11

– Entonces, estamos todos de acuerdo. Nos casaremos el miércoles próximo. ¿Está de acuerdo, señora?

Sin soltarle la mano, apretaba levemente los dedos fríos de la muchacha.

– Estoy de acuerdo, señor. Pero sólo faltan seis días para eso.

En ese momento se interrumpió, apartó la vista de él, y miró hacia cualquier parte, desde el punto de vista de Justin.

– ¿Qué sucede, señora?

– No es lógico que use un vestido de bodas negro. ¿Qué me pondré?

El conde vio que tenía los ojos arrasados de lágrimas, y se apresuró a decirle a lady Ann:

– Tiene razón. ¿Qué podría ponerse, lady Ann?

– Llevarás un vestido de seda gris claro, Bella, con perlas, creo. Sí, eso estará bien.

– Está bien -respondió la hija.

Tragó saliva, y se levantó de prisa.

– Me alegro mucho por ti, Arabella -dijo Elsbeth. Bajando la voz, se inclinó hacia el oído de la hermana y susurró-: Lady Ann me ha asegurado que el conde es bueno, aunque yo ya lo sabía, pero las personas son extrañas, ¿no te parece? ¿Quién puede conocer, en verdad, a otro, saber lo que siente, lo que piensa? Pero no te preocupes, Arabella, sin duda él es bueno. Si no lo es, entonces, sencillamente podrás matarlo.

Arabella estalló en carcajadas. ¿Cómo podría evitarlo? Sin duda, el padre habría disfrutado de su hija mayor. ¿Por qué la habría alejado de sí? Le dijo al conde:

– Señor, me pregunto si será usted bondadoso conmigo. ¿O quizás aún no esté seguro? ¿Cree que debería estar preparada? ¿Tendré que limpiar mi pistola antes de la boda, para tenerla a mano por si sufre usted un desliz?

– Primero, deme una oportunidad, señora.

– Lo pensaré. Y ahora, quisiera ir a cabalgar. Ha salido el sol, y quisiera aprovecharlo plenamente.

Se abrieron las puertas de la biblioteca, y Crupper, con la espalda rígida por la dignidad y la vejez, entró en la habitación, se aclaró la voz, y anunció:

– Milord, lady Ann, acaba de llegar un joven caballero. Un joven muy extranjero. Pero es un caballero y no comerciante ni dueño de una tienda.

– Gracias a Dios -dijo el conde, dejando que la ironía flotara con suavidad hacia la vieja cabeza del mayordomo-. ¿Cuán extranjero es, Crupper?

– Es demasiado temprano para visitas -dijo lady Ann, frunciendo el entrecejo y dirigiendo la vista a la puerta.

– ¿Quién es ese joven, Crupper? -preguntó otra vez el conde, ya de pie y caminando hacia el sofá, apoyando, apenas, la mano en el hombro de Arabella.

– Me informó que se llama Gervaise de Trécassis, milord, primo de la señorita Elsbeth. Es francés, señor. Por cierto, es muy extranjero. Se denomina a sí mismo el Comte de Trécassis.

– Cielos -dijo lady Ann, levantándose de un salto-. Estaba convencida de que toda la familia de Magdalaine había muerto en la revolución. Elsbeth, este caballero podría ser sobrino de tu mamá.

– Con que un sobrino, ¿eh? -dijo el conde-. Entonces,

Crupper, por favor, haga pasar al comte.

Instantes después, precediendo a Crupper, un joven extraordinariamente apuesto entró en la biblioteca. No era alto sino de mediana estatura, y de cuerpo esbelto, elegante con sus pantalones de piel de búfalo y relucientes botas negras. Tenía el cabello negro como la noche, y los ojos casi del mismo color. El conde, sin saberlo, pasaba la vista del recién llegado a Arabella, para juzgar la reacción de esta.

Si bien la prometida del conde le sonreía al comte, lo consideraba un mequetrefe: ese dije incrustado de piedras preciosas que colgaba de la leontina era demasiado pretencioso, y las manos cargadas de anillos pesados tenían un aspecto casi femenino. En cuanto a las puntas vueltas del cuello de la camisa, casi le tocaban la barbilla. Luego, le miró los ojos negros, desbordantes de inteligencia y de humor, con un matiz de misterio y una pizca de perversidad, bajo unas cejas negras de delicado arco, y de mechones igualmente negros, desordenados con deliberación. Parecía atrevido y romántico a la vez. Se le ocurrió que, tal vez, lord Byron se asemejara al primo de Elsbeth: si así fuese, qué hombre tan afortunado.

– El comte de Trécassis -anunció, ya inútilmente, Crupper.

El joven, sin duda no mucho mayor que Elsbeth, miró a todos con sonrisa de disculpa, si bien Arabella pensó que, en realidad, no se disculpaba en absoluto, que tenía confianza en sí mismo, en ser aceptado, del mismo modo que la tenía el conde, ese hombre al que la semana anterior no conocía, y que, a la siguiente, sería su esposo.

Lady Ann se levantó con gracia, sacudió sus faldas, y le tendió la mano.

– Es una verdadera sorpresa, mi querido comte. No tenía idea de que aún viviese algún pariente de Magdalaine. Es innecesario agregar que me complace.

Para su sorpresa, el francés le tomó los dedos y rozó la palma con los labios, al estilo de su país, cosa que era de esperar, puesto que era francés.

– El placer es mío, milady, en verdad. Ruego que perdone mi intrusión en su período de duelo, pero acabo de recibir la noticia de la muerte del conde. He querido expresarle mis condolencias en persona, y espero que no le moleste.

Hablaba con un suave acento cantarín que predisponía a las tres damas presentes a perdonar cualquier supuesta intrusión.

– En absoluto -respondió al instante lady Ann.

– ¿Es usted el conde de Strafford, milord? -le preguntó el francés a Justin, después de que soltó la mano de lady Ann.

Durante unos instantes, los dos caballeros se evaluaron en silencio, hasta que el conde comentó, con indiferente cortesía:

– Sí, soy Strafford. Lady Ann nos dice que es usted el sobrino de la primera esposa del difunto conde.

El francés inclinó la cabeza.

– Oh, por Dios -exclamó la viuda-. ¿Qué se ha hecho de mis modales? Mi querido comte, permítame presentarle a su prima Elsbeth, la hija de Magdalaine, y a mi hija, Arabella.

A la dueña de casa no la sorprendió en absoluto que su hija, por lo general poco demostrativa, saludara a ese joven encantador con una sonrisa que haría palidecer a las rosas de su jardín. Elsbeth se limitó a inclinar la cabeza, sin hablar, y retrocedió un momento para dejar que hablase primero su hermana.

– Aunque no estamos emparentados, comte -dijo Arabella mirándolo con su característica franqueza, no me parece mal que haya venido. Me alegra conocerlo, señor.

El francés le dedicó una seductora sonrisa, y no le besó la palma sino que se limitó a saludarla con una inclinación de cabeza. A lady Ann le pareció muy bien educado. Luego, el joven se volvió hacia Elsbeth:

– Ah, mi querida primita, atesoro como parte de mi buena fortuna haber conocido, por fin, al último miembro que queda de nuestra estimada familia. Eres tan bella como tu madre, tu sonrisa es igual de dulce, tus ojos igual de tiernos. Mi padre tiene un retrato de ella, ¿sabes?, y yo lo he contemplado desde que era pequeño.

En lugar de tomarle la mano, le apoyó las manos sobre los hombros y le dio leves besos en cada mejilla. Elsbeth se puso encarnada, pero no retrocedió. Lo miró con algo cercano a la fascinación absoluta.

El conde francés se apartó de Elsbeth, miró a los presentes con expresión radiante y dijo, abarcándolos a todos con los brazos abiertos:

– Son ustedes muy amables conmigo, aunque soy un extraño. Si bien mi prima es mi único pariente sanguíneo, ya los considero a todos como mi familia.

Se interrumpió, componiendo una expresión interrogante cargada de encanto.

El conde, haciéndose cargo del deber ante tres ansiosos rostros femeninos, dijo, con cierta frialdad, en opinión de Arabella:

– Monsieur, permítame invitarlo a quedarse en Evesham Abbey por un tiempo, si no tiene otros compromisos inevitables, por supuesto. Desde luego que si usted…

– Iba a practicar tiro con unos amigos, en Escocia -se apresuró a decir el recién llegado, extendiendo las manos al modo francés, lo que provocó en el conde ganas de pegarle-. Pero le aseguro que tendré el mayor de los placeres en quedarme aquí. Y será un placer adorable.

A partir de ese momento, el conde pensó que era preciso matar a Gervaise de Trécassis.

– Excelente, comte -dijo Arabella.

– Ah, por favor, llámenme Gervaise. Por desgracia, mi título no es más que eso: un título vacío. Ante ustedes, ven a un simple émigré, echado de su patria por ese condenado advenedizo corso.

– Qué horrible debe de haber sido para usted -dijo Elsbeth y, en efecto, tenía lágrimas en los ojos.

"Oh, Señor", pensó el conde. Tuvo ganas de vomitar.

– Sí, pero he sobrevivido. Seguiré sobreviviendo, y recuperaré lo que me pertenece por derecho, después de que el corso esté derrotado o muerto. Al sentir eso por mí, es que tienes un alma de ángel, mi querida Elsbeth. Cómo te pareces a tu madre. Mi tía Magdalaine era una diosa, una encantadora y tierna diosa.

Aunque fue difícil, el conde logró contener un resoplido desdeñoso, pero el tono acariciador del joven lo hizo alzar las negras cejas. Le pareció distinguir un brillo casi imperceptible de cálculo en esos resplandecientes ojos negros cuando se posaban en Elsbeth, y pensó en las diez mil libras de la muchacha. Ciertamente, el francés iba vestido como un dandy de fortuna y, con más cinismo aún, se preguntó si Evesham Abbey se vería invadido por acreedores impacientes.

– Mi querido muchacho -dijo lady Ann, tamborileando con delicadeza con los dedos en la manga de búfalo del joven-. Es casi la hora del almuerzo. Permítame llamar al criado para que traiga su equipaje. Podremos disponer de la tarde para conocernos mejor.

El conde le obsequió una sonrisa de muchacho travieso, calculada para despertar los instintos maternales de lady Ann, en opinión de Justin. Y cuando murmuró, sobre la mano de la dama:

– Soy su esclavo, querida señora -el conde creyó que le darían arcadas.

Para el fin de la velada, el conde había llegado a la conclusión de que aquel individuo no era esclavo de nadie. Más bien, parecía que todas las mujeres habían caído bajo su hechizo. Hasta su Arabella parecía aceptar su presencia sin objeciones. En presencia del francés había sonreído más que desde la llegada de Justin: eso no le gustaba nada.

En los días que siguieron, el conde no pudo menos que preguntarse si aún seguía siendo prometido. Veía poco a Arabella. Si no estaba en casa de la modista con su madre, haciéndose prolongadas pruebas, estaba montando a caballo con el francés, pescando con el comte, explorando el campo circundante con el comte, visitando a los vecinos, mientras trataba al conde, su propio prometido, con completa indiferencia. Sin embargo, por furioso que estuviese, jamás la hubiese acusado de coquetear con Gervaise de Trécassis. No, lo que veía era a una joven que iba abandonando la pena. En muchas ocasiones, contempló asombrado su exuberancia y vitalidad, y le pareció lamentable que él no pudiese provocar eso en ella. Y era inútil pensar que Elsbeth acompañaba a Arabella y al comte en todas esas excursiones. Justin sentía el peso de la injusticia. Sin embargo, como era el conde, un hombre de gran importancia, le parecía esencial permanecer frío y controlado. Por eso, solía tratar a esos tres como un tío divertido y tolerante. Esta actitud hacía arquear las cejas a lady Ann, y rechinar los dientes a Arabella, cosa que él no podía ignorar.

El conde descubrió que su único aliado era el doctor Branyon. Él fue quien una noche, mientras lady Ann y los tres jóvenes del grupo jugaban al whist, Arabella en pareja con el francés, le dijo, en su tono mesurado:

– No hay duda de que el joven conde es bastante inofensivo, aunque, para mí, su sentido de la oportunidad es sospechosamente acertado, digamos. Me pregunto por qué no se dio a conocer hace años. A fin de cuentas, el difunto conde era su tío político. ¿Por qué esperó a que muriese el conde, su tío por matrimonio? Sí, el momento de su aparición me molesta.

Marcando las palabras, y sin dejar de observar con qué destreza el joven perdía una mano ante lady Ann, cosa que hacía sonreír a Arabella, el conde dijo:

– Excelente observación. Tal vez sería conveniente examinar más de cerca las actividades anteriores del conde.

– No es posible que tenga demasiada experiencia previa, puesto que es muy joven. Le pregunté la edad, y me dijo que tenía veintitrés. Sólo cuatro años menor que tú, Justin. Para mí, no es más que un muchacho.

– ¿Y yo parezco un viejo?

– No, pero eres un hombre. Sabes quién eres y qué eres. En cuanto al comte… -el médico alzó los hombros-. Yo también me pregunto qué pensará. Y no dudo de que está pensando, hasta conspirando, y no me gusta.

– Empiezo a creer que nació con ese encanto inagotable. Es muy bueno en eso. Mejor que muchos hombres que lo doblan en edad. ¿Conspirando? Ya veremos.

De repente, el francés alzó las manos en gesto de fingida desesperación, y exclamó:

– Elsbeth, has matado a mi espada. Eso no me lo esperaba. Arabella, perdóname el desliz…, pero ¿qué se puede esperar de mí, rodeado como estoy por tres bellas mujeres? Me conformo con haber podido ganar dos manos.

– Te has descuidado demasiado, Gervaise -dijo Arabella. Y aunque era una competidora feroz, seguía sonriendo-. Felicitaciones, Elsbeth, mamá. Bien hecho.

– Me pregunto si tú y yo seremos invitados a tomar el té -dijo el conde. Se levantó lentamente, con la vista fija en Arabella-. Señora -dijo levantando la voz-, tenemos mucha sed. ¿Tiene alguna sugerencia?

– Sí -respondió, caminando directamente hacia él, y poniéndose de puntillas-. Espere a que estemos casados. Entonces conocerá la amplitud de mis sugerencias.

– Señora, me escandaliza -repuso el conde, extremadamente complacido.

– Todavía no, señor.

– ¿Por qué la llama señora, y no Arabella? -le preguntó el conde francés a lady Ann.

– Porque aún no están casados -respondió la dama, guiñándole el ojo al conde.


A la mañana siguiente, al encontrarse compartiendo el desayuno con Arabella, Justin se llevó una grata sorpresa.

– Ah, está aquí. Lo deseaba. ¿Cómo se encuentra esta mañana?

– He dormido bien. Gracias a Dios, no recibí visitas de fantasmas. ¿Por qué esperaba que viniese a desayunar temprano?

Justin se sentó y dejó que Crupper le sirviese.

– No la he visto demasiado desde que el comte llegó a Evesham Abbey. Veo que está bien, que sonríe, y que parece razonablemente contenta. Me alegro.

– Ahora debo darme prisa. Ha sido grato verlo, señor.

Recogió con presteza una tostada caliente, bebió un trago de café, y se levantó de un salto de la silla, con la vista en la puerta.

– ¡Señora! Tiene migas de tostada en la barbilla. Ha perdido el último retazo de dignidad… si es que alguna vez la ha tenido, y sobre todo, no querrá que el comte la considere una persona descuidada para comer.

Arabella se tocó la barbilla, se quitó las migas, y repuso:

– Gracias por decírmelo. Y ahora, tengo prisa. No queremos volver tarde.

– ¿Y qué es lo que van a hacer hoy?

Su voz sonó autoritaria, y le desagradó a él mismo. Inhaló una gran bocanada de aire para serenarse.

Arabella se incorporó, y le sonrió con cariño. Sí, estaba seguro de que era cariño o algo muy parecido.

– Pues voy a llevar a Gervaise y a Elsbeth, por supuesto, a ver las ruinas romanas de Bury Saint Edmunds.

– ¿Y no se le ha ocurrido invitarme?

El tono ya era el de un estúpido plañidero.

La muchacha lo miró con la cabeza ladeada.

– Pero, señor, usted ya conoce las ruinas. ¿No recuerda? Me contó que, cuando llegó a la región, dio un paseo por el campo antes de llegar a Evesham Abbey.

– Señora, dentro de dos días estaremos casados.

¡Por Dios, ahora parecía un perro herido!

– Es bastante improbable que lo olvide -repuso la joven-. Señor, si quiere acompañarnos, estoy segura de que ni a Elsbeth ni a Gervaise les molestará. Lo que no quisiera es que se aburra.

El conde se levantó de la silla, se acercó a su prometida, y le apoyó las manos sobre los hombros.

– Lo que sucede es que no la he tenido para mí en los últimos días.

Arabella sintió que le acariciaba suavemente los hombros, y le gustó. Quiso que continuara. Levantó la cabeza, quizá con la esperanza de que le entrasen ganas de besarla, pues no lo hacía desde aquella noche de la semana anterior. Mirándole la boca con toda intención, dijo:

– Puede tenerme todo lo que desee. ¿Le gustaría que hoy me quedara en casa?

– No. -Quería decir que sí, quería llevarla al estanque de los lirios, y hacerle el amor-. No, vaya con el comte y con Elsbeth. Sólo le pido que no se olvide de mí, señora.

– Imposible. -Suspiró, y acomodó la cabeza en el hombro de él, desplazando los brazos por la espalda de Justin-. Es buena la sensación de tocarlo, tan duro, fuerte y capaz.

Estuvo apunto de decir que lo sentía igual que su padre cuando lo abrazaba, pero se le ocurrió que quizá no sería lo más apropiado que decir a un futuro esposo.

– Usted también, señora, es toda suave, fuerte, y capaz. Lo que más me gusta es sentir sus pechos contra mi tórax.

Ya la había escandalizado. Bueno, se lo merecía.

Pero en lugar de reaccionar como si estuviese escandalizada, ella se puso de puntillas y le besó el hoyuelo del mentón. Se apretó contra él, y rió entre dientes.

– A mí me gusta sentir su pecho contra el mío.

De inmediato, Justin se puso duro como la pata de la silla. La apartó con suavidad.

– Y ahora, váyase, o soy capaz de tenderla sobre la mesa, entre los huevos y el salmón ahumado, y darme el gusto con usted.

Gracias a Dios, faltaban menos de cuarenta y ocho horas para que su lascivia fuese proclamada mágicamente apropiada, y él podría hacer ejercer sus derechos conyugales.

Arabella lo abrazó otra vez, le besó de nuevo el hoyuelo, y salió del comedor de desayuno.

El conde reanudó su desayuno. Intentó concentrarse en la extraña carne, en lugar del exquisito placer que le esperaba la noche de bodas.

Trazó planes para mantener mente y cuerpo muy atareados en lo que restaba del día. Se encontró con Blackwater por la mañana, compartió el almuerzo con lady Ann y el doctor Branyon que, en el presente, era una visita cotidiana de Evesham Abbey, según observó el conde, y hacía el recorrido médico de varios de sus arrendatarios por la tarde. Era tarde cuando regresó a la abadía y guardó el caballo en el establo. Como aún quedaba luz de día, decidió realizar una breve inspección de la granja. Las vacas todavía no habían vuelto del ordeño cotidiano, y sólo quedaban unos pocos pollos perezosos que picoteaban por el corral cubierto de grava. Se acercó al gran cobertizo de dos plantas, y se detuvo un momento para aspirar la dulce fragancia del heno. Para su sorpresa y deleite, vio a Arabella, que daba la vuelta por un costado del cobertizo, abría con lentitud el portón, y desaparecía dentro.

Se debatió consigo mismo unos minutos, mientras su cuerpo le exigía que la siguiese y su mente repasaba con toda velocidad los riesgos de semejante acción.

– Oh, diablos -exclamó, dirigiéndose a una cabra que miraba su bota.

Podía imaginar a Arabella acostada de espaldas, sobre una gruesa pila de heno. Y se veía a sí mismo, sobre ella, acariciándola, besando cada centímetro de su persona. ¿Qué importaban dos días? Pronto sería su esposa.

Se encaminó hacia el establo, pero se detuvo de golpe, paralizado. Vio un movimiento con el rabillo del ojo y, al volverse, reconoció al conde de Trécassis que se dirigía hacia el cobertizo, con su elegante capa ondulando detrás.

Lo arrasó un presentimiento, algo inexplicable, y no gritó para llamar al francés. No se adelantó para saludarlo. Permaneció firme, plantado donde estaba, los ojos fijos en el elegante joven que hasta ese momento no había odiado sino sólo despreciado, porque no confiaba en él.

El conde francés se detuvo un instante ante el portón del cobertizo, echó un rápido vistazo alrededor, tiró del picaporte y, al igual que Arabella, desapareció en el interior.

Con una inmediata reacción militar, Justin se llevó la mano al costado, al sitio donde había colgado la espada durante tantos años. Pero la cerró formando un puño al no encontrar nada más dañino que el bolsillo. Hizo una inspiración profunda y permaneció, rígido, sin apartar la vista de la puerta del cobertizo. Arabella estaba en el cobertizo. El conde francés había entrado allí.

No, no creería en lo que acababa de ver. Había una explicación. Una explicación que lo obligaría a reírse de sí mismo. Pero, incluso mientras buscaba cualquier clase de explicación, sintió que en su interior crecía una negra desdicha. Sintió que había perdido parte de sí, una parte preciosa que todavía no entendía del todo, en la que aún no había reflexionado. Pero no, eso no tenía por qué ser verdad.

Pasó el tiempo, pero Justin no lo notó. Desde el prado que estaba más allá de la granja llegaban los monótonos mugidos de las vacas. El sol se esfumaba rápidamente, bañando el cobertizo en los dulces rayos dorados del atardecer. El día tocaba a su fin de manera parecida a cualquier otro día, pero Justin no formaba parte de él.

Bajo su mirada inquisitiva, la puerta del cobertizo se abrió y salió el francés, apresurado. Una vez más, miró alrededor con el gesto del que no quiere ser descubierto. Con un ademán que dejó al conde estremecido de negra furia, el francés se abrochó a toda prisa los botones de los pantalones, se quitó unas briznas de paja de las piernas y la capa, y se alejó con paso danzarín hacia Evesham Abbey.

El conde siguió sin moverse, los ojos fijos a la puerta cerrada del cobertizo. No tuvo que esperar mucho pues, al mismo tiempo que la última luz del día daba paso a la oscuridad, volvió a abrirse la puerta y Arabella, con el cabello revuelto cayéndole salvaje sobre los hombros, salió, se detuvo un instante para estirarse, lánguida, y enfiló hacia la abadía, canturreando para sí. Cada pocos pasos, se inclinaba y quitaba briznas de paja de su vestido.

Vio que saludaba, alegre, con la mano a media docena de pastores que se afanaban guiando a las vacas hacia el cobertizo, para el ordeño de la noche.

Un abigarrado caleidoscopio de imágenes se arremolinó en la mente del conde. Vio con claridad al primer hombre que había matado en batalla: un joven soldado francés, cuya brillante chaqueta teñía de escarlata una bala de la pistola del conde. Vio el rostro curtido y crispado de un viejo sargento que corría con la espada, con la perplejidad de la muerte inminente inscrita en la mirada. Ahora, tuvo ganas de vomitar, como en aquel momento.

El conde no tenía una visión romántica del asesinato; había aprendido que la vida era una cosa demasiado preciosa y frágil para liquidarla al calor de una pasión.

Se dio la vuelta y se encaminó hacia su nuevo hogar. Sus hombros siguieron erguidos. El paso, firme, la expresión controlada. Pero su mirada estaba vacía.

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