el hombre con el que, según él, ella lo había traicionado? No tenía sentido, a menos que… Hizo una profunda inspiración: debía de creerla inocente ahora. ¿Habría adivinado que se trataba de Elsbeth? Arabella deseaba que él le creyese, y tal vez fuese así.
No quería Salir por la puerta con el maldito francés. Más bien quería matarlo. Quería arrojarlo al suelo y darle de puntapiés. Pero no podía, maldición. Sonrió sin ganas, y dijo:
– Será un placer explorar con usted. ¿A dónde le gustaría ir?
Como si estuviese inseguro, Gervaise dudó antes de contestar:
– Es una difícil elección, Arabella, pero creo que me gustaría visitar una vez más las ruinas de la antigua abadía. Los pocos minutos que pasé allí no me bastaron. Es un sitio tan romántico, lleno de fantasmas de sus antecesores ingleses. Me gustaría sumergirme en el pasado, olvidar las penas del presente.
Arabella lo creyó exagerado, pero se limitó a asentir. Acordaron encontrarse media hora después.
Poco después, cuando salió al vestíbulo de entrada, con un viejo vestido de muselina azul y zapatos fuertes, le preguntó a Crupper:
– ¿Ha visto a su señoría?
El mayordomo le dirigió una sonrisa tolerante:
– El esposo de usted tenía algo que hacer. Dijo que debía decirle que la echaría de menos -los ojos del viejo Crupper se suavizaron, y Arabella se quedó mirándolo-…, y que esperaba que, esta noche, le concedería algo de tiempo.
– Oh, sí-respondió, casi bailando-, le dedicaré todo el tiempo que él quiera. Gracias, querido Crupper.
– Es una lástima que tenga que perder tiempo con el francés-dijo el mayordomo.
– Pronto se irá.
– Sí, ¿no es maravilloso?
La muchacha le sonrió, y se dirigió a la escalinata de entrada. Unos minutos después, apareció Gervaise, vestido con elegancia, como de costumbre, con una sonrisa de expectativa en su bello rostro.
No vaciló en halagar a esta muchacha a la que, dos días después, no volvería a ver. No le costaba nada y, era de esperar, se ganaría la buena voluntad de ella.
– Qué encantadora está, Arabella. Una tarde en su compañía llenará mis recuerdos en los muchos días solitarios que me esperan.
Esos cumplidos exagerados la repugnaban, pero se obligó a sonreírle. Pronto se iría. Estaba impaciente por que eso sucediera. Caminó junto a él, pensando en su esposo, preguntándose qué estaría pensando en ese momento. No volvería a insultarla, ¿verdad?
– Un día hermoso, Arabella. Muy apropiado para nuestras exploraciones.
Las ruinas de la antigua abadía estaban bañadas por la luz dorada del sol vespertino, cuyos rayos iluminaban los tres arcos de piedra que aún perduraban, proyectando sombras circulares sobre la zona más extensa de escombros. Arabella intentó imbuirse de un ánimo aventurero.
– Bueno, Gervaise, aquí estamos. Como puede ver, la abadía original era una inmensa estructura, que ocupaba buena parte de la colina. ¿Ve lo altos que son esos artos que quedan? En este nivel, sólo quedan esos. Claro que el resto de los muros casi se ha derrumbado sobre sí mismo.
"La otra vez que vinimos, no le conté la historia de la abadía, que no es demasiado dichosa. Mi padre me contó que fue un lugar de aprendizaje durante casi cuatrocientos años, antes de ser saqueado y quemado, en el siglo dieciséis, por orden del rey Enrique. -Gervaise parecía fascinado por el relato, y la muchacha se entusiasmó: así, el tiempo pasaría más rápido-. Cuando era niña, exploré algunas de las viejas salas que todavía existen en este nivel. Vea -dijo, señalando a lo lejos, el límite de las ruinas-, allí, donde han retirado las rocas caídas. Debajo estaban las celdas de los monjes. Me han dicho que si uno se queda muy callado, puede oír a los monjes entonando sus plegarias.
– Ah, qué romántico. Elsbeth me habló de un pasaje subterráneo. Ahí abajo, ¿aún quedan cámaras intactas?
– Por lo menos cuatro o cinco salas están como hace setecientos años. Están en hilera, junto al único pasaje que aún no se ha derrumbado.
El entusiasmo del joven pareció encenderse, le brillaron los ojos. -Tenemos que darnos prisa, mi querida Arabella. Tengo que ver esas celdas. Jamás volveré a tener una oportunidad.
Arabella titubeó.
– No es seguro, Gervaise. He visto caerse algunas piedras en los últimos diez años. A decir verdad, algunas casi se me cayeron encima.
Gervaise se irguió.
– No me atrevería a pedirle que se sometiera a ningún riesgo, querida Arabella. Insisto en que se quede aquí, segura. Yo exploraré las antiguas habitaciones.
En su voz apareció un matiz de autoridad masculina.
"Bueno, maldición", pensó Arabella. Pese a toda su arrogancia de pavo real, ella no podía permitirle que bajara solo.
– Oh, está bien, por última vez. Vamos.
La expresión del francés manifestó complacencia. No lo entendía.
– Por supuesto, haré lo que usted me diga.
Hizo una profunda reverencia, y dio un paso atrás.
– Sígame, y manténgase cerca -dijo sobre el hombro, agachándose.
Arabella esquivó las macizas piedras, yendo hacia el costado más lejano de las ruinas. Allí habían retirado todas las piedras grandes, para que el pasaje de abajo quedara lo más preservado posible. En algunas partes, el techo era tan delgado que se veían pequeños rayos de luz filtrándose hacia la oscuridad de abajo. Giró hacia unas astillas de piedra torcidas que aún enmarcaban la escalera que llevaba abajo, hacia las cámaras inferiores. Escudriñó dentro.
– He olvidado traer velas. Está muy oscuro, y si bajamos ahí, no podremos ver nada. Lo siento, comte.
Ya estaba: ahora podría librarse de él. Quería buscar a Justin. Quería besarlo hasta que los dos quedaran sin aliento. Quería preguntarle si por fin había sabido la verdad, si estaba convencido de que ella no lo había traicionado, cuando…
Gervaise sacó dos velas y cerillas de los bolsillos del chaleco.
– Voilà, querida Arabella. Como ve, he venido preparado para explorar.
No podía creerlo: no cabía duda de que estaba maldita. Acepto