Casa Strafford en la ciudad Londres, 1810
Si Ralph Wigston miraba por encima de sus gafas mientras pronunciaba elegantes y familiares frases de condolencia. Había aprendido de memoria el breve mensaje del Ministerio, convencido de que debía tal esfuerzo mental no sólo a la encantadora viuda del conde sino al mismo conde de Strafford.
El difunto había sido un hombre magnífico, conocido por su notable inteligencia, su sobresaliente habilidad para leer la mente del enemigo y reaccionar de inmediato, teniendo la intuición como poderoso aliado. Allí donde otros hombres habrían retrocedido, él no vacilaba en correr riesgos. Fue un individuo audaz, valiente, y murió como correspondía a tan estupendo líder de hombres: en batalla, conduciendo a su tropa, gritando órdenes y palabras de ánimo. También era orgulloso, muy orgulloso e inflexible, un autócrata que exigía obediencia sin fisuras. Era un hombre en el que se podía confiar, al que se debía venerar, seguir con indiscutible lealtad. Sus hombres lo habían adorado. Se lo echaría mucho de menos. Pero ahora, el conde de Strafford estaba muerto, y sir Ralph tenía que proseguir la vehemente filípica para la esposa, que estaba especialmente bella con su atuendo de luto. No quería que se lo acusara de negarle lo mejor al difunto conde, ni a su bienamada viuda.
Se aclaró la voz, porque se acercaba lo más difícil.
– Sin embargo, mi querida lady Ann, nos vemos en la penosa obligación de informarle que todavía no se han recuperado los restos del conde del campo de batalla.
– Sir Ralph, su visita, ¿no será un tanto prematura? ¿No es muy posible, acaso, que mi padre aún esté vivo?
La pregunta fue formulada en tono frío y carente de inflexiones, bajo el cual sir Ralph detectó una chispa de esperanza, casi un desafío a su autoridad y posición. Tuvo buen cuidado de reservarse las últimas frases que le quedaban por pronunciar, y dirigió su mirada miope hacia la hija del conde de Strafford, lady Arabella. No se parecía a su madre en absoluto. Era la viva imagen del padre, con su cabello retinto y sus claros ojos grises. El hombre se aclaró la voz.
– Mi querida joven, déjeme decirle que, sin duda, no estaría yo cumpliendo esta desdichada misión si el fallecimiento de su padre no fuese un hecho comprobado. -Había hablado con cierta aspereza, y se apresuró a suavizar el tono-. Lo lamento mucho, lady Ann, lady Arabella, pero hubo testigos fiables cuyas afirmaciones no pueden contradecirse. Se realizaron investigaciones exhaustivas en las que intervinieron numerosos hombres. -No quería mencionar todos los restos calcinados que fue preciso examinar-. No hay duda de que el conde murió en el fuego. No había posibilidades de que sobreviviese. Por favor, no alberguen la idea de que existe una probabilidad de que esté vivo, porque es imposible.
– Entiendo.
La voz de la joven seguía siendo fría, despojada de emoción. Sir Ralph despachó de manera escrupulosa y sucinta las frases que restaban.
– Lady Ann, el príncipe regente quiere que le asegure que no es necesario apresurarse a disponer de las posesiones del conde, en vista de la fiabilidad de los testigos. Si usted lo desea, puedo informar al abogado de usted de estas trágicas circunstancias.
– No! -la hija del conde se levantó de la silla de un salto, con las manos apretadas, delante de sí.
Sir Ralph se puso rígido, y la miró, ceñudo. ¿Qué pretendía la muchacha? ¿A qué venía toda esta escena? ¿Acaso la madre, esa encantadora y frágil mujer, no tenía ningún control sobre la hija?
Con voz demasiado suave para el gusto de sir Ralph, lady Ann dijo:
– Mi querida Arabella, sin duda sería mejor que sir Ralph se comunicase con el abogado de tu padre. A fin de cuentas, nosotros ya tenemos demasiado que hacer.
– No, madre.
Arabella dirigió la mirada de sus fríos ojos grises al rostro acalorado de sir Ralph: no cabía duda alguna de que eran los ojos del conde. Y la misma frialdad del difunto conde. Sí, la maldita impertinente debía de tener la arrogancia del padre, aunque sir Ralph no se atrevería a afirmar que el difunto no merecía cada átomo de arrogancia que se dignaba manifestar.
– Agradecemos su bondad, sir Ralph, pero nos corresponde a mi madre y a mí hacer los arreglos necesarios, cualesquiera que sean. Por favor, hágale llegar nuestra gratitud al príncipe regente. Sus palabras serían capaces de conmover al corazón más helado.
¿Y eso qué significaría? A sir Ralph no le agradaba la ironía, lo irritaba. Le fastidiaba tener que descifrarla, tratar de desentrañarla, para terminar descubriendo que no había la menor intención irónica. En cambio, lo que sí había entendido con suma claridad era que la muchacha estaba despidiéndolo. ¡A él! Para ganar tiempo y no tirar de las orejas a la muchacha, sir Ralph se quitó las gafas con lentitud y, con la misma lentitud, levantó su voluminoso cuerpo de la silla.
Arabella también se levantó y, para desdicha del hombre, sus ojos grises quedaron al mismo nivel que los de él. Pensó que tenía unos ojos invernales, fríos y duros como los del padre. Se preguntó si alguna vez se volverían cálidos como había visto una vez que sucedía con los del padre, cuando tocó los exquisitos hombros blancos de una joven cortesana. No debía evocar semejantes cosas, y menos aún en presencia de la viuda. Lo olvidaría en ese mismo momento.
La hija le tendió una mano delgada. Si bien la voz fue cortante, ni el individuo más riguroso podría hallarle el menor error:
– Gracias. sir Ralph. Como ve, la noticia ha sido un golpe considerable para mi madre. Si ahora nos disculpa, tendré que ocuparme de ella. Haré que Russell lo acompañe a la salida.
El hombre se sorprendió, reaccionando como lo hubiese hecho ante el padre, moviéndose de prisa y hablando con su tono más conciliador:
– Sí, sí, claro. Mi querida lady Ann, si hay algo que yo pueda hacer, cualquier cosa para aliviar el pesar que ahora la aflige, no dude en hacerme llamar, y yo acudiré de inmediato a ayudarla.
Al mismo tiempo pensaba: "siempre que esta perra de hija no esté con usted". Prefería a la mujer tierna, de hablar suave, obediente, corno lady Ann. Sin embargo, se preguntó por qué el conde habría tenido una amante en Londres, otra en Bruselas, y, según lo que sir Ralph sabía, frecuentaba los burdeles de Portugal. Ah, sin duda una mujer frágil como lady Ann no esperaría satisfacer las necesidades de un hombre tan exigente como el difunto conde debía de ser. En cuanto a la hija, admitía que era hermosa, pero tan fría, tan directa, tan poco conciliadora…
La condesa había desviado el rostro, y no se levantaba. Lo único que manifestó que había escuchado sus palabras fue un leve movimiento de cabeza. Por todo lo sagrado, qué mujer tan exquisita. En realidad, no quería alejarse de ella, pero no tenía más remedio, mientras ese dragón que tenía por hija estuviese mirándolo como si quisiera cortarlo en pequeños trozos con un cuchillo que debía de llevar en la cintura.
– Adiós, sir Ralph -dijo Arabella, con voz invernal como los ojos de su padre.
Volvió a pensar que le hubiese gustado tomar entre las suyas las pequeñas manos trémulas de la condesa, de asegurarle que la protegería. La consolaría, compartiría su pena, por más que el difunto no le hubiese prestado a él tanta atención, pues el conde no hacía demasiado caso de nadie que no considerase apto para matar franceses. Sin embargo, no estaba en condiciones de satisfacer sus deseos. Con desgana, apartó la vista de la bella condesa, para posarla en el rostro duro y severo de la hija del difunto conde.
Cuando la puerta de la sala se cerró con un chasquido a sus espaldas, lo asaltó otra vez la idea de que la hija del conde estaba moldeada a imagen y semejanza de su padre. La similitud física era impresionante: el mismo cabello renegrido, las cejas oscuras de altivo arco, los arrogantes ojos grises. Pero el parecido no se detenía en los rasgos físicos: se extendía al temperamento. En ambos, era orgulloso, autoritario y extremadamente capaz. Aun cuando a sir Ralph no le agradase ser despedido por una muchacha de dieciocho años, en verdad lamentó que no hubiese nacido varón. Por lo que acababa de presenciar, gozaba de perfecta capacidad para ocupar la posición del padre.
La condesa de Strafford alzó la mirada de los ojos azules hacia el rostro finamente cincelado de su hija.
– En verdad, querida, ¿no crees que has sido un poco dura con el pobre sir Ralph? No dudarás de que tiene buenas intenciones. Estaba tratando de ahorrarnos dolores innecesarios.
– Mi padre no tendría que estar muerto -dijo Arabella, en tono frío-. Qué desperdicio tan estúpido. Guerra estúpida, estúpida, para apaciguar la ridícula ambición de hombres estúpidos. Dios querido, ¿acaso puede haber algo más injusto?
Se apartó de los brazos abiertos de su madre, y golpeó con los puños la pared cubierta de madera.
Mi pobre hija tonta. No me dejarás consolarte, porque eres muy similar a él. Te condueles por un hombre cuya sola existencia convirtió la mía en una desdicha sin fin. ¿No hay en ti una parte de mí? Pobre Arabella, no es un despreciable signo de debilidad derramar lágrimas.
– Arabella, ¿a dónde vas?
La condesa se levantó de prisa, y corrió tras su hija.
– A ver a Brammersley, el abogado de mi padre. No ignorarás quién es, madre. Ese bufón incapaz intentaba seducirte cada vez que papá estaba fuera de Inglaterra. Maldición, odio tratar con él, pero desgraciadamente, papá confiaba en él. Y hablando de bufones, no creo que el ministro haya enviado a sir Ralph. Por Dios, creí que trataría de conquistarte aquí mismo.
– ¿Seducirme? ¿Sir Ralph? ¿Ese viejo barrigón?
– Sí, mamá -dijo Arabella, haciendo gala de toda su paciencia-. ¿Acaso estás ciega?
– No advertí nada incorrecto en la presentación de sir Ralph. Fue muy correcto. Pero en este momento no estás en condiciones de salir, queridísima. ¿No querrías una taza de té? ¿Descansar un rato en tu recámara? Quizás, aunque seguramente será improbable, querrás hablar conmigo, ¿eh, Arabella?
– No estoy cansada, ni me siento débil o floja -dijo Arabella, sobre el hombro. Y siempre hablo contigo, madre. Conversamos no menos de tres o cuatro veces al día. -Pero no aminoró el paso. La consumía una rabia amarga y devastadora, y una energía ilimitada, inútil. De pronto, el rostro pálido y contraído de su madre la arrancó de su propio dolor-. Oh, Dios, soy una verdadera bestia. -Se pasó la mano por la frente. No quería llorar. No. Si lloraba, el padre la fulminaría como un rayo-. Madre, estarás bien sin mí, ¿no? Por favor, esto es algo que tengo que hacer. No puedo soportar que mi padre no tenga un funeral apropiado antes de que se disponga de sus propiedades. Dispondré lo necesario para partir de Londres. Tenemos que regresar a Evesham Abbey, me ocuparé de eso. Lo entiendes, ¿verdad?
La condesa sostuvo la mirada tormentosa de aquellos ojos grises con la propia, firme, y dijo, marcando las palabras, con un tono de tristeza:
– Sí, cariño, lo entiendo. Estaré perfectamente. Vete ya, Arabella, y haz lo que debes hacer.
La condesa se sentía mucho más vieja que sus treinta y seis años. Tuvo que recurrir a toda su voluntad para arrastrarse hasta una ventana de arco que daba al frente y dejarse caer en una silla alta. Una espesa niebla gris se arremolinaba en torno de la casa, entrelazándose con las ramas de los árboles y oscureciendo la hierba verde del pequeño parque que había frente a la casa.
Vio que el cochero John sujetaba a los inquietos caballos. Y ahí estaba Arabella, cruzando el sendero de laja con su paso largo, seguro, con el aspecto desolado que le conferían el vestido negro y la capa. Arabella lo arreglaría todo, y nadie sabría que esa energía decidida e implacable embozaba una pena desesperada.
Tal vez sea mejor que no busque consuelo en mí pues, en ese caso, también tendría que fingir dolor. Ella no podría comprender que la muerte de él no significa para mí otra cosa que el fin de mi prisión. La furiosa energía de mi hija consumirá su angustia. Mejor así. Querida Elsbeth, inocente niña semejante a un duende, como yo, tú también quedas libre. Debo escribirte, pues ahora perteneces a Evesham Abbey. Ahora puedes regresar al hogar, al hogar de Magdalaine. Qué breve fue tu vida, Magdalaine. Pero ahora, tu hija quedará a mi cargo. Yo la cuidaré, le lo prometo. Gracias, Dios, Porque él se ha ido. Para siempre.
La condesa se levantó de la silla con tal arranque de energía que los rizos rubios se agitaron en torno a su cara. Echó la cabeza atrás y se acercó, decidida, hasta el pequeño escritorio que había en un rincón de la sala. Era la suya una actitud poco común, de confianza que renacía, por instinto, después de dieciocho años. Con movimientos vivaces, casi alegres, mojó la pluma en el tintero y apoyó la mano sobre una hoja de elegante papel de escribir.