– ¡Maldito seas, detente!
– Tienes el lenguaje propio de una moza de taberna. Debí haber adivinado que había en ti algo más cruel de lo que cualquiera puede ver. Algo cruel y profundo.
– ¿Cruel? ¿Qué diablos tengo yo de cruel? Sé que tengo un carácter fuerte. Tú también. Eso no tiene nada de cruel. ¿Estás loco?
– Cállate -bramó, sin mirarla siquiera a la cara.
Abrumada, intentó otra vez librarse de él, pero él se apresuró a sujetarle los tobillos con las manos.
– Si te mueves otra vez, te ataré -le dijo, en una voz tan helada que le congeló hasta el alma-. He pagado caro por mi herencia, y en ese precio está incluido el tenerte en mi cama, si bien dudo de que haya mucho placer para mí. Para ti, te aseguro que no habrá ninguno.
Tenía que intentarlo otra vez, tenía que intentarlo. Estiró la mano para tocarlo, pero él se la apartó de un golpe.
– ¿Por qué haces esto, Justin? ¿Qué te he hecho yo a ti? ¿Por qué me calificas de cruel? ¿Por qué me has llamado ramera? Por favor, dime qué es lo que pasa. Es imposible que ignores que debe de haber un error.
Justin le miraba los pechos, y dijo en voz baja, más para sí que para ella:
– Sabía que serías hermosa. Sabía que tu piel sería blanca como la nieve virgen. Te imaginé tantas veces tendida de espaldas, como ahora, con toda esa carne tuya, tan blanca, y ese increíble cabello negro cayéndote, enredado, sobre los hombros… Sabía que tu cuerpo no me decepcionaría, y así es. No quisiera desearte, en verdad, mi propia lujuria me repugna, pero te poseeré. Que Dios me perdone, quiero poseerte ya mismo. Hay que consumar este maldito matrimonio.
Otra vez, le miraba los pechos. Arabella era incapaz de detener el movimiento de ascenso y descenso. Dios querido, era imposible que esto estuviese sucediéndole a ella.
– Me preguntas por qué te he llamado ramera, por qué te trato así. ¿Quieres saber por qué no te trato como a mi dulce novia virgen? Detesto tus condenadas mentiras, tus protestas de inocencia. Maldita seas, Arabella, me traicionaste. Aceptaste como amante a ese condenado francés bastardo y pagarás caro por eso, perra. -Le tocó el pecho, y Arabella se inclinó fuera de la cama, gritando. Justin le tapó la boca con la mano-. No creo que esto te sorprenda o te escandalice. -Levantó la mano. No, no creo que pueda soportar verte hacer de prostituta. Si siguiera tocándote y acariciándote, empezarías a gemir y a gritar, ¿no es cierto? No, terminaré con esto. Te repito: habrá escaso placer para mí, y nada en absoluto para ti. Al menos conmigo, no obtendrás placer, maldita seas.
De repente, se levantó de la cama y se desató el cinturón de la bata. Se la quitó y permaneció desnudo, ante ella, observándole con atención el rostro. Tenía una desagradable mueca en la boca.
Arabella lo contempló. Hasta ese momento, jamás había visto a un hombre desnudo. Por Dios, qué hermoso era, todo hecho en planos duros, huecos y músculos acordonados. No había un gramo de grasa en él, sólo una esbelta dureza. Tomó conciencia de que estaba mirándolo, y contuvo el aliento. ¡La había llamado prostituta, la acusaba de aceptar al conde francés como amante! Eso era una locura, sencillamente, una locura. Dijo algo acerca de no tocarla, y que no lo haría. Arabella miró el espeso vello negro en la entrepierna, el sexo duro, dispuesto. Oh, sí, había visto cómo se apareaban los caballos, y sabía bien lo que eso significaba. Sin duda, él era demasiado grande para ella. Naturalmente, no la forzaría… Oh, Dios, cuánto se odiaba, cómo odiaba su debilidad, su miedo, y aun así, dijo:
– Justin, por favor, ¿qué tienes intención de hacer? Eres muy grande. No creo que esto resulte. -Por la expresión de Justin, creyó que la escupiría, y la rabia de la propia Arabella se encendió-. ¡Maldito seas, soy virgen! ¡No tengo ningún amante, ni siquiera ese miserable francés bastardo! ¿Quién te mintió? ¿Fue Gervaise? ¡Dímelo, maldito seas!, ¿quién te dijo eso?
Desesperada, apretó las piernas con fuerza, y se cubrió los pechos con las manos.
– Dios, qué gran actriz habrías resultado. -Se estiró, y la mujer lo contempló de nuevo. Luego, lanzó una carcajada, una desagradable carcajada áspera, que la hizo estremecerse de miedo-. Puedes creer que tu cuerpo recibirá mi sexo con toda facilidad. Oh, sí, ojalá dejaras de fulgir, de pronunciar tus condenadas mentiras. ¿Quieres saber quién me mintió? Te lo diré: nadie me mintió con respecto a ti. Yo lo vi a él, te vi a ti, os vi a los dos salir del cobertizo, con instantes de diferencia. Era evidente lo que habíais estado haciendo.
La respiración de Justin era tan entrecortada, que Arabella apenas comprendía lo que decía.
– Quizá debería darte placer. Sólo que no deberías gritar mi nombre cuando alcanzaras tu alivio. Eso sería un golpe para mí, ¿no crees? No, sencillamente lo haré y terminaré. Vocifera, grita y jura todo lo que quieras. Dará lo mismo.
Arabella sólo atinó a mirarlo y a sacudir la cabeza atrás y adelante, en silencio. ¿La había visto con el conde francés? ¿Saliendo del establo? Pero eso era imposible.
Justin se inclinó sobre ella, le apartó las piernas por la fuerza, y la montó. La muchacha inició una lucha silenciosa, arañándole la cara, pateándole la entrepierna con las rodillas, pero él se limitó a aplastarle las manos sobre la barriga, y sujetarle las piernas con las suyas. Sintió que la mano de él se movía entre sus muslos, y se paralizó.
En ese momento, Justin supo que no podría forzarla, no podría violarla, y eso sería: una violación. A grandes pasos, fue hasta el tocador, hundió los dedos en un pote de crema, y volvió junto a ella. La esposa estaba acostada de espaldas, la mirada incrédula y horrorizada.
– No te muevas.
Para asegurarse, le apoyó la palma sobre el vientre. Arabella se debatió un instante, y luego se aquietó.
Vio cómo el dedo de él, cubierto de crema, iba hacia ella. Luego, sintió que ese dedo cubierto de crema empujaba contra ella. Y aunque se debatió, intentando soltarse las manos que él sujetaba, sintió que el dedo se metía en ella, metiéndose más y más adentro. Dios, qué repugnante. El era un extraño, el dedo, un castigo. ¿El cobertizo? ¿Qué era eso del cobertizo?
– Justin, por favor, termina con esto, por favor. No me hagas daño. Nada de lo que crees es cierto. No hay nada con el cobertizo. Casi no soporto al comte. ¿Por qué…?
Lanzó un grito desgarrador, alto y agudo. El dedo ya no estaba. Ahora, dentro de ella estaba el sexo de Justin, hundiéndose más y más. El hombre se detuvo un instante, le aferró las manos, y se las colocó encima de la cabeza. Con un gesto casi tierno, le apartó de los ojos mechones de cabello enredado.
– Dios, no puedo creer que me hayas hecho esto.
Justin empujó más, y la crema le facilitó el acceso, pero no fue suficiente. El dolor la desgarró. Arabella sollozó, sintió que se ahogaba con las lágrimas, y cuando él interrumpió un momento sus locas embestidas, arrebatado por su virginidad, de pronto la miró, con repentina alarma e incertidumbre en la mirada.
– Justin -susurró-, no.
El cuerpo, arqueado de dolor; el alma, vacía de cualquier cosa que pudiese entender.
Justin emitió un gemido gutural, le soltó las manos, le clavó los dedos en las caderas y la impulsó hacia arriba. Desgarró la doncellez y empujó con fuerza, hacia su matriz.
Terminó rápido. Jadeaba con fuerza sobre ella hasta que, de pronto, se inmovilizó, y Arabella sintió que su simiente penetraba profundamente. La liberación de un hombre. El estaba encima de ella, la cabeza inclinada, los fuertes brazos temblando por el esfuerzo de sostenerse. Un hombre estaba dentro de ella. Justin estaba dentro de ella. Su esposo la había forzado, la había lastimado, porque creía que ella y el francés eran amantes.
Arabella se sintió despojada de deseos de luchar, de valor. Le había dicho que no era cierto, pero él no le creyó. Cuando él se retiró lentamente porque ya había expelido la simiente, el dolor disminuyó un poco. Pero seguía doliéndole, y gimió, odiándose por ello, y sin poder contener los quejidos en su garganta.
Justin dudaba si podría pararse, pero lo logró. La furia se había agotado. Su esposa lo miraba fijamente, parecía destrozada. No, eso no tenía sentido. ¿Acaso esperaba engañarlo? Bueno, lo había hecho, la condenaba. Había resultado ser virgen, y eso no lo esperaba. Justin le había mirado los ojos, vio en ellos el dolor, la horrible noción de lo que él le había hecho, y por un instante dudó.
Era virgen. Le había dicho que ella y el francés no eran amantes.
Sin embargo, evocó con toda claridad la imagen del conde saliendo del cobertizo, con ese contoneo tan revelador como el grito de victoria de un hombre. Y luego, había salido ella, desarreglada, tambaleante, sí, con el aspecto de una mujer a la que acababan de hacerle el amor, a fondo y con gran placer. Su alma se endureció contra ella, era una pérfida. Lo había traicionado, y luego le mintió. Empezó a girar para darle la espalda, sin decir palabra, pero luego la miró. Tenía las piernas separadas. Sobre los muslos y sobre las mantas, estaba la sangre virgen y la simiente de él, mezcladas con la crema. En ese momento, no se sintió muy complacido consigo mismo. Nunca, en su vida, había lastimado a una mujer, jamás. Se había comportado como un animal. Pero no, no. Estaba justificado. No le había hecho demasiado daño, sólo la poseyó como un hombre debía poseer a una mujer para consumar el matrimonio. Fue rápido, lo llevó a cabo con rapidez. Había usado crema. No fue una violación. Aunque se hubiese justificado que lo hiciera, no la violó, sencillamente lo llevó acabo.
Ella le había mentido.
Tomó una toalla del lavabo y se la arrojó. La muchacha no hizo gesto de atraparla, y le cayó sobre la barriga.
– Límpiate. Estás toda sucia.
Siguió sin moverse. Se limitó a mirarlo fijamente, sin verlo, en realidad, sin querer verlo, pues lo que le había hecho le quemaría en el alma. La creía capaz de semejante engaño. Para ella, no tenía sentido, pero él lo creía, y por eso fue brutal y cruel con ella.
Justin le dijo con hueca amargura:
– No me mires así. No es mi culpa. Sólo he hecho lo que tenía que hacer, para asegurarme la herencia. No te he violado. He usado crema. -Se mesó el cabello, y lo dejó erizado.- Maldición, de modo que estaba equivocado con respecto a tu virginidad. Esa sí que ha sido una sorpresa. Qué noble fue el comte al dejarte intacta para la noche de bodas, de asegurarme el honor de desflorarte. ¿Tú lo convenciste de que te dejase intacta? ¿Le dijiste que yo no era tan tonto? ¿O fue él el que no quiso que yo adivinase que no soy tu primer hombre? ¿Tenía miedo de que lo matase, directamente?
Los ojos grises se entornaron, y la voz continuó, lúgubre:
– Quiero matar a ese pequeño bastardo. Estoy pensando mucho en lo que voy a hacer con él. Por supuesto, hay otras maneras. Me has engañado de nuevo, pero ahora comprendo. Hay tantas otras maneras, ¿verdad? ¿Acaso te sodomizó? Sí, es muy probable. Y tú le diste placer con tu adorable boca, por supuesto. A los hombres, sobre todo a los franceses, eso les gusta tanto como penetrar a una mujer.
¿De qué estaría hablando? ¿Qué significaba sodomizar? ¿A qué se refería al hablar de la boca de ella? Arabella sacudía la cabeza, aún sin palabras. Se sentía muy fría, muy vacía.
Justin rió. Lanzó una carcajada brutal que rebotó en él.
– Bueno, ahora que tu esposo te ha despojado de tu virginidad, podrás recibir a tu amante de manera más convencional. Mi querida Arabella, te doy las gracias por esta farsa de matrimonio.
Sintió la furia del hombre, y se encogió ante sus palabras acusadoras. Seguían siendo sonidos carentes de significado para ella. ¿Cómo se le ocurría que ella podía tener un amante? Cuando tomó la decisión de casarse con Justin, se había entregado a él, sólo a él. Esto no tenía sentido. Nada tenía sentido, salvo la latente inflamación que le ardía dentro del cuerpo. La invadió una extraña insensibilidad, tuvo la impresión de que veía desde lejos a la pobre mujer que yacía allí desnuda, con las piernas separadas, escuchando a ese hombre que la odiaba.
Para ese hombre, en cambio, el silencio de la mujer era como una confesión de culpa. Enfurecido, agarró la bata y se la arrojó.
– Saber que me traicionaste me provoca deseos de mataros a los dos. Pero no puedo matarte, ¿cierto? Silo hiciera, perdería todo. Me has hecho pagar caro la herencia, una herencia que querías para ti. Lo único que te pediré, querida esposa, es que en adelante lleves tus asuntos con más discreción. Esta vez, te he dejado mi simiente, pero no lo haré más. No tendrás un hijo conmigo. Si quedas preñada, no reclamaré como mío a ese hijo. Anunciaré al mundo que llevas en ti al hijo de otro hombre, la progenie despreciable de un francés, que estás gruesa con la simiente de otro hombre. En este sentido, puedes estar segura.
Giró sobre los talones, y sin mirar atrás entró a zancadas en el pequeño cuarto de vestir adyacente, y cerró la puerta sin ruido tras de sí.
El reloj de bronce dorado que estaba sobre la repisa de la chimenea marcaba los minutos con precisión acreditada por el tiempo. Las ascuas anaranjadas del hogar restallaban y siseaban con el último brillo hasta que sucumbían al frío que invadía la habitación. La sonrisa odiosa del esqueleto boquiabierto, eternamente suspendido en el cuadro de La Danza de la Muerte, parecía burlarse en silencio de la figura inmóvil que yacía sobre la cama.
Contra su costumbre, lady Ann sorprendió a la señora Tucker al aparecer a las ocho en la puerta del salón de desayuno, una hora insólitamente temprana para ella. Era algo bastante tonto, pues sin duda los recién casados no aparecerían hasta después de varias horas. Sin embargo, la mujer se había despertado con la vaga sensación de que algo no marchaba del todo bien, y pese a la tibia comodidad que la incitaba a quedarse acurrucada en la cama, había sacado los pies fuera, tocó la campanilla llamando a su criada, y se vistió con más prisa que la habitual.
– Buenos días, señora Tucker -dijo Ann, con una sonrisa-. Supongo que soy la única que pide el desayuno a una hora tan temprana.
– Oh, no, milady. Hace ya media hora que su señoría está en la sala, si bien debo decir que no les ha hecho justicia a los riñones y a los huevos que preparó la cocinera. En verdad, creo que no ha tocado su desayuno.
La dueña de casa sintió que el estómago le daba un vuelco. Esa no era buena señal. Pero, ¿qué podía haber pasado? Dijo:
– Si es así, la cocinera no preparará más riñones para mí, señora Tucker.
La puerta de la sala de desayuno estaba un poco entornada, y por eso lady Ann pudo observar al conde antes de que él se percatase de su presencia. En efecto, su plato estaba intacto. Estaba a medias caído de costado en la silla, con una de sus piernas enfundadas en pantalones de cuero colgando descuidadamente, sobre el brazo forrado de brocado. Su mentón firme se apoyaba, apenas, en la mano, y tenía la vista enfocada en el prado sur, aunque parecía no ver nada.
Lady Ann enderezó los hombros y entró en el comedor.
– Buenos días, Justin. La señora Tucker me ha dicho que has despreciado el desayuno que te preparó la cocinera. ¿Te sientes bien esta mañana?
El yerno giró bruscamente el rostro hacia ella, y la mujer vio la línea tensa de la mandíbula, las ojeras bajo los ojos grises, las marcas amargas a los lados de la boca. Las líneas se borraron en un santiamén, y adquirió una expresión remota y calma, aunque Ann sabía que no se había equivocado. Algo muy malo había sucedido.
– Buenos días, Ann. Ciertamente, se ha levantado temprano. Acompáñeme. Lo que sucede es que esta mañana no tengo apetito. Ayer, se sirvió comida suficiente para alimentar a un batallón.
Lady Ann se sentó en la silla a la derecha del conde. Tenía unas ganas desesperadas de interrogarlo, pero ignoraba cómo proceder. La expresión del joven se tomó más adusta, como si le hubiese adivinado el pensamiento. Con gestos metódicos, Ann empezó a extender mantequilla sobre una tostada caliente, y sin alzar los ojos hacia él, le dijo:
– Me suena raro que ahora seas mi hijo político. El doctor Branyon me señaló, con cortesía, que ya no puedo rehuir el título de condesa viuda de Strafford. ¡Me hace sentir tan vieja…!
– Concédase veinte años más antes de asumir el título, Ann. Ah, de paso, ¿está pensando en casarse con el doctor Branyon?
– Justin, qué pregunta, ¿por qué…? -La sorprendió con la guardia completamente baja. La tostada se le escapó de los dedos y cayó sobre la mermelada. Tragó saliva-. No es pregunta para atacar tan temprano.
– En efecto, y es lo bastante importante para que no tenga deseos de responderla. Perdóneme, Ann. Ese tipo de preguntas suelen poner a la persona interrogada en una posición muy incómoda, ¿no es cierto?
– Sí -respondió, marcando las palabras-, por supuesto, tienes razón. Eso ha estado muy bien. Creo que nunca había recibido un puñetazo tan elegante en la nariz.
Justin se levantó y arrojó la servilleta junto al plato lleno.
– Si me disculpa, Ann, tengo muchos asuntos de que ocuparme esta mañana.
Lo vio salir de la habitación, sin decirle nada más. ¿Qué podría decirle?
Contempló la variedad de platos que había dispuesto la cocinera para los recién casados. Dios querido, ¿que podría haber pasado? La noche anterior Arabella parecía tan feliz y excitada…, sin nada del nerviosismo común en las novias jóvenes.
Arabella. Oh, Dios, tenía que ir a verla. La aflicción la hizo volar escaleras arriba hacia la recámara del conde, la que más odiaba de todas las habitaciones de la gran mansión.
La puerta estaba entreabierta, y golpeó con suavidad antes de entrar.
– Oh -exclamó, sorprendida, al ver a Grace, la doncella de Arabella, sola en la habitación, con los restos desgarrados de la bata en las manos.
La muchacha se apresuró a hacer una reverencia, apartando rápidamente los ojos castaños del rostro de la señora.
– ¿Dónde está mi hija?
Avanzó, sin apartar la vista de la prenda desgarrada que Grace tenía en la mano.
Incómoda, Grace tragó saliva. Lady Arabella le había dado órdenes estrictas de arreglar la habitación antes de que entrase nadie. Y ahí estaba ella, de pie en medio de la habitación, sosteniendo en las manos la evidencia de la brutalidad del conde.
– Ah, milady, su señoría está en su propio cuarto.
– Ya veo -repuso lady Ann, lentamente.
Su mirada se posó sobre las manchas de sangre seca que había sobre el cobertor, el agua teñida de rojo y la toalla también manchada de sangre que había en el lavabo. Sintió que el temor le revolvía el estómago. Ya no tenía sentido seguir interrogando a Grace. Ella protegería a su hija. Antes de que Grace pudiese saludarla con otra reverencia, había salido de la habitación.
Caminó cada vez con más lentitud a medida que se acercaba al dormitorio de su hija. No pudo menos que recordar su propia noche de bodas, llena de dolor y de humillación. Mientras subía los peldaños, más lentamente aún, negó con la cabeza. No, no podía haber sido así. Justin era muy diferente de su difunto esposo.
Aun así, cuando golpeó con suavidad la puerta de Arabella, tenía las manos húmedas. No hubo respuesta, si bien ella no la esperaba. Llamó otra vez. ¿Acaso Arabella le impediría entrar? Entonces oyó:
– Pase.
Lady Ann no sabía bien qué esperaba encontrar, pero cuando entró en el dormitorio se encontró con una Arabella completamente normal. Su hija se levantó con calma para saludarla, vestida con el traje negro de montar, el sombrero de terciopelo puesto con gracia sobre los rizos, la pluma negra de avestruz curvada sobre el ala, casi rozándole el cuello.
– Buenos días, madre. ¿Cómo es que estás levantada tan temprano? ¿Va a venir el doctor Branyon?
Su voz parecía serena, impregnada de siglos de arrogancia, que desafiaban a lady Ann a decir algo. Si no hubiese visto a Justin, si no hubiese visto la estancia del conde, se habría engañado por entero.
– ¿Vas a salir a montar, como de costumbre?
– Por supuesto, madre. ¿Existe algún motivo por el que no debería hacerlo? Siempre monto a caballo por las mañanas. ¿Hay algo que quieres que haga?
La arrogancia fue tanta, que lady Ann creyó que la ahogaría. Supo que no podría enfrentarse al desafío. Si Arabella no quería confiar en ella, no la presionaría. En ese momento, recordó que a lo largo de los años pocas veces su hija le había hecho confidencias. Si con alguien había compartido ideas, sueños,-temores, fue con su padre.
– No, querida, si quieres cabalgar, desde luego es asunto tuyo. Lo que sucede es que no podía dormir, y se me ocurrió venir a darte los buenos días. Eso es todo. Bueno, he visto a Justin en el comedor pequeño. No parece haber descansado bien. Lo he visto un poco tenso, tal vez algo abatido por una razón bastante extraña, bueno…
Una de las cejas negras de Arabella se alzó, en gesto de suspicacia e intriga.
– Si estás preocupada por Justin, te sugiero que le preguntes a él cómo le va. Y ahora, madre, me temo que te fatigarás demasiado si no descansas bien. Si me disculpas…
Se puso los guantes, dio un ángulo más atrevido al sombrero, y se acercó a donde estaba su madre. Con la expresión apenas suavizada, le dio un beso leve en la mejilla y salió rápidamente de la habitación.
Lady Ann se quedó mirando en la dirección en que había salido su hija. Maldición, ¿qué habría pasado?
Mientras Arabella, montando a Lucifer, pasaba junto a las ruinas de la vieja abadía hacia el sendero campestre que llevaba a Bury St. Edmunds, sus ojos eran claros y de mirada franca, sus manos enguantadas firmes sobre las riendas del animal, su barbilla alta.
"Pobre madre", pensó, sintiendo una repentina culpa. No la había tratado bien. ¿Cómo supo que algo malo sucedía? Y lo supo. Era un misterio. Así que, Justin se veía poco descansado, ¿eh? ¿Tenía aspecto abatido? ¡Que se fuera al infierno! Esperaba que, además, se pudriese allí. Merecía pudrirse. Merecía que le sucedieran todas las cosas malas que podían sucederle.
Volvió a preguntarse cómo había adivinado su madre que algo malo pasaba. Oh, Dios, ¿habría visto los restos de la carnicería en la recámara del conde? ¿Acaso Grace no habría tenido tiempo de quemar la bata y las sábanas? Cuando regresara a la abadía se lo preguntaría.
Azuzó, apenas, a Lucifer con las riendas en el cuello, instándolo a galopar. Ah, si pudiese dejar atrás todo el asco, el dolor, el odio de la noche pasada… Y esa horrible crema que mitigó un tanto el dolor, aunque daba lo mismo. Nada le había importado a él. Se sentía aplastada por la desilusión, la desesperación. Quería llorar. Sin embargo, ante la sola idea, se le apareció la cara de su padre, con una expresión cargada de desprecio. Era una debilidad, una cobardía, negar cualquier experiencia que rozara la vida de uno. Llorar era por completo inaceptable. Una vieja costumbre la hizo erguir los hombros, por difícil que fuese, pero lo hizo y, además, proyectó la barbilla adelante.
¿Rozar su vida? Dios, Justin le había desgarrado la vida, haciendo todo lo posible para destruirla. Como amarga prueba de que había violado su cuerpo, le quedaba esa molesta irritación entre los muslos. No permitiría que también asolara su mente y su espíritu.
Aunque las palabras de su esposo resonaran claras en su mente, eran tan absurdas que le costaba creerlas. Intentó recordarlas, conferirles algún significado que aún no hubiese comprendido, no para excusarlo por lo que había hecho sino para entender. Justin creía que el conde era su amante, qué absurdo. Y dijo que los había visto en el cobertizo. No tenía el menor sentido. No pudo deducir cómo había llegado Justin a semejante conclusión. Alguien debía de haberle mentido, convencido de que ella lo traicionó.
Pero, ¿quién pudo haberlo hecho y por qué, por el amor de Dios?
Ceñuda, miró entre las orejas de Lucifer. Era evidente que Justin había creído la mentira. Y entonces, ¿por qué siguió adelante con el casamiento? Ah, qué estúpida: si se hubiese negado a casarse, habría perdido la parte más grande de la herencia. Además, él mismo se lo dijo con toda claridad. Le dijo que, si bien ella lo traicionó, no podía matarla porque lo perdería todo. Pero estaba pensando en matar a Gervaise. Sin demasiado interés, se preguntó si mataría al conde francés. Descubrió que no le importaba demasiado, salvo por el hecho de que Gervaise era inocente de haberse acostado con la novia del conde.
Hizo frenar al caballo, que respiraba agitado. Miró alrededor, y se sobresaltó al ver que había pasado las ruinas romanas sin darse cuenta, siquiera. Se irguió y palmeó al animal en el cuello. De pronto, recordó una frase que le había oído pronunciar a su padre ante un amigo: "Cabalgué a la moza hasta tal punto que ella me hubiese arrojado de encima, de haber podido." Qué ironía pensar que ahora, al menos, comprendía con claridad el grosero comentario.
Casi sin quererlo, hizo volverse a Lucifer y enfiló otra vez, a trote lento, hacia Evesham Abbey. Debió de haber cabalgado durante horas, porque el sol había llegado al cenit en el cielo.
Sentía cómo iba desmoronándose esa amarga calma a medida que se acercaba al hogar de él. Justin debía de estar allí, esperando. No sólo ese día tendría que enfrentarse a él, sino al día siguiente, y al siguiente. Por un instante pensó en enfrentarse a él, en clamar otra vez su inocencia, en exigir que le revelase quién le había contado tan sucia mentira. Imaginó la escena, y se vio a sí misma suplicando, a él rechazando las súplicas, como la noche anterior. El instinto le indicó que, tras la ira de la noche pasada, seguiría sin creerle. Previó una furia renovada y una salvaje represalia. En ese instante, odió ser mujer y, por ende, débil, odió la fuerza superior de él que le permitía dominarla por medio del simple poderío físico.
Pese al sol ardiente que la castigaba a través del negro atuendo de montar, se estremeció. Seguramente, no pensaría obligarla a someterse otra vez. ¿Acaso no había dicho que no volvería a derramar en ella su simiente? ¿Que no quería un hijo de ella? La venganza había sido completa y sin piedad. Pero ya había acabado, al menos mientras él mantuviese su promesa.
Guió a Lucifer hacia el corral del establo, frenó delante del sudoroso mozo de cuadra, y se apeó. Odiaba la sensación de inquietud, de temor que la inundó mientras se encaminaba a la puerta principal de Evesham Abbey. Dios, si le quitaban su orgullo, no le quedaba nada. Justin no debía saber cuánto la había herido, decepcionado. No lo permitiría. Evocó otra vez las palabras de la noche anterior, dichas con tanta calma y, sin embargo, con tanta furia en la voz. Las había repasado una y otra vez en su mente, y quedaba una de las que le había dicho que no entendía. Era extraño que le pareciera tan vital conocer su significado.
Alzó la vista hacia el sol, supo que era casi hora del almuerzo, y entró sin hacer ruido por una entrada lateral. Su único propósito era evitar a Justin antes de que fuese imprescindible verlo. Recorrió la casa en dirección a la biblioteca, se escabulló por la puerta, y la cerró sin ruido tras de sí. Arabella no era una estudiosa, y desde luego no era entusiasta del uso de los diccionarios, y por eso le llevó varios minutos examinar los estantes cubiertos de libros para encontrarlo. Siempre había dado por cierto que ninguna palabra que no emplease su padre era digna de ser conocida. Pero, en la presente circunstancia, empezaba a pensar que estaba equivocada. Sacó del estante el volumen encuadernado en cuero, se humedeció las yemas con la lengua, y empezó a pasar las rígidas páginas.
Recorrió con un dedo las columnas, hasta que encontró la palabra que buscaba. "Sodomía", leyó. "Español antiguo, del francés, sodomía." Había referencias bíblicas, pero nada que le aclarase lo,que quería decir. "Maldición", pensó. "¿Qué habrá querido decir? ¿Qué?"