12

– La que nos convoca hoy es una ceremonia dichosa y sagrada. En presencia de nuestro Señor, hemos venido a unir a sus hijos, su señoría, Justin Morley Deverili, décimo barón Lathe, noveno vizconde Silverbridge, séptimo conde de Strafford, y a lady Arabella Elaine Deverill, hija del difunto y apreciado conde de Strafford, con el más sagrado de los vínculos terrenales.

Había visto al conde francés enderezarse los pantalones cuando salió del cobertizo.

Pero el día anterior, ella lo había besado a él, le habló con toda audacia, se apretó contra él. Habló con la audacia de quien sabe lo que un hombre hace con una mujer. Jesús, no podía soportarlo.

Arabella alzó la mirada hacia el perfil bellamente cincelado del conde, y deseó, para sus adentros, que la mirase, pero no lo hizo. Los ojos grises se mantuvieron fijos en el rostro del sacerdote. La noche anterior, le había parecido retraído, hasta un poco frío con ella, y contuvo una sonrisa, suponiendo que esta cuestión del matrimonio lo ponía nervioso o que, quizá, tenía miedo de acercarse a ella por no poder resistir los deseos de seducirla. No le habrían molestado uno o dos besos más. Tampoco le habría molestado que repitiese cuánto quería sentir los pechos de ella contra sí. El recuerdo la estremeció. Sabía que esa noche tendría mucho más. Y si bien no estaba del todo segura de cómo era eso, estaba ansiosa por descubrirlo.

– Si hay algún hombre presente en este recinto que pueda manifestar alguna objeción a la unión de este hombre con esta mujer, que se levante y hable ahora.

Ella se había encontrado con el conde francés en el cobertizo, y le permitió poseerla. Lo había traicionado con toda frialdad y libertad. Tuvo ganas de matarlos a ambos, pero no lo hizo, pues sabía lo que estaba en juego.

Arabella había salido con briznas de paja en el cabello, el vestido torcido, y silbando. Era evidente que había disfrutado mucho. Quiso matarlos a los dos. Pero ese mismo día se había mostrado tan libre con él, tan entregada… Lo había deseado, ¿no era cierto?

Lady Ann sintió una breve opresión en la garganta, y se apresuró a tragar saliva. Siempre había desdeñado a las mujeres que lloraban abiertamente en los casamientos de las hijas, aunque antes hubiesen hecho todo lo posible para concertar esa boda, incluso comprar al novio, muchas veces. Sin embargo, no cabía duda de que era una ocasión para derramar un par de lágrimas. Además, no podía evitarlo. Arabella estaba tan hermosa, tan parecida a su padre, tan parecida a Justin… Ah, pero no era en absoluto como su padre, no. Ella era buena, bondadosa, de fuerte voluntad, y obstinada como una mula. Era lo máximo que una madre podía pedir de. una hija. Cayó otra lágrima.

El sacerdote dijo con voz queda:

– Naturalmente, no habrá nadie que se interponga entre ustedes. Y ahora, proseguiremos. Milord, repita después de mí: "Yo, Justin Morley Deverill, te tomo a ti, Arabella Elaine…

Quiso ahogarse. No, quería ahogarla a ella. Sin embargo, era raro: ni una sola vez Arabella había mirado en dirección del francés desde que entraron en la sala, ella tan hermosa con el suave vestido de novia de seda gris. Tenía el cabello trenzado, recogido en la coronilla con varias peinetas de diamantes que parecían chispear entre las gruesas trenzas, y varios gruesos mechones de cabello apoyados con delicadeza sobre el blanco hombro.

¿Por qué no había mirado a su amante? ¿Cuánto haría que lo había aceptado como amante? ¿El primer día que llegó? No, eso no era muy probable. Sin duda, habría esperado por lo menos tres días hasta dejar que la poseyera en el cobertizo. Eso significaba que hacía ya una semana que se había entregado a él. Una semana.

Empezó después de haber aceptado que sería su esposa. La traición de la novia era como bilis en la garganta de Justin. Tendría que haberla denunciado allí mismo, contarles a todos los presentes que era una ramera, sin más sentido de la lealtad que una víbora. Abrió la boca. No, no podía hacerlo. No podía ni quería mirarle el colmillo al caballo regalado de Evesham Abbey, ni a la descendencia Deverill.

– Yo, Justin Morley Deverill, te tomo a ti, Arabella Elaine, por mi legítima esposa…

Aunque hablaba en voz baja, para el agudo oído de Arabella sonó muy áspera. Lo observó mientras pronunciaba los votos, deseando que se los dijese a ella, pero no lo hizo. Miraba más allá de ella, nunca a ella directamente. Qué extraño. Creyó oír un suspiro de Elsbeth. Le sonrió al novio, pero él seguía sin mirarla. Era más alto de lo que había sido su padre. La complacía. ¿Por qué no la miraba?

Lady Ann sintió que las lágrimas le inundaban los ojos. No las quería, y de todos modos, ahí estaban. Se casaba su única hija. Ahora, sería una mujer independiente. Estaba más que bella. Era tan semejante a su padre, tan semejante a su futuro esposo… Esos ojos grises, ese grueso y reluciente cabello negro. No creía posible ser abuela de una niña o de un niño rubio, de ojos azules, más parecido a ella misma.

Justin era un hombre admirable, un hombre fuerte y bien formado, al que, seguramente, Arabella llegaría a amar. Estaba muy erguido, muy controlado, mientras repetía los votos. Durante los últimos cinco años, supo que se casaría con Arabella. Nunca vaciló, nunca retrocedió, hasta donde lady Ann sabía. Si Justin había cuestionado la decisión de su difunto marido, este nunca le dijo nada. Se preguntó si Justin tendría alguna duda, ahora que había llegado el día. No, no creía que las tuviese. Había demasiado en juego. Además, había visto como se miraban esos dos. Eran más afortunados que la mayoría de las parejas. No, era más que eso. Lady Ann ocultó la sonrisa tras la mano enguantada. Aquella noche en que ella y Elsbeth regresaron inesperadamente de Talgarth Hall, lo que había en los ojos de Justin era deseo. Todo iría bien.

– En presencia de Dios, y por sus leyes y comandos, ahora te pido, Arabella Elaine Deverili, que repitas después de mí.

Por más que Elsbeth aguzó el oído para escuchar cómo el conde pronunciaba los votos, su voz profunda le sonó extrañamente dura. Vio que Arabella lo contemplaba mientras hablaba, con una sonrisa fascinada en los labios. Una sonrisa ansiosa. Elsbeth respondió con la suya.

Ella lo había traicionado. Lo había engañado, a sabiendas, con ese canalla bastardo francés. A él le había hablado con atrevimiento, y él creyó en la inocencia, en el candor de ella, en su sinceridad. Pero no fue nada de eso. El dolor era tan insoportable, que sintió deseos de aullar.

Arabella pronunció los votos con voz fuerte y clara.

– Yo, Arabella Elaine, te tomo a ti, Justin Morley Deverili, como mi legítimo esposo, para amarte, honrarte y obedecerte…

Obedecer… la mente de lady Ann atrapó la simple palabra. "Esa sí que es una concesión por parte de la cabeza dura de mi hija", pensó. Creyó oírse repetir el mismo juramente a otro conde de Strafford, como si hubiese sucedido hacía un instante, con una voz insegura, apenas audible en la inmensa catedral. Sabía que su poderoso padre, el marqués de Otherton, la mataría si no se casaba con el hombre que él le había elegido.

Obedecer.

Le había arrojado la palabra la noche de bodas, cuando ella se crispó ante el ataque de sus manos invasoras. Había obedecido, se había sometido, y las ásperas exigencias de su flamante esposo no hicieron otra cosa que aumentar su miedo y su dolor. Siempre se sometió, pues supo que no tenía otra alternativa, y cuando el conde no la maldecía por yacer pasiva debajo de él, se vengaba en su cuerpo de otros modos, por medio de crueles exigencias que convertían las noches de Ann en pesadillas de la vigilia. Era una pena que su padre no hubiese muerto antes de la boda que la obligó a contraer, en lugar de ser expulsado de su coto de caza sólo dos semanas después de que ella se hubiese convertido en la condesa de Strafford.

Tenía la impresión de que la vida era una serie de episodios lamentables. Odió a su esposo más de lo que creyó posible odiar a otro ser humano. Aunque, al menos, le había dado a Arabella. Supuso que si el conde hubiese odiado a Arabella -otra hija mujer-, como le pasó con Elsbeth, la habría llevado a ella al punto de ruptura y lo hubiese matado. Pero el difunto adoraba a Arabella, más que a la vida misma. Cosa extraña en él, en ese déspota que había deseado un hijo varón más que cualquier otra cosa.

Lady Ann volvió al presente para ver que Justin, tras una breve y extraña vacilación, colocaba la sortija de oro en el tercer dedo de Arabella.

Arabella había estado canturreando. Oía su voz con claridad, suave, complacida consigo misma, canturreando mientras salía del cobertizo. Canturreando mientras se quitaba la paja del cabello, mientras se acomodaba la ropa. Vio con claridad cómo se inclinaba para quitarse uña brizna de la zapatilla. ¡Esa perra traidora!

– Por la autoridad que me confiere la Iglesia de Inglaterra, ahora los declaro marido y mujer.

El cura miró con expresión radiante a la joven pareja, y le susurró al conde:

– Es usted un hombre muy afortunado, milord. Lady Arabella es más que encantadora. Puede besar a la novia.

La mandíbula del conde se puso tensa. Tenía que mirarla: ahora era su esposa, para siempre. Con esfuerzo, se inclinó y rozó sus labios contra los de Arabella. Dios, qué suave, húmeda, ansiosa era la ramera. El resplandor de su rostro le revolvió el estómago. Intentó retener su boca en la de ella un instante más, y le sonrió, traviesa, cuando él se apartó con brusquedad. Justin se apresuró a apartar la vista y a fijarla con desesperada intensidad en el crucifijo de oro que se veía tras el hombro izquierdo del cura.

Lady Ann se sorprendió rezando en silencio por que Justin fuese tierno con Arabella, aunque el deseo le dibujó una sonrisa torcida en los labios. Esa misma tarde, mientras alborotaba alrededor de su hija mostrándole cada nueva prenda de vestir a la que Arabella prestaba poca o ninguna atención, regañándola por no hacer caso de la doncella que le secaba el cabello mojado, creyó llegado el momento de cumplir con sus deberes de madre. Nerviosa, hizo salir a la criada y se dirigió a su hija:

– Mi amor -empezó diciendo, con lentitud-, esta noche serás una señora casada. Creo que deberías saber que se producirán ciertos cambios. Es decir, Justin será tu esposo, y eso significa muchas cosas. Por ejemplo…

Arabella la interrumpió con carcajadas de deleite.

– Mamá, por casualidad ¿no estarás refiriéndote a la pérdida inminente de mi virginidad?

Oh, Dios:

– ¡Arabella!

– Mamá, siento haberte horrorizado, pero tienes que saber que mi padre me detalló todo el proceso, digamos, aunque, para serte sincera, papá lo llamaba apareamiento. No tengo miedo, mamá, en serio, no se me ocurre nada más placentero que hacer el amor con Justin. Creo que será muy bueno en eso. ¿No te parece? Un caballero necesita lograr experiencia y, bueno, destreza, antes de casarse. No creerás que yo voy a desilusionarlo, ¿verdad? Oh, caramba, en lo que se refiere a cómo hacer las cosas, en concreto, sé muy poco. Quizá tú sepas un par de cosas que puedas decirme, para convencerlo de que me parece hermoso, y de que no me da miedo.

Lady Ann no sabía una sola cosa. ¿Un hombre, hermoso? Quizá su esposo fue hermoso, pero ella estaba tan asustada, lo odiaba tanto, que había dejado los ojos cerrados siempre que le fue posible. ¿Un hombre, hermoso? Jamás se le había ocurrido tal cosa. Quizá… No pudo hacer otra cosa que mirar, impotente, a su hija, sin saber qué decir. ¿Su padre le había contado todo? ¿Le había dicho que los hombres eran salvajes, brutales, y que no les importaba en lo más mínimo el dolor de la mujer? No, era evidente que no. Sólo le había hablado del proceso. Ese miserable… Eso mismo ya era repugnante. No, tal vez tendría que pensar más en este asunto. Evocó la imagen del doctor Branyon y se sonrojó como un atardecer tormentoso.

– Mamá, ¿estás bien? Ah, ya veo, piensas que yo debería ignorar todo lo que sé. Te juro que no soy una mujer caída, pero me parece completamente ridículo que las mujeres no disfruten de hacer el amor. Y cuando pienso que a tantas chicas les enseñan a considerarlo como el más desagradable de los deberes…, bueno, creo que se merecen a cualquier monstruo aburrido que tengan junto a sí en la cama. Sé que con papá y contigo fue diferente. Entre Justin y yo también será diferente. Estaremos bien, juntos. No te preocupes. Te quiero. No te preocupes por mí, mamá.

– ¿Estás segura de que no hay nada que pueda decirte?

Lady Ann se sintió a punto de desmayarse. Sin embargo, tenía que actuar con normalidad, proseguir con el engaño. Por Dios, lo había odiado con todo el corazón, con el alma. ¿En verdad, Arabella estaba convencida de que su padre había amado a su madre? ¿Qué la había complacido en la cama? ¡Dios querido, qué farsa había sido ese matrimonio! Detestaba ser víctima.

– No, mamá. Estás muy pálida. Por lo menos ya no te ruborizas. No te preocupes más por ello. Te adoro por tu preocupación, ¿sabes?

Arabella atrajo otra vez a su madre a sus brazos y le dio un cariñoso abrazo tranquilizador, y lady Ann tuvo el inevitable pensamiento de que ella debería ser la hija.


Esa noche, mientras lady Ann ataba las cintas de la encantadora bata de noche de satén blanco de Arabella, se sintió casi abrumada por la excitación de su hija, su expectativa, la lujuria que adivinaba en la mirada de la muchacha. Le chispeaban los ojos, y no veía temor en ellos. Era lujuria, no había otro modo de describirlo.

Obligó a Arabella a sentarse, y empezó a cepillarle el cabello.

– Basta, mamá, por favor -dijo Arabella, levantándose de un salto-. ¿Vendrá pronto él? Oh, mamá, no quiero que estés cuando él venga a mí.

– Muy bien.

Lady Ann retrocedió y dejó el cepillo sobre el tocador.

– Justin estará encantado. Estás bellísima. Creo que nunca te ha visto con el cabello suelto por la espalda. Oh, sí, ahora recuerdo que te vio, aquella noche que os pusisteis de acuerdo para casaros. Arabella, deja en paz los botones de la bata.

– Lo sé -respondió, ejecutando una pequeña danza por todo el dormitorio-. Debo dejarme esta estúpida prenda un rato más.

Lady Ann tragó saliva.

– Pronto vendrá Justin. Ahora te dejaré. -Se dio la vuelta, y luego giró otra vez para abrazar a su hija-. Sé feliz, Arabella. Sé feliz. Si algo sale mal, bueno, no creo que suceda, pero… no, no te preocupes.

Oh, Dios, ¿qué podía decir? ¿Cómo advertirla? ¿Y si Justin se comportaba como lo había hecho su esposo?

En voz muy queda, muy tierna, Arabella dijo:

– En asuntos relacionados conmigo, papá nunca erró su juicio, jamás, mamá.

Estas palabras hicieron alzar rápidamente la vista a lady Ann. Tal vez lo imaginara, pero creyó detectar cierta triste conciencia de sí en la voz de la hija. No, eso era imposible. Hizo un mínimo gesto negativo con la cabeza y se dio la vuelta con brusquedad.

– Espero que tengas razón, Arabella. Buenas noches, mi amor. Por la mañana espero ver una sonrisa en tu rostro.

– Una sonrisa muy grande, mamá.

Cuando su madre se marchó, Arabella se paseó por el dormitorio con la ansiedad de la expectativa gozosa. Le encantaban los descubrimientos y, esa noche, bueno, esa noche… Se abrazó a sí misma con excitada impaciencia. Echó una mirada azarosa al cuadro de La Danza de la Muerte, le sacó la lengua porque detestaba la incertidumbre, el temor a lo desconocido, y dejó vagar la mirada por la enorme cama. Con una sonrisa pícara en los labios, empezaba a preguntarse si su madre no habría atrapado a Justin y le impedía seguir su camino, cuando, de repente, se abrió la puerta y apareció su esposo. Qué magnífico estaba con la bata de brocado azul oscuro. Al verlo, se le aceleraron los latidos. Estaba descalzo: La muchacha no creía que tuviese algo puesto debajo de la bata. Esperaba estar en lo cierto. Estaba impaciente por quitarle esa bata. Quería verlo desnudo, por fin. Era de ella.

El conde cerró la puerta, sujetó la llave entre los dedos, y la hizo girar.

– Me alegro de que no me hayas hecho esperar demasiado, Justin. ¿Sabes que nunca había pasado una noche en esta recámara? Si tuviese que estar sola, no me gustaría. Pero como estás aquí, creo que ni siquiera notaré la presencia de esa desdichada Danza de la Muerte. ¿Te gusta mi cabello? ¿Mi bata de noche? Mamá me ha obligado a dejármela puesta.

Sabía que estaba parloteando, y también que no tenía importancia. A fin de cuentas, era una novia flamante y estaba un poco nerviosa. Tanto, que hasta le hizo una reverencia.

Justin permaneció junto a la puerta, inmóvil, y se limitó a mirarla, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Tu cabello es hermoso. La bata de noche es hermosa. Tienes una apariencia muy virginal. Me complace, pero me sorprende un poco.

– Espero complacerte. ¿Por qué te sorprende?

Estaba tan desbordante de excitación que no notó nada extraño en la voz de su esposo.

El conde siguió sin acercarse a ella, ni le respondió la pregunta. Con paso ligero, danzarín, se deslizó hacia él, sin hacer ruido con los pies descalzos sobre la gruesa alfombra. Le apoyo las manos en los hombros, sintió la carne suave bajo los dedos, se puso de puntillas y lo besó.

Justin llevó sus manos a los brazos de la muchacha y, de pronto, sin advertencia, la empujó. Arabella se tambaleó hacia atrás, se aferró al respaldo de una silla, y lo miró, boquiabierta, atónita y confundida.

– Justin. ¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido? ¿No querías que te besara?

Justin tuvo deseos de matarla. No, no podía hacerlo. Pero la haría sufrir. La lastimaría, como ella lo había lastimado. Con voz precisa, más fría que la helada del invierno anterior, le dijo:

– Te quitarás la bata. Lo harás ya mismo, rápido.

Ahora lo entendía: un hombre era un hombre, y su padre le había contado que los hombres se embriagaban en los momentos más inesperados.

– Justin, si has estado bebiendo, preferiría que nosotros no…

La voz de la muchacha cayó como una piedra por un acantilado, al ver que Justin avanzaba a zancadas hacia ella. Vio los músculos de su cuello tensos, sobresalientes. Vio la furia en sus ojos grises.

¿Furia?

¿Hacia ella? ¿Qué estaba pasando? Él tendría que estar tan excitado como ella. Le había encantado besarla, apretarla contra sí. Le había dicho que quería sentir los pechos de ella contra su tórax: ahora tenía la oportunidad. Era la noche de bodas de él tanto como lo era de ella. ¿Por qué estaba enfadado?

– Haz lo que te digo, maldita ramera, o te la arrancaré.

¿Ramera? La había llamado ramera. Arabella no pudo hacer otra cosa que mirarlo de hito en hito.

– No entiendo -dijo lentamente, sin dejar de mirarlo mientras retrocedía, alejándose de él, y se protegía tras una silla de respaldo alto-. Por favor, ¿cuál es el problema? ¿Por qué me has llamado eso? ¿Cómo es posible que yo sea una ramera? Tengo dieciocho años, y hace sólo cinco horas que estoy casada. Soy virgen. Más que eso: soy tu esposa.

La furia desnuda que había en los ojos de Justin, en su postura, era inconfundible. No dijo nada. Siguió avanzando hacia ella. La muchacha no entendía qué era lo que pasaba, aunque no era estúpida. Corrió al otro lado de la silla. Pronto la había arrinconado tras el tocador, instalado contra la pared. Alzó las manos ante ella.

– Justin, basta, por favor. Si es un juego, no entiendo las reglas. No me gusta este juego. Mi padre jamás me dijo que podría suceder algo así.

El hombre rió con una risa áspera y cruda que inundó a la muchacha de un miedo duro y profundo. Estaba ocurriendo algo muy malo. Estaba furioso con ella, y ella no tenía idea del motivo.

De pronto, la atrapó, pero ella se soltó de un tirón, giró sobre sí y corrió hacia la puerta. El miedo aumentó su rapidez. Oh, Dios, la puerta no se abría. Enloquecida, giró hacia un lado, hacia el otro, pero no se movió. Maldición, ¿qué significaba todo esto? La llave: había cerrado la puerta con llave. A Arabella le sudaron las palmas. Sujetó la llave y la hizo girar, y sintió a Justin tras ella, observándola. De repente, le atrapó un mechón de cabello y empezó a envolverlo alrededor de la mano, tirando sin prisa, inexorable, hasta que la hizo gritar de dolor y caer contra el pecho de él. Con la otra mano, la hizo girar bruscamente, de cara hacia él.

Por mucho tiempo, se limitó a mirarla fijamente. Luego, con voz muy queda, dijo:

– Harás lo que te he dicho que hagas, en este mismo instante. No te gustaría saber lo que te haré si te niegas.

Por instinto, la muchacha comprendió que no podría razonar con él, que estaba incapacitado para razonar, y para pensar quién era ella, y qué significaba para él. Lo único que podía hacer era intentar salvarse. Apretó los dientes para contener el dolor que le punzaba el cráneo, y alzando una rodilla, la proyectó adelante con toda su fuerza. Le dio en el muslo. Justin había sido demasiado rápido para ella.

Tenía los ojos casi negros de furia. Ahora iba a golpearla, y se puso tensa, esperando el golpe. En cambio, hizo una honda inspiración y le tiró del cabello, acercando la cara de ella a milímetros de la suya. La miró, la miró a los ojos, esos ojos tan similares a los de ella, y dijo en voz baja:

– Supongo que tu estimado padre te enseñó ese truco para abatir a un hombre. Si te hubiera salido bien, sería peor para ti, ¿sabes?, pues en ese caso me habrías enfadado mucho. Me habrías incitado a que te retorciera ese pescuezo de traidora.

– Justin…

Se sintió aturdida, la mente vacía, sin palabras.

Con un movimiento veloz y violento, le soltó el cabello, metió los dedos en el volante de encaje que le rodeaba el cuello, y tiró hacia abajo con una fuerza que hizo doblarse a Arabella hacia adelante. El agudo rasguido del satén resonó en el silencio del cuarto, y Arabella miró con expresión estúpida el camisón desgarrado desde el cuello hasta los tobillos. Antes de que pudiese reaccionar, Justin le apartó con brutalidad el camisón de los hombros, arrancando los pequeños botones de las muñecas. Arabella vio cómo saltaban los botones forrados de satén y rodaban por la alfombra hasta quedar cerca de los restos del camisón. Sintió que los ojos de él la recorrían, contemplando primero los pechos, y luego bajando hasta el vientre. Por fin, la conciencia misma de su impotencia la hizo entrar en acción. Sin pensarlo, formó un puño con la mano y la lanzó con toda su fuerza hacia el rostro del esposo.

Justin detuvo el brazo antes de que le llegase al mentón, y dijo, en tono muy calmo:

– Quieres pelear conmigo, ¿verdad, señora?

El día anterior le había hablado con excitación apenas contenida, en tono tierno y exigente, a la vez. Y ella le había respondido plenamente, el día anterior. Pero en ese momento, no. Claro, la voz era serena, pero también mortífera. Tanto, que la hizo morir por dentro. La aferró por la cintura, y se la cargó sobre el hombro.

Arabella le golpeó la espalda con los puños, aun sabiendo que era inútil. Era hombre, fuerte y apto, y ella no tenía posibilidades. La arrojó de sí, y cayó desparramada de espaldas sobre la cama, sin aliento. Incluso mientras intentaba recuperar el aliento, lo único que se le ocurrió fue escapar de él, y se agarró a las mantas para gatear hasta el otro extremo de la cama. Gritó cuando la mano de Justin le aferró el tobillo y le dio un tirón, retorciéndola para hacerla tenderse otra vez de espaldas.

– Maldita seas, quédate quieta. Sí, así es mejor. Y ahora, me parece justo examinar la mercancía.

¡Dios querido, estaba loco, totalmente loco! No existía otra explicación para que hiciera esto. Su padre debió de haber sabido si el hombre que había elegido para ella era un perverso, un loco que disfrutaba provocando dolor a las mujeres. No, eso era imposible.

Le gritó:

– ¡Detente, Justin, por favor! Esto es una locura, ¿me oyes? ¿Porqué haces esto? No lo permitiré. ¡Déjame ir, maldición!

Justin no dijo nada, se limitó a contemplarle los pechos. Arabella supo que estaba estudiándola, y tenía una expresión aburrida, si bien la rabia seguía ardiendo sin cesar en el fondo de sus ojos. Se asustó, de pronto, se sintió muy asustada.

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