26

El silencio no perduró: muy cerca de ella cayeron más piedras. Arabella vio, horrorizada, cómo trozos de piedra cada vez más grandes se soltaban de la vieja argamasa y se estrellaban contra el suelo, bloqueando la entrada y levantando remolinos de polvo.

Gritó y cayó hacia atrás, ahogándose, con la nariz tapada y los ojos ardiendo por el polvo áspero y la arena que giraban a su alrededor. La vela parpadeó. Se volvió y protegió la preciosa llama con la mano ahuecada. Una piedra le golpeó el hombro y la hizo gritar, más de sorpresa que de dolor. Se escabulló hasta el rincón de la celda y se acurrucó contra la pared, con las piernas levantadas hasta el pecho.

Alrededor, las paredes comenzaron a temblar. Tensó el cuerpo, preparándose para el dolor inevitable, que sin duda iba a sentir. Ella tenía la culpa de la situación en que estaba. Ella era la tonta. Pero, Justin, no quería dejar a Justin. ¡Dios querido: sólo tenía dieciocho años, no quería morir! Se echó a llorar fuerte y las lágrimas le quemaron los ojos. Enseguida reaccionó. Tonta, cien veces tonta, y además, llorando como una debilucha. Se recompuso. Alzó la vela y, a la luz débil, vio cómo la pared opuesta de la celda se derrumbaba sin ruido hacia delante, arrojando más piedras y cascotes sobre ella. Cerró los ojos con fuerza, para evitar el polvo que se arremolinaba, y apretó la cara contra la pared.

Las vigas de roble del techo cedieron con un último crujido, y cayeron en silencio. Levantó la cabeza, y se asombró al comprobar que estaba viva. Levantó otra vez la vela. Tragó otro sollozo. Viva, pero sepultada en una tumba de escombros.

Se puso de pie, y gritó:

– ¡Gervaise! Gervaise, ¿está bien? ¿Dónde está?

Esperó durante largos momentos de angustia, hasta que oyó la voz del hombre al otro lado de la entrada derrumbada, ahogada por el denso montón de piedras que había entre los dos.

– Arabella, ¿es usted? ¡Gracias a Dios que está viva! ¿Se encuentra a salvo?

¿A salvo? Ese sujeto debía de estar loco. Aunque, al oír su voz, se sintió mejor.

– Sí, estoy bien. Hay muchas piedras caídas y el aire está saturado de polvo, pero no he sufrido ningún daño, aún.

La voz llegó más clara, más confiada y segura.

– No se aflija, Arabella. El pasaje todavía parece seguro. Voy en busca de ayuda. Le aseguro que no tardaré. Tiene que ser valiente. Volveré pronto.

Iría a buscar a Justin. Gracias a Dios, el pasaje no se había derrumbado. Pensó en su esposo, y se tranquilizó. Debía tener paciencia. Sé pasó las manos por la frente y, a la luz vacilante de la vela, vio restos de sangre. Le pareció raro, porque no había sentido ningún dolor. Una piedra le había cortado el cuero cabelludo, y tenía el cabello pegoteado de sangre. Era preferible que le goteara el cabello y no la nariz. Se rió: así estaba mejor. Justin llegaría y todo estaría bien.

El silencio se hizo pesado. Los minutos se alargaban sin fin. Se arrastró lentamente hasta el centro de la pequeña celda. El piso enarenado estaba sembrado de fragmentos de piedra, y tuvo la impresión de que estaban colocados adrede para lastimarle las manos y las rodillas. Para aguantar las agudas punzadas, apretó los dientes. Despejó con cuidado un pequeño espacio y se sentó, levantando la vela para mirar en torno. Parecía que la entrada hubiese vomitado piedras, dejando sólo un pequeño espacio en la parte de arriba. Recordaba el ruido que había hecho al caer el muro que tenía a su espalda, y acercó la vela, con cuidado.

Contuvo el aliento, y luego, lo soltó de golpe. Lanzó un agudo grito de horror, que repercutió tras ella. Entre las piedras caídas, extendida hacia ella como si la muerte la llamara desde el infierno, vio la mano de un esqueleto. Los huesos de los dedos casi le tocaban la falda. Retrocedió, arrastrándose a gatas, y cerró los ojos, conteniendo otro grito. La mente se le llenó con la imagen de un monje, con la cabeza y el rostro cubiertos con una basta túnica de lana.

Abrió los ojos con esfuerzo, y volvió a contemplar los grotescos dedos curvados hacia dentro. Levantó despacio la vela y juntó coraje para mirar por el hueco que había dejado la pared al caer. El brazo extendido del esqueleto estaba unido a un cuerpo. Yacía de costado, de espaldas a ella y con la cabeza casi retorcida hacia atrás, y las cuencas vacías parecían mirarla. La dentadura, rota, colgaba, de la boca abierta. Torcida sobre el cráneo descarnado había una peluca blanca.

Arabella se estremeció, y se le erizó la piel. Los restos de un monje muerto hacía mucho tiempo habrían sido menos aterradores. Sintió un frío espantoso, como si la hubiese rozado una ráfaga helada de muerte.

Se debatió largos minutos, en silencio, juntando coraje para adelantarse. Como para demostrarse que no era cobarde, estiró los dedos para tocar la manga de terciopelo mugrienta, carcomida por los insectos, que cubría el brazo del esqueleto. Le pareció raro sentirlo suave al tacto. Miró con más atención. Era el esqueleto de un hombre, ataviado con una chaqueta de color verde oscuro, con pantalones de terciopelo sujetos debajo de las rodillas. Recordó que, cuando ella era niña, el padre usaba ese tipo de ropa. No debían de haber pasado más de veinte años desde que ese hombre estaba sepultado en su antigua tumba. Se inclinó y vio un agujero abierto en el pecho, que demostraba cómo había muerto. Al menos, la muerte lo había sorprendido antes de quedar encerrado.

Le exigió un gran esfuerzo meter los dedos en los bolsillos de la chaqueta. Era probable que el cadáver tuviese algún papel, algún documento que le revelara su identidad. Los bolsillos estaban vacíos. Respiró profundamente y metió la mano en el bolsillo de los pantalones. Sus dedos tocaron un cuadrado de papel plegado. Lo sacó con lentitud, y se sentó sobre los talones.

Desplegó el papel y vio que era una carta. La tinta estaba tan desteñida por el paso del tiempo, que necesitó acercar mucho la vela a sus bordes amarillentos, a riesgo de quemarla.

Logró distinguir una fecha: 1789. El mes estaba borroneado, casi ilegible. Observó la parte principal de la carta y quiso gritar de frustración, porque estaba escrita en francés. Irritada, la tradujo lentamente, palabra por palabra:

Aun cuando mi bienamado Charles está enterado de la creciente inquietud, de las ya violentas revueltas del populacho contra nosotros, me obliga a venir. Retiene a mi pequeña hija aquí, para estar seguro de que regresaré a Inglaterra. Sabes que está furioso por lo que considera una traición de mi familia. Quiere lo que falta de la dote prometida. Escucha, mi amor, no te preocupes, porque tengo un pían para librarnos de él para siempre. Cuando llegue a Francia, viajaré hasta el château…

Por mucho que se esforzó, Arabella no pudo interpretar las pocas líneas que faltaban, pues no eran más que débiles rastros. De cualquier manera, ¿quién sería ese Charles? ¿Y la mujer? Sacudió la cabeza, y se salteó las líneas borrosas.

Aunque, nuestro pequeño Gervaise no puede escapar con nosotros, he aprendido a soportar el dolor de la separación. Al menos, sé que con mi hermano estará a salvo. Josette te enviará esta última carta. Mi amor, pronto estaremos juntos otra vez. Sé que podremos escapar de él y rescatar a Elsbeth. Seremos ricos, querido mío, libres de la codicia de él. Una vida nueva. La libertad. Confío en Dios y en ti.

Magdalaine.

Arabella guardó silencio, con la carta entre sus dedos. Tuvo la impresión de que Magdalaine se había acercado a ella a desenredar los enmarañados hilos de su breve vida. Ese Charles había sido el amante de Magdalaine, y Gervaise era el hijo de ambos. No era conde de Trécassis sino un bastardo. Al comprenderlo, se sintió aturdida: Magdalaine también era la madre de Elsbeth. "Dios mío!!", pensó, "¡eso significa que Elsbeth es medio hermana de él!" Oh, Dios, ¿él lo sabría? Claro que no, ni siquiera él podía ser tan perverso. Claro, el parecido físico entre ambos era evidente. Pero ya no lo consideraba una simple semejanza entre primos, sino los rasgos compartidos por los hermanos.

Pobre Elsbeth. Dios querido, tenía que proteger a su hermana. No podía permitir que imaginara, siquiera, que había hecho el amor con su propio hermano, pues eso la destrozaría.

Cuando la verdad la golpeó, Arabella se sintió sacudida: la primera esposa le había sido infiel a su padre. Hasta había tenido un hijo antes de casarse con él. ¿Acaso la familia Trécassis lo habría sobornado con una suma de dinero desmesurada para que se casara con Magdalaine, y les evitara el escándalo? Contempló otra vez la carta. Ah, si pudiese adivinar lo que decían las líneas borroneadas… Volvió a leer:

"Seremos ricos, querido mío, libres de la codicia de él"

Permaneció en silencio largo rato, pensando en lo que sabía y en lo que sólo podía adivinar. Observó otra vez al esqueleto, clavando la vista en el agujero del pecho. Recordó las veces en que el padre le había prohibido estrictamente explorar las ruinas. ¿Fue sólo porque temía por su seguridad?

No.

Seguramente su padre habría asesinado a ese hombre, Charles. Un duelo de honor… sí, debía de haber sido un duelo de honor. De cualquier manera su padre no era un asesino, no.

De pronto, recordó que Magdalaine había muerto poco después de regresar de Francia, y sintió que la sangre se le helaba en las venas. Un sollozo ronco se le escapó de la garganta.

– No, Dios, no, por favor. Él no la mató a ella también. No puede ser. No, por favor.

Sin embargo, las apasionadas palabras escritas hacía tanto tiempo lo condenaban. Cada una de ellas la oprimió con el odio, el dolor y el sufrimiento, y en lo único que pensó fue en proteger el nombre de su padre, en destruir la carta. La levantó y la acercó, con dedos temblorosos, a la esbelta llama de la vela. No supo bien qué la contuvo, pero apartó el papel, volvió a doblarlo hasta convertirlo en un pequeño cuadrado, y se lo metió dentro del zapato.

La vela se consumía. Ya no podía faltar mucho tiempo. Gervaise había dicho que iría a buscar ayuda. Gervaise. Un impostor, un mentiroso. Recordó los extraños ruidos sordos que oyó poco antes de que cayeran las piedras que había sobre la puerta. ¿La habría atrapado allí, adrede? ¿Había intentado matarla? En nombre del cielo, ¿qué era lo que quería?

La vela chisporroteó y se apagó. Un sollozo le quebró la voz, y quedó sumida en la oscuridad, sola, con la única compañía de un hombre muerto hacía mucho tiempo, el hombre que había traicionado a su padre.


Gervaise abrió de par en par las grandes puertas del frente de Evesham Abbey, e irrumpió en el vestíbulo de entrada, gritando:

– Rápido, Crupper, busque a su señoría. La señora está atrapada por un derrumbe de piedras, en las ruinas de la vieja abadía. Rápido, hombre, dese prisa, antes de que sea demasiado tarde -jadeaba de tal manera que casi no podía recuperar el aliento.

¿Qué había dicho el francés?

– ¿La señora? ¿Que está atrapada, dice? -repitió con lentitud, clavando la vista en el extranjero, que tanto deseaba ver marcharse.

– Maldición, hombre, apresúrese. En cualquier momento, las piedras pueden caer sobre ella. ¡Hasta podría estar muerta! ¡Rápido, rápido, vaya a buscar al conde!

En ese momento el conde apareció en lo alto de la escalera.

– ¿Qué es eso de que Arabella está atrapada? ¿Dice que está en las ruinas de la vieja abadía? preguntó mientras bajaba la escalera corriendo.

– Estábamos explorando las cámaras subterráneas de las ruinas, y una de las cámaras se hundió y ella quedó atrapada. Es mi culpa. Oh, por favor, milord, tenemos que darnos prisa.

– ¿Está viva, aún? -la voz del conde era fría y dura como el granito.

– Sí, sí, yo le grité y me oyó. Está ilesa, pero me temo que caigan más piedras. Eso es muy inestable.

El conde echó la cabeza atrás, y bramó:

– ¡Giles!

Cuando llegó corriendo al vestíbulo de entrada el segundo mayordomo, el conde le dijo:

– Giles, vaya rápido a buscar a James y a todos los mozos del establo. Dígales que lleven palas y picos. La señora está atrapada entre las ruinas de la vieja abadía. Vaya, hombre, nos veremos allá.

El conde se volvió hacia Crupper.

– Informe a lady Ann y a Elsbeth. Estaré en las ruinas.

Se dio la vuelta para seguir a Giles, pero se detuvo bruscamente y, al mirar atrás, vio que Gervaise subía la escalera a toda prisa.

– Monsieur.

El tono era suave, pero cortaba el aire.

Gervaise giró sobre sus talones y dio la cara al semblante frío y adusto del conde.

– ¿No quiere ayudarme a rescatar a mi esposa? ¿No dijo, acaso, que era su culpa? ¿No está preocupado?

Ah, esa voz tan suave, tan serena, llenó de temor al francés.

– Yo… claro, milord. Sólo pensaba ir a mi cuarto un instante. -Maldición, ¿qué haría ahora?- Por favor, milord, tiene que darse prisa. Estaré con usted en un momento.

El conde dijo, en voz muy queda:

– Creo que no, monsieur. No estará conmigo en un momento. No irá a su cuarto. Exijo su presencia inmediata, ¿sabe? Ya mismo, no dentro de un minuto.

¿Qué hacer? Gervaise maldijo en silencio. Tanto esfuerzo, y no ganaría nada. Aunque con gran esfuerzo, dominó su ira, encogiéndose de hombros:

– Como quiera, milord.

El conde se volvió hacia el ahora atónito Crupper y dijo, en voz alta y clara:

– Crupper, se quedará usted aquí y custodiará Evesham Abbey. Nadie, repito, nadie tiene permiso para pasar del vestíbulo de entrada hasta mi regreso. ¿Comprendido?

El anciano se sumió en la confusión. Claro que había oído las palabras del conde y las había comprendido; y sin embargo, se le escapaba la intención, lo que su señor exigía de él. Sería suficiente que pudiese obedecerle:

– Sí, señor. Me quedaré aquí. No entrará nadie.

– Estupendo, Crupper. ¿Monsieur? Vamos.

Retrocedió, y esperó a que Gervaise salieran antes que él por el portón principal.


Arabella recogió más las piernas contra el pecho, y se abrazó para mantener el calor. El polvo y la arena se habían asentado, y podía respirar con más facilidad. Trató de no pensar en el esqueleto que estaba a sólo un brazo de distancia, y en la terrible verdad que había descubierto. Pensó, ton cierto pesimismo, que Justin iría pronto a buscarla si en verdad Gervaise quería que la rescatasen. Pero, ¿qué ganaría dejándola allí? ¿Y qué sucedería con Justin? Claro que iría a buscarla. Eso no lo dudaba.

Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Estas se mezclaban con el polvo que tenía alrededor de los ojos, provocándole un fuerte ardor. Levantó una punta de la falda y se la pasó por las mejillas.

De pronto, creyó oír un movimiento del otro lado de la pared derrumbada. Alzó la cabeza y escudriñó en la oscuridad.

– Arabella, ¿puedes oírme?

– ¡Justin! -Se levantó de un salto, olvidando cortes y magulladuras.- Sabía que vendrías. Estoy atrapada. Por favor, oh, por favor, sácame de aquí.

Volvió a oír su voz, serena y clara:

– Escúchame, Bella. Quiero que vayas hasta el rincón más alejado de la cámara y te protejas la cabeza con los brazos. Esto es peligroso. Las vigas de encima de la puerta parecen flojas, y quiero que estés lejos, por si hay más derrumbes.

– Pero, Justin, puedo empezar a sacar piedras desde este lado. No estoy herida, y soy fuerte, ya lo sabes. Puedo ayudar…

Le pareció oír una risa baja, y la voz que llegó a ella un instante después, sonó airada.

– Maldición, mujer, haz lo que te digo. Me alegro de que estés relativamente ilesa, y espero que sigas así. Vete al otro extremo de la cámara, ahora mismo. Quiero sacarte de ahí.

Retrocedió al rincón, se arrodilló, y se cubrió la cabeza.

Le pareció que cada vez que retiraban una piedra, las paredes y el cielo raso temblaban y gemían. Ella también se estremecía a cada movimiento. La visión más regocijante que tuvo en ese momento fue cuando Justin pudo quitar suficientes escombros para pasar su cuerpo por la abertura.

Alguien le dio una vela, y la pequeña celda se inundó de luz. "Luz y vida", pensó Arabella, "y estoy viva."

El conde gritó sobre el hombro:

– James, quédate ahí. Yo sacaré a la señora.

Arabella se incorporó lentamente, y caminó sin vacilar hacia los brazos de su esposo. Apretó la cara contra el hombro de él:

– Me alegra mucho que hayas venido a rescatarme -dijo con sencillez, y alzó el rostro-. Eres el hombre más hermoso del mundo. Antes creía que eras el más apuesto de Inglaterra, pero ya no. Del mundo, milord, del mundo.

– ¿En serio? Bueno, nunca dudaste de que vendría a buscarte, ¿verdad? Si no, ¿con quién discutiría? ¿Quién me gritaría? ¿Quién me besaría con tanta dulzura?

Arabella hundió otra vez la cara en el hombro de él.

– Me crees -susurró-. Ahora me crees. Sabes que él nunca fue mi amante.

Justin guardó silencio durante un instante. Ella sintió que el cuerpo de él se tensaba levemente y tuvo ganas de llorar.

– No importa.

Pero sí importaba: se interponía entre ellos, igual que la puerta derrumbada.

– Pero has venido a buscarme, y te lo agradezco.

Justin frotaba la barbilla contra el pelo de su mujer.

Se echó hacia atrás:

– Tú y yo tenemos mucho de qué hablar. Ven, salgamos de aquí. No tengo grandes deseos de poner más a prueba tu cautivante existencia.

– Un momento, Justin, yo no estaba sola aquí.

Le sacó la vela y movió la llama con cuidado, de modo que su luz diese sobre el esqueleto.

Justin no pudo creer lo que veían sus ojos.

– ¡Buen Dios, no puedo creer lo que veo! -La miró, maravillado de su firmeza. Se puso de rodillas y examinó brevemente los restos. Enseguida, se levantó, y se sacudió los pantalones.- Primero te sacaré de aquí, y después me ocuparé de que este pobre tipo reciba digna sepultura. No creo que sepas de quién se trata, ¿no? No, claro que no.

Sostuvo en alto la luz para que ella saliera de su prisión a la libertad. Arabella recordó la carta que ahora le rozaba la planta del pie, y sintió el peso de un conocimiento no deseado. Había muchas cosas a tener en cuenta: el apellido del padre y, por supuesto, a Elsbeth. En ese momento resolvió cerrar la boca: nadie, ni Justin, debía saber lo que había descubierto hasta que hubiese tenido tiempo de pensar en lo que acababa de saber.

Cuando salió a la luz intensa del sol, miró alrededor, y comprendió por primera vez en sus dieciocho años, lo preciosa que era la vida. Gozó del sol cálido que le bañaba el rostro.

Como una niña que despierta de una pesadilla, fue hasta donde estaba su madre, y le rodeó los hombros con los brazos.

– Mi dulce hija -dijo lady Ann, acariciando el cabello mugriento de su hija-. Cariño, todo está bien, todo está muy bien. Ya estás a salvo. Estás con tu madre. Por Dios, tienes un corte en la cabeza, pero no importa. Nos ocuparemos de eso.

Pero Arabella no estaba a salvo, ninguno de ellos lo estaba. Tanto si la amenaza provenía del francés o de la carta que llevaba en la planta del pie, sabía que no gozarían de seguridad por mucho tiempo.

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