16

– Los lirios crecen en gran profusión.

– Así lo determinan las leyes de la naturaleza. Tiene que haber un macizo de lirios por cada rana.

Lady Ann se detuvo y le sonrió.

– Creo que ya he terminado de distraerte.

Soltó un profundo suspiro. Tenía tanto que decirle, tanto que volcar sobre él desde el fondo de su alma…

El doctor Branyon le rodeó la cara con la mano.

– Me basta con mirarte para distraerme. En serio, ¿no quieres decirme lo gruesos que son los juncos?

Ann le besó la palma: la carne era tibia. Lo sintió temblar. ¿Tenía el poder de hacerlo temblar? Qué idea tan maravillosa. Su difunto esposo… bueno, no quería pensar en él. Pero lo hacía, no podía evitarlo. Lo que ella sabía era que él sentía más disgusto que otra cosa por ella, jamás hubiese temblado si le besaba la mano. En realidad, no recordaba haber besado ninguna parte de él por propia voluntad. Besó otra vez la palma de Paul y luego levantó la cabeza.

– Los juncos son bastante gruesos, pero no tanto que resulten desagradables -dijo.

– Estoy completamente de acuerdo. Y ahora, te ofrezco mi abrigo para que puedas instalarte entre estos juncos verdes tan gruesos.

Pero la mujer no se movió. Lo que quería era quedarse allí de pie, el resto de su vida, y mirarlo. Amaba ese rostro suave y delgado, y las líneas a los lados de la boca -sus arrugas de médico- le había dicho una vez, en broma. Sus ojos eran de color verde claro, tan luminoso como el de las hojas del roble resplandeciendo ante la fuerte luz del sol de la tarde. Supo que quería más que un beso, más que un abrazo, quizá. No estaba segura, pero tal vez le gustaría que la besara en el cuello, un poco más abajo, tal vez, en los pechos. Parpadeó. ¿Los pechos? Comprendió con claridad que no era la misma mujer que había sido sólo diez minutos antes. No, al parecer ahora era una mujer con deseos. Por primera vez en la vida deseaba que un hombre la tocase.

El doctor Branyon la tomó de la mano y la condujo al otro lado del estanque. Encontró un lugar adecuado, extendió el abrigo sobre el musgo y la hierba y se inclinó sobre ella.

– Déjame ayudarte, Ann. Quiero que estés muy cómoda.

La mujer se dejó caer con gracia sobre el abrigo extendido, y estiró los frunces de su vestido rosado sobre los tobillos. Después, lo levantó hasta las pantorrillas: quería que él le viese los tobillos.

– Estas medias son nuevas -dijo-. ¿Te gustan?

Paul tragó con dificultad. Se quedó mirándole los pies, los tobillos, sin ver las malditas medias, en realidad.

– Tendría que haber traído comida campestre dijo, pues Paul estaba de pie, inmóvil como un árbol, sin dejar de mirarle las piernas.

Eso le provocó un inmenso placer. Pensó en levantarse más la falda, pero muchos años de reglas y pudores la reprimieron.

Paul parpadeó.

– Pienso que, después de más de dieciocho años, no quiero que ninguna pata de pollo se interponga entre nosotros. Tus medias son adorables.

– Oh, creí que estabas mirando el suelo.

Paul rió.

– No, no era eso lo que creías. Sabes bien que esos malditos juncos no tienen el menor interés para mí.

Se sentó cerca de ella. De repente, Ann se sintió acalorada y, con dedos trémulos, se desató la cinta que le sostenía el sombrero, bajo la oreja izquierda.

El médico recogió el sombrero y lo arrojó con suavidad a un costado. Llevó lentamente la mano a la cara de la mujer, y fue deslizando los dedos por la mejilla tersa, la nariz recta, hasta posarlos con suavidad sobre los labios sonrosados.

– Tus tobillos son adorables, tu cabello es adorable pero, sobre todo, eres tan hermosa por dentro que dudo si alguna vez llegaré a merecerte.

– ¿Tú, merecerme a mí? Oh, Paul, por Dios, al contrario. No, tú eres perfecto. No he visto tus tobillos, pero sé que tengo deseos de pasar mis dedos por tu pelo y contemplarte. ¿Puedo contemplarte los próximos cincuenta años?

Eso era algo delicioso, que no se le había pasado por la cabeza. Había rogado que sucediera algo así, pero no lo esperaba.

– ¿Estás proponiéndome matrimonio?

Deslizó con suavidad la mano por la nuca de la mujer, sobre la gruesa trenza de cabello rubio, y la atrajo hacia él. Le pareció una muchacha joven, preparándose para recibir el primer beso. Tuvo el buen tino y la paciencia de comprender que el gesto era tentativo, aun cuando le hubiese hecho una propuesta. Deseó que, en verdad, hablara de matrimonio. Ann tenía la vista fija en la boca de él, y no le respondía. La besó con ternura, rozando apenas los labios de ella con los suyos, saboreándola, probando la suavidad de su boca. Sintió en ella una respuesta vacilante y, apoyándole con delicadeza las manos en los hombros, la hizo acostarse de espaldas. Los ojos de Ann se abrieron de golpe, y vio en ellos incertidumbre, miedo, quizá. Era probable que fuese miedo. Estaba avanzando con demasiada rapidez. La soltó de inmediato y se apoyó en el codo, junto a ella. Durante años, tuvo la certeza de que el conde no la había tratado bien. Sin embargo, tenía un aire de fragilidad e inocencia que ni el esposo había sido capaz de extinguir. Tal vez, cuando estuviesen casados, le hablaría de él.

– Ann, ¿tienes la intención seria de proponerme matrimonio? Si quieres contemplarme tanto tiempo, la única solución es que nos casemos, el único modo de que los vecinos no murmuren sobre nosotros.

La mujer le sonrió con una sonrisa lánguida e intencionada, ya despojada de incertidumbre, y respondió:

– En realidad, me temo que debo hacerlo, Paul. Si besara a un hombre con el que no pensara casarme, me sentiría demasiado casquivana.

– Entonces, tengo que besarte, para asegurarme por partida doble de que me aceptes.

Estaba riendo cuando la besó, y su lengua penetró en la boca de ella. Ella no pudo disimular el súbito miedo que le hizo apretar los dientes contra él. En un instante, se convirtió en el conde, y ya no era Paul el que apretaba su boca contra la de ella, magullándola, obligándola a abrir los labios. Cuánto había odiado esa lengua mojada, insistente… aun cuando el difunto no se tomaba demasiado tiempo para besarla. No, quería tenerla de espaldas, desnuda y silenciosa, abierta y dispuesta.

Paul se echó atrás de inmediato. Ya no había ternura en su mirada ni en su voz:

– Yo no soy el maldito conde -dijo-. Mírame, Ann. No soy el hombre que te lastimó y te humilló. -La mujer estaba temblando. Paul le tomó la mano y le besó los dedos-. Jamás te haría daño. Nunca te humillaría. Nunca te haría sentirte menos que nada. Tú lo sabes. Me conoces. Sabes que sería capaz de protegerte con mi vida.

– Sé que lo harías. No volverá a pasar.

– Podría volver a pasar, y no importa. Pronto estarás libre de él. ¿Me crees?

Le creyó.

– Lo odiaba tanto… lo odiaba tanto como Arabella lo adoraba.

Paul quiso saber lo que le había hecho ese canalla, pero sabía que no era justo presionarla. No, si Ann quería, en algún momento se lo contaría. Tenía que recordar que ese miserable estaba muerto, y él no. Los recuerdos de Ann se desvanecerían hasta desaparecer. Paul la tendría para siempre. Le preguntó en voz queda:

– ¿Confías en mí, Ann?

Ann levantó los dedos para tocarle la boca.

– Confío en ti más de lo que le temía a él -dijo, sin rodeos.

La atrajo a sus brazos y la estrechó con ternura contra él. Apretó la mano en la parte baja de su espalda, y sintió que ella se acurrucaba contra él, que los pechos plenos se apretaban contra el pecho de él, que el vientre y los muslos de ella se tocaban con los de él. Ann le rodeó el cuello con los brazos y hundió la cara en el cuello del hombre. Le bastó con tenerlo cerca, sentir su aliento tibio en la espalda, para sentirse desbordante de felicidad.

Paul esperaba que Ann no sintiera cómo su sexo endurecido empujaba contra el vientre de ella. Esa fue una de las pocas veces en su vida que agradeció las numerosas capas de ropa que usaban las mujeres. Quería acariciarle las caderas, besar cada una de sus deliciosas curvas, pero ordenó a sus manos que permanecieran quietas en la espalda de ella.

Quería quitarle la ropa, acariciarla, besarla, y penetrarla. Quería que ella lo estrechase contra sí. Quería revelarle el placer de una mujer. Pero, pese a las bromas y las bravatas de Ann, era demasiado pronto. Si bien le resultó difícil, se obligó a mantener la calma. Permanecieron abrazados hasta que el sol comenzó su rápido descenso.

Lo despertaron unos besos leves en la barbilla, las mejillas, la nariz. No podía creerlo: ¡se había quedado dormido!

– Maldición -dijo, al tiempo que le hacía volver la cara con el pulgar y la besaba en la boca-. ¿Cuánto hace que estás aprovechándote de mí? -dijo, dentro de la boca de ella.

Ann se sobresalió, y luego sonrió. A continuación, sin aviso previo, se colocó sobre él, le rodeó la cara con las manos, separó los labios y lo besó con gran entusiasmo. Se le había soltado el cabello de la trenza, y ahora formaba una densa cortina a ambos lados de la cara de Paul. La fragancia de la mujer lo enloqueció. Aunque no quería asustarla, lanzó un gemido profundo y ronco.

No estaba asustada, más bien, entusiasmada. Paul quiso penetrarla en ese mismo instante, pero tuvo la prudencia de dejarla conservar el control. Debía tener paciencia; tenía que seguir un curso de acción firme. Por el amor de Dios, era un médico, no un vulgar muchacho ignorante. Gimió, y alzó las caderas.

– Ann, esto es demasiado para mí. Dieciocho años esperando para poseerte son muchos.

Ann alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

– Es un tiempo ridículamente largo -dijo-. Es demasiado. Si esperas un minuto más, tendré que desvariar otra vez sobre los macizos de lirios.

Rió, al mismo tiempo que se levantaba de un salto y se desabotonaba el vestido. Paul se quedó mirándola. No había en ella vacilación ni temor, sólo ese bello rostro enrojecido por la excitación, por la expectativa. Cuando estuvieron los dos tendidos sobre el abrigo, desnudos, uno en brazos del otro, los dos reían. Y cuando, al fin, él se unió hacia ella, Ann lo recibió con un suave gemido. Y cuando gritó, Paul atrapó en su boca los gritos, y se entregó a ella por entero.

La creía dormida, cuando dijo:

– Paul, esta es la primera vez que he sentido placer. Es algo:que no hubiese podido imaginar. Contigo, entre nosotros, ¿siempre será así?

– Si no lo es, me cortaré las muñecas.

– Yo no sabía…

Paul le besó una oreja.

– No, siempre supe que no sabías. Ahora, ya lo sabes. Olvida todo lo demás, Ann. Ahora, somos sólo nosotros. Te daré placer hasta que los dos estiremos la pata y pasemos al más allá.

– ¿Y yo te he dado placer a ti?

Parecía insegura, quizás hasta asustada. Paul le dio un beso en la punta de la nariz.

– Si me dieses un poco más, necesitaría un médico.

Bostezó.

Ann le mordió un hombro, probó el cálido sabor almizclado de su carne, y lo besó de nuevo.

– Este placer-no, no te burles-, es extraordinario. Sabía que algo me sucedería, pero no se me ocurrió que me sacudiría hasta los dedos de los pies y me erizaría los cabellos.

Elle acarició el cabello.

– Ann, hay infinitos modos de brindarte placer.

Apoyándose sobre un codo, Ann se inclinó sobre él, y mordiéndose el labio inferior, preguntó:

– Cuántos?

Paul gimió:

– Antes de que termine el año, seré hombre muerto. Basta, Ann, hoy estas demasiado inflamada para que podamos unimos otra vez. No, no te pongas pudorosa conmigo. Todavía no estás acostumbrada a un hombre, y yo no tengo intenciones de causarte dolor. Y ahora, quiero que me distraigas. No se hable más de placer. Pero quiero que sepas algo. Es algo muy importante: Te amo. Sólo a ti. Siempre has sido sólo tú.

La amaba. Sólo a ella.

– Y yo te amo a ti -susurró, con la boca contra el hombro de él.

Tuvo conciencia del dolor entre las piernas. En realidad, no le molestaba. Era maravilloso, era extraño, y tuvo ganas de sentirlo cada momento del resto de su vida. Suspiró, y besó la boca cerrada del hombre.

– Distráeme, Ann, lo digo en serio.

Ceñuda, dijo:

– ¿Qué vamos a hacer con respecto a Arabella y Justin?

– Esto es muy brusco. Yo esperaba una transición paulatina, más lenta, entre la pasión y los problemas del mundo. Heme aquí: soy sólo un pobre hombre, cuya mujer ha abusado de su cuerpo para su propio placer, me ha estrujado hasta dejarme convertido en una cáscara, y ahora no hace caso del hecho de que aún tengo la mano sobre su bello trasero.

Ann se movió, y Paul se quejó.

– Si no terminas con eso, jamás podré expresar un pensamiento coherente. No, distráeme, juro que no volveré a quejarme… al menos en diez minutos. Veamos, estás preocupada por Bella y el conde.

Comprendió que no podría pensar mucho tiempo si no se apartaba de ella. Por mucho que odiase hacerlo, se apartó, se levantó, y empezó a vestirse. Ann lo imitó. Pronto, estaba ayudándola a abotonarse el vestido. Se inclinó y le besó el cuello. Estaba húmeda de transpiración, y su carne tenía un sabor maravilloso.

– ¿Sabes, Ann? -dijo, pensativo-. Creo que las dificultades de ellos tienen relación con el conde francés.

Lady Ann se sobresaltó.

– ¿Gervaise? Eso es imposible. No veo de qué modo Gervaise esta relacionado con los problemas de ellos.

– He visto cómo lo miraba Justin, y me resulta evidente que lo desprecia. Apuesto a que lo retaría a duelo si no estuviese prohibido por la ley. Justin es lo bastante inteligente para comprender que, si matara al conde, tendría que huir del país, y en caso de haber un duelo, desde luego lo mataría. Pero quiere hacerlo. Las ganas de hacerlo están carcomiéndolo. Además, desconfía de él. No confía ni un poco. Creo que ha encargado hacer averiguaciones sobre él en Londres, pero todavía es muy pronto para que haya recibido una respuesta. He estado pensando en el motivo que puede tener, y lo único que se me ocurre es que está celoso de él.

– Celoso -repitió Ann, arrastrando las palabras, mientras metía los mechones sueltos en la trenza de la nuca-. ¿Celoso? ¿Y por eso lo desprecia? ¿Cómo es posible que Justin esté celoso de ningún otro hombre? Es apuesto, sabe hablar, tiene título. Eso no tiene sentido para mí. -Le tocó a ella suspirar-. Quizá tengas razón, pero me parece improbable. Arabella no advierte que Gervaise está vivo, siquiera, podría jurarlo. Creo que hasta siente cierto desdén hacia él. ¿Será por su sangre francesa? No lo sé, es posible. Después de todo, sigue el ejemplo de su padre en muchos aspectos, y él nunca hizo un secreto de lo que opinaba de los extranjeros. -Guardó silencio un momento, y añadió-: Pero Justin la lastimó mucho la noche de bodas, ¿sabes, Paul?

– Bueno, era virgen. Era inevitable cierto dolor.

– No, fue mucho más que eso. -Le contó lo de la bata desganada, y la sangre que había por toda la cama-. Cuando le hablé a Justin, me dio la impresión de que no sólo era desdichado sino que también estaba enfadado. Estaba furioso, pero tiene ese control férreo sobre sí mismo. En cuanto a mi hija, trató de actuar como si nada hubiese pasado, pero puedes ver tú mismo que nada va bien.

– No tenía idea -dijo Paul, dándole el brazo y empezando a alejarse del estanque-. Hubiese creído que nuestra confiada Bella habría seducido al novio sin pedirle permiso. En cuanto a Justin, no puedo creer que sea tan inexperto parar asustarla. De modo que es otra cosa. Maldición, qué difícil, Ann. ¿Crees que la forzó?

– Sí, eso creo: Le tiene miedo. ¡Mi hija, con miedo! La he observado. No quiere que él ni nadie lo sepan, pero está asustada. Tenemos que hacer algo, Paul. Ya sé, le diré a Gervaise que se marche. Si é1 se va, seguramente Justin superará su enfado.

– No, no te corresponde esa decisión, Ann. Si, por alguna extraña razón Justin cree que Arabella quiere más a Gervaise que a él, es quien tiene que decidir qué hay que hacer. Como no ha matado al joven y tampoco le ha ordenado que se marche de Evesham Abbey, entonces es que tiene otra cosa en mente. Justin juega a fondo. Tengo ' entendido que es famoso por sus estratagemas militares. Yo confiaría en él. Por otra parte, no tenemos otra alternativa.

– Ahora que lo pienso, fue extraño que me hablara tanto de Magdalaine, ¿sabes?

– Buen Dios, ¿Gervaise quería saber cosas sobre Magdalaine? ¿Por qué? ¿Qué te preguntó?

– Quería que le contara la vida de ella en Inglaterra. Claro que yo sé muy poco al respecto. Había muerto mucho antes de que yo apareciera. Te cuento que, después, Gervaise me contó que la familia de ella fijó una dote singularmente elevada con el conde. Al parecer, no toda la dote le fue entregada al conde antes de la boda. En realidad, no sé por qué me contó todo eso, pues Magdalaine murió muy poco después de regresar de Francia, menos de dos años después de haberse casado con el conde. -Hizo una pausa y alzó la vista, exhibiendo una súbita sonrisa-. Qué estúpida soy, Paul, pero si tú estabas atendiéndola cuando murió, ¿no es cierto? Si quisiera saber más con respecto a su tía, Gervaise tendría que hablar contigo.

El doctor Branyon apartó la vista, y cuando por fin habló, el tono era adusto.

– Sí, estaba con Magdalaine cuando murió. En cuanto a la dote, no sé nada del arreglo que hizo la familia de ella con el conde. Pero me pregunto por qué nuestro pequeño gallo francés te dijo todo eso. ¿No te dio ninguna razón, ninguna explicación?

– No, en realidad no.

Mientras recorría el sendero que corría entre los geométricos canteros, Paul le preguntó:

– Ann, ¿el muchacho quiso saber alguna otra cosa de ti?

– Nada de importancia, pero casi me hizo reír a carcajadas. Se preguntaba por las joyas Strafford. Suponía que yo, por ser condesa, debía de tener un cofre de joyas digno de un rescate real. Le dije que no era así, en absoluto.

– Aja -fue toda la respuesta del doctor Branyon hasta que llegaron a la escalinata de entrada de Evesham Abbey. Tomó la mano de lady Ann y se la oprimió. Sumergió la mirada en los bellos ojos de ella-. Escúchame. Ahora eres mía, Ann, toda mía. Te amaré hasta que me marche al más allá, y si después mi alma flota por ahí, seguiré amándote. No esperemos más de ocho meses. Cásate conmigo, Ann. Pronto. Muy pronto.

Ann fijó la vista en la boca de él.

– Pronto -repitió Paul, con voz trémula-. La gente sabe cuándo una mujer es bien amada. Ya hay en tus ojos esa chispa traviesa, y esa sonrisa tan radiante que daría envidia al sol.

– ¿Mañana te parece muy tarde?

Paul rió, y la abrazó, sin importarle silos veían todos los criados de Evesham Abbey.

– Esperemos sólo hasta que podamos resolver el problema entre Justin y Arabella. Entonces, no tendremos que pensar en nada más que nosotros mismos.

– Hablaré con Justin ahora mismo.

Paul le besó la punta de la nariz.

– No, pensemos un poco más en este asunto. Déjame hablar con Arabella.

– Está bien, pero hazlo pronto. ¿Te parece que podremos resolver todos los problemas de ellos para el viernes?

– Haré todo lo posible. Ann.

– ¿Qué?

Ella le deslizaba las palmas por el pecho, y él se las sujetó y las retuvo apretadas entre las suyas.

– ¿Te molestará casarte con un simple médico?

Ann supo que hablaba muy en serio, y respondió con calma, poniendo el alma en cada palabra:

– Siempre he estado convencida de que tu inteligencia es de la más elevada calidad. Jamás te he considerado simple. Esa es una pregunta tonta.

Paul echó la cabeza atrás y estalló en carcajadas.

Sintió que se le cerraba la garganta cuando Ann, en voz baja y seria, agregó:

– Me casaría contigo aunque no fueses más que un granjero. No me importa nada. Este es el hogar de Arabella, no el mío. Nunca fue mío. Mi hogar es contigo, Paul. Sólo quiero estar contigo, para siempre.

– Estoy muy contento de que hayas entrado en mi vida -dijo él, y la besó, rozándole los labios con los dedos mientras se alejaba. No creía poder pronunciar una sola palabra sensata aunque su vida dependiese de ello.

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