Lady Ann estaba sentada entre su hija y Elsbeth, su hijastra, con los hombros un poco encorvados hacia adelante y las manos marfileñas crispadas sobre el regazo. Un espeso velo negro pendía ante su rostro, oscureciendo las trenzas rubias y pesándole sobre la espalda como si ya no pudiese sentarse erguida. Tenía calor, y lo único que deseaba era que fuese de noche, para poder estar sola en su habitación fresca, con las cortinas cerradas, y quitarse esos ropajes negros que la amortajaban de pies a cabeza.
George Brammersley, abogado de su difunto marido, había llegado el día anterior, en uno de los carruajes marcados con las armas del conde; en ese momento, se acomodaba con su habitual despliegue de dignidad, tras el gran escritorio de roble de la biblioteca. Lady Ann lo veía perder el tiempo, frotando primero los pequeños cristales circulares de las gafas, luego colocándolos con gesto mecánico sobre el puente de su nariz aguileña y surcada de venas. Con parsimonia, extendió un fajo de papeles sobre el escritorio, delante de sí, y los dispuso primero de una forma, luego de otra. Sus viejos ojos nublados por cataratas evitaron con cuidado mirar a las tres mujeres. Lady Ann hubiese querido tener un cepillo para alisar los rebeldes mechones de rizado cabello gris que se escapaban de su cabeza en extraños ángulos. Era un antiguo amigo de su difunto marido, y ella siempre había sentido lástima por él. En ese momento, deseaba poder evitarlo, aunque sabía que no podía.
Percibió que la tensión iba creciendo en el cuerpo de Arabella, ya bastante delgado, pues la muchacha casi no comía desde que se había enterado de la muerte del padre. Lady Ann sabía que Arabella no podría contenerse mucho más tiempo. También sabía que, para su hija, la lectura del testamento del padre era como un reconocimiento irrevocable de su muerte. Ya no habría más preguntas, ni dudas ni esperanzas.
Estaba segura de que la parsimonia del señor Brammersley pronto acabaría con el control de su hija. Buscó palabras que pudiese susurrarle. No Palabras de consuelo, pues Arabella jamás las aceptaría de nadie; simplemente, expresiones comunes, que tal vez la distrajesen, palabras que dirigieran la mente de su hija en otra dirección, aunque sólo fuese un instante.
Lady Ann había llegado tarde. Arabella se levantó de un salto del asiento y fue hasta el escritorio. Se inclinó hacia el señor Brammersley, las manos apoyadas sobre la tapa y cubiertas por mitones negros.
La muchacha susurró con calma letal.
– No quisiera demorarlo más, señor. No sé por qué motivo dilata usted las cosas de una manera tan absurda, pero no pienso tolerarlo. Por si no tiene suficiente sentido común para advertirlo, le hago notar que mi madre se fatiga. Lea ya el testamento de mi padre pues, de lo contrario, lo libraré de esa responsabilidad y lo haré yo misma.
Dio la impresión de que las venas rojas de la nariz del abogado sobresalían más aún, hasta extenderse en una fina red de telas de araña por sus mejillas marchitas. Hizo una inspiración, compuso una expresión escandalizada, y miró en dirección de lady Ann. Cansada, la mujer le hizo una seña afirmativa con la cabeza. El hombre adoptó una pose digna, apoyando el huidizo mentón sobre las puntas del cuello de la camisa, se aclaró la voz, y dijo:
– Mi querida lady Arabella, si tiene la amabilidad de volver a sentarse, empezaremos la lectura.
– Nos ha sido concedido un milagro -dijo Arabella, sin ocultar el fastidio-. Adelante con ello, señor.
Volvió a su silla. Lady Ann no tenía energías para regañarla. Sintió una agitación aprensiva a la derecha, y giró hacia la izquierda, para dedicar una dulce sonrisa a Elsbeth. Tomó la pequeña mano de la muchacha en la suya, y la oprimió. La tímida Elsbeth, tan diferente de su media hermana como una espada de una pluma, si bien no se podía decir que pudiese escribir demasiado bien. La idealizo sonreír a lady Ann tras el velo. Qué extraños los pensamientos que se le ocurrían en los momentos más inapropiados.
George Brammersley tomó un impresionante documento, alisó la primera página, y dijo:
– La ocasión que nos reúne hoy es muy lamentable. El inoportuno fallecimiento de John Latham Everhard Deverili, sexto conde de Strafford, nos ha conmovido a todos: familia, amigos, empleados y, sobre todo, a su país. El valiente sacrificio que hizo de su vida, tan generoso y galante, con el propósito de preservar los derechos de los ingleses…
Se produjo un movimiento, y Arabella sintió el roce del aire en la nuca. Supo que se había abierto, y vuelto a cerrar, la puerta de la biblioteca. No le importaba. Ya nada le importaba. Tal vez fuese un magistrado que iba a reemplazar a George Brammersley, con el favor del Señor. No, ahora no. Ahora que por fin Brammersley daba comienzo a la lectura… Percibió una súbita crispación de la voz, pero no le hizo caso. Al fin, estaba haciendo lo que ella le había indicado.
Con movimientos llenos de gracia, lady Ann giró en su silla y miró hacia la puerta de la habitación, por el rabillo del ojo. Se volvió de nuevo, exhaló un suspiro, y se enderezó, el rostro fijo adelante, sin mirar ya a izquierda ni a derecha.
– "… y al fiel mayordomo de Deverill, Josiah Crupper, le lego la suma de quinientas libras, con la esperanza de que permanezca con la familia hasta que…
Siguió y siguió, y a Arabella le pareció que mencionaba a cada uno de los sirvientes del padre, pasados, presentes y futuros. Cómo ansiaba que todo eso hubiese terminado, de una vez.
El señor Brammersley interrumpió la lectura, alzó hacia Elsbeth una mirada reflexiva, y dejó que una rígida sonrisa le plegase las comisuras. Con voz más suave, leyendo con más lentitud, y pronunciando con gran claridad y precisión prosiguió:
– "A mi hija, Elsbeth Maria, nacida de mi primera esposa, Magdalaine Henriette de Trécassis, lego la suma de diez mil libras, para su exclusivo uso privado."
"Bien hecho, padre", pensó Arabella. Al oír la exclamación de sorpresa de su medio hermana, se volvió y vio que tenía los bellos ojos almendrados dilatados de asombro, y luego, de apenas contenida excitación. Ah, sí, estaba muy bien hecho. Arabella no tenía idea de por qué Elsbeth no había sido criada junto con ella. Siempre había creído al padre a pies juntillas, y cuando este se limitó a decir que Elsbeth no quería vivir allí, que prefería quedarse con la tía, le creyó. Y ahora, la había convertido en una joven dama rica, y ella estaba contenta.
El señor Brammersley se mordió con fuerza el labio inferior, culpable de haber violado la confianza profesional. Pero la afirmación final qUe había escrito el conde con respecto a su gentil hija mayor le había parecido tan malévola, tan innecesariamente cruel, que no se atrevió a pronunciarla. En todo caso, lo que el conde había querido decir… "que ella, a diferencia de la ramera de su madre, y de la codiciosa familia Trécassis, tendrá la honestidad de entregar la suma prometida por propia voluntad a su futuro esposo". Sí, ¿qué había querido decir el conde? No, no leería eso, ni en ese momento y lugar, ni nunca.
Arabella atrajo otra vez la atención del abogado y aguardó, tamborileando impaciente con los dedos en los brazos del sillón. Imaginó que en ese momento era el turno de las instrucciones de su padre respecto a que sus propiedades quedarían en fideicomiso hasta que ella cumpliese los veintiún años. Tenía esperanza de que su madre fuese nombrada la depositaria principal, aunque albergaba una profunda tristeza: no había ningún pariente varón para heredar el título.
Decidido, George Brammersley contempló el documento que tenía en las manos, escrito con bella letra. Al infierno, tenía que terminar con esto de una vez. Leyó:
– "Mis últimos deseos, que he sopesado con todo cuidado durante los últimos años. Las condiciones que impongo son obligatorias y absolutas. El séptimo conde de Strafford, Justin Everhard Morley Deverill, sobrino nieto del quinto conde de Strafford a través de su hermano, Timothy Popham Morley, es mi heredero, y le lego todos mis bienes terrenales, entre cuyas principales propiedades se encuentra Evesham Abbey, sus tierras y las rentas que estas producen…
La habitación giró. Arabella clavó la vista en el abogado, sintiendo que sus palabras pendían sobre ella pero sin poder comprenderlas, sin hallarles sentido. ¿El séptimo conde de Strafford? ¿Una especie de sobrino nieto de su abuelo? Nadie le había dicho que existiera tal sobrino nieto. Dios, debía de ser un error, ese sujeto no estaba presente, siquiera. No debía de existir. De pronto, en su memoria se agitó el recuerdo del momento en que se abrió y volvió a cerrarse la puerta de la biblioteca. Casi con renuencia, se volvió en la silla y se topó con los fríos ojos grises del hombre que había visto esa mañana, junto al estanque de los peces. Quedó tan atónita, que permaneció silenciosa e inmóvil. No era bastardo, el maldito miserable no era un bastardo, en realidad. Fue lo único que se le ocurrió, lo único que tenía algún sentido para ella. El joven se limitó a hacerle una cortés inclinación de cabeza, y nada en su impertérrito semblante desvelaba que ya la hubiese conocido.
– Arabella, Arabella. -Lady Ann tiró con suavidad de la manga de la hija-. Vamos, querida, ahora debes escuchar con atención. Por favor, Arabella, tienes que prestar atención. Lo siento, pero tienes que hacerlo, queridísima.
Arabella se dio la vuelta, fijó en su madre una mirada perpleja, y luego en el abogado, cuyas mejillas fláccidas se habían teñido de un repentino púrpura. Este leyó con voz titubeante:
– "Las siguientes condiciones son obligatorias, tanto para mi heredero como para mi hija, Arabella Elaine." -El abogado parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía, pero logró recomponerse. Lanzó una gran bocanada de aire, y dijo-: "Siempre ha sido mi deseo que mi hija, a través de su cuerpo, continuara la orgullosa herencia de la línea Deverili. Para instarla a cumplir mis deseos, estipulo que deberá casarse con su primo segundo, el séptimo conde de Strafford, dos meses después de mi muerte, con el objetivo de retener su riqueza y posición. Si se negara a cumplir mis deseos en el tiempo estipulado, perderá todo derecho a reclamación monetaria alguna con respecto a las propiedades Deverill. Si el séptimo conde de Strafford no se sintiese inclinado a casarse con su prima segunda, Arabella Elaine, sólo tendrá derecho al condado y a Evesham Abbey, pues las otras tierras, rentas, residencias, etcétera, no están vinculadas al título, y puedo legarlas del modo que crea conveniente. En este caso, al cumplir sus veintiún años, mi hija Arabella tomará posesión de todas mis posesiones terrenales, excepto las vinculadas al título."
– ¡NO!
Arabella se levantó de un salto. Tenía el rostro ceniciento y giraba la cabeza atrás y adelante.
– No, no, debe de ser un error. Mi padre jamás me haría una cosa semejante. Nunca se le habría ocurrido semejante cosa, nunca. ¡Está mintiéndome, señor, y eso no está bien de su parte! ¡Maldición, dígame que es mentira!
– Arabella, siéntate.
Lady Ann habló con desusada autoridad. La hija volvió hacia ella su mirada perpleja, y se sentó lentamente en la silla.
– Lady Arabella -dijo el señor Brammersley sin sonreír como había hecho con Elsbeth-, las instrucciones de su estimado padre son obligatorias, tal como las he detallado. Quisiera agregar que el conde ha dejado un sobre sellado para usted. Le aseguro que nadie, salvo su padre, conoce su contenido.
Mientras hablaba, se puso de pie y rodeó el enorme escritorio. Con gesto automático, Arabella extendió la mano para recibir la carta. Saltó de la silla, casi se enredó en las largas faldas negras, y contempló el borroso mar de caras que la rodeaban en la habitación. Apretando el sobre contra el pecho, giró sobre sus talones tumbando la silla de costado, sobre la alfombra, y corrió hacia la puerta. Mientras hacía girar el picaporte de bronce, unos dedos largos le sujetaron el brazo.
– Ha reaccionado como una niña malcriada -le dijo el nuevo conde, con voz más helada que un pez en un bloque de hielo-. No estoy dispuesto a tolerar semejante manera de hablar, tanta falta de control. Es ofensivo, y demuestra que su padre no la disciplinó lo suficiente.
Arabella lo miró con expresión de patente desdicha, leyó la desaprobación en aquellos ojos grises los mismos que tenía ella, maldición-, y sintió que todos los demonios que la habitaban se soltaban. ¿Ese individuo la desaprobaba? ¿Ese hombre tenía la audacia de decirle que se comportaba de manera ofensiva? Quiso morderle la mano, aunque no lo hizo.
– ¡Quíteme las manos de encima, maldito miserable! ¡Dios, cuánto lo odio! ¿Por qué tendrá usted que estar vivo, y él muerto?
Dio un violento tirón para soltarse, y como él no le soltó la manga, sintió que la tela se desgarraba. Miró con aire estúpido la rotura, casi aulló de furia pues ya se había quedado sin palabras, Y salió corriendo de la biblioteca, cerrando de un portazo.
Una delicada pastora de Dresde que había sobre la repisa de la chimenea tembló, y luego se cayó desde su sempiterno lugar y se hizo pedazos contra el hogar de mármol.
Arabella corrió hacia su dormitorio, sin advertir ni importarle el atónito silencio en que había quedado la biblioteca. Cerró la puerta de un puntapié. Metió la llave en la cerradura, maldiciendo, hasta que finalmente se quedó en su sitio. Por un instante, permaneció jadeando, intentando recuperar el entendimiento, encontrar significado a lo que acababa de suceder. Lo único que podía pensar era que su padre había muerto y que, después de morir, la había traicionado. Y la traición había sido planeada mucho tiempo, para obligarla a casarse con un desconocido, con ese hombre que tanto se parecía a ella.
No podía aceptarlo. Buscó dentro de sí, pero no encontró más que vacío, y dolor, en toda su crudeza. Se agachó, atrapó un taburete forrado de brocado por una de las patas ahusadas, y lo lanzó contra la pared con todas sus fuerzas. Golpeó y cayó sobre la alfombra, ya con dos patas solas. De pronto, se sintió despojada de toda su furia. Mini el taburete sin verlo. Qué cosa más estúpida. Contempló el sobre arrugado que llevaba apretado en el puño.
La carta de su padre. Elle explicaría que todo era un error. Le explicaría que todo lo que había dicho Brammersley había cambiado El la amaba, no sería capaz de entregarla a un desconocido. Fue hasta su pequeño escritorio, se sentó, y con dedos firmes sacó con suavidad una hoja de papel blanco. Sintió que se le cerraba la garganta al contemplar la escritura audaz del padre. Ella trazaba las letras de la misma forma económica, con las mismas líneas decididas, porque él le había enseñado. Cuántos años hacía de eso. Una vida atrás, y ahora su padre estaba muerto.
Sacudió la cabeza y empezó a leer.
Mi queridísima hija,
Si estás leyendo esta carta, significa que me habré ido de ti. Si yo conozco a mi Arabella, ahora estarás furiosa.
Creerás que te he traicionado. Seguramente, la pena por mi muerte estará distorsionada por la rabia y la mala interpretación de mis instrucciones. Mientras te escribo esta carta, tú y tu madre os preparáis para ir a Londres, a tu primera temporada.
Arabella fijó la vista en el papel, sorprendida. ¡Pero si su padre había escrito el testamento no hacía más de cinco o seis meses! Volvió la vista a la carta, y leyó rápidamente.
Yo, a mi vez, estoy preparándome para ir a la península, y asumir el mando de una zona famosa por el carácter brutal y sangriento de los conflictos que la asolan. Si tengo la fortuna de regresar de esta misión, tú no estarás leyendo esta carta, porque yo te expresaré mis deseos en persona. Desvarío. Perdóname, hija. Para este momento, ya habrás conocido a tu primo segundo y heredero mío, Justin Deverill, o más correcto sería llamarlo capitán Justin Deverill, pues él también es un soldado valiente e inteligente. Ya sea que tuviese razón o no, aunque sabía de tu existencia, no quise que lo conocieras hasta llegar a una edad apropiada para el matrimonio. No culpes a tu madre por no contarte que existía un heredero varón para el condado, pues yo se lo prohibí expresamente. Evesham Abbey es tu hogar, y no tuve valor para decirte que había otra persona que tal vez te usurpara tu posición. Perdóname por lo que será, sin duda, una decepción inevitable.
En cuanto a tu primo segundo, he estado en contacto con él desde hace cinco años, he seguido su carrera con espíritu crítico, con el propósito de decidir para mis adentros si era, en verdad, el hombre digno de engendrar a mis nietos. Supongo que te habrá asombrado la semejanza física entre vosotros. Creo que no lo considerarás mal parecido, pues en ese caso estarías desmereciendo tus propios rasgos. Se parece mucho a ti y a mí, Arabella: de una lealtad feroz, orgulloso, y adornado con la tozudez de los Deverili, con su fuerza. Te ruego que hagas lo que he ordenado. Evesham Abbey es tu hogar. Si no te casas con tu primo segundo, perderás tus derechos de nacimiento. No quiero que esto suceda, pero te conozco, y sé que verás mi más caro deseo como una orden destinada a aplastarte y a privarte de lo que, por derecho, te corresponde. En efecto, es una orden, Arabella, pero lo hago por ti y por mí.
Tienes mucho que pensar al respecto. Si decides cumplir con mis deseos, le habrás dado significado a mi vida. No olvides eso mientras luchas con tu conciencia. Tampoco olvides que te he amado más que a cualquier ser humano sobre este mundo.
Adiós, mi queridísima hija.
El sol del atardecer formaba barras de oro resplandeciente entre las nubes bajas, que se confundían con los cuarenta aguilones de ladrillo rojo, tiñéndolos de rojo Tiziano. Arabella cruzó, rígida, el prado verde, sin prestar atención a los alegres macizos surcados por senderos bordeados de tejo y de acebo, ni a las amarillas dalias que se arracimaban en medio, en colorida profusión. Tampoco hizo caso del sólido cedro verde plantado en medio del prado, al oeste, del que se decía que había sido plantado por Charles II.
Caminó hacia el sur de las antiguas ruinas de la abadía, donde el suelo ascendía con suavidad. Giró por el ancho sendero hacia el cementerio Deverill, de pulcro diseño. Se abrió paso entre las rectas filas de Deverili de pasadas generaciones, hasta el centro mismo del cementerio, donde su padre había hecho erigir su propia bóveda de mármol italiano. Arriba se cernía el arcángel Gabriel, con sus blancas alas de piedra extendidas, protectoras, sobre las pesadas puertas góticas de roble.
Arabella hizo girar los picaportes forjados y se escabulló en la estancia, apenas iluminada Se dejó caer sobre el frío suelo de piedra junto al ataúd vacío del conde. Sus largos dedos esbeltos recorrieron, con infinita tristeza, cada una de las letras del nombre.
El anochecer sombreaba los nombres emborronados por el tiempo en las lápidas cuando el conde abrió las puertas de la bóveda y entró sin hacer ruido. Abrió mucho los ojos para adaptarse a la penumbra, y divisó a Arabella, acurrucada como una niña pequeña, dormida con los pies metidos bajo la falda y un brazo apoyado con suavidad sobre el ataúd de su padre. Se la veía vulnerable, completamente indefensa. En verdad, odiaba lo que tenía que hacer, lo que había prometido hacer cinco años atrás.
Se acercó junto a la muchacha y se puso de rodillas. Sus ojos recorrieron el severo negro del vestido, hasta la recatada línea del cuello, que arrojaba una sombra oscura sobre las pálidas mejillas. Gimió en sueños, cerrando la mano en un puño por un instante, y luego aflojándola. Se habían soltado las hebillas que sujetaban su cabello oscuro, y este le caía en gruesas ondas sobre la frente y los hombros, tan negro como el suyo. Vio que no tenía hoyuelo en la barbilla, como él. Su padre tampoco lo tenía. Se preguntó si se le harían hoyuelos. Había odiado los suyos hasta que los vio en su padre aunque, claro, rara vez aparecían, pues por lo general estaba dando órdenes, y no solía sonreír. Pero cuando sonreía o reía, se le formaban esos profundos hoyuelos en las mejillas, transformándolo por completo. Era un rasgo que hacía a un hombre más humilde, más humano, le confería una encantadora indulgencia cuando reía.
Le dio lástima despertarla. Aunque sólo le dio una leve sacudida en el hombro, sabía que en cuanto abriese los ojos y viese quién la había despertado, todos sus sentimientos compasivos se evaporarían en un instante. No se atrevía a imaginar, siquiera, lo que ella le diría, pero al menos estaba seguro de que no sería nada conciliador.
Se despertó lentamente, exhalando otro suave gemido, como si odiara la idea de abandonar el sueño que la apartaba de la realidad, de lo que debía afrontar. Abrió los párpados orlados de espesas pestañas negras y lo miró a los claros ojos grises. La luz escasa y su somnolencia le enturbiaron la vista, y jadeó:
– ¡Padre!
"Esto faltaba", pensó él. Se aclaró la voz y dijo con sumo cuidado, para no asustarla más:
– No, Arabella, no soy tu padre. Soy yo, Justin, que he venido a buscarte para llevarte de vuelta a la abadía. Aquí hay muy poca luz, y es natural que te hayas confundido. Siento haberte asustado.
Arabella estiró los brazos con tal brusquedad que casi lo hizo caer, y se levantó. Lo miró.
– Nadie dijo que usted podía venir. Este no es su sitio. Tendría que haber cerrado con llave para que no entrase. ¿Cómo se ha atrevido a hacerme creer que era mi padre? -Se enfureció consigo misma por haberle revelado su dolor-. No me ha asustado: no tiene la capacidad de asustarme.
El conde se incorporó lentamente, procurando controlarse, ser paciente. La observó con atención, y vio que el pulso le latía, agitado, en el hueco del cuello.
– Al parecer, nos encontramos en los lugares más insólitos. Primero, en el estanque, y ahora en el cementerio. Vamos, Arabella, aquí hace frío y está oscuro. Regresemos a la abadía. Es una larga caminata, pero mejor así, porque creo que tenemos mucho que decirnos.
Hablaba como si estuviese sereno, aburrido casi, como si no quisiera más que alejarse de ella, no volver a hablarle, no tener que mirar su rostro de nuevo.
– No tenemos nada que decirnos, capitán Deverill. Oh, sí, mi padre me decía en su carta que usted era un gran soldado. Supongo que le habrá dado un rango y una posición acordes con sus ambiciones, ¿verdad? Que lo protegió, que se ocupó de que progresara usted, ¿cierto?
Justin quiso pegarle, pero dijo sin inmutarse:
– No, en realidad, no.
– Por supuesto, no le creo. Con todo, supongo que no tengo otra alternativa que verlo a usted durante la cena.
Se dio la vuelta y se alejó de él, y salió de la cripta hacia el anochecer. Ya casi había oscurecido por completo.
– Arabella…
No se volvió a mirarlo, siquiera, y dijo sobre el hombro, con absoluta indiferencia:
– Para usted, no soy Arabella. Como no quiero que se dirija a mí, no necesita un nombre por el cual llamarme.
– Le aseguro que, en este preciso momento, se me ocurren unos cuantos. Sin embargo, en bien de la conciliación, si quiere la llamaré prima. Luego podremos resolver eso. Por ahora, se comportará como una dama. Caminará a mi lado. Conversará conmigo. No me presione en este aspecto.
Esperó un momento, pero ella guardó silencio. No lo miraba a él sino a su sandalia, de la que se había desatado una cinta. Se puso de rodillas y la ató otra vez: sus manos no estaban firmes, y le llevó mucho tiempo. Cuando se levantó, no lo miró. Giró, y siguió caminando.
Tal como había hecho en la biblioteca, la aferró del brazo y la detuvo:
– No quisiera desgarrarle la otra manga. Ahora, escúcheme. Estoy dispuesto a disculpar su comportamiento, que se explica por su desolación, pero no toleraré este infantilismo estúpido, esta grosería.
Sin advertirlo, la muchacha se había llevado la mano a la manga rota y se frotaba el brazo. En efecto, se había portado como una tonta, pero ya no lo haría porque no servía de nada. Justin la soltó.
– Sí -dijo al fin Arabella-, aquí está fresco. Pasearé con usted, capitán Deverill. Al parecer, no tengo otra alternativa. Diga lo que tiene que decir. Hable del tiempo, de las atrocidades de la península. Hable de lo que le plazca: en verdad, no me importa. Ninguna de esas cosas cambiará la situación.
– Lo único que diré es que todo lo que yo haga significará un gran cambio para usted, prima.