Él no esperaba eso. La miró y, por un instante, deseó poder tocar su suave cabello rubio sobre las orejas. Se aclaró la voz, y dijo:
– A juzgar por los sucesos del día, yo diría que se te ha facilitado el trabajo.
– Arabella lloró -dijo lady Ann-. No podía creerlo, pero es cierto. ¿Habrá sido por la rabia que le provocó Justin? ¿O, por fin, pudo llorar por su padre? Sabes que nunca llora. No sé por qué será esta vez, pero es buena señal.
Se volvió, saludó con la cabeza al lacayo que mantenía la puerta abierta y entró en el Salón Terciopelo.
– Justin, Elsbeth -saludó, dirigiéndoles a ambos esa sonrisa suave, cálida y tan bella-. Espero que no hayáis tenido que aguardarnos demasiado tiempo.
– No, querida señora -dijo Elsbeth. Se acercó a su madrastra y le preguntó, con su voz tímida-: ¿Arabella está bien, señora?
El doctor Branyon contestó:
– Cuando salimos de su cuarto, estaba profundamente dormida. Por la mañana, ya estará como de costumbre.
– Eso sería una pena -dijo el conde, sin dirigirse a nadie en particular-. ¿Está seguro, señor? ¿No sería posible que sufra una recaída en el sentido común y la cordura? ¿Quizás hasta una pizca de amabilidad? No me disgustaría que decidiese hundir el dedo en el cuenco de la benevolencia.
Conteniendo la risa y dedicándole una mirada algo severa, lady Ann dijo:
– Tú y su Señoría, ¿habéis estado trabando relación?
Vio que Justin se sobresaltaba, asombrado, y comprendió que era por el nuevo título. Ya se acostumbraría a él.
– Oh, no, todavía no, lady Ann. Su señoría tuvo que ir a cambiarse de ropa, pues estaba muy sucio por la discusión con Arabella. Hacía sólo un momento que estaba conmigo al entrar usted y el doctor Branyon, pero me causó buena impresión. Al principio, me llamó señora, y yo le dije que, como éramos primos, podía decirme Elsbeth.
– Me suena mejor señora -dijo el conde-. Pero si prefieres que te llame Elsbeth, tendré que pedirle permiso a lady Ann.
– ¿Señora? -dijo la aludida, ladeando la cabeza-. A mí me parece horrible. Hace parecer vieja a una mujer. Llámala sencillamente Elsbeth, Justin.
– Gracias. ¿Quieres sentarte en esa silla tan pequeña de terciopelo rojo y dorado, Elsbeth? Yo no me atrevo a sentarme en ella, pues podría desarmarse.
Lady Ann se sentó frente al servicio de té.
– Justin, ¿le pones crema al té? ¿Azúcar? Tendremos que acostumbramos.
– Tal como sale de la tetera, Ann -respondió.
– Nada de extravagancias, ¿eh, milord? -dijo el médico, alzando su taza a modo de saludo al conde.
– En la península no se conseguía leche, a menos que atrapásemos una cabra fugitiva. En cuanto al azúcar y al limón, no se conocía su existencia. Cuando es preciso, uno simplifica sus gustos al máximo.
A Branyon le agradaba el nuevo conde. No era pomposo ni cruel como el anterior. Era un hombre corpulento, mucho más que su antepasado, y tenía un porte gracioso y suelto. Si bien su rostro atezado parecía más acorde con aventuras violentas, sus elegantes ropas de noche no desentonaban en absoluto sobre su persona. Se lo veía tan a gusto en la sala como si estuviese en el campo de batalla. El conde percibió esa mirada y se volvió hacia el doctor Branyon con una sonrisa inquisitiva extendiéndose sobre su rostro, que suavizaba sus facciones.
El doctor Branyon empezaba a pensar que la esperanza de Ann no iba descaminada. Era probable que el conde fuese el marido adecuado para Arabella. Por lo menos, no permitiría que la muchacha lo dominase. Por otra parte, ella sería capaz de matarlo si opinaba, como el difunto conde, que las mujeres sólo servían para engendrar hijos. O si, a semejanza del antiguo conde, pensaba que el caballero tenía libertad para traicionar a su esposa cada vez que se le antojase.
El conde volvió su atención a lady Ann.
– Ann, la felicito por la decoración de este salón. Se llama Salón Terciopelo, ¿verdad?
– Gracias por el elogio, pero es inmerecido. Hace años que no se toca este cuarto. El terciopelo se ha mantenido maravillosamente, ¿no es cierto? Magdalaine, la primera esposa del conde, retapizó todos los muebles. A mi juicio, la combinación entre el terciopelo rojo y el dorado es espléndida. Y con esas columnas blancas por la habitación, a. veces tengo la impresión de que estamos aguardando al rey. Bueno, tal vez no George, que está loco, pobre hombre.
El conde sorbió el té, que era rico y oscuro, tal como a él le gustaba. Le dijo a Elsbeth:
– ¿Piensas instalarte en Evesham Abbey?
La taza de la chica tintineó sobre el platillo.
– Oh, Dios mío, no, no milord. Es decir, bueno, creo que es muy bondadoso de parte de su señoría que no le importe que me quede, quizá, pero ahora puedo permitirme hacer planes muy diferentes. -Lo miró con expresión radiante-. Todavía tengo que pellizcarme para creer que es verdad. Pero lady Ann me aseguró repetidas veces que lo era, que no entendí mal. No es un error. Quizás, a fin de cuentas, yo le importaba un poco a mi padre. Según lady Ann, es así. Nunca creí que me quisiera, pero al fin lo ha demostrado, ¿no es cierto?
Al parecer, no había una respuesta para eso. Las diez mil libras que le legó su padre.
– Sí -dijo al fin el conde-, era obvio que te quería. ¿Qué piensas hacer con tu fortuna, Elsbeth? ¿Viajar a París? ¿Comprar una villa en Roma?
– Todavía no lo he decidido, milord.
Lanzó una mirada a lady Ann, que se apresuró a decir:
– Hemos empezado a hablar de las posibilidades, Justin. Pero yo creo que Elsbeth disfrutaría mucho de pasar una larga temporada en Londres. Por supuesto, yo la acompañaría. -Hizo una pausa, y lo miró sin vacilación a los ojos grises-. Después de que Arabella y tú os caséis, daremos forma definitiva a nuestros planes. No nos quedaremos aquí, estorbándote.
La ceja izquierda del conde se elevó hasta la sien, costumbre idéntica a la que Arabella había heredado de su padre. Por un momento, Ann se impresionó: eran tan parecidos… Rogó que no llegaran a verse mutuamente como hermanos. Y aunque supo que quería replicar al escandaloso comentario de Ann, no lo hizo.
Una vez que Crupper se llevó la bandeja del té, el doctor Branyon se acercó más a Ann, y dijo en voz queda:
– No te apresures a saltar las cercas, querida. Me imagino lo que habrá querido decirte el conde y, aunque ha sido difícil, ha contenido la lengua. Es un indicio excelente, y augura cosas buenas.
– Pamplinas. Justin sabe bien lo que está en juego. Hará todo lo que pueda para arrastrar a Arabella al altar, recuerda lo que digo.
– Si a ella no le agrada, no sé qué vamos a hacer.
– Sencillamente, vigilaremos y esperaremos, Paul. No creo que Justin sea estúpido ni torpe. Ya veremos. En realidad, no tenemos, más posibilidades que esperar a ver.
Branyon miró en dirección a Elsbeth, que se esforzaba por mantener la conversación con el conde.
– No me habías dicho que te marcharías con Elsbeth.
Lady Ann sintió una súbita agitación en su interior. Parpadeó, y apartó la vista. En su memoria surgió un recuerdo oculto hacía mucho tiempo y dijo inesperadamente:
– Paul, ¿recuerdas cuando yo estaba dando a luz a Arabella? Nunca te lo dije, pero sé que estuviste conmigo todas esas horas terribles. Sé que no me abandonaste en ningún momento. Recuerdo tu voz instándome, siempre espoleándome, incluso cuando yo quería morir. Sé que me salvaste la vida.
Paul jamás olvidaría el horror de esas horas interminables, su miedo de que ella muriese, su furia hacia el conde por su maldita indiferencia.
– No -dijo con lentitud-, no creí que lo recordaras. El dolor era tan intenso que yo pensé que tu mente no te permitiría recordarlo. -Comprendió que ella se mostraba amable, que quería demostrarle que seguía siendo bienvenido allí, que siempre lo sería. De pronto, se puso de pie, ansioso por marcharse: le parecía que no podría soportar la amabilidad de parte de ella-. Se me hace tarde, Ann, y tengo que pasar a ver al señor Crocker, que tiene dolores de estómago. Es una cabalgata de media hora. Sin duda, el viejo debe de estar maldiciendo a diestra y siniestra para la hora que yo llegue. A mi edad, me llama muchacho.
"No quiere recordar esas cosas", pensó lady Ann, mirándolo. "Fue una época horrible para mí, pero él no era más que mi médico y lo he hecho sentir incómodo." Se puso de pie junto a él y le dedicó una sonrisa, aunque no fue fácil.
– Paul, ven mañana, aunque sólo sea para declarar sana a Arabella. Espero que lo hagas, porque no quiero oírla discutir contigo.
– Por supuesto.
Lady Ann le apoyó una mano en el brazo y volvió a sentir un ramalazo de placer que la recorría. Dijo con timidez:
– Me dará… nos dará un gran placer que te quedes a cenar. Haré que la cocinera prepare capón, tu preferido, con salsa de almendras y esas pequeñas cebollas blancas.
Su esposo odiaba el capón, y por eso decidió hacerlo preparar por lo menos una vez a la semana.
"No me debes ninguna gratitud", quiso gritarle Paul, pero se limitó a decir:
– Como quieras, Ann. -A través de largos años de práctica, estaba habituado a ocultar sus pensamientos. Le palmeó la mano, como a una paciente que hubiese seguido al pie de la letra sus indicaciones-. Entonces, hasta mañana, querida mía.
En silencio, lady Ann permaneció a la puerta del Salón Terciopelo hasta que el doctor Branyon salió con Crupper y quedaron fuera del alcance del oído. En ese instante, advirtió que se sentía acalorada, aunque la noche no era calurosa. El fuego estaba apagado. Qué ridículo. Por Dios, tenía una hija ya mayor.
Al volverse, con una absurda expresión juvenil en el rostro, se topó con la mirada del conde, demasiado intensa para su incomodidad. Como ya no era una muchacha joven e inexperta, pudo sonreírle como si no tuviese ninguna preocupación, y decir:
– Elsbeth, si no te retiras pronto a dormir, tendré que buscar
unas cerillas para mantenerte los ojos abiertos. Ven, cariño, da las buenas noches a Justin y ven conmigo.
Elsbeth bostezó, y se tapó la boca con las manos.
– Elsbeth, ¿acaso he sido una compañía tan aburrida? No me ahorres la verdad, puedo soportarla. A fin de cuentas, ya he soportado peores cosas de tu hermana.
– Oh, claro que no, milord. Nada aburrido, se lo juro, milord.
– Justin.
– Sí, Justin, pero es difícil, milord. Tú eres un señor, mientras que yo no soy nada. Eres muy amable al permitirme llamarte por tu nombre.
Maldición, ese candor podría endulzar al más frío de los corazones, salvo el del padre. Justin se preguntó si el conde había conocido, siquiera, a su hija mayor, si la hubiese reconocido de haber pasado junto a ella en su propia casa.
– También puedes llamarme de otras maneras. Estoy seguro de que tu hermana lo hará. No tendrá el menor escrúpulo.
– Oh, no, milord, eso no es cierto. Arabella es perfecta. La torpe soy yo. Yo nunca sé qué es lo que hay que hacer. Me encantaría ser como Arabella, que es tan confiada, tan segura de sí misma. Sí, perdóneme. Lo que sucede es que estoy muy cansada, y por eso bostecé en su cara. No tienen nada que ver con usted… eh… contigo, Justin.
Lady Ann fue al rescate de su hijastra.
– No le hagas caso a su señoría, mi querida, está burlándose de ti. En cuanto a Arabella, ella es como es, y yo me alegro de que tú no seas parecida. Una de cada clase es mejor. Y ahora, a la cama. Tomó la mano de Elsbeth y se inclinó hacia ella-. Mañana tendremos mucho de qué hablar, mi amor. Que duermas bien.
Los ojos almendrados y oscuros de Elsbeth refulgieron.
– Oh, sí, seguro, lady Ann. Dormiré como un tronco.
Se dio la vuelta, ejecutó su mejor reverencia ante el conde, y casi salió corriendo del Salón Carmesí.
– Tendría que haber sido diplomática, Ann -dijo el conde cuando quedaron solos.
– Ah, pero esa misión está reservada para vosotros, los hombres valientes, de coraje -dijo, todavía pensando en Paul Branyon, los recuerdos de tantos años desfilando por su mente.
– Cierto, pero no me imagino que siempre sea así.
– ¿Qué es lo que no siempre será así?
– No estaba prestándome atención. No importa. Ah, el doctor Branyon parece un hombre encantador. Muy encariñado con la familia Deverill.
"Ha visto demasiado", pensó Ann, respondiendo con un simple movimiento de cabeza, sin decir nada. No era como su esposo, frío y remoto, diciéndole lo que tenía que hacer, sin prestarle atención la mayoría de las veces, si ella estaba en la habitación donde él acertaba a entrar.
El conde registró la reacción y cambió de tema:
– Traté a su esposo durante más de cinco años, Ann. Me resulta muy raro que jamás mencionase a su otra hija. Es una muchacha encantadora, pero…
Se interrumpió.
– Pero, ¿qué, Justin? Vamos, dilo.
– Si eso quiere… Está ávida de atención, de amor. No tiene una pizca de maldad en su persona, cosa que podría resultar peligrosa si no se cuida.
– Por supuesto, tienes razón. El conde, su padre, no le permitió vivir con nosotros. Cuando la despachó. para Kent, para que se instalara con su hermana mayor, Caroline, era una niña pequeña y asustada. He mantenido correspondencia permanente con ella todos estos años pero, por supuesto, no es lo mismo. Estoy segura de que Caroline hizo lo que pudo en relación a Elsbeth, pero como tú dices, está hambrienta de amor. -Lady Ann lanzó un profundo suspiro-. Tengo toda la intención de reparar los daños que Elsbeth ha sufrido en el pasado.
– Pero, ¿por qué el conde la trató así?
– He pensado en ello con frecuencia. Al final, he llegado a la conclusión de que quería tanto a Arabella, que no quería compartirla a ella, ni a sí mismo. Sencillamente, para él no había nadie más. Y por alguna razón que nunca logré descubrir, guardaba cierto resentimiento hacia la familia de Trécassis, la de su primera esposa. Ya sabes que el conde no fue un hombre muy inclinado al perdón.
– En ese caso, ¿no le extraña que le haya dejado diez mil libras?
– Sí, me sorprendió. Quizá se arrepintió de lo que había hecho, pero no estoy muy segura de que sea así. Me temo que jamás conoceremos sus motivos para haberlo hecho. Ah, Justin, perdóname por haber sido tan directa con respecto a ti y a Arabella. El doctor Branyon se disgustó conmigo. Me dijo que contuviste la lengua, pero que te resultó difícil.
– Sólo un poco. -El conde se frotó la barbilla, y contempló las ascuas anaranjadas del hogar-. Digamos que no me dejó mucho espacio para hablar del tema. Aunque hace ya años que me decidí a casarme con Arabella, todavía me da bastante impresión arrojarme con tanta temeridad al caldero. Ann, usted sabe que haré todo lo que pueda.
– Mi querido Justin, si no lo creyese así, habría luchado contra la proposición con la fiereza de una leona. Aunque sentí una considerable duda con respecto al engaño del conde, su decisión me pareció la mejor solución. Me costó gran trabajo guardar silencio mientras George Brammersley se retrasaba, antes de que tú llegaras, ¿sabes? Esta noche, hablé unas palabras con Arabella. Al menos, creo que empieza a entender los motivos de su padre, además de mi silencio sobre esta cuestión. Sin embargo, todavía es arduo para ella, y me temo que lo será por bastante tiempo.
– Es usted una mujer notable, Ann.
– Eres muy gentil, pero eso no es cierto. A lo largo de los años, me he vuelto una mujer muy realista, nada más. Eso es lo que hacen los años, ¿sabes? Quizás el conde se equivocó al querer proteger a Arabella. Ya sabes qué sentía al respecto.
– Sí. Si Arabella hubiese sabido que había un heredero del condado, se habría sentido perturbada.
– Eso es decirlo con delicadeza.
– Sí, su padre no dejaba de pensar y de preocuparse. Recuerdo que me dijo que no soportaba que se sintiese desposeída.
– Bueno, ahora ya se acabó. Veremos qué sucede. Oh, Justin, ¿qué piensas de tu nuevo hogar?
El joven rió.
– Me siento hechizado por tanta magnificencia. Jamás en mi vida había tenido más criados que parientes. Esta noche he notado la cantidad de aguilones y chimeneas que hay.
Al evocar el recuerdo, lady Ann rió.
– Tienes que preguntarle a Arabella la cantidad exacta de aguilones. Cuando tenía sólo ocho años, fue corriendo a la biblioteca y le comunicó al padre, muy orgullosa, que los aguilones que adornaban Evesham Abbey eran exactamente cuarenta. Era una niña tan vigorosa, con el cabello siempre revuelto y las rodillas eternamente raspadas. Oh, no sé, hasta en aquel entonces siempre estaba llena de vida y de curiosidad. Perdóname, Justin. No pretendía aburrirte. No sé cómo se me ha ocurrido. Es algo de hace mucho tiempo.
El conde dijo con brusquedad:
– No importa. Cualquier cosa que me cuente de Arabella puede servirme. No creo que este matrimonio vaya a ser un asunto fácil.
– En eso tienes razón. Ahora, si en realidad tienes ganas de oír esto, está bien. Reanudo lo de los aguilones. Poco tiempo después, su padre la envió a Cornwall, a visitar a su tía abuela Grenhilde. Tan pronto se hubo marchado, encargó a carpinteros y albañiles que erigiesen otro aguilón a la abadía. Cuando Arabella volvió y la alzó en brazos, la apartó, y le dijo en el tono más serio que puedas imaginar: "Bueno, mi hermosa hija, al parecer tendré que contratar a un profesor especial de matemáticas para ti! Conque cuarenta aguilones, ¿eh? Me has desilusionado mucho, Arabella." Ella no dijo una palabra, se bajó de los brazos de su padre, y no se la vio durante dos horas. El padre empezaba a impacientarse, casi hasta a reprocharse a sí mismo, cuando la pilluela apareció corriendo, completamente sucia y desarreglada. De pie frente a él, las piernas firmes, separadas, las manos regordetas en las caderas, frunció el entrecejo y le dijo: "Padre, ¿cómo te atreves a jugarme semejante treta? Te prohíbo que lo niegues. He traído al albañil para que sea mi testigo de que, en verdad, había cuarenta aguilones." Recuerdo que, desde ese día, el conde dejó de lamentarse de no haber tenido un hijo varón. Retenía constantemente a Arabella junto a él. Hasta en la caza, la hacía montar delante de él en el enorme potro negro, y salían al galope, a una velocidad que me hacía erizar los cabellos.
El conde sonrió, luego echó la cabeza atrás, y estalló en carcajadas.
– Entonces, Ann, ¿hay cuarenta o cuarenta y un aguilones?
– Bajo las órdenes de Arabella, el conde hizo quitar el cuadragésimo primero. ¡Qué pequeña mandona! En realidad, todavía lo es. Forma parte de ella, Justin, y tendrás que acostumbrarte a ello.
El conde se levantó, se estiró y se apoyó contra la repisa, con las manos en los bolsillos.
– Tiene razón. Me pregunto si permitiré que me dé órdenes. No conocí a mi madre, pues murió al darme a luz, y por eso nunca ha habido una mujer que me indicara hacer esto o aquello. No creo que pueda permitírselo, Ann. Pero ya veremos.
Lady Ann giró en su silla, haciendo crujir con suavidad sus faldas de seda negra.
– Creo que esa parte tan directa de ella forma parte de su encanto. Con todo, creo que trató al pobre George Brammersley de un modo que se fue de aquí con un terrible dolor de cabeza.
– Sí, bueno, es de imaginar la sorpresa de ella cuando escuchó las condiciones del testamento de su padre.
Pensó en su primer encuentro con Arabella, esa mañana, pero no dijo nada. Quizás esa hubiese sido la peor impresión.
– Bueno, en verdad, puede considerarse un progreso, Justin. Ya defiendes su fogosidad.
– ¿Fogosidad, dice? Es una pálida descripción del dramatismo de su hija. No, yo diría, más bien, que es enérgica y decidida y que, por añadidura, tiene la sensibilidad de una cabra sorda.
¿Qué podía replicar a eso?