23

La luna era una fina medialuna que colgaba del cielo alumbrando apenas los vagos contornos del camino rural. El conde cabalgaba con la cabeza gacha, casi tocando el lustroso cuello del animal. El paso acelerado, exigente, le evocó el recuerdo de otro paseo nocturno, hacía tanto tiempo, en el lejano Portugal, el urgente despacho que llevaba metido en el forro de la bota. Tenía la misma sensación de finalidad y de urgencia. El éxito de la misión lo había puesto eufórico, después que hombre y bestia casi cayeron de fatiga al final de esas ocho horas interminables.

Molinetes destartalados, cercas de madera sin pintar, pequeños senderos irregulares… todo pasaba junto a él en una visión borrosa, en la semipenumbra. El conde sabía, con certeza, que Arabella no se alejaría del camino principal. No querría que nada demorase su avance.

Mientras cabalgaba, recordó el estallido de su esposa ante el anuncio del doctor Branyon. Sí, la entendía, pero eso no disminuía su enfado, ciertamente.

Al principio, no pudo creer lo que veía. Si no hubiese estado tan furioso con ella, le habría costado contener la tentación de reír a carcajadas al ver la escena absurda que tenía ante sí: Arabella caminaba en medio de la ruta, con vestido de noche, junto a un Lucifer que cojeaba.

Cuando Justin frenó el caballo junto a ella, la muchacha se detuvo y alzó hacia él una mirada sombría. No dijo nada, maldita fuese.

– Bueno, señora, veo que ha terminado tu alegre huida.

Se bajó de la montura, y se plantó frente a ella, las piernas separadas, los brazos en jarras.

Arabella no pareció advertir la cólera de su esposo, la ironía cruel de sus palabras.

– Sí -dijo, sin mirarlo-. A Lucifer se le ha caído una herradura. Tendré que hablar con James. Es ridículo que se le caiga una herradura. ¿No te parece ridículo?

– Sí, yo también hablaré con James. -El conde se detuvo y frunció el entrecejo. Esto no era lo que él esperaba-. Por supuesto, un final tan manso de tu irreflexiva galopada no puede ser otra cosa que un chasco para ti. Mírate: vestida para cenar, y caminando junto a tu caballo. ¿No se te ha ocurrido pensar que hay bandidos por aquí? ¿Que podrían atacarte? Te aseguro que, al verte, se habrían relamido. Bella y rica, sí, imaginarían que habían muerto e ido al cielo.

– No -dijo al fin, los ojos todavía bajos, mirando dónde pisaba-, no he pensado para nada en los ladrones. ¿Dices que hay bandidos por aquí? Yo creo que los hay por todas partes. ¿Qué importa dónde están? ¿Por qué no vuelves a Evesham Abbey, milord? Aquí no hay nada para ti. Absolutamente nada.

Justin no respondió, se limitó a caminar junto a ella, con una expresión tan adusta que, sin duda, ella estaría temblando. Esa expresión había hecho temblar a más de un soldado. Pero no pasaba eso con Arabella. Eso lo abatió y, en ese momento, la admiró mucho.

Por fin, se detuvo y lo miró:

– Ah, ya entiendo. Quieres gritarme, pegarme, quizá. Matarme, incluso. Bueno, no puedo hacer gran cosa para impedirlo, ¿no es cierto? Hazlo, milord.

Palmeó la nariz de Lucifer, y le habló en voz suave mientras dejaba caer las riendas. Se volvió para mirar de frente a su esposo. Lucifer relinchó levemente, pero no se movió.

Justin apretó los dientes y avanzó un paso cauteloso hacia ella. Arabella no se movió, y lo miró con aire indiferente.

– ¿Tienes intenciones de escenificar otra violación, milord, o una paliza? Si me permites elegir, prefiero la paliza.

Justin esperaba la ira de ella, casi estaba ansioso de escuchar su lengua hostil. Pero Arabella parecía despojada de toda pasión. La voz, la pose, todo en ella era indiferente, remoto.

Lo enfureció de tal modo que quiso escupir, quiso provocarla, y dijo con desprecio:

– En contra de lo que puedas pensar, no me daría ningún placer violarte. La otra vez, no te forcé, aunque tú pretendes fingir que sí, ¿verdad? Sí, afirmarás que fuiste violada la noche de bodas, y me lo echarás en cara el resto de nuestras vidas. Maldición, señora, no te violé; deja de mover la cabeza. Fui lo más gentil que pude, aunque no merecías ninguna gentileza de mi parte. Merecías que te forzara, pero yo no lo hice porque soy un caballero.

"En cuanto a pegarte, preferiría desperdiciar mis energías castigando a un caballo viejo y cansado. Pero, mírate, toda abatida, con ese aspecto patético. ¡Maldita seas, Arabella, di algo, haz algo!

Pero Arabella se dio la vuelta, con aire indiferente, y dijo sobre el hombro:

– Qué buen discurso. Y ahora, si has terminado conmigo, milord, tengo una larga caminata para regresar a Evesham Abbey.

Recogió las riendas de Lucifer.

Eso lo hizo explotar. Le aferró un brazo y la hizo darse la vuelta para mirarlo de frente.

– Oh, no, de ningún modo he terminado contigo, y lo que tengo que decirte será mejor que lo diga lejos de los oídos de tu familia.

Arabella dejó caer otra vez las riendas de Lucifer, caminó hacia un costado del camino, y se sentó sobre un montículo cubierto de hierba. Empezó a arrancar briznas de hierba, y se encogió de hombros, furiosa.

– Está bien -dijo-, termina. Antes te he dicho que lo hicieras, pero tú no me has hecho caso. Supuse que gritarías hasta quedarte sin voz. Que me maldecirías con todo tu repertorio. Pero sólo has intentado justificar la violencia que ejerciste en nuestra noche de bodas. Milord, si eso no fue una violación, cómo lo llamarías.

Alzó el rostro y lo miró con una expresión tan desbordante de dolor, que lo hizo encogerse.

Vio cómo se acercaba a ella, y se quedaba allí, como la silueta oscura de un gigante, que le tapaba la luz brillante de la luna. No podía soportar mirarlo. Le dolía horriblemente. Giró el rostro, fijó la vista en la hierba, y esperó.

– Maldición, Arabella, mírame.

Estaba enfadado, y aun así, la mujer no hizo ademán de obedecerle. Justin se arrodilló ante ella, la sujetó por los hombros, y la sacudió hasta que ella alzó los ojos hacia él.

– Y ahora, escúchame, arpía maleducada. ¿Cómo te atreviste a infligirle semejante ofensa a tu madre? ¿Acaso estás ciega? Hasta la criada de la cocina sabe que ella y el doctor Branyon están enamorados. A decir verdad, creo que él la ama desde hace mucho tiempo.

"Admito que hubiese esperado el anuncio más adelante, pero eso no tiene importancia. La vida es muy incierta para dejarse llevar por reglas tan estrictas. Dios sabe que tu madre merece la felicidad. Dios sabe que buena parte de los diecinueve años que pasó junto a tu padre estuvieron lejos de ser gratos. Arabella, ¿por qué fuiste tan cruel y desconsiderada con ella?

Vio que las llamas de la ira se encendían lentamente en los ojos desolados de su esposa.

– ¿Por qué, maldita seas?

Fue demasiado. Fue mucho. Se levantó de un salto, agitando el puño ante la cara de él.

– ¿Cómo te atreves a aprobar semejante unión? Y hasta a proclamar tu aprobación en público. ¡No tenias derecho, milord, así como ella no tenía derecho a traicionar a mi padre! No, no tenía idea de lo que mi madre sentía hacia el doctor Branyon. Sus actos, igual que los de él, me parecen despreciables. Nunca volveré a hablarle. En cuanto al doctor Branyon, ya no es bien recibido en Evesham Abbey. Si ella quiere avergonzarse a sí misma y a nuestro apellido, que se case con él y me deje en paz.

Estaba jadeando, y escupía amargas palabras:

– ¿Tal vez debería felicitar a mi querida madre por esperar, al menos, la muerte de mi padre? Milord, ¿cuánto tiempo hace que son amantes, a tu juicio? Pobre padre mío, engañado por una esposa infiel y un hombre en el que confiaba. ¡Dios, si yo fuera hombre, para retarlo a duelo…!

Justin contempló el bello rostro pálido, el amargo fuego que ardía en aquellos ojos grises. ¡Cuánto dolor, cuánta rabia! Trató de entenderla. Supo que había hablado muy en serio. Había mencionado abiertamente, con amargura, que su madre le había puesto los cuernos a su padre, y la cólera que le provocaba creer eso no dejaba lugar a dudas de que condenaba con sinceridad semejante conducta. ¿Y sin embargo no fue ella misma la que aceptó un amante antes de que se casaran? ¿No le había puesto los cuernos a él? ¿Tendría una extraña moral, que le permitía a ella tener un amante antes de casarse? Y, en ese sentido, ¿habría renunciado voluntariamente al conde francés después de la boda? Quiso arrojarle a la cara su propio acto, exigirle que le explicase y, sin embargo, descubrió que su cólera se derretía ante el dolor de esa mujer, que se revelaba tras una fachada de palabras destructivas.

No, primero tendría que hacer frente a la angustia amarga que provocaba a Arabella la conducta de la madre. Silenció sus propias inquietudes, las preguntas que le subían a la garganta. Adoptó un tono de serena autoridad, pues sabía que ella desdeñaría cualquier gesto tierno y caballeresco que proviniese de él.

– Ya basta, Arabella. Quiero que me escuches. ¿Lo harás?

Ella se quedó mirándolo como si tuviese dos cabezas. Justin se limitó a asentir, y dijo:

– Me resulta extraordinario que yo, que sólo he conocido a lady Ann de pasada, durante los últimos años, pueda jurar por mi honor que jamás le fue infiel a tu padre. En cambio, tú, la condenas en un chasquear de dedos. Ves que está enamorada, y das por cierto que ha estado acostándose con el médico durante años. No, Arabella, no me des la espalda. ¿En realidad crees que tu madre sería capaz de semejante cosa?

Arabella lo miró, muda, inmóvil.

– Muy bien. Aunque no quieres responderme, daré por cierto que estás pensando en lo que te he dicho. En cuanto a tu padre. -Hizo una pausa. ¿Podría decirle la verdad? En ese momento, no había alternativa. Sólo si conocía la verdad acerca de su padre podría llegar a perdonar a su madre. Dijo en voz queda-: ¿Recuerdas cuando nos conocimos: junto al estanque, el día que se iba a dar lectura al testamento de tu padre? Veo que lo recuerdas muy bien. No puedes negar que me creíste un bastardo de tu padre.

– Aquello no era lo mismo, y tú lo sabes. No te atrevas a arrojármelo a la cara.

– ¿Lo crees diferente? ¿Acaso las reglas de conducta son diferentes para el marido? ¿Él estaría libre de las restricciones que limitan a la esposa? Arabella, te diré que el matrimonio de tu padre con lady Ann fue una impostura. Se casó con ella sólo por la elevada dote que ella le proporcionó. Hablaba sin tapujos del "negocio", y festejaba su buena fortuna. Por otra parte, no le parecía mal exhibir a sus queridas bajo las propias narices de tu madre.

– No lo creo -dijo ella, jadeando intensamente, hablando de manera entrecortada-. ¡Yo sería capaz de matar a mi esposo si me hiciera eso! No es verdad. Mi padre jamás haría algo semejante, jamás.

– Lo hacía, y no se inmutaba. Eres hija de tu padre. Tu madre es gentil, tranquila, confiada. Ah, ella sabía bien lo que él hacía, pero guardó silencio. Nunca trató de volverte en contra de tu padre.

Arabella intentó taparse los oídos con las manos.

– Nada de cobardías.

Le quitó las manos de los oídos.

– No, no quiero escucharte. Estás inventando esto para protegerla.

Pero sintió que la invadía la frialdad de la duda.

Justin se suavizó.

– No, Arabella, no tengo necesidad de inventar nada. De hecho, muchas de las veces que me reuní con tu padre en Londres, en Lisboa, incluso en Bruselas, sus queridas me entretuvieron de manera encantadora. Recuerdo que bromeaba con respecto a lo remilgada que era su esposa, cuán fría, cuánto le temía a él. Una vez, estando borracho, admitió: "Sabes, muchacho?, al menos una vez he tenido que forzar a la pequeña tonta para que se ocupase de mi placer. No lo hace bien, le dan arcadas, y llora, pero soy un hombre tolerante. Por supuesto, así debe ser uno con su propia esposa."

– ¡No! No pudo… Por favor, Justin, él no decía esas cosas.

– Sí, Bella, las decía. Era un hombre de pasiones extremas, exigente. Es de lamentar que tu madre haya sufrido por ello. Pero, ¿no lo entiendes, acaso?: esa misma naturaleza era lo que convertía a tu padre en un gran jefe. Los hombres confiaban en él sin dudarlo, pues jamás manifestaba miedo o incertidumbre. Lanzaba ofensivas que habrían hecho temblar a hombres menos valientes. -Suavizó más la voz-. Ese carácter también te dio un padre al que admirar, respetar y adorar. Él te amaba por encima de todas las cosas, Arabella. No quisiera que lo condenes, ni que lo exaltes ciegamente, porque no merece ninguna de las dos cosas. Recuerdo que una vez, hace menos de un año, me dijo: "Maldita sea, Justin, me alegra que Arabella no tenga hermanos varones. Después de ella, sin duda serían una decepción para mí."

Arabella no dijo palabra, pero Justin supo que estaba escuchando atentamente.

– Ahora, te pediría que pienses en tu madre. Siempre fue absolutamente leal a tu padre. Más que eso, te amaba tiernamente. Siempre te amó, y así será. Merece tu comprensión, Bella, tu aprobación, pues de lo contrario empañarías su posibilidad de ser feliz. Y ella merece ser feliz, ahora. Te dio dieciocho años a ti y a un hombre que la desdeñaba. Por favor, Arabella, intenta ver esto directamente, sin miedo, sin enfado, sin dolor. ¿Lo harás?

Arabella se puso de pie lentamente, y se sacudió las briznas de hierba de la falda. Justin permaneció de pie junto a ella, y observó su rostro, buscando una clave de lo que estaría pensando. Percibió un cambio en ella, aunque no estaba seguro. Se preguntó si era posible que estuviese pensando en la farsa de su propio matrimonio, una boda de conveniencia que le repugnaba, hasta el punto de buscar consuelo en los brazos de otro hombre. Guardó silencio, esperando que ella hablase.

– Se hace tarde -dijo al fin la muchacha, con voz remota-. Si no te importa, cabalgaré delante de ti. ¿Mandarás a James a buscar a Lucifer?

Justin la miró, pensando, especulando con lo que podría estar pasando en su mente. Hasta que no pudo contenerse: le rodeó el rostro con las manos, se inclinó y la besó. Hacía mucho tiempo, desde antes que se casaran. Su boca era tan suave como la recordaba. Por Dios, cuánto la deseaba. Pero necesitaba saber, lo necesitaba. Levantó la cabeza, rozando apenas los labios de la mujer con los pulgares.

– Arabella, dime la verdad, admite que has aceptado al conde como amante. No creo que siga siéndolo, pero sé que lo fue antes de que nos casáramos. Dime la verdad, dime por qué lo hiciste, y te perdonaré. ¿Fue porque te viste obligada a casarte conmigo? Dime la verdad. Entonces, podremos volver y empezar de nuevo. Dímelo, Arabella.

Se inclinó y comenzó a besarla otra vez.

Un dolor agudo lo hizo recuperar la sensatez más rápido que un jarro de agua helada. Saltó atrás, frotándose la espinilla: lo había pateado con fuerza. Arabella se apartaba de él, respirando con dificultad. Luego le gritó:

– ¡Maldito seas, ese canalla jamás fue mi amante! Tú eres el que está ciego. -Casi se le escapó de la boca que era amante de Elsbeth, pero se contuvo a tiempo. No, no podía correr el riesgo de decírselo. Era impredecible el daño que él podía hacer a su hermana-. ¡Escúchame, maldito seas! ¡No te traicioné!

Giró sobre los talones, corrió hacia Lucifer, y trepó con torpeza a su lomo.

– Espera, Arabella. Espera. ¿Por qué insistes en mentirme? ¿Por qué? No hay motivos. Quiero perdonarte. Estoy dispuesto a perdonarte.

– ¡Eres un idiota, maldito estúpido ciego!

Sólo entonces advirtió que Lucifer estaba cojo. Se quedó sentada un momento, mirando sin ver, y se apeó. Caminó hacia donde estaba Justin, echó el brazo atrás, y le dio un puñetazo en el mentón. Lo sorprendió con la guardia baja, y agitó los brazos, pero perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, en una zanja poco profunda.

Arabella se apoderó del caballo de él y partió, dejando a Justin con Lucifer. "Da lo mismo", pensó él, sacudiéndose el polvo. Los dos estaban baldados: él, de la cabeza, y el condenado caballo, de una pata.

Maldición, qué buen golpe le había dado. Se frotó el mentón. Muy buen golpe.

¿Por qué no le había dicho la verdad, sencillamente?

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