Surrey, England.
Agosto de 1815.
Cuatro, más seis, más ocho, más siete, más uno, más uno, más uno; veintinueve, pongo nueve y me llevo dos…
Elizabeth Hotchkiss repasó desde el principio la columna de números por cuarta vez, consiguiendo la misma suma que las tres veces anteriores, y gruñó.
Cuando levantó la vista, tres sombríos rostros la miraban; los rostros de sus tres hermanos pequeños.
“¿Qué es eso, Lizzie?” preguntó Jane, de nueve años.
Elizabeth sonrió débilmente mientras intentaba calcular cómo conseguiría dinero suficiente para comprar combustible para calentar su pequeña cabaña ese invierno. “Nosotros, ah…, no tenemos mucho dinero, me temo.”
Susan, que sólo tenía catorce meses menos que Elizabeth, frunció el ceño. “¿Estás segura? Debemos tener algo. Cuando papá vivía, siempre…”
Elizabeth la silenció clavándole una mirada urgente. Había muchas cosas que tenían cuando su padre vivía, pero él los había abandonado sin nada a lo que asirse excepto una pequeña cuenta bancaria. Ninguna renta, ninguna propiedad. Nada, excepto recuerdos. Y esos -al menos, los que Elizabeth conservaba-no eran de los que caldeaban el corazón.
“Las cosas son diferentes ahora,” dijo con firmeza, esperando poner fin al tema. “No puedes compararlas.”
Jane hizo una mueca. “Podemos usar el dinero que Lucas ha estado guardando en su caja de soldados de juguete.”
Lucas, el único chico del clan Hotchkiss, gruñó. “¿Qué hacías fisgando en mis cosas?” Se giró hacia Elizabeth con lo que se podría denominar “una mirada hosca”, la cual no favorecía el rostro de un niño de ocho años. “¿Es que no hay privacidad en esta familia?”
“Aparentemente no,” dijo Elizabeth con tono ausente, mirando fijamente hacia los números delante de ella. Hizo algunas marcas con el lápiz, mientras intentaba idear nuevos métodos de economizar.
“¡Hermanas!” se exasperó Lucas, pareciendo excesivamente sofocado. “Estoy plagado de ellas.”
Susan miró con fijeza el libro de cuentas de Elizabeth. “¿No tenemos ni un poco de dinero? ¿Algo que podamos estirar un poco?”
“No hay nada que estirar. Gracias a Dios, la renta de la cabaña está pagada, o nos echarían a patadas.”
“¿De verdad estamos tan mal?” susurró Susan.
Elizabeth asintió. “Tenemos suficiente para el resto del mes, y después un poco más cuando reciba mi salario de Lady Danbury, y entonces…” Su voz se fue apagando y desvió la mirada, no quería que Lucas y Jane vieran las lágrimas que le escocían en los ojos. Ella los había cuidado durante cinco años, desde que tenía dieciocho. Dependían de ella para el alimento, el abrigo y, lo más importante, la estabilidad.
Jane dio un codazo a Lucas, y cuando no reaccionó, lo pellizcó en el sensible punto entre el cuello y los hombros.
“¿Qué?”, preguntó bruscamente, “eso duele.”
“ ‘Qué’ no es cortés”, lo corrigió Elizabeth automáticamente. “Es preferible ‘perdón’.”
La pequeña boca de Lucas se abrió ultrajada. “No es cortés pellizcarme como ella lo ha hecho. Y te aseguro que no voy a pedir su perdón.”
Jane puso los ojos en blanco y suspiró. “Debes recordar que sólo tiene ocho años.”
Lucas sonrió falsamente tras ella. “Tú sólo tienes nueve.”
“Siempre seré mayor que tú.”
“Sí, pero pronto yo seré más grande, y lo sentirás.”
Los labios de Elizabeth se curvaron en una agridulce sonrisa, mientras los oía discutir. Había visto la misma discusión un millón de veces antes, pero también había visto a Jane deslizarse de puntillas hasta la habitación de Lucas para darle un beso de buenas noches en la frente.
Podían no ser la típica familia -sólo estaban ellos cuatro, después de todo, y habían sido huérfanos durante años-pero el clan Hotchkiss era especial. Elizabeth se las había arreglado para mantener la familia unida desde hacía cinco años, cuando su padre falleció, y maldita fuera, si dejaba que su actual escasez de fondos los separara ahora.
Jane cruzó los brazos. “Deberías darle a Lizzie tu dinero, Lucas. No está bien que lo escondas.”
El afirmó solemnemente y abandonó la habitación, su pequeña y rubia cabeza inclinada humildemente. Elizabeth echó un vistazo a Susan y Jane. También eran rubias, y con los brillantes ojos azules de su madre. Y Elizabeth era como el resto de ellos -un pequeño ejercito rubio, sin dinero para comida.
Suspiró de nuevo y miró fija y seriamente a sus hermanas. “Voy a tener que casarme. No puedo hacer otra cosa.”
“¡Oh, no, Lizzie!” chilló Jane, saltando de su silla y prácticamente trepando por la mesa hasta el regazo de su hermana. “¡Eso no! ¡Cualquier cosa menos eso!”
Elizabeth miraba a Susan con expresión confusa, preguntándole silenciosamente si sabía porqué Jane se había puesto así. Susan sólo sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
“No es tan malo,” dijo Elizabeth, revolviendo el pelo de Jane. “Si me caso, entonces probablemente tenga un bebe, y tú podrás ser una tiíta. ¿No sería bonito?”
“Pero la única persona que te lo ha propuesto es el hacendado Nevins. ¡Y es horrible! ¡Simplemente horrible!”
Elizabeth sonrió poco convincentemente. “Estoy segura de que podremos encontrar a alguien más, aparte del hacendado Nevins. Alguien menos, ah… horroroso.”
“No quiero vivir con él,” dijo Jane, cruzándose amotinadamente de brazos. “No quiero. Prefiero ir a un orfanato. O a una de esas horribles casas de trabajo.”
Elizabeth no la culpaba. El hacendado Nevins era viejo, gordo y mezquino. Y siempre había mirado a Elizabeth de una forma que le provocaba sudores fríos. Y la verdad sea dicha, tampoco le gustaba demasiado cómo miraba a Susan, además. O a Jane, si reflexionaba sobre ello.
No, no podía casarse con el hacendado Nevins.
Lucas regresó a la cocina trayendo una pequeña caja de metal. Se la tendió a Elizabeth. “He ahorrado una libra y cuarenta peniques,” dijo. “Pensaba utilizarlo para…” se detuvo y tragó. “No importa. Quiero que lo tengas tú. Para la familia.”
Elizabeth tomó silenciosamente la caja y miró en su interior. Allí estaban la libra y cuarenta peniques de Lucas, casi todo en peniques y medios peniques. “Lucas, cariño,” le dijo suavemente. “Estos son tus ahorros. Te ha llevado años juntar todos estos peniques.”
El labio inferior de Lucas tembló, pero de alguna manera se las arregló para enderezar su pequeño pecho hasta que quedó firme como el de uno de sus soldados de juguete. “Ahora soy el hombre de la casa. Tengo que proveer para ti.”
Elizabeth asintió solemnemente y traspasó el dinero a la caja donde ella guardaba los fondos familiares. “Muy bien. Podemos usarlo para comprar comida. Quizás quieras acompañarme a comprar la próxima semana, y puedas escoger algo que te guste.”
“Mi huerto de la cocina debe empezar a producir verduras pronto,” dijo Susan esperanzadamente. “Suficientes para alimentarnos, y, quizás sobre algo que podamos vender en la aldea o intercambiar.”
Jane empezó a retorcerse en el regazo de Elizabeth. “Por favor, dime que no has plantado más nabos. Odio los nabos.”
“Todos odiamos los nabos,” replicó Susan. “Pero son muy fáciles de cultivar.”
“Pero no tan fáciles de comer,” refunfuñó Lucas.
Elizabeth exhaló con fuerza y cerró los ojos. ¿Cómo habían llegado a esto? Ellos eran una antigua y honorable familia -¡el pequeño Lucas incluso era baronet!-Y, sin embargo, se veían reducidos a cultivar nabos -los cuales todos detestaban-en un huerto.
Había fallado. Pensó que podía criar a su hermano y hermanas. Cuando su padre falleció, fue la época más espantosa de toda su vida, y lo único que la había mantenido en pie fue el pensamiento de que tenía que proteger a sus hermanos, mantenerlos felices y cuidados. Juntos.
Se enfrentó a tías, tíos y primos, todos los cuales ofrecieron hacerse cargo de uno de los niños Hotchkiss, generalmente Lucas, quien con su título de baronet, eventualmente podían esperar casar con una muchacha de considerable dote. Pero Elizabeth rehusó. Incluso cuando sus amigos y vecinos la habían urgido a dejarlo ir.
Ella quería mantener a su familia unida, les dijo. ¿Era eso mucho pedir?
Pero había fallado. No había dinero para lecciones de música, o tutores, ni para ninguna de las cosas que Elizabeth había dado por sentadas cuando ella era pequeña. Sólo Dios sabía como se las iba a arreglar para enviar a Lucas a Eton.
Y tenía que ir. Todos los varones Hotchkiss, durante cuatrocientos años, habían estudiado en Eton. No todos se habían graduado, pero todos habían ido.
Iba a tener que casarse. Y su marido iba a tener que ser muy rico. Era tan simple como eso.
“Abraham engendró a Isaac, e Isaac engendró a Jacob, y Jacob engendró a Judas…”
Elizabeth se aclaró con cuidado la garganta y levantó la mirada con ojos esperanzados. ¿Se había dormido ya Lady Danbury? Se inclinó hacia delante y estudió el anciano rostro de la dama. Era difícil de decir.
“…y Judas engendró a Phares y Zara de Tamar, y Phares engendró a Esrom…”
Los ojos de la anciana señora llevaban cerrados un buen rato ya, pero aún así debía ser cuidadosa.
“…y Esrom engendró a Aram, y…”
¿Era eso un ronquido? La voz de Elizabeth descendió a un susurro.
“…y Aram engendró a Aminadbab, y Aminadbab engendró a Nason, y…”
Elizabeth cerró la Biblia y comenzó a retirarse de puntillas fuera del salón. Normalmente no le importaba leer a Lady Danbury; de hecho, era una de las mejores partes de su posición como acompañante de la anciana condesa. Pero hoy necesitaba irse a casa. Se sentía espantosamente al haberse marchado mientras Jane estaba todavía tan alterada ante la perspectiva de que el hacendado Nevins entrara a formar parte de su pequeña familia. Elizabeth le había asegurado que no se casaría con él aunque fuera el último hombre de la tierra, pero Jane seguía insegura y…
¡THUMP!
A Elizabeth casi se le paró el corazón. Nadie sabía hacer más ruido golpeando con un bastón que Lady Danbury.
“¡No estoy dormida!” tronó la voz de Lady D.
Elizabeth se dio la vuelta y sonrió débilmente. “Lo siento.”
Lady Danbury rió entre dientes. “No lo sientes en absoluto. Regresa aquí.”
Elizabeth ahogó un gemido y regresó a su silla de recto respaldo. Le gustaba Lady Danbury. Realmente le gustaba. De hecho, esperaba el día en que pudiera usar la edad como excusa y expresarse con la característica franqueza de Lady D.
Sólo que realmente ella necesitaba volver a casa, y…
“Eres una embaucadora,” dijo Lady Danbury.
“¿Perdón?”
“Todos esos ‘engendró’ elegidos a propósito para hacerme dormir.”
Elizabeth sintió que sus mejillas se calentaban con un rubor de culpabilidad e intentó dar a sus palabras un tono de inocencia. “¿Qué quiere decir?”
“Has dado un salto en la lectura. Deberíamos estar todavía en la parte de Moisés y el gran diluvio, no en la parte de los engendramientos.”
“Me parece que no era Moisés el del diluvio, Lady Danbury.”
“Tonterías. Por supuesto que lo era.”
Elizabeth pensó que Noé entendería su deseo de evitar enredarse en una prolongada discusión de referencias bíblicas con Lady Danbury, y cerró la boca.
“De cualquiera manera, no importa a quién pilló el diluvio. El punto en cuestión es que te has saltado esa parte para hacerme dormir.”
“Yo…ah…”
“Oh, sólo admítelo, niña.” Los labios de Lady Danbury se distendieron en una conocedora sonrisa. “En realidad, te admiro por ello. Yo habría hecho lo mismo a tu edad.”
Elizabeth puso los ojos en blanco. Si éste no era un claro caso de “malo si lo hace, malo si no lo haces”, entonces no sabía que era. Así que simplemente suspiró, tomó de nuevo la Biblia, y dijo: “¿Qué parte desea que lea?”
“Ninguna. Es un maldito aburrimiento. ¿No tenemos nada más interesante en la biblioteca?”
“Estoy segura de que sí. Podría comprobarlo, si quiere.”
“Sí, hazlo. Pero antes, ¿podrías alcanzarme ese libro de cuentas? Sí, el que está sobre la mesa.”
Elizabeth se levantó, camino hasta la mesita, y cogió el libro encuadernado en cuero. “Aquí tiene,” dijo, entregándoselo a Lady Danbury.
La condesa tomó el libro y lo abrió con precisión militar, antes de volver a mirar a Elizabeth. “Gracias, pequeña. Hoy va a llegar un nuevo administrador y quiero tener memorizados estos números, así estaré segura de que no me oculta nada durante meses.”
“Lady Danbury,” dijo Elizabeth, con extremada sinceridad, “incluso al diablo le faltaría valor para intentar estafarla.”
Lady Danbury golpeó el suelo con su bastón a modo de aplauso y rió. “Bien dicho, pequeña. Es agradable ver a una joven con cerebro en la cabeza. Mis propios hijos… Bueno, bah, no quiero entrar en esa materia ahora, excepto para contarte que lo único que consiguió hacer mi hijo con su cabeza fue que se le quedara atrapada entre los barrotes de la verja que rodea el Castillo de Windsor.”
Elizabeth se tapó la boca con la mano en un esfuerzo por sofocar la risa.
“Oh, adelante, ríete,” suspiró Lady Danbury. “He descubierto que la única forma de sobrellevar la frustración maternal es contemplarla como fuente de diversión.”
“Bien,” dijo Elizabeth cuidadosamente, “esa parece una inteligente línea de conducta…”
“Sería una estupenda diplomática, Elizabeth Hotchkiss”, resopló alegremente Lady Danbury. “¿Dónde está mi bebé?”
Elizabeth no se inmutó. Los abruptos cambios de tema de Lady D. eran legendarios. “Su gato,” enfatizó, “ha estado durmiendo sobre la otomana durante la última hora,” dijo, señalando a través del cuarto.
Malcom levantó su peluda cabeza, intentó enfocar sus somnolientos ojos azules, decidió que el esfuerzo no merecía la pena, y claudicó.
“Malcom,” lo arrulló Lady Danbury, “ven con mamá.”
Malcom la ignoró.
“Tengo un golosina para ti.”
El gato bostezó, reconoció a Lady D. como su fuente principal de alimentación, y saltó de la otomana.
“Lady Danbury,” la regañó Elizabeth, “sabe que el gato está demasiado gordo.”
“Tonterías.”
Elizabeth sacudió la cabeza. Malcom pesaba, por lo menos, una tonelada, aunque una buena parte de ese peso fuera pelo. Ella pasaba un buen rato cada tarde, después de regresar a casa, cepillando su ropa.
Lo cual era, realmente, extraordinario, puesto que la presumida bestia no se había dignado nunca a dejarla acercarse a ella en cinco años.
“Gatito bonito,” dijo Lady D. extendiendo los brazos.
“Gato estúpido,” musitó Elizabeth, cuando el atigrado felino la miró fijamente para continuar después con su camino.
“Eres una cosita muy dulce.” Lady D. frotó su mano sobre su peludo vientre. “Una cosita muy dulce.”
El gato se estiró en el regazo de Lady Danbury, recostado de espaldas, con la patas extendidas sobre su cabeza.
“Eso no es un gato,” dijo Elizabeth. “Es un pobre remedo de alfombra.”
Lady D. enarcó una ceja. “Sé que no lo dices en serio, Lizzie Hotchkiss.”
“Sí lo hago.”
“Tonterías. Adoras a Malcom.”
“Tanto como a Atila el Huno.”
“Bueno, Malcom te adora.”
El gato levantó la cabeza y Elizabeth juraría que le había sacado la lengua.
Dejo escapar un sonido de indignación. “Ese gato es una amenaza. Me voy a la biblioteca.”
“Buena idea. Encuentra un libro nuevo.”
Elizabeth se dirigió a la puerta.
“¡Ninguno que contenga ‘engendró’!”
Elizabeth rió a pesar de sí misma y se dirigió a través del pasillo a la biblioteca. El sonido de sus pasos, desapareció al tiempo que caminaba sobre la alfombra, y suspiró. ¡Por Dios, había un montón de libros! ¿Por dónde comenzar?
Seleccionó algunas novelas, después añadió una colección de comedias de Shakespeare. Un pequeño volumen de poesía engrosó la pila de libros, y, justo cuando estaba a punto de cruzar el pasillo para regresar al salón junto a Lady Danbury, otro libro llamó su atención.
Era muy pequeño, y encuadernado en brillante cuero rojo. Pero lo más extraño, era que estaba caído de lado en la estantería en una biblioteca que daba un nuevo significado a la palabra “orden”. Ni siquiera el polvo se atrevía a posarse en los estantes, y ciertamente ningún libro estaba fuera de su sitio.
Elizabeth apoyó el montón de libros que llevaba en las manos, y enderezó el volumen caído. Estaba con el lomo hacia en interior, así que tuvo que sacarlo de la estantería para leer el titulo.
“Como casarse con un Marqués.”
Dejó caer el libro, medio esperando que un rayo la fulminara, justo allí, en la biblioteca. Seguramente aquello era algún tipo de broma. Ella acababa de decidir esa tarde que tenía que casarse, y bien.
“¿Susan?” llamó en voz alta. “¿Lucas? ¿Jane?”
Sacudió la cabeza. Estaba siendo ridícula. Sus hermanos, a pesar de lo atrevidos que podían ser, no entrarían furtivamente en casa de Lady Danbury y pondrían un libro falso en su biblioteca, y…
Bueno, pensó dándole vueltas en la mano al delgado volumen rojo, considerándolo bien, el libro no tenía aspecto de ser falso. La encuadernación parecía robusta, y el cuero de las tapas parecía de la más alta calidad. Echó un vistazo alrededor para asegurarse de que no había nadie viéndola -aunque no estaba muy segura de porqué se sentía tan avergonzada-y cuidadosamente lo abrió por la primera pagina.
La autora era una tal Señora Seeton y el libro había sido impreso en 1792, el año de nacimiento de Elizabeth. Una divertida coincidencia, pensó Elizabeth, aunque ella no era una persona supersticiosa. Y ciertamente, no necesitaba que un pequeño libro le dijera cómo vivir su vida.
Además, en realidad, ¿qué es lo que esa tal Señora Seeton sabía realmente? Después de todo, si se hubiera casado con un marqués, ¿no se llamaría Lady Seeton?
Elizabeth cerró de un golpe el libro, con decisión, y lo volvió a poner en la estantería, de costado, en la misma posición en la que lo había encontrado. No quería que nadie pensara que había estado ojeando esa tontería.
Cogió su pila de libros y cruzó el pasillo hasta el salón, donde Lady Danbury continuaba sentada, acariciando a su gato y mirando a través de la ventana fijamente, como si esperara a alguien.
“He encontrado algunos libros,” dijo Elizabeth en voz alta. “No creo que encuentre ningún ‘engendró’ en ellos, aunque quizás sí en los de Shakespeare.”
“No las tragedias, espero.”
“No, pensé que en su actual estado de animo encontraría las comedias más entretenidas.”
“Buena chica,” dijo Lady Danbury, de manera aprobadora. “¿Algo más?”
Elizabeth parpadeó y bajó la vista a los libros que sostenía en brazos. “Unas cuantas novelas, y algo de poesía.”
“Quema la poesía.”
“¿Perdón?”
“Bueno, no la quemes; los libros son más valiosos que el combustible. Pero, realmente, no deseo escucharla. Mi último marido debió comprar eso. Tamaño soñador.”
“Ya veo,” dijo Elizabeth, sobre todo porque pensó que esperaba que dijera algo.
Con un repentino movimiento, Lady Danbury se aclaró la garganta y agitó la mano en el aire. “¿Por qué no te vas hoy temprano a casa?”
La boca de Elizabeth se abrió de la sorpresa. Lady Danbury nunca la había despedido temprano.
“Tengo que tratar con ese maldito administrador, y, ciertamente, no te necesito para eso. Además, si le gustan las jovencitas bonitas nunca conseguiré que me preste atención contigo aquí.”
“Lady Danbury, no creo…”
“Tonterías. Eres una cosita bastante atractiva. Los hombres adoran el cabello rubio. Yo lo sé. El mío solía ser tan bonito como el tuyo.”
Elizabeth sonrió. “Aún es bonito.”
“Es blanco; eso es lo que es,” dijo Lady Danbury con una sonrisa. “Eres una dulzura. No deberías estar aquí, conmigo. deberías estar fuera, encontrando un marido.”
“Yo… ah…” ¿Qué contestar a eso?
“Es muy noble de tu parte tu devoción a tus hermanos, pero tu también tienes una vida que vivir.”
Elizabeth sólo pudo permanecer mirando fijamente a su patrona, horrorizada por las lágrimas que cuajaban sus ojos. Ella había permanecido con Lady Danbury durante cinco años, y nunca habían hablado de tales temas. “Yo… yo me marcharé entonces, puesto que dice que puedo marcharme antes.”
Lady Danbury asintió, pareciendo extrañamente decepcionada. ¿Esperaba que Elizabeth continuara con el tema? “Pero devuelve el libro de poesía a su sitio,” le mandó. “Estoy segura de que no lo voy a leer, y no puedo confiar en mis criados para mantener mis libros ordenados.”
“Muy bien.” Elizabeth dejó el resto de los libros en un extremo de una frágil mesita, recogió sus cosas, y se despidió. Cuando estaba saliendo del salón, Malcom saltó silenciosamente del regazo de Lady Danbury y la siguió.
“¿Lo ves?” canturreó Lady D. “Te dije que te adoraba.”
Elizabeth miró al gato recelosamente, mientras se dirigía al pasillo. “¿Qué quieres, Malcom?”
El gato chasqueó la cola, descubrió los dientes, y siseó.
“¡Oh!” exclamó Elizabeth, dejando caer el libro de poesía. “Eres una bestia. Siguiéndome aquí fuera sólo para sisearme…”
“¿Vas a lanzarle el libro a mi gato?” preguntó gritando Lady D.
Elizabeth decidió ignorar la pregunta y en su lugar agito sus dedo en dirección a Malcom, mientras aferraba el libro en alto. “Regresa con Lady Danbury, criatura espantosa.”
Malcom alzó orgullosamente su cola en el aire y dio media vuelta.
Elizabeth respiró profundamente y caminó hacia la biblioteca. Se dirigió hacia la sección de poesía manteniéndose escrupulosamente alejada del pequeño libro rojo. No quería pensar en él, no quería mirarlo…
Demonios, pero esa cosa prácticamente desprendía calor. Jamás en su vida se había sentido Elizabeth tan consciente de un objeto inanimado.
Volvió a colocar el volumen de poesía y comenzó a caminar con fuertes pasos hacia la puerta, empezando a sentirse realmente molesta consigo misma. Ese tonto libro no dejaba de afectarla de una forma u otra. Al evitarlo como una plaga, de hecho, le otorgaba un poder que no tenía, y…
“¡Oh, por el amor de Dios!” estalló finalmente.
“¿Has dicho algo?” preguntó Lady Danbury desde la habitación contigua.
“¡No! Yo sólo… uh, es que he tropezado con la alfombra. Eso es todo.” Masculló otro ¡Por Dios! por lo bajo y regresó de puntillas junto al libro. Estaba tumbado y para sorpresa de Elizabeth su mano salió disparada y lo enderezó de un tirón.
“Como casarse con un Marqués”
Allí estaba, igual que antes. Mirándola fijamente, burlándose de ella allí sentado, como diciendo que no tenía la sensatez suficiente para leerlo.
“Es sólo un libro,” murmuró. “Sólo un estúpido y chillón librito rojo.”
Y, sin embargo…
Elizabeth necesitaba dinero desesperadamente. Lucas tenía que ser enviado a Eton, y Jane se había quejado durante semanas de que había gastado la última de sus acuarelas. Y ambos estaban creciendo más rápidamente que la mala hierba en un día de verano. Jane podía pasar con los viejos vestidos de Susan, pero Lucas necesitaría ropa adecuada con su posición social.
El único camino a la riqueza era el matrimonio, y ese descarado librito afirmaba tener todas las respuestas. Elizabeth no era tan tonta como para creer que podía capturar el interés de un marqués, pero quizás un pequeño consejo la ayudara a atrapar a un caballero rural -uno con una confortable renta. Incluso se casaría con un comerciante. Su padre se revolvería en su tumba ante el pensamiento de emparentar con alguien que tuviera un negocio, pero una chica tenía que ser práctica, y Elizabeth apostaba a que había un gran numero de ricos comerciantes a los que no les importaría casarse con la empobrecida hija de un baronet.
Además, era culpa de su padre que se viera en este apuro. Si él no…
Elizabeth sacudió la cabeza. Ahora no era el momento de enfrascarse en el pasado. Necesitaba concentrarse en su actual dilema.
Considerándolo bien, ella no sabía mucho acerca de los hombres. No tenía ni idea de lo que se suponía que tenía que decirles o cómo se suponía que tenía que actuar para hacer que cayeran enamorados de ella.
Miró fijamente el libro. Difícilmente.
Miró alrededor. ¿No venía nadie?
Inspiró profundamente y rápido como el rayo, el libro encontró su camino hacia el interior de su ridículo [1].
Y salió corriendo de la casa.
A James Sidwell, Marqués de Riverdale, le gustaba pasar inadvertido. No había nada que le gustara más que mezclarse con la multitud, de incógnito, y descubrir hechos y complots. Probablemente por eso fue por lo que había disfrutado tanto de sus años de trabajo al servicio del Ministerio de Defensa.
Y había sido malditamente bueno en ello. La misma cara y el mismo cuerpo que acaparaban tanta atención en los salones de baile de Londres desaparecían entre la multitud con alarmante éxito. James, simplemente, eliminaba el brillo de seguridad en si mismo de sus ojos, encorvaba los hombros, y nadie sospechaba que perteneciera a la aristocracia.
Por supuesto, el pelo castaño y los ojos marrones ayudaban. Siempre era bueno poseer una tonalidad común. James dudaba que hubiera muchos operativos pelirrojos con éxito.
Pero un año antes, su tapadera había sido descubierta cuando un espía napoleónico había revelado su identidad a los franceses. Y ahora el Ministerio de Defensa se negaba a asignarle cualquier misión más excitante que alguna ocasional redada de contrabandistas
James había aceptado su aburrido destino con un pesado suspiro de resignación. Probablemente era hora de dedicarse a sus propiedades y su título, de todas formas. En algún momento tenía que casarse -por desagradable que la perspectiva le pareciera-y producir un heredero para el marquesado. Así que había dirigido su atención a la escena social londinense, donde un marqués -especialmente uno tan joven y tan apuesto-no pasaba inadvertido.
James se había sentido alternativamente disgustado, aburrido, y divertido. Disgustado porque las jovencitas -y sus madres-lo habían visto simplemente como una gran presa, lista para ser capturada y cobrada. Disgustado, porque después de años de intriga política, el color de las cintas del cabello, y el corte de los chalecos no le parecían fascinantes temas de conversación. Y divertido, porque, para ser franco, si no se hubiera aferrado a su sentido del humor para someterse a esta dura prueba, se habría sentido desesperado.
Cuando la nota de su tía había llegado a través de mensajero especial, estuvo cerca de gritar de alegría. Ahora, mientras se aproximaba a la casa de su tía, en Surrey, sacó la nota del bolsillo y la releyó.
Riverdale-
Necesito tu ayuda urgentemente. Por favor, preséntate en Danbury House con la mayor rapidez posible. No viajes en tu mejor carruaje. Di a todo el mundo que eres mi nuevo administrador. Tu nuevo nombre es James Siddons.
Ágata, Lady Danbury.
James no tenía ni idea de qué iba todo esto, pero sabía que era justo lo que necesitaba para aliviar su aburrimiento y que le permitía marcharse de Londres sin sentirse culpable por abandonar sus obligaciones. Viajó en un coche de alquiler, puesto que un administrador no poseería caballos tan finos como los suyos y caminó la ultima milla, desde el centro del pueblo hasta Danbury House. Todo lo que necesitaba estaba empacado en una bolsa de viaje.
A los ojos del mundo de había convertido en el sencillo James Siddons, un caballero, por supuesto, pero quizás algo corto de fondos. Sus ropas provenían del fondo de su armario -bien cortadas, pero un poco rozadas en los codos y de un estilo de hacía un par de años. Unos cuantos recortes en el pelo con las tijeras de cocina estropearon eficazmente el experto corte de pelo que se había hecho la semana anterior. Para todo propósito, el Marqués de Riverdale había desaparecido y James no podría sentirse más satisfecho.
Por supuesto, el plan de su tía tenía un importante defecto, pero era de esperar, cuando uno deja que un aficionado trace los planes. James no había visitado Danbury House en casi una década; su trabajo para el Ministerio de Defensa no le dejó demasiado tiempo para visitar a la familia, y, ciertamente, el no quiso poner a su tía en ninguna clase de peligro. Pero seguramente quedaba alguien -muy anciano-el mayordomo, quizás, que lo reconocería. Después de todo, él había pasado la mayor parte de su niñez aquí.
Pero una vez más, la gente veía lo que esperaba ver, y cuando James actuaba como un administrador la gente veía, de hecho, a un administrador.
Estaba cerca de Danbury House -prácticamente en los escalones de la entrada principal, de hecho-cuando las puertas de entrada se abrieron de golpe y una pequeña mujer rubia las atravesó, la cabeza agachada, los ojos mirando al suelo, y moviéndose sólo un poco más lenta que una yegua a galope tendido. James no tuvo ni una oportunidad de advertirla, antes de que ella se lanzara en su dirección.
Sus cuerpos chocaron en un torpe encontronazo, y la muchacha dejó escapar un femenino grito de sorpresa mientras rebotaba contra él y aterrizaba, poco elegantemente, en el suelo. Una horquilla, o cinta, o lo que fuera que las mujeres usaran, voló de su pelo, causando que un grueso mechón de pálido cabello dorado se deslizara de su peinado y cayera desmañadamente sobre su hombro.
“Le pido perdón,” dijo James, tendiendo una mano para ayudarla a levantarse.
“No, no,” contestó ella, sacudiendo sus faldas. “Ha sido completamente culpa mía. No miraba por donde iba.”
Ella no se había molestado en tomar su mano para levantarse, y James se encontró extrañamente decepcionado. La muchacha no llevaba guantes, y tampoco él, y sentía una extraña compulsión de sentir el tacto de su mano en la suya.
Pero no podía decir semejante cosa en voz alta, así que en su lugar, se agacho para ayudarla a recuperar sus pertenencias. Su ridículo había volado abierto cuando cayó a tierra, y sus pertenencias estaban ahora desparramadas alrededor de sus pies. Le tendió los guantes, lo que ocasionó que se ruborizara.
“Hace mucho calor,” explicó ella, mirando los guantes con resignación.
“No se lo tendré en cuenta,” dijo él con una pequeña sonrisa. “Como puede ver, yo también he elegido usar el buen tiempo como excusa para no ponerme los míos.”
Ella miró fijamente sus manos, antes de sacudir la cabeza y murmurar, “Esta es la más extraña conversación.” Se arrodilló para seguir recogiendo sus cosas y James continuó ayudándola. Recogió un pañuelo y estaba a punto de alcanzar un libro cuando, repentinamente, ella emitió un extraño ruidito -algo parecido a un grito estrangulado-y se lo arrebató de entre los dedos.
James, de repente, se encontró profundamente interesado en saber qué contenía ese libro.
Ella carraspeó unas seis veces antes de decir: “Es muy amable al ayudarme.”
“No es ninguna molestia, se lo aseguro,” murmuró James, intentando descaradamente echar un vistazo al libro. Pero ella ya lo había empujado dentro de su bolso.
Elizabeth le sonrió nerviosamente, dejando resbalar su mano en el interior del bolso, sólo para asegurarse de que el libro realmente estaba allí oculto, a salvo de su mirada. Si la pillaran leyendo algo semejante se sentiría mortificada más allá de toda palabra. Era sabido que todas las mujeres solteras buscaban marido, pero sólo las más patéticas hembras serían cogidas leyendo un manual sobre el tema.
El no dijo nada, tan sólo la recorrió con una especulativa mirada, que la puso aún más nerviosa. Finalmente preguntó abruptamente: “¿Es usted el nuevo administrador?”
“Sí.”
“Ya veo.” Se aclaró la garganta. “Bien, supongo que debo presentarme, ya que estoy segura de que nuestros caminos se cruzaran a menudo. Soy la señorita Hotchkiss, la acompañante de Lady Danbury.”
“Ah. Yo soy James Siddons, recién llegado de Londres.”
“Encantada de conocerlo, Sr. Siddons,” dijo Elizabeth, con una sonrisa que James encontró extrañamente atractiva. “Lamento muchísimo el accidente, pero es que no miraba por donde iba.”
Espero su inclinación de cabeza en reconocimiento, e inmediatamente se lanzó camino abajo, agarrando su bolso como si su vida dependiera de ello.
James tan sólo pudo mirar como se alejaba a la carrera, extrañamente incapaz de apartar sus ojos de su retirada.